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A MEDIADOS DEL VERANO
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BROTES NUEVOS ENTRE VIEJAS
PIEDRAS
Cnán se detuvo antes de entrar en el claro que rodeaba el monasterio de piedra y se puso en cuclillas. Para ella era fácil moverse en silencio por los densos bosques del norte, y se había acercado a las aisladas ruinas sin hacer más ruido que la brisa entre las ramas o los insectos que reptaban bajo las hojas del año anterior.
A través de los jirones de niebla de la mañana, podía distinguir las ruinas del monasterio en el extremo norte. Los restos de los muros sin tejado de los edificios auxiliares se extendían hacia el sur desde las ruinas principales formando un arco interrumpido. En el lugar donde probablemente tuvieron su huerto los monjes habían crecido abedules y algunos robles jóvenes. El resto del claro estaba cubierto de hierba y zarzas y cruzado por senderos recién abiertos. Al otro lado de la tapia de piedra del cementerio invadido por la vegetación habían edificado cuatro cobertizos.
Había dado con un campamento, de eso no cabía duda. Pero ¿de quién era?
Desde muy lejos le llegó el repiqueteo de un pájaro carpintero recolectando su desayuno, interrumpido por un choque de aceros más sonoro y más cercano: el ruido nada natural que había llamado su atención. Desde tan cerca podía oír a unos hombres hablar (muchos hombres), pero aún no había podido ver a los nuevos huéspedes del monasterio.
Dos días antes, una banda de mongoles huesos negros la había perseguido como si fuera un venado hasta el límite del espeso bosque, donde se detuvieron sin alcanzarla y se dedicaron a asaetear los árboles mientras la insultaban en alguna lengua túrquica de dudosa procedencia. Los guerreros criados en las estepas odiaban las fatigas que les imponían las arboledas, donde no podían galopar con libertad ni maniobrar velozmente con sus fuertes ponis. Los bosques cerrados seguían siendo seguros, aunque fuera imposible cruzarlos con rapidez.
Acababa de pasar el solsticio: habían transcurrido tres meses desde que el disoluto kan conocido como Onghwe derrotara a los ejércitos de la cristiandad en Legnica, a pocos kilómetros de allí, y poco más de un mes desde que el kan lanzara su desafío.
Cnán se movió hacia la izquierda para ocultarse rápidamente tras el tronco de un venerable roble. Acarició su corteza como pidiendo orientación al árbol y luego se pasó los dedos por los ojos en una antigua oración de las unificadoras. La niebla ya empezaba a disiparse; podía esperar. En aquellas tierras, un adepto bien instruido sabía ser paciente.
Le llegaron retazos de una conversación, una disputa que no parecía haber comenzado esa mañana ni tampoco que fuera a concluir pronto. Cnán reconoció la cadencia del latín, una lengua que hacía tiempo que no oía y que no había hablado desde su niñez.
«... Deja descansar la vista; sabes dónde está la espada; deja de mirarla...».
«... ¡No cierres los ojos! También podrías tirar la espada; ¿eres un estúpido borrego?».
«... Si miras su espada, será demasiado tarde. No puedes verle los ojos; entonces, ¿por qué estás...?».
A menos de un tiro de piedra, un hombre joven, de no más de veinte años y con unos cabellos tan rubios que eran casi blancos, se enfrentaba a un hombre mayor, un corpulento pelirrojo lleno de cicatrices de los combates. Ambos llevaban grandes espadas de guerra y hacían sus ejercicios repetitivos ante la mirada de un hombre que vestía como un monje.
