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EL KAN DE KANES

 

Ogodei, kan de kanes, tercer hijo de Gengis el gran conquistador, estaba sentado en su trono. Su poderoso cuerpo estaba envuelto en magníficas vestiduras que mostraban nubes y dragones hechos de delicados bordados de hilo de oro puro sobre un tejido azul celeste. De fondo tenía las paredes del gran palacio de Karakórum, profusamente decoradas con pinturas. La cantarina música de las cítaras inundaba la habitación y muchachas ágiles bailaban alrededor del alto trono; al hacerlo, sus mangas de seda describían espirales rojas en el aire. La atención de Ogodei estaba dividida entre escuchar las peticiones del burócrata postrado frente a él y jugar con su copa vacía. Hizo girar con destreza la copa en su ancha mano derecha mientras seguía con las yemas de los dedos la primorosa decoración de la plata. La copa estaba vacía y no quería que siguiera así.

—Oh, kagan, señor del mundo —dijo el viceadministrador provincial de Shanxi con su gran frente firmemente apoyada en el suelo—. Me presento hoy ante vos para pedir humildemente que los impuestos sobre el trigo del condado de Xieliang sean reducidos de una de cada doce fanegas a una de cada quince...

Las borlas de perlas que coronaban su gorro se balanceaban mientras hablaba, y su contemplación producía un efecto hipnótico en Ogodei. Se había entregado al abrazo del vino y no era difícil atrapar su mente.

«Débil —pensó con la mirada clavada en el viceadministrador, coronado con borlas—. Toda una vida encorvado sobre libros y documentos. Cualquier sencillo campesino escogido entre sus súbditos podría dominarlo y estrangularlo, pero es él quien los domina absolutamente. —Observó a aquel hombre con su ridículo gorro y sus manos blandas y gordas—. Con un solo golpe —reconoció— podría partir en dos su cabeza con un golpe y así no me molestaría más. —Ogodei suspiró y dirigió su mirada a otro sitio. Con una mano se acariciaba distraídamente el bigote mientras con la otra seguía los surcos y relieves de la copa—. Pero otro ocuparía su puesto, y tras ese, otro más; sería como dar manotazos a un enjambre de moscas».

El viceadministrador provincial de Shanxi torció el cuello para mirar al kagan, esperando la respuesta a una pregunta que Ogodei solo había oído a medias. Palideció al ver la curva que formaban los labios de Ogodei y comenzó a tartamudear mientras sus borlas subían y bajaban. Ogodei lo acalló con un gruñido y un gesto de la mano.

—Que así sea —dijo.

Las borlas repiquetearon sobre el suelo cuando el viceadministrador se postró para mostrar su gratitud. Alabando la espléndida sabiduría del kagan, se arrastró hacia atrás hasta que pudo salir a toda prisa del salón del trono sin faltar al respeto.

El viceadministrador se escabulló pasando entre dos hombres que entraban al salón. Uno era Yelu Chucai, el consejero de Ogodei; el otro era un guerrero joven que llevaba una armadura de cuero cubierta de polvo. Chucai cruzó la estancia a grandes zancadas, como una aparición que flotase envuelta en seda negra. Su barba, tan oscura como su ropa, le llegaba por la cintura, una medida nada despreciable para tratarse de un personaje de más de dos metros. El joven guerrero parecía pequeño al lado de Chucai; su coronilla quedaba a la altura del hombro del otro. Los ojos del guerrero se abrieron desmesuradamente y su suave rostro de muchacho no podía disimular el asombro que le producía la cantidad de tesoros amontonados en el salón del trono. Chucai se arrodilló frente al kagan y el joven se apresuró a imitarlo con cierto retraso.

Kagan —dijo Chucai—. Este es un enviado de Chagatai Kan.

