25
LAS SUTILEZAS DE LA LUCHA
El maestro Chucai los dejó y volvió a Karakórum. Con sus ropajes negros ondeando tras él, parecía un cuervo gigante agarrado a su caballo, con las garras hundidas en la carne del animal. Lian y Gansuj cabalgaron en silencio dejando que los caballos escogieran el paso. Ninguno de ellos tenía muchas ganas de volver al agitado enjambre que era la corte imperial.
—Para. Mira —dijo Lian cuando llegaron a la vista de las murallas. Le tocó el brazo, lo sacó de su enloquecedoramente enrevesada ensoñación y señaló una extensa aglomeración de tiendas de colores que había junto a la puerta más cercana—. Los comerciantes que han venido para el festival. Pensemos en alguna otra cosa durante un rato. —Sus labios se separaron y Gansuj volvió a ver sus dientes como en un destello. Ella sacudió las riendas de su caballo—. Si vas a enfrentarte a Ogodei, quizá sería mejor que encontrásemos ropas adecuadas.
—Tengo...
Pero ella ya iba por delante, y él se quedó sentado en su caballo, rechinando los dientes. Nunca la entendería. Su mente le era demasiado extraña, demasiado rara en su manera de saltar de un asunto a otro. Él no podía desentenderse de las cosas con tanta facilidad como ella, y otras cuestiones que a él le parecían carentes de sentido e inútiles eran de una importancia capital para ella.
El viento, cargado con la risa de Lian, se arremolinó a su alrededor. Gansuj lanzó una maldición y luego hizo que su caballo diera una vuelta completa y saliera al trote. «¿Por qué no? —dijo su racionalidad—. Si me van a exiliar por mi fallo, no estaría mal llevarme una camisa limpia o dos». Rió mientras cabalgaba tras Lian, inseguro de cómo reaccionar tanto ante esa idea como ante el hecho de que entendía el pensamiento cortesano mejor de lo que le gustaría admitir.
Las caravanas no se habían molestado en entrar en la ciudad. Los camellos y los animales de carga se habían detenido junto a la puerta este, y los comerciantes habían plantado sus puestos en medio del camino. Su manera de vestir no le resultaba familiar, y se quedó embobado mirando sin disimulo la llamativa vestimenta de los hombres: brillantes pantalones de seda de colores chillones con tejidos y colores totalmente distintos en la parte superior, camisas abullonadas en mangas y cintura, chaquetas con vuelo y cuello alto y cerrado que cubrían todo el cuerpo... ¡Y las mujeres! Parecía que algunas no llevasen ropa alguna, o lo que llevaban era ceñido y oscuro, o brillante, translúcido y en continuo movimiento como un remolino a su alrededor. Muchas de ellas iban descalzas y llevaban pesadas joyas: anillos o pulseras en muñecas, cuello o tobillos. Sobre sus pechos colgaban guirnaldas de monedas como las lamas de las lorigas. Los hombres se vestían de blanco con mayor frecuencia que las mujeres. De sus cinturones colgaban cascabeles de plata, y el agudo sonido al ritmo de sus andares de las joyas, monedas y cascabeles añadía un melódico tintineo a la algarabía del bazar.
Gansuj dejó que el caballo siguiera su camino entre la multitud y se descubrió preguntándose si alguna vez Lian llevaría adornos como esos.
En algún lugar más adelante, a la sombra de la muralla, unos músicos estaban tocando. La música, extraña y libre, era un fondo exótico para la cacofonía de gritos, discusiones y regateos. Los olores eran aún más extraños, y el estómago de Gansuj empezó a sonar respondiendo a los grasientos efluvios del cordero hervido y el pollo asado, junto con el olor de la sangre de docenas de corderos recién degollados: el embriagador y casi apabullante ambiente de un bazar. Sin otra cosa que hacer, se preguntó si su estómago podría resistir alguna de las comidas que vendían en los tenderetes provisionales. Acababa de acostumbrarse a las variadas comidas de la corte.
—Son persas. —Lian estaba de repente junto al codo izquierdo de Gansuj. Se había recogido el pelo en un moño bajo sujeto con una peineta lacada.
—Persas —dijo él entre dientes. Persia era un lugar muy grande—. ¿De qué parte de Persia?