Probablemente aquellos hombres eran caballeros de la Hermandad del Escudo, a quienes tenía orden de encontrar. Si hacían honor a su reputación, habrían respondido en cuestión de días a la insólita invitación del kan. La Hermandad del Escudo estaba diseminada, pero su rama más próxima se encontraba en Petraathen, un antiguo fuerte roquero en las montañas al sur de Cracovia, a solo unos pocos días de allí. Su instinto (al revés que a los mongoles) les dictaba acampar en los bosques, y sus exploradores habían descubierto aquel viejo monasterio abandonado desde hacía mucho tiempo. A ella le parecía un templo pagano, le recordaba al mithraeum subterráneo, el templo donde tiempo atrás su gente celebraba sus esotéricos ritos. Las ruinas, fuera cual fuera su utilidad original, habían sido convertidas en una improvisada casa capitular, un santuario donde aquellos caballeros podían esperar y practicar mientras reconocían el territorio que rodeaba el sangriento campo de batalla de Legnica, y la enorme y apestosa ciudad de tiendas de campaña que Onghwe había ordenado levantar allí.
Desde detrás del cementerio llegó un jinete que montaba un macho negro ruano. Cnán se encogió al ver en sus manos un arco de estilo mongol, rayado y articulado como la pata de un insecto. Pero aquel hombre no era mongol: su cabello era castaño, largo y voluminoso, y bajo su nariz afilada colgaba un poblado bigote. Hizo girar a su montura y galopó a lo largo del arco de edificios; luego volvió a girar y cabalgó adelante y atrás por la hierba. Sus movimientos aparentemente sin propósito cobraron sentido para Cnán cuando comprendió que estaba practicando con el arco. Cuando su vista captaba algo que podría servir de blanco, lanzaba una flecha, unas veces según pasaba por delante al galope y otras desde más distancia, o detenía en seco su caballo para después lanzar la flecha.
Ella solo conocía a aquellos caballeros por su reputación, pero el jinete le pareció alguien que había sufrido durante el poder de los mongoles, había aprendido de ellos y había adoptado y adaptado sus armas.
En un punto más lejano del claro, visible a través de los jirones de la niebla que se iba disipando y más allá de los desmoronados muros de un refectorio, un joven golpeaba un poste de madera con una espada y repetía el ataque una y otra vez. Cerca de él, otros dos practicaban el combate con dos bastones de madera tallados mientras un tercero se movía a su alrededor y los esquivaba cuando era necesario. A la izquierda de Cnán, sentados bajo la fresca sombra de un roble joven a una mesa construida con tablas medio podridas, había dos hombres que compartían el descanso bebiendo en copas de latón abolladas. Ambos lucían cabello oscuro y corto. Uno tenía barba oscura y ojos negros en consonancia con su ascendencia siria («alguna clase de sarraceno», pensó ella), apreciable incluso en el corte de su vestimenta.
El otro, con la cara más redondeada y más alegre, tenía los ojos claros y brillantes y no dejaba de mover nerviosamente los dedos mientras susurraba frases breves, como si estuviera exponiendo planes que sabía que no contarían con la aprobación del hombre de los ojos negros.
Hasta ese momento había podido ver a nueve de ellos. Un buen grupo, pero la mayoría eran jóvenes y no de la clase de hombres que es corriente encontrar formando pandilla. Eso era bueno y esperable o desde luego muy malo (porque en la Tierra de las Calaveras, esa región devastada por el paso de las hordas mongolas, la desesperación y las malas intenciones a menudo unían a vagabundos muy dispares).
En cualquier caso, parecía que aquellos eran los hombres que tenía orden de encontrar.
La Ordo Militum Vindicis Intactae aseguraba ahora ser cristiana, así que era natural que esos hombres se escondiesen cerca de un monasterio. Pero de todos modos, corrían historias acerca de los caballeros de Petraathen, según las cuales habían practicado en otros tiempos el culto a la muerte, con extrañas ideas sobre los beneficios que recibirían en la otra vida los caballeros que muriesen matando. Aquellos hermanos también podrían consolarse al compartir el lugar con los heroicos y bienaventurados guerreros muertos. Desde donde estaba agachada pudo contar siete grandes cruces de granito pertenecientes a cruzados en el abandonado cementerio del monasterio, probablemente erigidas allí hacía un siglo y medio.
