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UNA PERSECUCIÓN NOCTURNA

 

Gansuj daba cabezadas; el movimiento rítmico de su caballo y el sonido lejano del río Orjun lo acunaban hasta llevarlo casi a un estado de sonambulismo. Aún le dolían la zona lumbar y un hombro, la primera por haber saltado de la muralla sobre una yurta para parar la caída. La estructura se hundió bajo su peso y evitó una lesión grave, pero chocó con algún objeto grande que había en el interior cuando todo se hundió.

El salto había sido la última de una ristra de locuras que había llevado a cabo en las últimas horas, una lista que había tenido tiempo de sobra para revivir en su mente mientras seguía el rastro del asesino.

Este había huido de Karakórum, como Gansuj esperaba, por la puerta oeste, aunque había optado por una ruta mucho menos transitada: había saltado la muralla en lugar de atravesar la puerta del mercado. Un montón de maderos y piedras, materiales de construcción apilados esperando un lugar en el que ensamblarlos, habían dado al asesino y a Gansuj un atajo hasta la muralla exterior. El asesino había saltado, con mucha más habilidad, desde el montón de maderos hasta las almenas, se había encaramado y había saltado otra vez por el lado exterior. Cuando Gansuj (estampándose en la muralla cual proyectil de catapulta) consiguió subir a la muralla, vio que el asesino había utilizado una yurta para frenar su caída.

Había muchas yurtas para escoger; la población de Karakórum siempre crecía por encima de lo que las murallas eran capaces de contener cuando el kagan estaba en su residencia. Muchos clanes plantaban sus tiendas en minúsculas aldeas junto al exterior de las murallas. Lo que había hecho detenerse a Gansuj era la altura.

Se había quedado mirando a vista de pájaro cómo la gente de las tribus empezaba a salir alterada de sus tiendas ante el revuelo causado por la caída del asesino sobre una yurta, que se hundió. Sus músculos se negaban a moverse más allá del borde de la muralla, su cerebro le decía que sería una locura continuar, que la persecución acababa allí.

Pero había obligado a su cuerpo a saltar y el viaje por el aire había sido estimulante; tanto, que no había notado el dolor en la espalda durante varias horas. No hasta que la excitación de la persecución dejó paso al interminable aburrimiento del rastreo nocturno. Y entonces su cuerpo lo había amenazado con desplomarse por agotamiento.

El terreno que rodeaba Karakórum era llano, en su mayor parte matorrales y pastos; hacia el oeste quedaba el río Orjun, una ancha cinta de agua que cortaba el valle por el medio. Lo habitual era que el kagan se quedase durante unas semanas en Karakórum durante la transición de su residencia de verano a la de invierno, y durante ese tiempo la población de la ciudad se multiplicaba por cien. Docenas y docenas de pequeños clanes peregrinaban hasta la ciudad para rendir tributo al kagan; largas caravanas, cargadas con toda clase de bienes exóticos, se desparramaban por el barrio comercial; sacerdotes que representaban a más sectas religiosas de las que un hombre podría contar erigían santuarios (algunos grandiosos, otros muy austeros) como manifestaciones físicas de sus inclinaciones espirituales; príncipes, cortesanos y nobles desterrados buscaban ganarse el favor del kagan. Todos ellos llegaban a Karakórum en animales con cascos o pezuñas (caballos, asnos, bueyes) que pisoteaban sin cesar el terreno que rodeaba la ciudad.

Pero había llovido hacía pocos días y la lluvia se había llevado el polvo y había ablandado el suelo, y Gansuj había podido encontrar algunas huellas de cascos, hendiduras en arco que apuntaban hacia el exterior de la ciudad. El río era una barrera natural; el asesino no intentaría vadearlo de noche salvo en el caso de que supiera exactamente por dónde hacerlo, y Gansuj no creía que ese hombre tuviera tal información. Las huellas revelaban las intenciones del asesino: mantener el río a su izquierda y la ciudad a su espalda. A poca altura en el cielo, hacia delante, estaba la constelación de los Siete Dioses. «Una ruta fácil». Gansuj podría seguirlo toda la noche.