—Del Imperio corasmio —le respondió Lian.
—Ah, sí; el que conquistó Gengis.
Lian frunció los labios, pero sus ojos reían.
—Gengis Kan conquistó muchos imperios —dijo.
—Sí —replicó él, súbitamente cansado de que siempre hiciera de maestra—. Y algunas veces es difícil recordarlos todos. —En cuanto acabó de pronunciar esas palabras, deseó poder borrarlas.
El buen humor desapareció de los ojos de Lian y le espetó algo en su lengua nativa, una lengua que sabía muy bien que él no entendía. Antes de que pudiera responder, ella picó a su caballo con la rodilla y se introdujo entre la multitud. Quiso seguirla, pero un estrépito de objetos de metal asustó a su caballo. Cuando consiguió calmarlo y abrirse camino, Lian ya se había esfumado.
Gansuj se quedó mirando con tristeza en la dirección en que se había marchado esperando llegar a verla. «Su gente pertenecía a uno de esos imperios». Él suspiró y buscó a su alrededor el origen del estrépito que había asustado a su caballo. Necesitaba una distracción; necesitaba tiempo para que su mente deshiciera la maraña de nudos que la oprimían.
Bajó del caballo y llevó al animal entre la gente buscando a Lian con poco entusiasmo. Más bien anduvo vagando, tratando de perderse en el bazar; intentando dejar su mente en blanco. No tardó en estar rodeado por rostros oscuros y sonrientes, con grandes narices aguileñas y ojos negros y vacíos, que le ofrecían joyas, carnes o jarras de vino, cerveza o arji.
Su estómago por fin había decidido que podría tolerar un poco de carne, y cuando Gansuj se detuvo para orientarse, rodeado por una densa nube de aromas de sabrosas comidas y especias, su mirada se cruzó con la de un vendedor que le hacía señas para que se acercase. Este era un hombre más tranquilo, que no se movía de al lado de su puesto de comidas; también era de piel oscura, pero su nariz era más ancha y su barba más poblada, y se dirigió a Gansuj farfullando y acompañando sus palabras con rápidos gestos. El hecho de que Gansuj no tuviera ni idea de lo que decía aquel hombre carecía de importancia. A su lado, sobre una base baja, había un recipiente de piedra lleno de carbones encendidos. Suspendidos encima en un improvisado soporte de alambre había cerca de una docena de espetones de madera llenos de carne, y mientras farfullaba (Gansuj se dio cuenta de que en realidad estaba regateando) movía y giraba los espetones sin mirarlos.
El vendedor alzó la mano como ofendido y le hizo una seña de que se fuera cuando intentó comprar solo uno. Su estómago gruñó de decepción, así que Gansuj se quedó con dos. Tal vez consiguiera ponerse enfermo a modo de penitencia. «Pollo —pensó cuando cogió un trozo de carne con los dedos, se lo introdujo en la boca y lo masticó—. Un poco pasado», fue su dictamen. Pero las especias no tardaron en alejar sus pensamientos de la edad y la naturaleza correosa de la vieja ave.
El picor comenzó en la punta de la lengua, y antes de que pudiera acabar de tragar el primer trozo, su garganta ardía. Cuando se llevó los dedos a la cara para secar sus ojos llorosos se dio cuenta de que con ellos había sacado el trozo de carne del espetón; demasiado tarde. Había extendido la especia por sus párpados y mejillas y apenas podía ver.
El vendedor se rió de él con unas carcajadas como rebuznos a pleno pulmón que no cesaban. Gansuj le enseñó los dientes, se limpió los ojos con la manga e introdujo con arrojo otro pedazo de carne en su boca. Su garganta se colapso por la súbita conmoción de tener que enfrentarse a más guindilla, pero apretó los músculos de la mandíbula, masticando y tragando con la frenética determinación de un demente. No estaba dispuesto a escupirlo.
Mientras se alejaba del vendedor con su caballo, sujetando con una mano las riendas y con la otra el espetón, entró en un estrecho callejón y descubrió una pequeña plaza llena de puestos donde vendían toda clase de enseres domésticos: alfombrillas, utensilios de cocina, platos... Los materiales abarcaban desde los juncos utilizados para tejer complicados cestos hasta el brillante latón pulido convertido en copas y cuencos.
