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EL «BANJAR»

 

Las cañas eran lo bastante altas para ocultar a Cnán, siempre que se moviera agachada entre ellas. No podía ver más allá de la longitud de un brazo en ninguna dirección, así que de vez en cuando se detenía para comprobar hacia dónde estaba el sol y asegurarse de que no se desviaba: quería seguir la corriente mansa y somera del canal principal, suficientemente cerca de la orilla para que las cañas fueran siempre altas, pero no tan cerca como para que el suelo se convirtiera en fango pegajoso. Ese camino la llevaría entre los mongoles que rodeaban las cabañas al otro lado del río y la fuerza principal, en este lado. Lo único un poco incierto en ese trayecto era que podía llevarla cerca de la patrulla que Raphael había visto moviéndose entre los dos grupos de mongoles, pero todo lo que tenía que hacer era mantener la serenidad y agacharse más si oía cascos de caballo. Con el sol tras ella, no podrían verla. Sus movimientos podrían agitar los extremos de las cañas. Pero en eso también la acompañaba la fortuna, porque la brisa del suroeste movía todas las cañas, y mientras no hiciera alguna estupidez como desplazarse en línea recta o pisotear las cañas, sería difícil detectarla.

En cualquier caso, aquellos hombres estaban distraídos; podía saberlo por sus gritos; intentaban comunicar algo al grupo principal, pero eran incapaces de hacerse entender por encima del sonido del viento que soplaba a través de un millón de cañas.

Así no iba a conseguir Cnán mantener una buena marcha, pero no tardaría mucho en pasarlos de largo y llegar a una zona donde pudiera desplazarse por canales abandonados o correr de un afloramiento de rocas a otro con la ayuda de las largas sombras del final de la tarde.

Cuanto más pudiera averiguar por los sonidos, menos necesidad tendría de arriesgarse a mirar. Salpicaduras de cascos le dijeron que la patrulla había encontrado un vado. Un repiqueteo ligero al principio mientras los caballos (Cnán suponía que eran cuatro) trotaban por una zona en que el agua les cubría los cascos. Luego, un chapoteo cuando les cubrió hasta los corvejones, y por fin casi ningún ruido cuando pasaron por la parte más profunda del canal, con el vientre de los caballos, imaginó, dejando estelas en el agua como los cascos de las embarcaciones. Más tarde, palabras de satisfacción y alivio de los jinetes al notar que el fondo volvía a subir, salpicaduras esporádicas cuando los corvejones emergían del agua, y por fin la misma secuencia de ruidos en orden inverso hasta que los cascos volvieron a pisar suelo firme (a este lado del río, quizá a un tiro de flecha delante de ella).

Estaba a punto de arriesgarse a moverse otra vez cuando sus oídos captaron algo más, otra criatura que emergía del río, siguiendo a los caballos. No era un hombre, pues iba a cuatro patas, pero era demasiado pequeño para ser un caballo. Luego, un ruido de sacudida rápida envuelto en una gran rociada de agua.

Se puso en cuclillas y se quedó inmóvil. Era un perro. Había entrado en el vado al mismo tiempo que los cuatro jinetes, pero se había quedado atrás cuando había perdido pie y había tenido que cruzar el curso principal nadando a contracorriente hasta la otra orilla. Por fin, había subido el talud y se había sacudido. Soltó un pequeño gañido cuando se dio cuenta de lo lejos que había salido, y luego salió disparado para recuperar el tiempo perdido. Entonces, antes de entrar en el pasillo abierto por los caballos a través de las cañas, el perro se detuvo.

Se paró en seco y husmeó el aire. Resultó que estaba justo a sotavento de Cnán.