Cnán se hurgó entre los dientes con una ramita y se puso de rodillas manteniendo en silencio la respiración y el corazón, confiando en su sigilo, satisfecha con observar sin ser vista. O eso se decía a sí misma cuando oyó un breve ruido vibrante tras su cabeza. Una sacudida, un silbido y algo la levantó y lanzó su cabeza contra un árbol; el golpe hizo resonar su cráneo como una campana.
Palpó a su alrededor con desesperación y tocó un asta larga y lisa. Una flecha con punta ancha había atravesado la capucha de su capa y la había dejado clavada en el tronco de un viejo abedul. Se esforzó por liberarse; dos años huyendo de los mongoles le habían enseñado que pronto llegaría otra flecha mejor dirigida y era muy conveniente desprenderse de la capa y escapar de allí.
Pero oyó una voz (como la de su madre, solo que más lejana y triste) que parecía sonar junto a su oído: «La primera flecha, perfectamente colocada en el momento perfecto». Cnán lo entendió de inmediato. Bajó la mano. El arquero había conseguido exactamente lo que quería. Probablemente había dejado el campamento antes incluso de que ella llegara para rodearlo, vigilar y observar.
De nada serviría correr. No se estaba enfrentando a mongoles o a sus chacales ni a bandidos mal entrenados, sino a hombres nacidos y criados en los bosques. Cualquier movimiento en falso provocaría la aparición entre las ramas verdes de otra flecha que seccionaría su columna vertebral.
Cnán se quedó en silencio. Sus ojos se movieron nerviosamente en respuesta a nuevos ruidos, débiles y muy cercanos. Al menos dos hombres la habían seguido por el bosque: el arquero, a quien aún no había visto y que estaba a su derecha, y el rastreador, que ahora se aproximaba por detrás. Era casi seguro que ambos venían del campamento y estaban apostados en el bosque como centinelas.
El cazador que estaba detrás de ella comenzó a moverse con libertad haciendo bastante ruido, pero aún no podía verle la cara ni él la de ella por la capucha clavada en el árbol y la espesa mata de cabello negro lleno de barro seco que caía desde el centro de su cabeza. La rodeó con cautela y, cuando por fin quedó a la vista, dedicaron un instante a tomarse las medidas mutuamente.
Cnán había visto algunos hombres de aspecto salvaje durante su largo viaje por tierras de los rutenos, pero ese tipo (enteramente vestido con cosas que había matado y con una barba enredada y espesa como la piel de un oso) parecía medio animal. Nada de lo que llevaba era tejido: las artes de las mujeres no iban con él. Sus ojos verdes con las comisuras arrugadas por el sol le daban un aire de diversión juvenil.
No fue necesario suponer qué había visto en ella, porque él mismo lo dijo. Su lengua no le era familiar, pero algunas de sus palabras sí tenían raíces conocidas. Reconoció «mujer», «mongol» y «espía» (esta, muy parecida a su propio nombre real en tocario). Podría haber construido una respuesta negativa con palabras que él pudiera reconocer vagamente, pero había lenguajes más eficaces que no requerían palabras. Cnán se desembarazó de la capa, se puso en pie y soltó un bufido de burla fulminándolo con la mirada.
Fue mejor que darle una bofetada. El cazador reculó medio paso y luego se recuperó mientras fingía que se tambaleaba. Ahora sus ojos verdes estaban riendo de verdad. Miró hacia su derecha y atrajo a un tercero a su conversación sin palabras: el arquero, que apartó de su camino una rama con una punta del arco, se aproximó.
Era el hombre más alto que Cnán había visto en años, quizás en toda su vida. Sabía que los hombres de la cristiandad eran más altos que los de las estepas, pero probablemente este era un gigante (incluso entre los de su misma clase). Tenía el cabello y la barba de un color rubio rojizo. No era guapo, pero en su rostro había una fuerza que imponía respeto. La observó durante unos instantes y se volvió hacia el cazador, que aún reía entre dientes. Ambos tuvieron un titubeante y relajado intercambio de frases en las que volvieron a aparecer varias veces las palabras «mongol» y «espía». A Cnán le sonaban igual las lenguas de los dos, pero seguramente eran diferentes, porque estaba claro que no se comunicaban muy bien.