Con la boca aún en llamas, Gansuj se enrolló las riendas en el antebrazo y luego se agachó para coger una copa ridiculamente grande con piedras exóticas engastadas en sus lados.
—Agua —dijo con dificultad, y el flaco vendedor, sonriendo al ver el pincho de carne en su mano izquierda, sacó un pellejo de debajo de su mesa.
Cuando Gansuj acabó de diluir el fuego de su boca intentó devolver la copa, pero el vendedor la rechazó con un gesto. Hablando un mongol muy cantarín, el vendedor lo informó de que ahora la copa le pertenecía. Había bebido de ella, ¿verdad? ¿Quién iba a querer comprar una copa usada? Cuando Gansuj intentó ignorarlo y volvió a colocar la copa en el tapete, el tono del vendedor se volvió iracundo y sus gestos se ampliaron. ¿Pensaba Gansuj que solo porque los mongoles habían conquistado todo el mundo conocido podían coger lo que desearan cuando quisieran sin pagarlo? ¿Por qué no se limitaba Gansuj a matarlo allí mismo y le ahorraba la humillación de robarle el trabajo de toda su vida? Y vuelta a empezar, aún más fuerte.
Gansuj suspiró y sacó algunas monedas de su bolsa. Entre aquellos mercachifles sinvergüenzas no estaba en su terreno. De pronto le vino a la cabeza el enorme abismo que separaba la vida en la corte y las ciudades de la vida en la estepa, y pensó que él nunca podría encajar de verdad en la primera. «De todos modos, este vendedor no es peor que nuestros tratantes de caballos».
Deprimido, convencido de que debería haber sido más sensato y cargado ahora con una enorme copa de metal, además de un pincho y medio de carne especiada para el que ya no tenía estómago, tiró con el brazo de las riendas y se encaminó hacia la puerta de Karakórum.
Al pasar el pabellón situado bajo las murallas en el que actuaban unos músicos, se paró a mirar. Media docena de hombres tocaban instrumentos vagamente parecidos a algunos que conocía, aunque más redondos y largos y con más cuerdas o tubos de los que estaba acostumbrado a ver. Sus canciones eran variadas y rítmicas, llenas de sinuosas melodías que le recordaron el canto del viento en las praderas. Se encontró clavado en el sitio y ni siquiera se dio cuenta de la presencia de la joven con pantalones de seda azul claro hasta que ella se plantó firmemente, con los brazos cruzados, delante de su caballo. El animal resopló y se paró en seco, y luego sacudió la crin con irritación.
Tras haber atraído la atención de Gansuj, la chica se movió rápidamente unos pasos y se puso frente a él, juntó las manos por encima de la cabeza con los brazos en arco y empezó a contonearse al ritmo de la música. El cinturón que llevaba estaba lleno de cascabeles de plata, y Gansuj se alegró al darse cuenta de que eran como los que había oído poco antes. Los músicos, en respuesta al movimiento de sus caderas, aceleraron el tiempo, y ella respondió a su vez flexionando el cuerpo y remolineando alrededor de Gansuj como una tormenta de seda de colores.
Alguien empujó una banqueta hasta las piernas de Gansuj y él se sentó con pesadez mientras la muchedumbre reunida a su alrededor empezaba a acompañar la música con palmas. El caballo resoplaba y bufaba con los ojos como platos, y Gansuj le acarició un flanco para evitar que soltara una coz e hiriera a alguien.
La mujer sacó un largo pañuelo de seda roja y lo pasó sobre el hombro izquierdo de Gansuj. Despacio, empezó a hacerlo correr de un lado a otro sobre su cuello. Acercó su cara a la de él y puso una larga uña bajo su barbilla. Sus ojos tenían un color entre verde y avellana y estaban perfilados con un color a juego con sus ropas azules. Le dedicó un exagerado guiño y, cuando Gansuj rió, levantó el pañuelo rojo por encima de su cabeza y lo tensó. Siguiendo el ritmo de la música y las palmas, sacudía las caderas de atrás adelante y de izquierda a derecha haciendo que los cascabeles de su cintura bailaran y repiquetearan. Gansuj no podía apartar los ojos de la delgada cintura de la mujer. Ella sonrió con complicidad y le hizo señas con un dedo invitándolo a levantarse y a seguirla. Mirando por encima del hombro para ver si todavía la observaba, empezó a desplazarse hacia una pequeña tienda marrón plantada detrás de los músicos.