Los perros no tienen una vista muy aguda. Cnán se levantó lo justo para poder verlo. De entrada no lo reconoció, porque estaba imaginando algo semejante a un perro de caza, pequeño y ágil. Pero lo que vio, que intentaba localizar el origen de lo que había olfateado, se parecía más a un oso. Ya había visto otros así. Incluso la habían perseguido. Y había visto cómo otros, no tan hábiles en escabullirse o trepar a los árboles, eran despedazados por ellos. Era un banjar, uno de los corpulentos mastines que los mongoles ataban en el exterior de sus tiendas como guardianes. Debían de estar utilizándolo para seguir el rastro de Istvan.

Y ahora sabía que ella estaba ahí. Eso era evidente en su postura: estaba plantado sobre sus patas robustas y musculosas, tan inmóvil como ella. Aparte de un ligero temblor en sus flancos, lo único que movía era la trufa. Se mantendría igual de inmóvil mientras no captara el rastro con claridad u oyera algún movimiento. Entonces pondría en acción todos los músculos de su cuerpo. Si era como los otros que había visto, pesaría el doble que ella y sería el doble de rápido.

Otro débil gañido. La gran cabeza se levantó y se volvió. Las grandes mandíbulas se abrieron con un lento jadeo. El banjar estaba intentando entender el nuevo rastro. Observándolo, se preguntó qué estaría adivinando el perro de ella. El rastro que había captado era humano, pero no el mismo que había estado siguiendo durante los dos últimos días. Evidentemente, su olor revelaría su sexo, pero ¿podría revelar también si tenía miedo? No lo tenía, pero pronto lo tendría.

No podía correr. Despertar el instinto de caza de un banjar equivalía a morir de la peor manera imaginable. Era mejor plantarse y enfrentarse a él.

El perro soltó un ladrido ronco y flojo que se convirtió en un gruñido suspicaz y empezó a trotar hacia ella con la cabeza baja y moviendo el gran hocico atrás y adelante.

Cnán retrocedió entre las cañas por el mismo pasillo que había abierto. Aumentar la distancia que la separaba del perro no podía hacerle daño siempre que lo hiciese en silencio, y ella podía ser muy sigilosa. No había árboles a los que trepar. No podía correr más que un banjar en terreno abierto, pero sí podía nadar más deprisa. Primero tendría que llegar a donde el agua era lo bastante profunda para nadar y para que el perro no pudiese hacer pie. Recordó un remanso a un tiro de piedra detrás de ella, donde se había hundido hasta la rodilla en una poza. Podría conseguirlo con una carrera rápida si salía de las cañas, cruzaba del banco de arena que quedaba en medio e iba directa al agua. Pero sería su último recurso; eso revelaría su posición no solo al banjar, que iría directamente por ella, sino también a los cuatro jinetes mongoles, que ahora avanzaban con mucho cuidado por un tramo rocoso de la ribera, aún ajenos al hecho de que su perro seguía el rastro de una nueva e inesperada presa.

El perro (ahora podía ver que era un macho entero) lanzó un ladrido ronco y apagado y comenzó a trotar, convencido ya de que la presa merecía la pena. Ella empezó a retroceder más deprisa y con más ruido, luchando contra lo que los Hermanos del Escudo llamaban «el fobo», el miedo irracional que, si dejase que saliera de su agujero, tomaría el control de su cuerpo y la obligaría a hacer cosas que con seguridad la conducirían a la muerte. En este caso el fobo le estaba diciendo que se volviera y saliera corriendo.

El suelo bajo sus pies se estaba poniendo cenagoso. Se arriesgó a echar un vistazo rápido y vio el remanso cada vez más cerca, pero no tenía suficiente profundidad para que el banjar no pudiera vadearlo y estaba separado del curso principal por un banco de arena, que tendría que cruzar antes de que el animal le hincara los colmillos en una pierna.

Cnán se preparó para quitarse el vestido. Podía arrastrarlo tras ella mientras corría. El perro lo mordería, se lo arrancaría de la mano, perdería unos instantes sacudiéndolo como a una ardilla mientras ella se tiraba al agua desnuda y se alejaba nadando... ¿O eso era el fobo tratando de asomar?