Ogodei observó al joven que estaba arrodillado al lado de Chucai. «¿Por qué me envía un emisario mi hermano?». Intentó recordar el último informe de los noyon, sus generales en el campo de batalla. Batu, el desmedido hijo de Zuchi, seguía en el oeste expandiendo los límites del imperio con ayuda de Subotai, el brillante estratega de Gengis. Kadan y Onghwe también estaban con la gran horda; conquistar tierras para su padre era un digno remedio para el aburrimiento que los había estado consumiendo en Karakórum. Las posesiones de Chagatai (concedidas por Gengis) se extendían desde las montañas Altái hasta el río Amu Daria. Mientras Batu (y por extensión el resto de los hijos de Zuchi) siguiera dedicado a conquistar tierras en el oeste, no habría conflicto entre las dos ramas de la familia. «¿Qué más podía querer Chagatai?».

La fastidiosa pregunta dio paso a una idea con ayuda del vino: la posibilidad de hacer marchar al guerrero, de despedirlo sin darle la posibilidad de ser escuchado.

—¿Por qué te ha enviado mi hermano? —dijo Ogodei con un suspiro descartando la vana idea.

—Yo... —tartamudeó el emisario—. Chagatai Kan me ha enviado para... —Levantó la vista hacia Ogodei, y el kagan vio en la cara del joven confusión y algo más—. He sido enviado para garantizar vuestra seguridad.

—¿Seguridad? —repitió Ogodei. Por su cabeza pasaron algunos pensamientos fragmentarios, una maraña de hilos que volvían sobre sí mismos. ¿Quién? Levantó la cabeza y miró toda la sala. Los candiles iluminaban cada palmo de pared; no había sombras, no había lugares donde pudiera ocultarse un asesino. Había un puñado de hombres en cada puerta del palacio, y centenares más, miles, que morirían por él con solo decirlo. ¿Qué más seguridad podría ese solo hombre aportar a su vida?—. ¿Un asesino? —dijo en tono despreciativo con las palabras emborronadas por el vino.

—No, gran kagan —dijo el emisario con rapidez intentando reconducir la conversación—. ¿Quién sería tan insensato como para intentar asesinaros? Chagatai Kan me envía para... —El emisario dirigió una mirada a Chucai y, al no ver intención de ayudarlo en los ojos entornados del consejero, se lanzó—. Vuestro hermano está preocupado por vos, por cuánto bebéis. Me ha enviado para..., para cuidaros... y..., y para asegurarme de que no bebéis más de una copa al día.

Ogodei observó al emisario durante un rato muy largo, tan largo que incluso Chucai empezó a moverse con inquietud. El joven parecía descolocado (un guerrero que estaba más cómodo en las estepas que en las salas de Karakórum, un hombre que no apreciaba tener un techo sobre su cabeza), pero algo había en su porte, en cómo sus ojos recorrían la sala.

Desde el fondo del vientre de Ogodei comenzó a ascender un sonido, un rumor sordo, una risa que agitó sus hombros e hizo temblar sus ropas.

—¿La bebida? ¿A mi hermano le preocupa cuánto bebo? —Se pasó la mano por el bigote y, al reparar en su copa sobre el brazo del trono, la lanzó al joven mensajero. El guerrero tuvo la presencia de ánimo de no encogerse cuando la copa rebotó en su armadura de cuero provocando una nubecilla de polvo con el golpe—. Mi hermano me adora como una yegua recién parida a su potrillo. —Se levantó y miró desde arriba a los dos hombres, y el último vestigio de risa se convirtió en un eco que retumbó en su voz—. Yo soy Ogodei, kagan del Imperio mongol. Yo hago lo que me da la gana. La atención de mi hermano debería dirigirse a los reinos que podría conquistar en mi nombre, como hace su sobrino Batu. Como hacen mis hijos. Lo demás no es cosa suya.

El vino estaba haciendo temblar sus piernas y Ogodei se apoyó en el brazo del trono para mantener el equilibrio. En la cara del emisario apareció una expresión tensa cuando miró al kagan.

—Se hará como vos digáis, kagan.

Hizo una leve reverencia, se volvió y salió del salón del trono dando la espalda a Ogodei. Este se derrumbó en el trono y un rubor caliente comenzó a subir por su cuello. «¿Cómo se atreve a marcharse de esa manera?». Se aferró a los brazos del trono y se puso derecho para gritar a sus guardias.