Tras algunos malentendidos, el arquero comenzó a hablar en latín, pero el cazador se limitó a sacudir la cabeza levantando las manos. Estaba claro que había llegado el momento de tomar las riendas.
—Soy Vaetha —mintió en latín. Las palabras de la segunda lengua de su madre fluyeron con sorprendente facilidad—. Vengo de tierras lejanas hacia el este y traigo noticias para la cristiandad. Las daré al maestre de vuestra orden. Por favor, llevadme ante él.
El cazador volvió a sacudir la cabeza y, con una gran sonrisa, se volvió y caminó con calma hacia los edificios.
—No te muevas —dijo el arquero. Desenfundó su cuchillo, se acercó y la rodeó con precaución con los ojos entornados y chispeantes. Rasgó la tela de la capucha para liberar la flecha, que al parecer era más importante, y se dedicó a cortar la corteza que rodeaba la punta y a extraerla del árbol con la delicadeza de un cirujano—. Soy Rædwulf —dijo mientras arrojaba la capa a los pies de Cnán—. ¿Qué clase de persona eres? ¿Y por qué hablas latín?
—Es una unificadora —dijo entre los árboles una nueva voz, cavernosa y profunda.
Cnán se volvió y descubrió que el anciano se había acercado a ellos sigilosamente. Llevaba vestiduras de monje cristiano. Su rostro era duro y estaba surcado por profundas arrugas; tenía por lo menos sesenta años, pero en su caso la edad no había venido acompañada por la debilidad. Mientras la examinaba con gesto severo, mantuvo una mano sobre el pecho sin dejar de tamborilear con los dedos sobre su esternón. Bajo su hábito, raído por los viajes, un suave tintineo reveló la presencia de una cota de malla.
Toda aquella actividad llamó la atención de los demás ocupantes del claro, incluso de los más jóvenes, que estaban atareados golpeándose con palos. Detuvieron el combate simulado, se saludaron con un apretón de manos y se dirigieron con parsimonia hacia el lugar donde estaba Cnán.
El jinete pasó junto a ellos a medio galope, frenó su caballo en el límite del bosque y se acercó despacio hasta colocarse detrás del anciano. Miró a Cnán desde la altura de su caballo y arrugó el bigote en un gesto de asco, como si ella fuera una garrapata repleta de sangre que acabara de arrancarse de un muslo.
—¡Mongola! —gritó.
Sin volverse, el anciano le respondió:
—No, Istvan; tiene sus pómulos, es verdad, pero fíjate bien en sus ojos.
—Entonces pertenece a una banda o es una ladrona de cadáveres. En cualquier caso, hay que matarla.
Istvan escupió en el suelo junto a los pies de Cnán, volvió su caballo con destreza y se alejó a medio galope. El anciano se acercó a ella y se inclinó para recoger su desgarrada capa. Sin miedo, amablemente, pero sin asomo de humildad, se la dio.
—Soy Feronantus —se presentó—. De la Skjaldbræður. —No utilizó su nuevo nombre cristiano, sino otro más antiguo, en la lengua de los hombres del norte: la Hermandad del Escudo.
—Yo soy Vaetha —dijo ella—. Como ya has advertido, soy una mensajera.
—Una que ve —tradujo Feronantus—. Del tocario. Un juego de palabras con «espía». Por supuesto, mientes acerca de tu nombre; es lo que esperamos. Pero Vaetha servirá hasta que confíes en mí lo suficiente para decirme quién eres de verdad.
Ella intentó infructuosamente derrotar al anciano en un duelo de miradas.
—Ven —dijo Feronantus.