Un gemido del banjar creció rápidamente hasta convertirse en un ladrido agudo. Ahora estaba muy cerca. El pie de Cnán tocó el borde resbaladizo de la poza. Todo aquello era una imprudencia.

Se irguió y se enfrentó al perro. Sorprendido, paró en seco y comenzó a ladrar, muy fuerte y sin cesar, para alertar a sus amos. Ella miró por encima del perro y vio a los cuatro mongoles. Uno había acabado de subir el talud y miraba hacia ella. Los otros tres pararon, se volvieron y comenzaron a bajar otra vez el talud con mucho cuidado para ver qué estaba sucediendo. Primero vieron al banjar, luego a ella, y señalaron, gritaron, se pusieron de pie sobre los estribos para ver mejor y cogieron los arcos.

Sin perder de vista al banjar pero sin mirarlo directamente, Cnán se movió de costado con lentitud hasta que el agua estancada le llegó por la rodilla, un canal curvo de solo un par de brazos de anchura. El banjar salió tras ella, se paró, gruñó, volvió a ladrar. Un amago de carga con el que intentaba hacerle caer en el pánico y salir corriendo.

A Cnán no le gustaban los perros, pero los entendía igual que entendía a los hombres: necesitan un líder. Un jefe. Y si el jefe no eres tú, el perro ocupará el puesto. No tenía relación con el tamaño. Había visto a un ratonero dominar a un perro enorme solo con su fortaleza de carácter. Clavó su mirada en la del banjar e intentó con todas sus fuerzas obligarlo a someterse.

Un gruñido ronco emergió de su enorme pecho. Ella salió del agua caminando hacia atrás hasta el banco de arena. Uno de los mongoles iba derecho hacia ella. Sintió cómo el terror subía por su pecho, con el corazón martilleando bajo su esternón y atronando sus oídos.

El mongol gritó una orden. El banjar se volvió hacia él, recordó quién era el jefe, se metió en el agua y salió al banco de arena tan cerca de ella que podría haber alcanzado la garganta de Cnán con un solo salto. Únicamente algún instinto de cautela, una preocupación por que ella fuera algo más de lo que parecía, evitó que la matara allí mismo en ese momento.

Su miedo tomó el control. Cnán sabía que estaba a punto de morir, si no destrozada por el banjar, asaeteada una y otra vez por el mongol que venía detrás o por los dos que lo seguían. Su corazón latía de tal manera que podía sentirlo en las plantas de los pies.

¿Sus pies?

El perro miró de repente hacia detrás de ella y luego se agachó y se encogió con miedo. De los labios del mongol salió una expresión de asombro.

Cnán se giró en el agua y el fango justo a tiempo de ver un coloso erguirse sobre el canal, sobre el lomo del banco de arena, y luego saltar casi sobre su cabeza surcando el aire con sus cascos. Cayó al suelo más por vértigo que otra cosa y lo perdió de vista durante un momento. Al volverse otra vez vio la voltereta hacia atrás del banjar, con un proyectil rojo que salía de entre sus hombros, y cómo rodaba finalmente por la arena.

Mientras trastabillaba entre las cañas y el cieno, se recomponía y se enderezaba, identificó al coloso: un hombre a caballo. El sol poniente estaba detrás de él y el brillo de su coraza la cegaba. La mano izquierda del hombre sostenía las riendas del caballo; la derecha sujetaba un asta corta alrededor de cuyo extremo daba vueltas despacio una esfera negra de hierro, erizada de púas, del tamaño de un puño. De las púas salía una espesa lluvia de sangre del perro.

El banjar se había detenido con un resbalón lateral y había quedado tumbado panza arriba con una pata trasera dando sacudidas. Le faltaba media cabeza.

