4
EL JOVEN PONI
—Esto es un trabajo para tontos. —Gansuj recorría una y otra vez el largo pasillo que daba paso a la sala del trono. La luz del sol entraba por las ventanas cubiertas con intrincadas celosías y el polvo bailaba en la estela de sus pasos—. Combatí en el asedio de Kozelsk. Fui escogido por el propio general Subotai para preparar la infiltración en la ciudad. Esta... Esta misión no es...
—¿No es importante proteger al kagan? —lo interrumpió secamente Chucai.
Gansuj se detuvo y miró al alto ministro entre los rayos de sol.
—Por supuesto que lo es —dijo—. Mi arco y mi espada están a sus órdenes. Daría mi vida...
—Es fácil morir por tu kagan —dijo Chucai. Bajó la mirada y se encogió de hombros ligeramente. Fue un gesto minúsculo, pero acalló el arranque de Gansuj con tanta eficacia como si hubiera dado un puñetazo en el pecho del joven—. Quizá por eso Chagatai Kan te escogió para esta misión. Cuando el gran general Subotai quiso que fueras tú quien saltara la muralla de Kozelsk, ¿fue porque necesitaba un loco enardecido dispuesto a morir por él?
Gansuj lo negó con la cabeza.
—Y entonces, ¿tienes menos estima por Chagatai? ¿Su visión no es tan clara y penetrante como la del gran general?
—Yo... no sé —dijo Gansuj.
—Estos kanes son hombres orgullosos —dijo Chucai—, y también tozudos. Tardé años en convencer a Gengis de que cambiase las matanzas por impuestos. Esto es una negociación, no una batalla. —Una breve sonrisa pasó por el rostro de Chucai—. Los guerreros luchan, Gansuj; ese es el propósito de su vida. Pero en algún momento no queda con quien pelear, y entonces deben aprender a pensar.
—Tus palabras están llenas de sabiduría, maestro Chucai —dijo Gansuj con una inclinación de cabeza—. Meditaré acerca de ellas.
—Hazlo —dijo Chucai empezando a caminar por el pasillo—. Quédate y descansa algunos días mientras reflexionas, y participa en los placeres de Karakórum.
—Tengo mi yurta...
Gansuj miró las vigas mientras seguía a Chucai por los pasillos. Rodeado de piedra y madera, se sentía como en el interior de una tumba. En cualquier momento los altos techos podían hundirse y enterrarlos y nunca volvería a ver el cielo.
—Te quedarás en el palacio —dijo Chucai. Miró al joven emisario y las comisuras de sus ojos se plegaron, como si reprimiese la risa—. No puedes esperar entender al kagan si no te mantienes cerca de él. —Se detuvo junto a una puerta con la mano apoyada en el bastidor de madera—. Cuando cazas un ciervo, ¿no te trasladas al mundo del animal? ¿No sigues sus huellas, ves lo que él ve y hueles lo que él huele? —Cuando Gansuj asintió, Chucai abrió la puerta corredera.
La habitación era pequeña, no mucho mayor que la gran tarima cubierta de pieles que servía de cama. Del techo colgaban tenues visillos de seda amarilla que la rodeaban, como rayos de sol congelados a su alrededor. Detrás de la cama había biombos con flores rojas pintadas. En el de la izquierda, una garza levantaba el vuelo con su largo cuello extendido.
—¿Es de tu agrado? —preguntó Chucai.
Gansuj se esforzó por dar con las palabras apropiadas y lo único que se le ocurrió le pareció completamente inadecuado.
—Es un dormitorio magnífico, maestro Chucai.
Chucai asintió.
—Es tuyo. —Alzó una mano para acallar la objeción de Gansuj—. Esta noche habrá una cena en honor del gobernador Mahmud Yalavach. Tal vez allí podrías observar al kagan cuando está de buen humor. ¿Alguna vez has asistido a una cena formal en la corte?
—Cada noche nos reunimos alrededor del fuego para hacer boodog o jorjog —respondió Gansuj.
—Creo que vas a descubrir que la etiqueta en la mesa es un poco diferente cuando no estás comiendo con las manos un asado grasiento de cabrito. Te haré llegar algunos rollos en los que podrás aprender cómo comportarte en una sociedad civilizada.
—Maestro Chucai...
Gansuj puso su mano izquierda sobre su puño derecho. El conjunto formaba una doble prisión, una alrededor de la otra. El cielo y los muros del palacio le impedían ver el cielo y el horizonte. Aquella misión (incluso desde el nuevo punto de vista sugerido por el consejero de Ogodei) era otra prisión. Estaba atrapado. Pero, mirando sus manos e imaginando cómo sería estar atrapado en su interior (una moscarda o una polilla), se dio cuenta de que por muy fuerte que apretase nunca podría cerrar lo suficiente la estrecha abertura que quedaba donde su dedo índice se hundía en la palma, aunque moviera el pulgar.