Chucai no se había movido y la tormentosa expresión de su rostro fue suficiente para acallar el grito que afloraba a la garganta de Ogodei. El vino también luchaba contra él, confundía su vista y hacía que le pareciera ver siniestras sombras dando vueltas detrás de su consejero. Sombras que podrían contener...

—Hablaré con él —dijo Chucai.

Antes de que Ogodei pudiera discutirlo, Chucai hizo una rutinaria reverencia, fue tras el emisario y dejó al kagan pensativo en su trono.

Ogodei se tumbó sobre las sábanas de seda y aspiró hasta el fondo de sus pulmones el aromático aire de sus estancias privadas. Jazmín y magnolia con un toque de cedro. No era igual que el leve aroma de las estepas abiertas, pero de todos modos se lo recordaba. En aquella habitación, lejos de las reverencias y las riñas de los aduladores y de las vigilantes miradas de sus guardias, podía olvidar los asuntos del imperio durante un rato. La cabeza le palpitaba un poco, sentía una presión en la coronilla (un persistente recordatorio del vino). Faltaban unas cuantas horas para la comida con el gobernador Mahmud Yalavach y esperaba que para entonces hubiese desaparecido el dolor de cabeza.

A su alrededor se movía la cama con la ligera presencia de sus esposas, que lo desnudaron y le quitaron los zapatos forrados de piel. Unas manos recorrieron su musculoso pecho y él las cogió sin abrir los ojos. Oyó un breve grito ahogado y supo a quién había atrapado. Yaquin, la más alta. La había escogido por sus ojos, con el color verde más vivo que jamás había visto.

Una de sus esposas acercó la boca a su oído y él sintió su aliento.

—Muy tenso —susurró ella.

Él aflojó la presión sobre las temblorosas manos y buscó a tientas a la mujer que estaba a su lado. Tocó su cabeza, sus gruesas trenzas y las finas cintas con que las había entretejido.

—Toreguene —susurró Ogodei girándose hacia su esposa.

Ella chasqueó la lengua y el sonido reverberó en su oído. Él se apartó instintivamente y las manos de ella se deslizaron bajo su cuerpo para empujarlo más. Se puso boca abajo, aún intentando alcanzarla y sujetarla. Ella esquivó sus torpes tanteos y le dio unos golpecitos en el hombro desnudo.

—Quédate tumbado y quieto —lo reprendió—. Vamos a ver si podemos hacer desaparecer esos nudos de tu espalda.

Ogodei gruñó, se calmó y dejó caer las manos sobre la cama.

—Si yo pudiera hacer lo que quisiera —dijo—, pasaría así toda la noche: en la cama, rodeado por mis preciosas esposas. Haríamos el amor y después comeríamos buñuelos; a continuación nos daríamos un baño frío y cabalgaríamos a medianoche, por ahí fuera, hasta el final de las estepas.

—Como si alguna vez hubieras podido mantenerme el paso —rió Toreguene.

Ogodei abrió los ojos e intentó mirar por encima de su hombro.

—¿Haciendo el amor o cabalgando?

—Las dos cosas.

Ogodei sonrió.

—¿Te importaría dejar en paz mi orgullo, mujer?

Toreguene soltó un bufido.

—Lo recuperarías con una mañana en la corte, con todos esos funcionarios arrastrándose por el suelo, llamándote Sublime Gran Señor del Mundo y suplicándote que les hagas caso.

—Nuestro trabajo es recordarte otras cosas más importantes —dijo Yaquin uniéndose a Toreguene. Apretó fuerte con el codo tras el hombro de Ogodei y él dejó escapar un gruñido de placer—. Tenso como la cuerda de un arco. ¿Qué te preocupa?

«El polvo sobre sus hombros», pensó Ogodei. El joven emisario de su hermano Chagatai. El guerrero había cabalgado durante incontables días a través de la estepa hasta llegar a Karakórum. Había dormido al raso, sin otra cosa sobre su cabeza que el inconmensurable cuenco de los cielos; había un caballo debajo de él y el viento lo había acariciado. Su única realidad había sido la hierba que tenía debajo y todo cuanto veía era el horizonte que se extendía ante él.