La distancia que separaba al banjar del primer mongol era un tiro de piedra largo. Percival, a galope tendido, la cubrió en unos pocos pasos de los retumbantes cascos de su caballo. La bola de hierro, trazando un arco tranquilo e inexorable al final de su tensa cadena, se aceleró súbitamente y se hundió sin pérdida de velocidad visible en un lado de la cara del mongol (que intentaba dar la vuelta para alejarse) para emerger por su nuca.

Percival inspeccionó las cañas.

—¡Uno de reemplazo! —exclamó en tono despreocupado.

Cnán, perpleja, se dio cuenta de que se dirigía a ella.

—Debería... —dijo titubeando.

—No. Ve al otro lado del río —pidió él, e ignorando a los dos mongoles que estaban a la altura del río, espoleó a su caballo con urgencia y lo dirigió directamente hacia lo que parecía ser un lugar más bajo en la alta orilla. El caballo dudó, luego lo entendió, se lanzó hacia el hueco en el perfil de la orilla e intentó el salto. Sus cascos delanteros alcanzaron el final del talud; los traseros tuvieron que patearlo durante unos instantes de ansiedad arrancando terrones polvorientos; pero luego sus imponentes cuartos traseros saltaron hacia arriba y se situaron en el borde del talud. Con un grito de triunfo o de aliento, Percival lo guio en un brusco giro hacia la izquierda y, en apariencia, directamente hacia el mongol solitario que había trepado hasta arriba hacía un rato. Entonces, Cnán lo perdió de vista.

Los dos mongoles que seguían en el banco de arena estaban por fin preparando su arco. Dudaba de que pudieran alcanzarla desde esa distancia si se mantenía en movimiento y se ponía a cubierto, pero nunca se puede saber cuándo un tiro afortunado va a dar en el blanco, y por eso no era partidaria de quedarse por allí para ver qué pasaba. Completó el movimiento que estaba intentando hacer cuando huía del banjar, caminando de costado hasta el otro lado del banco y luego hasta el curso principal del río. Tuvo que apartar la mirada de los mongoles durante unos instantes mientras pasaba con cautela sobre un resbaladizo tronco caído.

Cuando miró hacia atrás, uno de los mongoles estaba arrodillado en una posición extraña, con las manos levantadas como si estuviera intentando ajustar algo en su casco. Entonces advirtió un asta que, inclinada hacia abajo, asomaba por un lado de su cuello, y llegó a la conclusión de que lo había alcanzado una flecha lanzada desde el otro lado del río.

Se volvió, se sumergió y avanzó buceando una docena de brazadas. La corriente la arrastraba río abajo hacia el arquero oculto, pero admitió que eso no era algo malo, y por lo tanto no ofreció resistencia y destinó toda su energía a cruzar el canal.

Cuando notó que el fondo volvía a ascender bajo sus pies, se volvió y sacó del agua unas pocas pulgadas de la cabeza para mirar. En ese momento hubo una nueva sacudida del suelo igual a la que había precedido a la muerte del banjar y, como era de esperar, la cabeza de Percival (y la de su caballo de batalla) se alzó majestuosa sobre la orilla. Había guardado el mangual utilizado con tan gran eficacia contra el perro y el primer mongol y ahora sostenía una lanza ensangrentada con una mano y un escudo con forma de lágrima con la otra. Dos flechas sobresalían de su escudo, lo cual parecía indicar que el segundo mongol había ofrecido más resistencia que el primero. Así cargado, dejó que el caballo fuera sin guía hasta la ribera. Percival no perdía de vista al mongol superviviente, que había ido a ocultarse entre las cañas y levantaba su arco. Percival era perfectamente visible desde lo alto de la orilla. Con un movimiento natural de su escudo, el caballero acorazado recogió con él una tercera flecha que se habría clavado en un hombro de su caballo.

Otra flecha voló directamente sobre la cabeza de Cnán y describió un arco descendente hasta las cañas; un arquero situado en su lado del río (supuso que era Raphael) esperaba tener suerte en su tiro.