—Maestro Chucai —dijo—. En las estepas no hay muchas oportunidades para leer, y yo...
Chucai le dirigió una mirada de aliento paternal.
—Podría enviar a alguien para que te lo leyese, si quieres. ¿Quizá cuando te estés bañando?
Gansuj abrió las manos y se miró las palmas. ¿Quedaría la polilla aplastada por la presión antes de poder escapar?
—Te lo agradezco infinitamente, maestro Chucai.
Gansuj se movía en una nube. Las paredes de la habitación estaban oscurecidas por el vapor de la bañera y él flotaba en agua caliente. La bañera era más grande que el interior de la yurta de un jefe, y al principio se había negado a ensuciar tanta agua.
Sus ropas, acartonadas por el sudor seco y el polvo, habían sido retiradas por sirvientes vestidos de color claro. Se había sentado desnudo en el borde de la bañera durante algunos minutos mientras el vapor del agua le abría los poros. Por fin había sumergido los pies y la temperatura del agua le había producido hormigueo en la piel; entonces se concedió el lujo de sumergirse por completo, y la sensación fue agradable.
No estaba solo. Gansuj salió de su ensoñación y salpicó todo a su alrededor mientras conseguía mantenerse de pie en el fondo. Ella estaba arrodillada en el borde de la bañera, y la seda azul claro de su vestido se iba oscureciendo a la altura de sus rodillas por el agua. Su largo cabello estaba suelto, sin el peinado enroscado que llevaban la mayoría de las mujeres chinas, y caía cubriendo la mitad de su rostro como una lámina de agua negra. Solo podía ver uno de sus ojos y media boca, pero eso era suficiente para advertir que se estaba divirtiendo.
—¿Quién eres? —preguntó él más rotundamente de lo que pretendía.
Se sentía desprotegido en el agua, y no solo por estar desnudo. Los sirvientes se habían llevado todo, y ni siquiera se le había ocurrido conservar el pequeño cuchillo que solía llevar. Palmeó el agua como si el ruido pudiera espantar a la mujer, pero ella ni siquiera se encogió. «Insensato», pensó. Todo lo que había hecho falta para que bajara sus defensas fue ofrecerle un baño caliente.
—Me llamo Lian —contestó la mujer. A juzgar por la suave palidez de su piel y la forma de su cara, su vida antes de llegar a Karakórum había sido la de una rica indolente.
—¿Te envía el maestro Chucai para que atiendas a mis necesidades? —preguntó Gansuj. Hizo ondear el agua con las manos—. Si es así, deberías estar en la bañera.
No era que deseara la compañía de una mujer; era más bien que no le gustaba que estuviera sentada allí, en el borde. Había algo en el suelo a su lado y Gansuj se puso de puntillas para tratar de ver qué era.
—No —respondió ella, ya sin el gesto de diversión—. Como les digo a todos los mongoles, soy maestra, no prostituta. —Levantó el bulto que había a su lado y Gansuj se dio cuenta de que era un rollo grueso. La mujer lo desenrolló y comenzó a leer.
Cuando salió de su confusión, Gansuj escuchó durante varios minutos mientras Lian le leía las normas del comportamiento civilizado. Su pronunciación y su dicción eran impecables, y su voz resultaba agradable a los oídos de Gansuj. Pero el texto que estaba leyendo era la letanía más aburrida que había soportado en toda su vida, incluso peor que la inacabable enumeración de antepasados que se recitaba en la celebración de una victoria militar.
—Un niño no debe ocupar el rincón suroeste de la casa, ni sentarse en el centro de la alfombra, ni caminar por el centro del camino, ni estar parado en el umbral de una puerta. Debe actuar como si estuviera oyendo a sus padres cuando no le llegan sus voces y como si los estuviera viendo cuando en realidad no están allí.
Gansuj no pudo contener su lengua por más tiempo. La interrumpió con un golpe en el agua.
—¿Tengo que actuar como si me acosaran los fantasmas de mis antepasados?
Lian suspiró. Se echó el pelo hacia atrás y se quedó mirándolo.
—Tienes muy poca imaginación, ¿verdad? —le preguntó—. Supongo que no hay de qué extrañarse. A fin de cuentas no eres más que un jinete en tránsito.