Mantuvo su caballo robado en dirección al más brillante de los Siete Dioses y le dejó escoger el paso. Aunque el suelo fuera llano no había motivo para forzar al animal. Podría meter una pata en un hoyo y herirse, y un caballo agotado no le serviría para nada. Cuando alcanzase al asesino, un caballo descansado podría ser determinante para concluir la persecución.

A su vuelta tendría que dar explicaciones por haberse llevado el animal. No había tenido tiempo de acordar un pago; ni un auténtico guerrero de la estepa estaría dispuesto a alquilar su caballo a un perfecto desconocido que llega corriendo. En algunos clanes el robo de caballos se castigaba con la muerte. Su única esperanza era que capturar al asesino fuera una circunstancia atenuante que hiciera que el kagan le concediera un indulto.

Gansuj se irguió cuando su caballo cambió el paso. Miró al frente en un esfuerzo por ver algo en la casi total oscuridad. El cielo estaba claro y la luna aún no se había ocultado, pero no pudo distinguir nada en la llanura que se extendía a su alrededor. El río le gritaba y él intentaba ignorarlo; entonces le llegó el olor y entendió qué había asustado a su caballo.

Apretó las piernas y obligó al animal a acercarse hasta que estuvo seguro de que el gran bulto que había en el suelo era solo un caballo, sin jinete, y entonces dejó que su caballo se alejara del animal muerto (cuya sangre aún formaba un charco sobre el suelo). Mantuvo la cabeza del caballo hacia la izquierda mientras describía un amplio círculo alrededor del cadáver, intentando averiguar en qué dirección había huido el asesino después de matar a su montura caída.

El asesino había cabalgado demasiado deprisa y el caballo había metido una pata en un hoyo y se la había partido. El extraño le había dado fin enseguida para evitar que sus chillidos delataran su posición, pero Gansuj lo seguía lo bastante de cerca para que lo delatara el olor a sangre.

Mientras Gansuj volvía la cabeza de su caballo, unos lobos aullaron a lo lejos. No había visto indicaciones claras de la dirección que había tomado el asesino, así que continuó hacia el norte. A su espalda podía distinguir el resplandor lejano de Karakórum. Los Siete Dioses, el caballo muerto y la ciudad; había sido una línea fácil de seguir y no había motivo para pensar que el asesino hubiera cambiado de dirección.

Cabalgaba inclinado hacia delante, prestando mucha atención a los sonidos del mundo a su alrededor. Sobre su cabeza, millares de estrellas lo miraban fijamente, una multitud de observadoras silenciosas que contemplaban cómo unas figuras diminutas atravesaban lentamente la ancha llanura. La súbita conciencia de la inmensidad del mundo y de los cielos lo invadió durante un momento y se le erizaron los pelos de la nuca. «No importa lo grande que sea el imperio —pensó—, siempre hay un mundo mayor más allá». Esa clase de pensamientos solía ser reconfortante para él. Le encantaba estar solo en la llanura, le encantaba estar rodeado por la vasta majestad de la naturaleza. Pero esa noche la inmensidad lo inquietaba. Había cosas por ahí, en la oscuridad, cosas que no podía ver, oír ni tocar, y eran fantasmas de un mundo que nunca había podido entender del todo. Ogodei Kan, y los kanes que lo sucedieran, extenderían su imperio por el mundo, pero el mundo también se extendería por su interior y los cambiaría.

Volvió la vista hacia la débil burbuja de luz que era Karakórum (un pequeño parpadeo de fuego en un inmenso vacío). Gansuj había oído historias de otros imperios que se habían extendido más allá de las estepas, que habían cabalgado a la conquista del mundo, y no pudo evitar preguntarse qué había sido de ellos. ¿Qué sucedió cuando su luz se extinguió y la oscuridad se cerró de nuevo? Había visto los erosionados cimientos de sus fortalezas derruidas. ¿Compartiría Karakórum ese mismo destino cuando pasaran mil años? «Si el kagan muere —pensó Gansuj—, ¿qué le sucederá a esa luz?». ¿Había empezado ya la llanura a devorar Karakórum bocado a bocado mientras él cabalgaba en la noche? ¿Estaban ya dándose el aviso los lobos? «Carne fresca, hermanos. Carne fresca para todos».