El caballo saltó sobre el lecho de cañas con Percival tan inclinado hacia atrás que prácticamente iba tumbado sobre las ancas. Tras unos instantes de tambaleo para realinearse, caballo y jinete volvieron a ser una sola cosa, y entonces Percival hizo algo que, aunque cueste creerlo, provocó que Cnán sintiera lástima por el mongol: se lanzó hacia delante por el firme suelo arenoso y cargó con la lanza en posición baja.

El mongol entendió a la perfección lo que estaba a punto de suceder. Dio un salto y corrió en zigzag por la orilla levantando una lluvia plateada con los pies. Igual que un millón de víctimas aterrorizadas que habían sido sorprendidas a la intemperie por los jinetes de las hordas del kagan, ahora se enfrentaba a una desagradable disyuntiva: ser pisoteado sobre el fango y que su columna y sus costillas fueran trituradas como cortezas de pan o encontrarse con una lanza de ocho pies de largo ensartada en sus tripas.

El mongol se volvió en el último instante con un grito rabioso y escogió la lanza. Percival se la concedió, tiró hacia arriba hasta que los pies del hombre se levantaron del suelo y luego siguió avanzando haciendo girar el cadáver entre las cañas hasta que se deslizó y cayó como un harapo lleno de nudos. Las brillantes salpicaduras de los cascos del caballo casi ocultaron la carnicería.

Cnán se volvió con el estómago revuelto y luego trepó hasta una grieta en la orilla norte, donde sospechaba que se escondía Raphael tras algún arbusto nudoso. Y ahí fue donde lo encontró, aunque él ya le había dado la espalda y trepaba trabajosamente por el suelo blando hacia la cresta. Cuando la estaba alcanzando, se frenó, se agachó y levantó una mano como aviso para advertirle que no asomara la cabeza. Luego pareció cambiar de idea. Había visto algo desde la cresta que le indicaba que no había ningún problema. Saltó hasta el suelo llano, volvió a agacharse y alargó una mano a Cnán. De cualquiera de los otros (con la habitual excepción de Percival) no se habría tomado ese gesto con tanta amabilidad. Era perfectamente capaz..., pero cada vez había algo en el comportamiento de Raphael que le dejaba claro que, entre ellos dos, las cosas siempre eran sencillas y correctas, y por eso cogió la mano con una palmada y puso un pie tras otro en el talud hasta que él acabó de izarla.

Debajo y detrás de ellos, Percival estaba reuniendo los caballos de los mongoles y atándolos a lo largo de una cuerda para poder guiarlos.

—Reemplazos —dijo Cnán.

—Bien —respondió Raphael, que señaló con la cabeza el otro lado del río; no el curso principal, sino la orilla sur, que Cnán, atrapada en las cañas bajas, no había podido ver hasta ahora. Lo primero que divisó fue, colgado de las cañas, el cuerpo del mongol que Percival había matado durante su incursión en la ribera. Pero entonces, un movimiento más lejano atrajo su mirada.

La cima de la colina donde se había reunido antes la fuerza principal de los mongoles estaba ahora desierta, pero en el lado más cercano parecía estarse produciendo algo parecido a una avalancha o a un deslizamiento de tierras, y levantaba una columna de polvo que brillaba con un resplandor ígneo a la luz del sol poniente. Los habían visto. Los mongoles venían por ellos.

—A su manera, magnífico —dijo Raphael secamente—, pero no recomiendo que nos quedemos maravillados mucho más tiempo. En cualquier caso, es improbable que consigáis ver algún indicio nuevo o útil.

—Entonces, ¿qué demonios estáis haciendo?

—Creo que debo quedarme por si Percival necesita ayuda. Podría ayudarlo a llevar los caballos de reemplazo o entretener a los mongoles cuando lleguen a la orilla.

—¿Has pensado algo para mí?

—Vigila a Eleazar.

—¿Y dónde está Eleazar?