—¿Sabéis cuánto tiempo hace que no subo a un caballo? —dijo él—. ¿Cuánto hace que no monto a mis anchas por las praderas? —Ninguna de las mujeres respondió.

«Ni lo harán —pensó con tristeza—. Lo saben tan bien como yo».

—Algunas noches sueño con escapar de esta cueva —confesó—. Estoy sentado en esa sala, observando una interminable fila de burócratas y funcionarios. Fluyen como un río en primavera, y cada vez que parpadeo hay más. Son como una riada que me arrastrará. Y en ese sueño, escapo. Salto desde un balcón y hay un recio poni esperándome. Nadie puede pararme. Cruzo las puertas a caballo y sigo cabalgando para siempre, hasta que muero sobre la silla. Pero el poni no se detiene. Sigue moviéndose y mi cuerpo se va pudriendo. Mis huesos están esparcidos por todo el imperio y el poni sigue sin detenerse hasta que llega al lugar donde el cielo se curva hacia abajo y toca el suelo. Todo lo que queda de mí son mis manos, mis dedos enredados en su crin.

Toreguene fue descendiendo por la espalda y Ogodei notó cómo se soltaban sus músculos. Estaba tenso, pero no era esa tensión que medio recordaba, esa tensión que se producía en la zona lumbar por pasar demasiadas horas sobre la silla de montar.

—Esta noche —dijo en un suspiro—. Tengo que asistir a una cena y comer con palillos de oro comidas extranjeras demasiado especiadas. Debo fingir que me interesa hablar con diplomáticos atiborrados de comida. A eso he quedado reducido. Soy un hombre que se sienta en bancos y sillas, que come y conversa. Eso es todo lo que hago.

—Alguien tiene que ser kagan —dijo Toreguene—. Tú has gobernado el imperio incluso mejor que tu padre.

Ogodei frunció el ceño.

—El imperio se gobierna solo. Únicamente hace falta alguien ante quien arrastrarse. —Dejó pasar un momento y añadió—: Y nadie es comparable con mi padre.

Notó que Yaquin pasaba a su otro lado y su codo bajaba hasta la zona más blanda situada bajo el hombro.

—Antes de que fueras kagan todo esto no era más que una pradera desierta —le recordó ella—. Gracias a ti ahora hay un palacio aquí. El más esplendoroso palacio que el mundo haya conocido.

—Sería mejor que hubiera seguido siendo una pradera. Lo que es un palacio para los chinos es una prisión para los mongoles. —Flexionó los hombros, echó a sus esposas de la cama y se sentó. Sus manos eran hábiles, pero sus palabras no lo ayudaban a relajarse. Miró a Yaquin y luego a Toreguene para asegurarse de que le prestaban atención—. ¿No sería todo más fácil si subiéramos a los caballos y huyéramos juntos? Podríamos dejar todo esto a algún otro e irnos a vivir en una yurta cerca de un río, como antes. Podríamos volver a vivir de la tierra. Comer lo que yo cazara.

Sus esposas no dijeron una palabra, pero se acurrucaron a su lado y comenzaron a acariciarle el pelo. Él las cogió por los hombros y sintió la calidez de su piel.

—Creo que cuando yo muera el imperio morirá conmigo —dijo él en un susurro—. No tengo herederos que lo merezcan. Kadan está demasiado enamorado de las religiones extranjeras. Kashi está más interesado en perseguir mujeres bonitas que en luchar. Onghwe... —Sacudió la cabeza—. Onghwe es el peor de todos.

—¿Y qué pasa con Guyuk? —preguntó Toreguene—. Será un digno kagan.

—Guyuk se enfurece con demasiada facilidad. Recuerda lo que sucedió en Rus.

—Batu es un tonto arrogante —dijo Toreguene—. Guyuk era....