Gansuj sonrió y se puso de pie, y se encontró el camino cerrado.
—La cultura persa es fascinante, ¿verdad? —Lian tenía los brazos en jarras. La sonrisa de Gansuj perdió firmeza.
—Yo...
—¿Tú?
—Ella...
—Ella ¿qué?
Gansuj miró por encima de la cabeza de Lian. La mujer de azul estaba de pie a la entrada de la tienda marrón. Dirigió a Gansuj una mirada de desencanto haciendo un mohín con el labio inferior y abrió por completo la cortina de la tienda.
—Ella... lleva cascabeles.
Lian lo fulminó con la mirada. «¿Ella lleva cascabeles?».
Gansuj dejó inmediatamente de mirar a la bailarina.
—Cascabeles... que te sentarían mejor a ti. —Su sonrisa volvió a aparecer.
—Ay, por todos los cielos. —Lian puso cara de desesperación—. Te dejo solo para...
—Tenía hambre —dijo Gansuj intentando desviar la conversación. Se acordó de los espetones y le ofreció uno.
—Eso ya lo veo. —El mismo tono gélido.
—Creía que tú...
—Lo he hecho —respondió ella secamente.
Gansuj se dio cuenta de que Lian tenía entre las manos un corte ancho de tela, y cuando la miró sin entender nada, ella soltó un ruidoso bufido, se lo tiró a los pies y se perdió entre la multitud.
Más confuso que nunca, miró la copa y los pinchos de carne que llevaba en las manos y por fin puso la carne en la copa para poder agacharse y coger la tela.
Era una túnica de seda, azul como el cielo de verano. El delantero estaba cubierto por un complicado dibujo de ramas de árbol entrelazadas bordadas con hilo rojo y dorado. En los extremos de las ramas había pequeños pájaros en nidos, y escondidas entre una maraña de zarzas vio afiladas caras de lobos. Era la prenda más bonita que había visto en toda su vida.
Tras una noche de sueño agitado, Gansuj no había avanzado ni un paso hacia la solución de los misterios que seguían irritándolo. No era más capaz de entender la depresión y la locura del kagan, ni de saber cómo establecer contacto con ese hombre perdido en el estupor de la bebida. Lian estaba enfadada con él, y aunque él sabía que no debía importarle lo que pensara una esclava china, su mente no paraba de agitarse con la confusión y la frustración que ella le provocaba.
Por no hablar de la caja lacada. Tenía que haber una forma de abrirla, porque podría romperla sin más con el pomo de su espada, pero eso quizá destrozaría lo que hubiera dentro. Seguía siendo un misterio tentador, un símbolo de su incapacidad para penetrar la complejidad de un problema aparentemente sencillo.
Había dejado la caja en su habitación, escondida en el bolsillo interior de la prenda que le había comprado Lian. Luego había salido de la habitación en un intento de alejar a ambas de su mente. La túnica estaba colgada detrás de una mampara de papel. Escondiendo todos sus secretos.
Mientras paseaba por el complejo palaciego, Gansuj no podía olvidar las palabras con que se había despedido el último día el maestro Chucai: «Simplemente necesitas permiso, y no de mí ni del kagan».
«¿De quién, entonces? ¿Y qué clase de permiso?».
En la estepa no necesitaba que nadie le diera permiso. Él era el responsable de su propia vida. Incluso cuando viajaba con otros hombres del clan, cada uno sabía ocuparse de sí mismo y de los que dependían de él para su seguridad y su subsistencia. No hacía falta que les recordaran ni ordenaran nada. En un arban, cada hombre respondía ante los demás del grupo, y el comandante de su arban respondía ante el comandante del iaghun. Los comandantes de iaghun respondían ante el noyon de su minghan, y así sucesivamente hasta el propio kagan. Era una cadena de mando simple que había demostrado su efectividad a lo largo de muchas campañas militares.
Pero, si se suponía que no tenía que seguir esa cadena de mando, ¿ante quién debía responder?