Le dio la espalda y se alejó. Ella lo siguió hasta las edificaciones. El gigantesco arquero Rædwulf fue tras ellos sin soltar su precioso arco y sin dejar de alisar las plumas de las flechas como si se tratara de seres vivos necesitados del tranquilizador contacto con su amo.
El joven rubio la miró maravillado cuando pasó frente a él, y luego se volvió hacia los otros, que se rieron de su asombro.
El guerrero vestido con pieles se inclinó hacia delante y alargó la mano medio cerrada como una garra hacia la entrepierna del rubio.
—Esa podría haberte cortado las pelotas —dijo—. ¡No se habría perdido gran cosa!
—¿La has visto? —preguntó el joven de repente, y se pegó a la espalda de Feronantus con los andares de un niño pequeño—. Me llamo Haakon —dijo a Cnán—. ¿Puedes repetir tu nombre otra vez? —Estaba claro que era la primera vez que veía a una mujer de piel oscura.
—No te molestes —dijo Feronantus—. Se habrá marchado antes de que consigas sacarle algo cierto. Y recuerda tus votos.
El estúpido asombro del muchacho disgustó a Cnán. El tal Feronantus debía de ser de la vieja escuela, pero los otros (el tipo con aspecto de sarraceno, los hombres agarrados a sus vasos de cerveza, los ruidosos jóvenes que luchaban con bastones, el rubio de mirada fiera que estaba junto a ella) le parecían mucho más desaliñados de lo que le habían hecho esperar las historias de espadas y hazañas que le contaba su madre. Sin duda, no corrían buenos tiempos para los monjes guerreros de Petraathen.
Quizá sus noticias cambiarían todo eso.
Antes de llegar al monasterio derruido que utilizaban como casa capitular, el cazador vestido con pieles llamó la atención de Feronantus. Sin razón aparente se agachó, luego se tiró al suelo con un movimiento bastante cómico y, con los ojos cerrados, apretó una oreja contra una sólida lápida cubierta de musgo.
En realidad no fue su oreja, sino el hueso del cráneo situado inmediatamente detrás. Estaba escuchando algo.
—¿Qué pasa, Finn? —preguntó Feronantus, o algo parecido en la tosca lengua que hablaba el cazador.
Finn levantó cuatro dedos. Luego bajó la mano hasta el suelo y la movió imitando el galope de un caballo.
—Muchos ponis de las estepas... —Finn abrió los ojos y sacudió la cabeza. Mantuvo las manos unidas y luego las separó—. Uno muy grande —fue su estimación.
—Un caballo de batalla —dijo Feronantus.
Parecía que todos los hombres que había en el recinto, salvo Feronantus y Finn, hubieran desaparecido. Cnán miró a su alrededor y pudo ver dónde estaban todos: en el suelo. Los chicos que habían estado blandiendo espadas de madera un momento antes estaban armados ahora con espadas largas de acero. Istvan y Rædwulf habían sacado los arcos y ya tenían flechas preparadas, y también Finn en cuanto acabó de levantarse.
Hasta que Cnán fue capaz de oír algo pasó un rato desconcertantemente largo, pero por fin el sonido de pesados cascos y el tintineo del acero atravesaron la espesa masa verde que rodeaba el claro, y por el camino del bosque aparecieron dos jinetes cabalgando codo con codo y cada uno con un caballo de reemplazo a su zaga.
«Ahí está —pensó Cnán—, un caballero digno de los cuentos de mi madre». Era alto, con el cabello castaño y largo peinado hacia atrás desde la amplia frente, ojos de color avellana y el rostro perfectamente rasurado de un ángel. Iba cubierto con una cota de malla corta, algo a lo que ella estaba acostumbrada, pero encima llevaba, protegiendo la espalda y el pecho, una loriga de placas de acero pulido. Colgado a la espalda llevaba un escudo con la forma, pensó ella con tristeza, de las lágrimas que debían de haber llovido desde los rostros de todas las elegantes mujeres de su castillo el día en que él se alejó galopando para combatir a los mongoles. De su cadera pendía una espada forjada para ser blandida con una sola mano, pero recta, de dos filos y más larga y estrecha que la mayoría de tales armas.