Gansuj gruñó y golpeó el agua con el canto de la mano lanzando una gran salpicadura hacia ella. Lian fue muy rápida en proteger el rollo del agua, pero el resto de su cuerpo no tuvo tanta suerte. Gansuj admiró la figura que revelaba la tela mojada y olvidó por un momento el motivo de su enfado.
—Es una metáfora —dijo Lian. Se estiró desde su posición arrodillada y hundió un pie en el agua—. ¿No tenéis metáforas en las estepas? —preguntó mientras le lanzaba agua con el pie.
Gansuj se agachó por instinto, aunque el agua no fuera más que una lluvia inofensiva sobre su piel ya mojada.
—¿Para qué necesita una metáfora un guerrero? —refunfuñó—. ¿Puede mantenerme vivo una metáfora? ¿Puede masacrar a mis enemigos?
Lian se alejó del borde para evitar la siguiente salpicadura.
—Piensa en las golondrinas —dijo—. Se lanzan en picado contra sus presas, luego dan la vuelta, se retiran y vuelven a atacar. Ahora piensa en un grupo de jinetes que se acercan a sus enemigos. ¿No aparecen como una única masa, cabalgando y lanzando sus flechas, y luego se alejan velozmente? ¿No es ese el estilo de los mongoles? Si tú fueras un general y dijeras a tus hombres que cabalgasen en formación de aves en picado, ¿no entenderían a qué te refieres? ¿Cómo es eso de no usar una metáfora para masacrar a tus enemigos?
Gansuj dejó su lengua tranquila dentro de su boca y reconoció la observación de Lian con una leve inclinación de cabeza.
Ella no pareció advertirlo o quizá fingió que no lo había visto. Su atención volvió al rollo y lo desenrolló otra vez mientras buscaba el punto en que se había detenido.
—Sigamos, pues —dijo—. Un hombre no debe subir a lugares altos ni asomarse al borde de un precipicio; no debe permitirse...
Gansuj desapareció bajo la superficie del agua aflojando las piernas hasta que estuvo sentado en el fondo. La imagen de Lian ondulaba al atravesar el vapor y el agua, y su piel pálida parecía refulgir como si fuera un fantasma. Cerró y abrió los ojos varias veces, pero ella no desapareció. Por fin, cuando le dolían ya los pulmones, se levantó y emergió del agua.
Lian se quedó quieta como una estatua, con una ceja levantada y un dedo sobre el rollo, esperando a que recuperase el resuello. Cuando acabó de quitarse el agua de los ojos, ella continuó.
—No debe entregarse al insulto desconsiderado o la risa burlona.
Gansuj dejó ir una de esas risas y dio una palmada en el agua.
—¡Eso no es más que un libro de reglas que me dicen cómo vivir mi vida! —protestó—. ¡Ya sé vivir! ¿Son tan estúpidos los chinos que necesitan instrucciones para saber cómo hacerlo todo?
—¿Son los mongoles tan estúpidos que no reconocen el valor de la rectitud moral?
Gansuj alzó la mirada hacia el techo.
—Deja ese rollo —dijo—. Esto es cansado e inútil. En lugar de eso, ven al agua conmigo.
—El maestro Chucai me ordenó enseñarte a comportarte en una sociedad educada. —Bajó el rollo y dirigió a Gansuj una mirada despectiva, como la que podría haber dedicado una dama aristócrata a un sirviente ignorante—. Ese comportamiento incluye el respeto por las mujeres.
—Respeto a los guerreros. Respeto a quienes, sean hombres o mujeres, demuestran su valía a su clan. Vosotras, las mujeres chinas, os pasáis todo el día sentadas en jardines leyendo libros y comiendo... No sé qué es lo que coméis. Flores, supongo. Las mujeres mongolas cabalgan, cazan y luchan hasta que su piel está áspera y oscura. ¿Qué bien hace la cultura si te vuelve débil?
—Si yo hubiese sido una mujer menos culta, no habría salido tan bien parada cuando me capturaron —observó Lian—. Al menos el maestro Chucai fue capaz de reconocer mi valor, aunque los mongoles nunca lleguen a apreciar las cosas que puedo enseñar.
—Y si fueras una mujer más fuerte quizá nunca te habrían capturado.
Ella apartó la mirada y Gansuj sintió un extraño hormigueo en el estómago. No era la misma sensación que tenía en el campo de batalla cuando mataba a un hombre, pero era parecida; lo suficiente para que sintiera a la vez euforia y confusión. «Pero no estamos luchando». Miró hacia abajo y vio que su cuerpo también reaccionaba a la mezcla de emociones; golpeó el agua para romper la tersura de la superficie.