—Probablemente haciendo una visita a quienquiera que esté rodeado en aquella granja —dijo Raphael, y dio media vuelta sobre las puntas de sus pies a la vez que se mantenía agachado para mirar en la dirección opuesta—. A juzgar por la cantidad de mongoles que están muertos o que chillan a su alrededor, yo diría que es Istvan.

A Cnán eso no le pareció un plan, ni siquiera el inicio de uno, pero no era tan tonta como para esperar un plan perfectamente meditado y aprobaría cualquier cosa que la alejara de los cerca de cuarenta jinetes que venían hacia ellos a través del pantano.

No muy lejos, Raphael había atado su caballo a una lanza clavada en tierra. Amarrado tras él, con la cabeza baja y el morro hundido en la hierba, estaba el poni que montaba Cnán. Desató la tensa brida de la silla de Raphael y saltó al lomo del poni con una confianza que la sorprendió. No le habría parecido mal que alguno de sus compañeros se hubiera fijado en su habilidad.

Dio un tirón a la rienda derecha, clavó los talones y luego gritó como había oído gritar a los hombres cuando realmente querían que su montura les prestara atención; desde luego, el poni reaccionó arqueando el cuello y arrancando directamente al galope.

Ahora galopaba como alma que lleva el diablo hacia la batalla que se estaba desarrollando alrededor de la pequeña granja. Estaba más o menos a media versta, sobre una ligera elevación que la mantenía a salvo de las crecidas estacionales. Desde su anterior punto de observación habían podido distinguir pocos detalles, pero ahora, desde más cerca, Cnán podía ver que era un desordenado laberinto de cobertizos, naves, cabañas, pocilgas, casetas de ahumar, cuadras y establos. No contentos con eso, sus habitantes habían añadido un surtido aleatorio de almiares, montones de turba, espaldares, conejeras y colmenas.

Durante el último par de años, Cnán había llegado a ser una experta en escondites: evitaba el terreno abierto y tenía querencia por todo lo oculto, complejo, retorcido y enmarañado; cualquier lugar confuso y desagradable para los guerreros y cazadores. Si los mongoles la hubieran perseguido por el pantano (como era el caso, bien pensado) se habría encaminado directamente a aquella granja. Habría encendido fuego en la chimenea, habría hecho todo lo posible para hacerles creer que vivía en la casa principal, y luego habría salido subrepticiamente y se habría quedado en los alrededores, bajo algún montón de estiércol o paja, observándolos. Los habría esperado fuera. Habría observado y aprendido.

Probablemente Istvan habría hecho algo parecido. Cnán no podía estar segura (aún no había llegado a la granja), pero Raphael parecía pensar que Istvan aún estaba vivo y era sencillamente imposible que hubiera sobrevivido de otra manera.

Al acercarse vio indicios de combate: cuerpos de mongoles caídos sobre vallas rotas, lo que podría haber sido un noble ruso con capa negra lleno de barro caído en un revolcadero de jabalíes... Había más mongoles caídos en postura fetal alrededor de montoncillos de heno mohoso arrancados de un almiar, además de una vaca muerta con un costado lleno de flechas. Alguien la había degollado y había utilizado el cuerpo del animal como parapeto.

Istvan había hecho algo más que ocultarse y observar. Algunos de los muertos yacían donde habían caído, pero otros habían sido colocados en posturas grotescas. En algún momento (y reciente, porque hacía solo un rato habían visto a diez mongoles vivos rodeando el lugar), Istvan había salido de manera sigilosa de su escondite para trabajar cuerpo a cuerpo con hojas veloces y afiladas. Porque los mongoles, en su afán por matar a su presa, habían cometido el error de desmontar y entrar en aquel sucio y ruinoso laberinto. No entendían que el hombre que habían estado persiguiendo no era un fugitivo aterrorizado. No era otro sencillo espigador caído mientras rezaba por encontrar la manera de librarse del lazo.