El otro hombre era más pequeño, musculoso y con la cabeza más cuadrada que redonda. En un primer momento ella supuso que era un escudero, pero cuando la pareja entró en el recinto vio que tenía al menos la edad del caballero. Sus ropas, aunque mostraban los efectos de los viajes, eran más acordes con la vida en la corte que en aquel campamento en el bosque. De su cintura colgaba algo parecido a un hacha y todo él iba engalanado con puñales. A la espalda llevaba una ballesta armada y cargada. En su actitud y en su manera de relacionarse con el hermoso caballero no había reverencia, sino igualdad y camaradería, combinadas con un gesto burlón que reflejaba su conciencia de que la gente prefería a su guapo amigo.
El caballero solo tenía ojos para Feronantus y parecía que un cortés saludo estaba a punto de aparecer entre sus labios, pero el cortesano sobrecargado de puñales se adelantó y fue el primero en hablar. Hizo un ceremonioso ademán con el brazo y anunció para todo el recinto con voz pomposa: —¡La cristiandad está a salvo! El hermano Percival lo ha asumido como su misión.
Todos rieron, en parte por la broma y en parte, pensó Cnán, por el alivio de saber que aquellos hombres estaban de su parte.
El caballero Percival se aproximó a Feronantus y desmontó con estudiada elegancia. Finn había acertado con su caballo. Era una bestia hermosa y poco común, con una mancha blanca en la frente, crin gris y sedosa, pecho amplio y más grande que el macho de Istvan, fácilmente el doble que un poni mongol.
Cnán había oído a sus hermanas historias acerca de un choque entre algunos hermanos de los Caballeros Teutónicos y una partida de mongoles que se habían equivocado de camino y se habían perdido en territorio enemigo. Atrapados entre un río y los bosques e incapaces de maniobrar a su manera, los mongoles se habían agrupado y los caballos de batalla de los teutones habían derribado a sus pequeñas monturas como si fueran bolos. Viendo aquel enorme caballo de batalla era fácil creerlo. Un caballo digno de aquel hombre.
Percival hizo una pronunciada reverencia ante Feronantus. A Cnán no le hizo gracia darse cuenta de cuánto le gustaba mirar el rostro del caballero; hizo cuanto pudo por que no se le notara.
—Hermano Percival, hermano Roger... bienvenidos —dijo Feronantus—. Es una gran alegría veros. Doy gracias a Dios porque habéis llegado sin problemas.
El compañero de Percival, Roger, estaba un paso por detrás de él.
—A decir verdad, es sorprendente qué poca ayuda nos ha prestado Dios —comenzó.
Percival lo miró con enojo. Estando codo con codo, la diferencia de estatura entre ambos no era tan grande como Cnán había creído; Percival parecía más grande por su montura.
—Escucharemos vuestras historias durante la cena —dijo Feronantus alzando una mano para evitar que los dos recién llegados siguiesen hablando.
—Y escucharemos historias y más historias... ¡y las volveremos a escuchar! —bromeó el hombre corpulento que había estado entrenando a Haakon.
Percival se volvió para ver de quién procedía la pulla y un gesto de regocijo se extendió sin disimulo por su rostro.
—¡Taran! Tenía la esperanza de que estuvieras aquí.
—Oí decir que podrías venir —dijo Taran—. Y sabía que necesitarías a alguien que te pusiera en forma antes de que empiecen los combates.
—A Taran ya lo conoces —dijo Feronantus—, y este tipo misterioso y estupendo es Raphael, nuestro médico. Tendremos mucho que hablar de bienvenidas y otras historias, pero, Roger y Percival, me habéis interrumpido cuando me dirigía a una reunión que me han asegurado que es demasiado importante para retrasarla.