Ella aún tenía la ropa mojada pegada al cuerpo. Era una distracción.
—¿Cuánto tiempo llevas en Karakórum? —preguntó ella.
—Ni un día —admitió él, contento de hablar de cualquier otra cosa.
—Tienes mucho que aprender —dijo ella, y su tono no tenía la frialdad que él esperaría en semejante afirmación—. En la vida hay más cosas que el combate. —Tragó saliva y fue a abrazar el rollo contra su cuerpo, pero se detuvo en el último segundo para evitar ponerlo en contacto con la tela mojada—. Sí, debo admitir que es valioso conocer el arte del combate, pero no todos los combates se desarrollan con lanzas y flechas. La corte puede ser tan peligrosa como el campo de batalla si no sabes cómo debes comportarte. —Dio un pequeño tirón del vestido para separarlo de su piel.
Gansuj pensó en ello, ignorando una punzada de desencanto por la colocación del vestido. El maestro Chucai dijo que tuvo que enseñar a comportarse a Ogodei y a su padre. ¿Los respetaba menos porque sabían comportarse en la corte? ¿No los seguiría a la batalla sin reservas?
—Sí —dijo con una leve inclinación de cabeza. Caminó hacia atrás hasta apoyar la espalda en el borde de la bañera—. Así que estoy desnudo en la corte. —Levantó los brazos y los apoyó en el borde—. No tengo coraza. No tengo armas. Estoy como estuviste tú hace tiempo. Enséñame a sobrevivir. Enséñame lo que necesito saber para ser fuerte.
Lian lo observó con la cabeza inclinada hacia un lado. Se mordió el labio inferior, bajó el rollo y lo dejó caer al suelo. Avanzó y, para sorpresa de Gansuj, no se detuvo al llegar al borde de la bañera. Desapareció bajo el agua salpicando un poco y vio su delgada figura deslizándose bajo el agua hacia él. Salió a la superficie no muy lejos y Gansuj se mantuvo inmóvil mientras ella se acercaba flotando. Paró cuando estuvo lo suficientemente cerca para levantar una mano y apoyarla en su antebrazo. Él sintió las piernas de Lian, atrapadas por la tela mojada de su vestido, acariciando las suyas. Su aliento llegaba a la cara de Gansuj, que se descubrió mirándole fijamente la boca.
—Tú prefieres a tus mujeres fuertes, ¿verdad? —dijo ella en un susurro.
—Sí —respondió él con un hilo de voz; la palabra se le había quedado atascada en la garganta.
—Pero yo no te parezco fuerte.
No era una pregunta, pero Gansuj sintió que de todos modos debía contestar. Sacudió la cabeza dudando de su capacidad de articular palabras en ese momento.
—Enséñame —dijo Lian—. Enséñame a ser como tus mujeres mongolas. A cambio, puedo enseñarte a sobrevivir aquí, en la corte. —Se acercó más a él—. Un guerrero no aprende con lecturas; un guerrero aprende con la acción, utilizando sus manos y su corazón. ¿Puedes enseñarme eso?
Gansuj miró su esbelto cuello. Bajo su pálida piel era visible el pulso. Era frágil, y se preguntó si Lian habría tenido algún pensamiento violento en toda su vida. Era poco probable que aquella delicada flor china pudiera ponerse a la altura de una mujer mongola, aunque sin duda sería divertido ver cómo lo intentaba. Pero ella y el maestro Chucai tenían razón: él no entendía las costumbres de la corte, y si tuviera alguna esperanza de tener éxito en su misión, necesitaría la ayuda de Lian. Era preferible ceder a la propuesta de aquella extraña y cautivadora china que volver corriendo ante Chagatai como un perro apaleado.
Gansuj asintió:
—Te enseñaré a pelear.
Ella hizo una rápida inclinación de cabeza y se apartó de él. Gansuj intentó cogerla pero sus manos solo encontraron el agua. Lian nadó hasta el borde y, con un movimiento suave y fluido que hacía pensar si no sería más pez que mujer, se aupó sobre sus brazos y salió del agua. Gansuj vio por un instante sus pechos, que se transparentaban con bastante claridad a través de su ropa mojada, y luego ella se volvió cruzando las piernas como una flor que se cierra al llegar la noche. Dándole la espalda, recogió de la tarima el pesado vestido, se lo puso sobre la ropa interior mojada y tomó el rollo que había abandonado.
—Comenzaremos las clases mañana —dijo echando una última mirada inquisitiva por encima del hombro.
Hasta después de su marcha Gansuj no advirtió que se había llevado la ropa que los criados habían preparado para él.