Istvan los estaba esperando, mascando sus setas, quizá calculando el tiempo para alcanzar el éxtasis en el momento preciso.

Había sido un largo día lleno de visiones extrañas y difíciles de olvidar, y ahora aparecía otra: un mongol retrocedía desde la esquina de una cuadra y lanzaba tajos y estocadas con una hoja corta y curvada. Le daba igual lo que hubiese bajo sus pies inseguros, pero miraba hacia delante con espanto y gruñía como un asno apaleado (durante su último segundo de vida).

De detrás de la cuadra, cayendo desde arriba como un rayo de plata, una espada de seis pies alcanzó al mongol entre el cuello y el hombro, descendió abriéndose camino a través del torso y emergió por el lado opuesto justo encima de la cadera. Las dos mitades cayeron en direcciones opuestas y los intestinos salieron incontenibles, como si llevaran veinte años esperando una oportunidad para saltar fuera de su encierro.

Esa enorme espada no era cosa de Istvan.

Eleazar salió a la vista, sin esforzarse por detener la espada, sino dejándola seguir su trayectoria mientras levantaba las manos para impedir que la punta se clavara en el suelo. Con elegancia, dio unos pasos con la punta de la espada como centro de giro y miró hacia atrás para asegurarse de que no había alguien más escondido.

Verse atrapada en aquella melé no serviría de nada a Cnán y podría crear problemas a Eleazar y a Istvan (suponiendo que estuviera en algún lugar por allí), así que tiró de las riendas y habló con calma a su montura para cambiar su trayectoria y convencerla de que pasara a un juicioso trote.

Como no era una persona habituada a los caballos, le había costado entender la fascinación de los demás por los de reemplazo. Por supuesto, tenía sentido en abstracto, pero había sido necesaria la visión de la horda galopando hacia ellos para fijar de verdad la idea en su mente. Varios ponis mongoles vagaban ahora por los terrenos de la granja husmeando en busca de comida. Gracias a Istvan, que al parecer había derribado a varios de sus dueños desde su escondite (reconoció sus flechas en los cuerpos de los mongoles), ahora eran caballos de reemplazo, y reconoció que podía hacer algo útil si los reunía. A ella no le hacían caso alguno, pero eran animales sociales que veían bien juntarse en manadas, así que se dedicó durante un rato a reunir a los ponis y llevarlos en una lenta espiral alrededor de la granja mientras contaba mongoles muertos y esperaba a que Istvan y Eleazar dieran caza a los últimos. Los ponis se acostumbraron a ella y empezó a hablarles en turco, que al parecer les resultaba familiar.

Por fin salieron del laberinto los dos caballeros, y en el mismo momento llegaron Raphael y Percival al galope desde la ribera. Istvan, rojo tras la escabechina, llevaba unos cuantos caballos más, y Percival, casi impoluto, tiraba de una renuente reata de cuatro. Ahora su grupo disponía de tres o cuatro caballos por cabeza.

Cnán se unió a ellos. En ese momento, Istvan y los demás podían haber tenido una interesante conversación pero, por supuesto, no había tiempo. Los más impetuosos del destacamento de mongoles ya estaban coronando el talud, aunque más que verlo lo supusieron, pues el sol estaba ya muy bajo y toda la escena estaba sumida en una penumbra grisácea.

—¿El bosque? —propuso Percival levantando su manojo de riendas—. Se trata de escoger entre zarzas o flechas. Yo prefiero las zarzas.

—Te sigo —dijo Istvan.

Así que lo siguieron. Y los mongoles los siguieron a todos.

Cnán encontró un sendero medio despejado que atravesaba un grupo de árboles muy viejos. Casi inmediatamente después de que entraran en el refugio del bosque, soltando maldiciones cada vez que entraban en las espesas matas de zarzas o salían de ellas, se hizo evidente que los caballeros no tenían ni idea de lo que estaban haciendo. Ni tampoco Cnán.