Gansuj sintió un leve estremecimiento e intentó alejar la oscuridad que había invadido su mente. «¿Qué es mejor? —preguntaba su cerebro inasequible al desaliento—, ¿ser el brillante fuego que intenta penetrar la oscuridad y así atraer toda clase de carroñeros y cazadores? ¿O morir como ese caballo perdido y olvidado, atacado por los elementos hasta que el propio suelo crezca sobre sus huesos?».

A su derecha salió corriendo algo en una súbita explosión de pies sobre el suelo. «Dos piernas», pensó Gansuj en un destello repentino. Puso su caballo al galope y lo dirigió hacia el ruido; iba echado hacia delante, con su cabeza casi a la altura de la del caballo, forzando todos sus sentidos para localizar a quien corría. Había encontrado al asesino.

Vislumbró una forma que corría en la penumbra. El asesino era a la vez más grande y más pequeño de lo que esperaba. Más grande porque ahora tenía muy cerca a ese hombre, que era más pequeño de lo que esperaba. Clavó los talones en las costillas del caballo y el animal saltó hacia delante. El asesino, aún vestido de negro, se revolvió como una sombra que huye de la antorcha que se aproxima y el caballo de Gansuj lo derribó cuando chocó con él al pasar.

Gansuj intentó detener el caballo en seco, y cuando el animal se encabritó al sentir el tirón, pasó la pierna por encima, saltó y aterrizó limpiamente. El asesino se estaba levantando e intentaba desenvainar la espada, pero Gansuj se lanzó contra él. Sujetó su mano y forcejearon por el control de la espada medio desenvainada mientras caían. Una rodilla golpeó el muslo de Gansuj, que, con el brazo izquierdo atrapado bajo el sujeto movedizo, lanzó un cabezazo hacia delante que alcanzó al asesino con la parte superior de su frente.

El asesino se relajó y Gansuj liberó el brazo y se desembarazó del otro hombre. Algo afilado hizo un corte en su pulgar derecho; levantó la mano hacia atrás y sus dedos dieron con la empuñadura del arma. Entonces se dejó caer sentado tirando de la espada y la hoja rozó ruidosamente la boquilla de la vaina; la espada quedó libre y él la controlaba.

Cuando el asesino bajó las manos de su cara ensangrentada se encontró mirando la punta de su propia espada.

—No te muevas. —Gansuj intentó disimular su jadeo. La hoja temblaba en su puño apretado.

El asesino se quedó inmóvil con las manos extendidas en actitud suplicante. Su pecho se movía con tanta agitación como el de Gansuj, con inspiraciones profundas y forzadas, y Gansuj descubrió para su sorpresa que era más pequeño de lo que había creído; por eso había podido dominarlo. Señaló con la espada el pañuelo que ocultaba casi todo el rostro del asesino.

—Quítatelo —dijo imperativamente.

El asesino lo hizo moviéndose muy despacio, y una larga melena de mujer quedó libre del abrazo del pañuelo.

Le recordó a Lian, y no solo porque compartieran el rostro alargado y el largo cabello negro. Había un fulgor en sus ojos, un feroz rechazo a ser sometida, y Gansuj notó la tensión en su estómago y su bajo vientre (un destello momentáneo de pánico y entusiasmo) a pesar de que sabía que el parecido entre Lian y la asesina era meramente racial y no familiar.

—¿Quién te envía? —preguntó Gansuj.

La mujer sonrió; una gran sonrisa de dientes blancos manchados de sangre. Dijo algo en un dialecto que él no conocía y, al ver que no reaccionaba, le escupió.

Gansuj le dio un cintarazo en la mejilla con la punta de la espada para recordarle cuál era la situación.

—¿Hablas mongol? —le preguntó secamente—. Si no es así no me servirás para nada, así que me limitaré a matarte como hiciste con tu caballo. Dejaré que los lobos den cuenta de tu cuerpo. —Apoyó la punta de la espada en su garganta—. ¿Quién te envió a matar al kagan?