Las miradas se dirigieron a Cnán y luego otra vez a Feronantus.
—Esta es nuestra veloz guía y mensajera —dijo Feronantus—. Su nombre no es importante, de momento.
Taran murmuró algo sobre unificadoras y entonces la confusión desapareció de sus rostros, reemplazada por un cauteloso interés.
—¿Que de dónde vengo? De lugares cuyos nombres nunca habéis oído, así que no valdría de gran cosa que los recitara —dijo Cnán en respuesta a la primera pregunta de Feronantus.
Todos los reunidos a la mesa lo estaban pasando bien, aunque había un poco de tensión. Ella estaba nerviosa porque temía que el llamado Raphael, el de la barba recortada y el aspecto de sirio, descubriera sus verdaderas intenciones. Supuso que era un cruzado nacido y criado en una de las pocas ciudades fortaleza que habían sobrevivido, defendidas por los ejércitos de Occidente en aquel infierno de mala muerte al que ellos habían dado el nombre de Tierra Santa. Pero un hombre así debía de conocer las tierras interiores de Asia mejor que, por ejemplo, Taran, que era irlandés y probablemente consideraría Dublín como una parte del exótico Oriente.
O quizá estaba siendo poco amable. El hambre y el hecho de ser perseguida como un animal habían contribuido a agriar su carácter. Atacó un trozo de pan mientras los tres caballeros mayores reían entre dientes.
—Pero en fechas más recientes —continuó, hablando y masticando a la vez—, en los últimos días, he viajado desde Czeszow, al este de aquí. —Tragó—. En el bosque. —Y prosiguió—: Un lugar adonde los mongoles prefieren no ir. Allí hay un hombre, un ruteno de origen noble de la ciudad de Volodymyr-Volynskyi (que vosotros probablemente conocéis como Lodomeria). Dice que te conoce.
El semblante de Feronantus se volvió serio y compungido.
—Illarion —dijo.
—¿Un miembro de tu orden?
—No —respondió Feronantus—. Pero podría haberlo sido de no ser por... una disputa religiosa.
—¿No es de la clase adecuada de cristiano? —preguntó Cnán sin dejar de masticar.
—Sí. Continúa, por favor. ¿Dices que Illarion está vivo?
—Pareces sorprendido —observó Cnán—. Y eso me dice que has debido de escuchar algún relato de lo que sucedió en Lodomeria.
El silencio de Feronantus equivalía a un asentimiento. Pero Taran solo parecía irritado.
—No he escuchado ningún relato —dijo el irlandés.
—En pocas palabras, es lo mismo que les pasó a todas las demás ciudades que quedaban en el camino de los mongoles. Tal vez peor de lo habitual.
—¿Cómo escapó Illarion? No es de los que huyen.
—Sí, conoces bien su carácter —dijo Cnán—. Se plantó y peleó. Fue capturado con muchos otros nobles de la ciudad y también con los curas, comerciantes y demás. A los mongoles no les gusta derramar la sangre de los prisioneros. Eso está bien en el campo de batalla, por necesidad, pero ellos prefieren dar muerte a sus cautivos sin verter sangre. Si se trata de uno o de unos pocos, los entregan a un luchador para que les parta el cuello, pero eso es muy lento si se trata de grandes cantidades. En ese caso atan a los cautivos y los obligan a tenderse en campo abierto, como formando una alfombra humana. Mientras los pobres gimen y suplican, los mongoles colocan tablones sobre ellos y hacen una tarima irregular. Luego montan en sus ponis y suben a ese suelo (aunque a los animales eso no les gusta nada), y cabalgan de aquí para allá... una y otra vez... hasta que cesan los gemidos y las súplicas. Los mongoles ríen a carcajadas, parlotean sin parar y brindan con su apestosa leche. Los críos miran y bailan como diablillos en el infierno. Es una fiesta estupenda —dijo ella con desprecio, y sus ojos recorrieron el círculo de miradas asombradas. Dejó el pan en la mesa—. Para cuando se acaba la fiesta, la mayor parte de los prisioneros han sido aplastados hasta la muerte. Los que sobreviven están demasiado deshechos para moverse. La mayoría muertos, la mayoría deshechos —añadió mientras volvía a coger el pan. Su estómago se encogió y ella sacudió la cabeza—. Ya basta.