—No se ganan las guerras a base de crueldad con tus propios hombres —la interrumpió Ogodei—. Guyuk es demasiado temperamental. No entiende cómo hay que gobernar. Y sus primos... serían como lobos en medio del crudo invierno: verían a Guyuk como el miembro más débil de la manada.

—¡No se atreverían! —Un destello pasó por los ojos de Toreguene.

—Claro que sí —dijo Ogodei en un suspiro—. Y quizá... —Sus hombros se hundieron y sus manos se apoyaron con más fuerza en los hombros de sus esposas.

—¿Qué pasa? —preguntó Yaquin—. No será ese sueño de la estepa que te atormenta, ¿no?

Ogodei lo negó.

—Hoy ha venido un enviado de Chagatai con un mensaje.

—¿Qué mensaje?

—Ha enviado a un chaval para que vigile cuánto bebo.

Las mujeres quedaron en silencio durante un momento, y cuando una de ellas habló lo hizo casi demasiado bajo para que se la pudiera oír.

—Un hombre así podría aportar algún beneficio —dijo Yaquin.

Ogodei se volvió rápidamente hacia ella y sus miradas se encontraron durante un instante. Ella bajó la cabeza, pero el daño ya estaba hecho. Ogodei había visto el duro destello en su mirada.

—Soy el kagan —rugió. El dolor latió en su cabeza volviendo como un furioso martilleo—. Haré lo que quiera. Cuando quiera. Como quiera. Nadie, ni mi hermano ni tú ni desde luego cualquier polvoriento arquero montado comedor de boodog va a decirme lo que puedo o no puedo hacer.

Toreguene se apoyó en él sujetándole el brazo con su peso.

«¿Lo había levantado para pegar a Yaquin?», pensó. No recordaba haberlo intentado. En su cabeza no había más que el insistente recordatorio del tiempo que había pasado desde la última vez que bebió, y esa sensación solo corroboraba la posición de Yaquin. Se apartó de Toreguene y despidió a Yaquin con un gesto.

—No puedes esperar que un hombre no beba de vez en cuando. Mi padre bebía; su padre bebía; beber es la única libertad que aún conservo.

Toreguene le puso las manos sobre los hombros. Sus trenzas le acariciaron la espalda cuando apoyó su cabeza en la de él.

—Tu hermano no tiene intención de insultarte, Ogodei. Solo se preocupa por ti.

—¿De verdad? —Ogodei se quedó mirando fijamente la temblorosa luz del candil que colgaba de la pared—. Si de verdad se preocupa por mí, ¿por qué no viene aquí en persona?

Ogodei no podía ver el cielo a causa del polvo que flotaba en el aire. Hombres y caballos (e incluso el viento) habían removido el seco terreno de los arenales de Jalajalyid. El ejército keraita no tenía fin; cada claro que se abría en las nubes de polvo daba entrada a más jinetes que caían sobre el acosado ejército de Gengis Kan.

Con la boca llena del sabor de la sangre y el polvo, Ogodei azotó a su caballo con las riendas y se lanzó con él a través de la arena. A su alrededor podía oír en todas las direcciones la cacofonía de la batalla: hombres que gritaban, choques de aceros, agudos relinchos de caballos que morían... No podía saber si las fuerzas de su padre estaban venciendo o perdían. El mundo de Ogodei se reducía a una nube roja poblada por espectros.

Clavó los talones en los ijares de su caballo intentando mantenerlo bajo control, pero el caballo había sentido su miedo y se negaba a hacerle caso. El animal reaccionaba a los golpes de espada que sonaban a su alrededor y no paraba de dar respingos en todas las direcciones.

Había conocido diecisiete inviernos, pero no creía que fuera a pasar otro más.

El polvo se arremolinó frente a él apartándose en oleadas de la carga de un jinete. Algo no estaba claro en su cabeza y, cuando salió de la nube, Ogodei pudo ver mejor por un momento el casco del guerrero que se le aproximaba y se dio cuenta de que no pertenecía al ejército de Gengis. El keraita, con la larga pluma de su casco rota y doblada, inclinó la lanza hacia abajo apuntando al flanco de su caballo.