Era un acertijo imposible. Gansuj no podía creerse que el maestro Chucai perdiera el tiempo con semejantes juegos. Quería que Gansuj descubriera una nueva manera de ver algo (uno de los puntos recurrentes en las lecciones de Lian era que resultaba más fácil recordar una lección aprendida por uno mismo que una enseñada por otro) y estaba seguro de que Chucai la había agobiado con ese mismo aforismo cuando era su alumna. Esa clase de puñaladas intelectuales iban pasando de maestro a alumno generación tras generación.
«¿Quién había sido el maestro del maestro Chucai? —se preguntó. Chucai fue consejero de Gengis Kan; estaba allí cuando el padre de Ogodei Kan construyó su imperio—. ¿Quién lo había instruido? —se cuestionó Gansuj, y luego otra pregunta se formuló sola—: ¿A quién pidió permiso Gengis Kan?».
«No lo hizo. —Pero esa no era toda la respuesta. Había conseguido el apoyo de los clanes. ¿Les había pedido permiso? No, habían acudido a él—. ¿Por qué?».
Mientras rumiaba esa pregunta se dio cuenta de que estaba pasando junto a las dependencias de la guardia de día, alertado inconscientemente por los quejidos de esfuerzo y los golpes de cuerpos contra cuerpos y contra el suelo de tierra apisonada. El ejercicio de lucha de la mañana. Gansuj ya los había estado observando varias veces antes; cuando estaban empezando su instrucción, Lian le sugirió que se hiciera amigo de alguien de la guardia imperial porque eso facilitaría su estancia en la corte. Él no había hecho nada al respecto todavía con la excusa de que, al haber provocado la ira de Munojoi en varias ocasiones, existía la clara posibilidad de que ir a ver a la torguud fuera una maniobra más insensata que inteligente, pero ahora, con la cuestión del origen del poder de Gengis Kan en la mente, reconsideró su postura con respecto a la torguud.
Munojoi podría ser capaz de imponer una cierta autoridad a la guardia de día en virtud de su rango, pero teniendo en cuenta la reacción que había provocado en la jevtuul (la guardia de noche) tras el incidente del jardín, Gansuj sospechaba que Munojoi no contaba con mucho afecto. El iaghun de Munojoi solo era una parte de toda la torguud, y era probable que el resto de la guardia de día sintiera la misma falta de respeto por el cruel comandante.
Entre guerreros, el respeto se ganaba con dificultad y se perdía fácilmente. Solo había un puñado de caminos por los que un hombre podía ganarse y conservar el respeto de sus iguales. La lucha era uno de ellos.
El campeón de lucha de la guardia imperial era en ese momento Namjai, un luchador alto y corpulento que, como había visto Gansuj, invariablemente se echaba a reír y sonreía de oreja a oreja como un demonio en cuanto su rival daba la menor muestra de nerviosismo. Algunos se rendían en el mismo momento en que empezaba a sonreír al darse cuenta de que ya habían mostrado demasiada debilidad. Otros aguantaban más, hasta que Namjai los atrapaba en un abrazo de oso y empezaba a cacarear junto a su oído. Gansuj no estaba seguro de cómo reaccionaría a la maniobra de Namjai, pero quería averiguarlo. Quería saber qué hacía falta para hacer que la cara del luchador cambiara de expresión. Quería saber qué hacía falta para ganarse el respeto de ese hombre.
Gansuj no era ajeno a la lucha. La guardia personal de Chagatai organizaba combates con regularidad y él había ganado unos cuantos. Pero había una diferencia entre las reglas aplicadas por los guardias de Chagatai y las de la torguud. En la pista de Karakórum los luchadores no podían agarrar las piernas de su adversario. Los luchadores solo podían coger los brazos o el torso de sus adversarios para conseguir derribarlos. Se perdía un combate cuando el torso, un codo o una rodilla de un luchador tocaba el suelo.
Desnudo de cintura para arriba, Gansuj miraba con recelo cómo Namjai dedicaba un momento al público reunido antes de entrar en la zona señalada para la lucha. El luchador se aproximó a Gansuj con un leve indicio de sonrisa asomando en las comisuras de su boca. Namjai era más alto y más pesado que él, pero su actitud era tensa; sus caderas y muslos se movían como enormes columnas de hueso y músculo. Gansuj era más rápido y ágil, y cuando Namjai tensó su cuerpo y echó las manos hacia delante, él solo tuvo que agacharse hacia un lado para evitar la gran pinza del campeón. Se acercó, intentando conseguir una presa de cabeza.