—¿Fue eso lo que le pasó a Illarion?
—Sí. Y a su mujer y a su hija. A la mañana siguiente, mientras Onghwe Kan y sus hombres dormían la mona, llegaron unos cuantos huesos negros...
—¿Huesos negros? —preguntó Feronantus.
—Mongoles de casta inferior. Tártaros, turcos, algunos rutenos. Vinieron para levantar las planchas y recoger orejas.
—¿Orejas? —preguntó Taran con un sobresalto.
—Así es como cuentan los enemigos muertos —explicó Raphael.
—¡La mayoría de nosotros tenemos dos orejas! —protestó Taran.
—Siempre es la oreja derecha —dijo Raphael amablemente.
—Cuando le cortaron la oreja derecha a Illarion, se despertó —dijo Cnán—. Se alzó como un demonio de entre la porquería, arrebató el cuchillo al que andaba cortando orejas, le dio la vuelta y lo destripó. Algunos otros huesos negros corrieron hacia él agitando sus piernas arqueadas. Illarion cogió un tablón y lo usó como garrote. Les machacó la cabeza uno tras otro; los mató a todos. —Eso alegró un poco a Cnán, que dio otro bocado—. Reunió todos los caballos y huyó. ¿Tenéis cerveza?
Los caballeros se miraron y sonrieron como si compartieran un secreto. Raphael le sirvió un vaso del líquido amargo y espumoso que habían estado bebiendo. Sabía a cerveza, pero era tan fuerte como el aguamiel y se le subió a la cabeza.
—Si Illarion aún está vivo, no puedo olvidar esta historia sin más —dijo Feronantus después de dar al asunto tantas vueltas como le pareció oportuno—. Pero sospecho que hay en ella tanta verdad como invención.
—Usar un tablón como garrote —dijo Taran tirándose de la barba y haciendo una mueca—. Es difícil sujetarlo bien.
—Illarion siempre fue bueno con el garrote —le recordó Feronantus.
—Dudo que el cortaorejas lo despertase —dijo Raphael—. Seguramente estaba a la espera, haciéndose el muerto.
—Desde luego, es indudable que le falta una oreja —advirtió Cnán—. La oreja derecha.
—No tenemos por qué resolver tales cuestiones ahora —dijo Feronantus cuando Taran parecía a punto de añadir una nueva objeción—. Dices que está vivo y cerca de aquí.
—Aquí al lado, por decirlo de alguna manera —dijo Cnán—. A dos días a caballo en circunstancias normales.
—Quiero a Illarion —admitió Feronantus con franqueza— y haría por él casi cualquier cosa, pero solo somos unos cuantos y estamos aquí con otra finalidad.
—Aseguró que dirías eso —dijo Cnán— y que deberíais ir a por él de cualquier manera. Según él, eso es algo que entenderéis cuando llegue aquí.
Feronantus parecía un poco molesto. Dirigió a Cnán una mirada penetrante.
—¿Nos guiarías hasta él?
—Por supuesto, si dejáis que me acabe este pan. Y dadme más cerveza.
—Por favor, come cuanto quieras. Raphael, ¿irás a ocuparte de la herida de Illarion?
—Por supuesto.
—Llévate a Finn y, por si hay problemas, a Haakon.
—Podríamos necesitar a Haakon aquí —advirtió Taran.
Cnán se preguntó para qué necesitarían al muchacho. Su aspecto era el de un torpe inútil. Casi le daba pena.
—Raphael lo traerá sano y salvo —respondió Feronantus, dirigiendo la mirada al sirio.