Ogodei notó la sacudida del golpe en las piernas; su caballo se encabritó y se tambaleó hacia la derecha. Las riendas escaparon de las manos de Ogodei, que mientras caía al suelo vio un fragmento de cielo entre el polvo. Un cielo azul.

La caída lo dejó sin resuello y con pitidos en los oídos. Intentó escupir el polvo de su garganta, pero solo salieron arcadas secas. Había perdido la espada e intentó recordar cuándo la había soltado: ¿cuando lo había tirado su caballo o en el momento de caer al suelo? El polvo la había engullido.

El suelo tembló. Un caballo. En sus oídos retumbaban todavía los ecos de su caída y todo sonaba como amortiguado, pero podía sentir cómo se aproximaba el caballo y rodó hacia un lado al llegar el keraita, que pasó de largo. La punta de su espada alcanzó el borde del casco de Ogodei, que oyó el choque con uno de sus remaches. La cabeza se le fue hacia atrás y el casco, que salió volando, fue devorado con avidez por el polvo.

El keraita detuvo su caballo, dio la vuelta y, mientras trotaba hacia Ogodei, se deslizó suavemente hasta el suelo y cargó con la espada levantada.

Ogodei se levantó del suelo mientras se esforzaba por sacar la daga. Entre ellos soplaban fuertes rachas de viento y el golpe del keraita llegó lentamente, como si todas las partículas suspendidas en el aire ofrecieran resistencia a la espada.

Ogodei se agachó al llegar la hoja y lanzó su golpe contra el vientre del keraita. Su daga chocó con el peto del guerrero, rebotó y resbaló hacia abajo hasta encontrar carne. Ogodei tiró de ella siguiendo el borde del peto y la sangre salpicó sus manos. El keraita lanzó un aullido y Ogodei lo derribó de un empujón. Aún sostenía la espada. El kan se la arrancó de la mano con una patada y luego descargó un pisotón sobre su cara. El keraita seguía gritando y Ogodei continuó dándole patadas hasta que sus botas quedaron cubiertas de barro rojo.

Su caballo estaba vivo todavía. Yacía de costado, lanzando coces y sacudiéndose con la lanza del keraita aún clavada. Ogodei tosió y escupió arena. Le temblaban las piernas cuando se agachó para coger la espada del keraita. Era más pesada que la suya, con los gavilanes más gruesos y anchos que los que le eran habituales. «Servirá». Sostenía la empuñadura con fuerza mientras se tambaleaba hacia su moribundo caballo.

Había sido un buen caballo, de patas firmes y siempre atento a su guía. Había llevado a su tío durante varios meses antes de que Zuchi se lo diera. Había sangre alrededor de los ollares del caballo y sus ojos estaban muy abiertos y enloquecidos. Cuando se acercó Ogodei, hizo un increíble esfuerzo por levantarse, pero su mano derecha no podía sostenerlo.

—Corre —dijo Ogodei con un gruñido—. Corre al azul eterno.

Su golpe fue torpe, pero la hoja estaba suficientemente afilada. Las patas del animal cocearon un par de veces cuando murió, y Ogodei se frotó la cara con la palma de la mano intentando defender sus ojos de los picotazos de la arena y la sal.

Una flecha cayó al lado del caballo muerto y Ogodei la miró como atontado. Era una flecha corta mongola, pero emplumada de una manera que no le era familiar. Una flecha keraita. Aún estaba en el campo de batalla. No podía quedarse allí; tenía que conseguir salir de la nube de arena. No sabía si avanzar o retroceder; ni siquiera sabía hacia dónde debía hacerlo. Quizá nunca volvería a ver el cielo. Se estaba quedando enterrado. Se envolvió la cabeza con el pañuelo para librarse del polvo, aún con el sabor de la arena en la lengua.

Algo tropezó con él, y entonces cayó hacia atrás sobre el cuerpo de su poni. Miró frenético a su alrededor intentando distinguir una sombra o una silueta entre el polvo. «¿Quién está ahí?». Por su derecha pasaron caballos a la carga; sus cascos golpeaban la arena levantando arremolinadas nubes de polvo. Alzó una mano para protegerse la cara y sintió una punzada de dolor en el cuello y el hombro. Al bajar la vista vio la ensangrentada punta de una flecha que asomaba bajo su barbilla.