El campeón resistió, y mientras estaba tirando hacia atrás, Gansuj lo soltó y utilizó las dos manos para darle un fuerte empujón en el pecho. Namjai trastabilló hacia atrás agitando los brazos para mantener el equilibrio. Habría sido muy fácil agacharse, coger a Namjai por los muslos y tumbarlo, pero Gansuj se contuvo. Era la corte de Ogodei y tenía que vencer con las reglas de la torguud.
La sonrisa de Namjai se extinguió y sus manos se flexionaron peligrosamente cuando recuperó el equilibrio. El campeón observaba a Gansuj con cautela, fijándose más en lo que hacía. Con una leve inclinación de cabeza, Namjai reconoció el primer ataque de Gansuj; aunque Gansuj perdiese la pelea, los dos sabían que, con otras reglas, Gansuj habría vencido.
Namjai volvió a avanzar y Gansuj arqueó un poco la espalda encogiendo los hombros para dar la impresión de que no iba a atacar. Una posición pasiva. «Estoy a la defensiva. Que Namjai haga el primer movimiento». Dada la diferencia de peso entre ellos, era improbable que Gansuj pudiera superar al campeón en fuerza muscular, pero podía volver el asalto de Namjai contra él. Si el hombre más grande se lanzaba a agarrarlo, él podía hacer un giro y controlar la caída para que los hombros de Namjai tocasen el suelo primero. Giró un poco las caderas retrasando el pie izquierdo unas pocas pulgadas.
Namjai saltó hacia delante.
Un grito brotó del público, un muro de sonido que ascendió y calló cuando Gansuj y Namjai rodaron por la tierra apisonada. Ya había visto a Namjai cargar contra otros adversarios; había visto la fuerza del ataque de Namjai cuando trituraba las defensas de los tontos que creían que podrían resistir semejante impacto. Pero Gansuj no intentó detener a Namjai.
En lugar de eso recibió el ataque de Namjai con un abrazo de oso, y se quedó sin aliento cuando recibió en el pecho todo el impulso del campeón. Iba a caer, y forzando un giro del torso se impulsó hacia arriba con el pie derecho. De repente los dos estaban en el aire, casi perpendiculares al suelo. La sonrisa de Namjai desapareció cuando se encontró mirando con sorpresa el cielo, desconcertado por el súbito cambio de perspectiva.
El campeón reaccionó, más por instinto que conscientemente. En plena caída, se dobló rápidamente contra Gansuj y consiguió colocar sus pies por debajo de él. Aterrizó en cuclillas soportando todo el peso de Gansuj sobre su pecho. Gritó cuando su espalda se curvó dolorosamente; Gansuj, rugiendo por su fracaso, apretó los brazos e intentó encontrar la manera de hacer palanca para empujar a Namjai un poco más. Estaba sorprendido de que este hubiera conseguido plantar los pies; ¡ese hombre era inhumano! Ambos se esforzaban, pero ninguno era capaz de mover al otro. Gansuj solo oía sus dientes rechinando y el aire escapando entre los labios apretados de Namjai. El público había quedado en silencio.
Sus miradas se encontraron y Gansuj vio que Namjai también era consciente del silencio. Miró a su alrededor y cuando reparó en el círculo de espectadores se dio cuenta de que había un hueco en la multitud. Namjai también lo vio, y, sin dudarlo, ambos soltaron su presa y se separaron.
En el círculo de espectadores de la torguud se abrió un hueco que rápidamente se llenó con un séquito de criados y cortesanos, que en el último momento se separaron para formar dos barreras protectoras. Entonces apareció el kagan con sus criados más próximos y sus chambelanes. A la derecha del kagan había un hombre extraordinariamente bajo que sostenía en alto una bandeja con diminutas copas de plata.
Ogodei Kan tenía una copa en la mano y se secaba los labios con la manga.
—No os detengáis por mí —dijo en voz muy alta—. Gansuj, casi habías vencido a nuestro campeón.