La mujer lo miró fijamente durante un rato como retándolo a cumplir su amenaza, y como él no titubeó ni apartó la mirada, tragó saliva y empezó a hablar. No dominaba el idioma, hablaba entrecortadamente y pronunciaba con demasiada claridad, como si no hubiera utilizado esas palabras antes más de dos o tres veces.

—Cometes errores. No soy una asesina. Tu kagan está vivo.

—No te creo.

Ella frunció los labios desafiante, pero no intentó convencerlo; como si no tuviera importancia lo que él pensara. En cualquier caso, la verdad sería la misma.

Gansuj cambió de posición y bajó la punta de la espada hasta apoyarla en su esternón. Lo justo para que no pensara que era tonto. No la creía (no del todo) pero había unos cuantos detalles que comenzaban a llamar mucho su atención. Si era una asesina, ¿qué arma había escogido? No aquella espada, que era sencilla y funcional, el arma de un jinete, y además, para utilizarla con eficacia había que ser más grande y más fuerte de lo que ella parecía ser. ¿Veneno? Si era eso, ¿se había deshecho del arma envenenada? No había bolsillos visibles ni bolsas en su indumentaria negra.

—Date la vuelta —dijo Gansuj. Como ella no se movió, le explicó—: Quiero registrarte. Debes de llevar un cuchillo...

Ella lo negó con la cabeza, pero se volvió ante la firmeza de Gansuj. Con las manos levantadas, se volvió sobre las caderas hacia Gansuj obligándolo a apartar la hoja o a cortarla. Maldiciéndose a sí mismo por no ser más claro, retrocedió medio paso para mantener la posición. Al moverse levantó las rodillas y quedó acuclillado sobre las puntas de los pies. Se anticipaba a ella.

La mujer intentó salir corriendo cuando apoyó las manos en el suelo. Medio corriendo y medio gateando, se alejó de él y casi consiguió levantarse antes de que él se lanzara sobre ella y la aplastara contra el suelo. Soltó un bufido bajo su peso y se revolvió hasta que él la golpeó dos veces en la cintura con el pomo de la espada. Después de eso se quedó quieta, con la cabeza vuelta y la mejilla apretada contra la tierra, mirándolo furiosa.

Él la cacheó sin demasiada delicadeza a través de la tela. Era delgada y angulosa, más parecida a un pájaro que a una mujer, pero él no encontró nada lo bastante duro para ser un cuchillo. Y nada lo bastante blando para ser una bolsa. La sujetó por la chaqueta con la intención de darle la vuelta y cachearla por delante, pero paró cuando su mano encontró algo duro. Intentó tirar de su chaqueta para liberarla sin tener que girarla, y ella reaccionó revolviéndose con violencia bajo él. Gansuj le clavó un codo en la columna y apoyó la hoja de la espada en un lado de su cabeza.

—Quédate quieta —le dijo con un susurro cuando se paró.

Siguió tirando de su chaqueta para poder introducir la mano, pero el ángulo no era el adecuado. Mientras lo intentaba, oyó el retumbar de cascos de caballo.

Mirando hacia atrás vio cuatro luces que se balanceaban en la llanura. Antorchas en las manos de una partida de búsqueda. Su prisionera comenzó a revolverse otra vez y él se inclinó sobre ella y le chistó junto al oído. Sintió cómo se aflojaba y se quedaron quietos los dos, tan pegados al suelo como les era posible, esperando que los jinetes no advirtieran su presencia (él, porque no le venía bien entregar a su presa; ella, porque aún podría escapar de un captor, pero su probabilidad de éxito se reducía mucho si eran varios).

Eran cinco que galopaban con antorchas, y pasaron por su derecha aparentemente atentos solo a lo que tenían al frente. Gansuj estaba a punto de alegrarse de no haber sido descubierto cuando uno de ellos frenó repentinamente su caballo y gritó a los demás. El corazón de Gansuj dio un vuelco al oír la voz del jinete.

Era Munojoi.