El pañuelo estaba enredado en la flecha y no llegaba a tocarla por detrás de su hombro. Rozó el asta con los dedos y el dolor corrió por su cuello. Cayó de rodillas con un grito. Había sangre bajo su peto. El pañuelo se estaba volviendo rojo y la sangre que no llegaba a empapar le bajaba por el pecho. También tenía rojas las manos y se dio cuenta de que estaba arrodillado en el barro formado por la sangre de su caballo. De repente sintió frío y se estremeció. El cadáver del keraita, aunque le faltaba una gran parte de la cara, parecía reírse de él. Ogodei intentó mantenerse firme apoyado en su caballo.

«Qué cálido», pensó, y las lágrimas volvieron a sus ojos. Esta vez no intentó ocultarlas y las dejó correr.

—Lo siento —susurró, aunque nadie podía oírlo allí.

El keraita seguía riendo. Ogodei podía oír su voz (un murmullo rugiente dentro de su cabeza, como una riada de primavera que llena el cauce seco). Ahora todos los espíritus se reían de él.

Manchas negras empezaron a entorpecer su visión. Hundió los dedos en las cortas crines del caballo e intentó recordar cómo era cabalgar.

«Cuánta sangre...», pensó mientras se desplomaba.

Tenía problemas para respirar. Su boca estaba llena de barro pegajoso y había cerdas que le hacían cosquillas en la nariz. «Siéntate». Su cuerpo parecía muy lejano. Ogodei intentó mover los brazos y no sintió nada.

«Enseguida volveré a intentarlo —pensó—. Quizá cuando amanezca». Hasta entonces se quedaría tumbado y quieto escuchando el débil latir de su corazón.

Un ruido apagado interrumpió su ensoñación y se dio cuenta de que procedía de su garganta. Ya había salido el sol y sus rayos parecían estar perforando un agujero en su cuello. El dolor lo atravesaba hasta la garganta, y su quejido escapaba por el desgarrado orificio.

Sobre él solo estaba el cielo azul. Nada de polvo, ninguna nube, solamente la ilimitada extensión de los cielos iluminados por el sol. Pero por cómo le dolía el cuello, podría haber pensado que estaba en el otro mundo.

«No debería dolerme —pensó—, ya no».

Pero así era, y el dolor se adentraba cada vez más profundamente en su vientre. Siguió intentando escupir, pero no salió nada de su boca. Todo parecía emerger de su cuello en forma de coágulos de color carmesí.

Una sombra pasó entre él y el cielo: una nube cubierta de polvo. Su superficie iba cambiando a medida que él conseguía enfocar: ojos enrojecidos, un bigote salpicado de barro y sangre, labios secos y cuarteados. Los labios se movían muy por encima de él, pero solo podía oír el ruido de su propio grito escapando poco a poco por el agujero del cuello. La cara descendió y el olor de sudor y aceite del pelo del hombre llenó la nariz de Ogodei. Bajo el hedor de la batalla reconoció el olor de aquel hombre. Cuando la cara volvió a ascender y escupió un negro coágulo de sangre, un nombre vino a la cabeza de Ogodei.

Boroghul. Uno de los huérfanos adoptados por su abuela. El alto con un rostro como de piedra roja. Un familiar, aunque no de la familia. No de sangre, y aun así (Ogodei vio a Boroghul escupir otro coágulo de su sangre), un hermano de sangre.

El cielo se fue oscureciendo y Ogodei encontró fuerzas para mover las manos. Agarró la tela y el cuero de la armadura de Boroghul y lo retuvo. Las estrellas salieron, pequeños ojos que le hacían guiños como animales escondidos entre las altas hierbas de la estepa, y más tarde volvió a oír el viento. «Quédate conmigo, Ogodei», decía. O tal vez fuera Boroghul quien susurraba junto a su oreja.

Daba igual. Lo habían encontrado.