Gansuj y Namjai, tras hacer una reverencia cuando de pronto apareció el kagan, estaban ahora plantados con muy poca gracia en el centro de la pista. Gansuj apenas tenía la fuerza necesaria para levantar los brazos, y le dolían los dientes de tanto que había apretado la mandíbula. La cara de Namjai brillaba por el sudor y su cabello estaba enmarañado y pegado a la cabeza. Jadeaba y no parecía tener prisa por reanudar el combate. Gansuj se secó la frente del sudor que estaba empezando a entrarle en los ojos, y luego juntó las manos e hizo otra reverencia ante el kagan. Se quedó inclinado hacia delante intentando llamar la atención de Namjai con un leve movimiento de cabeza. Namjai juntó las manos con una palmada e hizo otra reverencia.
—¿No? —Ogodei Kan estaba alegre por el vino y aceptó de buen grado su negativa—. Dejaremos la revancha para otra ocasión. Ahora —dijo señalando a dos hombres que estaban en extremos opuestos de la pista— vosotros dos. Luchad para mí.
Gansuj y Namjai se retiraron mientras los dos guardias elegidos doblaban las rodillas y agitaban los brazos imitando al halcón, la manera tradicional de comenzar un combate. Llegaron al centro, se doblaron hacia delante y bajaron los brazos en posición de lucha. Así permanecieron a la espera de la orden del kagan.
—¡Ya! —bramó Ogodei Kan.
Fuera de la pista, sacudido por hombres que le daban palmadas en la espalda y los hombros en reconocimiento de un combate bien llevado, Gansuj se esforzaba por recuperar el resuello. Mientras el resto de los hombres miraba a los dos nuevos luchadores, él no quitaba ojo al kagan.
El hábil sirviente bajito mantenía la bandeja en movimiento, saltando y girándola sin esfuerzo con cada movimiento del kagan para mantener el suministro de copas llenas a su alcance. Ogodei las vaciaba de un trago y las colocaba boca abajo en la bandeja con un golpe. El criado se encogía cada vez, pero mantenía la bandeja levantada y en movimiento. Gansuj se preguntó qué iba a suceder cuando todas las copas estuvieran del revés. ¿Pararía de beber el kagan? A juzgar por su balanceo inconsciente y por la estridente manifestación de su humor, probablemente no sería ese el caso. De hecho, posiblemente aquella no era la primera bandeja de copas.
Cuando el kagan volvió a empinar el codo, Gansuj miró al público para ver si alguien más prestaba atención a la forma de beber del kagan, y le alivió comprobar que todos estaban concentrados en el combate. Todos menos Namjai.
El campeón de lucha sintió la mirada de Gansuj y miró por encima del hombro. Sus ojos se encontraron con los de Gansuj durante un instante, y luego se volvió y se abrió paso a empujones entre la multitud. Pero era demasiado tarde: Gansuj había visto su expresión. El hombre grande había perdido la sonrisa y su rostro era una máscara de indignación y abatimiento.
El kagan no buscaba, ni siquiera necesitaba, el permiso de sus súbditos, pero sí necesitaba algo: respeto. Que se ganaba con dificultad y se perdía con facilidad.
Un chillido se elevó desde la multitud cuando uno de los luchadores venció al otro al derribarlo sobre manos y rodillas. Su adversario lo ayudó a levantarse mientras el kagan manifestaba su aprobación con un rugido.
—¡Vamos a comer y beber esta noche! —gritó—. Un banquete para nuestros luchadores.
Tambaleándose, miró el mar de caras que lo rodeaba, y Gansuj se agachó detrás de un grupo de guardias fuera de servicio. Se sonrojó por la vergüenza de esconderse, pero aún más por no querer que lo vieran al lado del kagan.
Estaba empezando a entender el enigma del maestro Chucai. No bastaba con que Ogodei dejase de beber. Todo el imperio corría el riesgo de envenenarse con la falta de respeto.
El kagan estampó otra pequeña copa sobre la bandeja. «¿Cuántas de esas se beberá en un día?», se preguntó Gansuj, y de repente se le ocurrió una idea.
«Una copa —pensó—. Una en lugar de docenas».
Era una idea absurda, pero podía funcionar.