Todos tendían a considerar los actos de Istvan con el mayor escepticismo y discutían entre ellos sobre si sus ruidosos movimientos eran una mera maniobra de distracción; Eleazar llegó a la conclusión de que intentaba atraer a sus perseguidores mongoles a una trampa mortal.

Percival no abría la boca. Su plan distaba mucho de estar claro para los demás (si es que de verdad tenía algún plan), y así el grupo pasó varios peligrosos minutos dando vueltas, perdiéndose de vista y volviendo a encontrarse, sin saber en ningún momento si el jinete que se acercaba por entre los densos arbustos era un miembro despistado de su grupo o un explorador mongol.

—Aquí no hay quien luche —dijo Istvan entre dientes arrastrando las palabras. Su cabeza pasó bajo un rayo de luna oblicuo y él levantó la cabeza y la miró con los ojos entornados. Su rostro llevaba un rastro de sangre dejado por un dedo. Aún estaba medio poseído por sus setas.

Cnán preguntó a Percival si ese era el momento del que habían hablado antes, cuando tendrían que sacrificarse para que el grupo de Feronantus pudiera seguir su camino sin molestias. Si ese era el caso, ella tenía intención de desaparecer. Al final, Percival convenció a Raphael para que explicara qué pensaba y les hiciera el favor de dejar de dar por hecho que cualquiera de sus compañeros tenía alguna idea de lo que había dentro de su cabeza.

Percival se desvió para esquivar una zarza y luego se detuvo, apenas visible. Cnán vio resolución en su postura.

—Nos uniremos a Feronantus —proclamó como si eso siempre hubiera sido obvio.

—Si podemos encontrarlo, cosa que dudo —comentó Eleazar—. Estaremos guiando a los mongoles directamente hacia los otros.

—Sí —dijo Percival—, y por lo mismo también seremos suficientes para acabar con ellos.

—Sería... educado, como mínimo, dar a Feronantus alguna indicación de ello antes de guiar a una compañía de mongoles furiosos hasta su campamento —señaló Raphael.

—Yo iré por delante —empezó a decir Istvan mientras hacía girar a su caballo pisoteando la maleza, pero se quedó titubeando, porque hasta él se daba cuenta de que era una insensatez.

—No por estos bosques —dijo Eleazar con sequedad.

—Tendrá que ir delante Cnán, rápida y silenciosa, como siempre —explicó Percival—, y nosotros la seguiremos, lentos y ruidosos, como siempre. ¡Adelante!

Ese fue el momento en que ella habría debido abandonarlos con alegría a todos los percances que se merecían, si no fuera por el inesperado detalle de que Percival la miraba con firmeza a los ojos mientras le daba la orden. Y así, rezongando, puso en movimiento a su poni entre los árboles. Ya no podía ver adonde iba, pero sus pies sí sabían qué camino descendía. En algún momento tendría que volver a cruzar el río, a oscuras. Reconoció que ese era el mejor momento para ello. La compañía de mongoles acababa de cruzar a ese lado. Toda su energía había sido dirigida hasta el último instante hacia ese objetivo. Se habían enfrentado a riesgos y habían trabajado mucho por conseguirlo. Un hecho simple derivado de la naturaleza humana era que ahora estarían muy poco dispuestos a dar la vuelta y cruzar otra vez, en especial si sus sentidos les decían que el enemigo, o al menos su parte más lenta y ruidosa, estaba precisamente en ese lado.

Una vez que acabó de cruzar el río siguió su marcha a un paso del que habría estado orgullosa cualquier otra noche, pero cada vez que se detenía para vaciar la vejiga o dejar un poni exhausto le llegaba el retumbar de los cascos desde no muy lejos a su espalda.

Los mongoles empujaban a Percival y su grupo o seguían su estela; de cualquier manera, ambos grupos se movían con velocidad desesperada, y como la única responsabilidad de Cnán era llegar antes que ellos, tenía que hacer lo mismo.

En las horas que precedieron al amanecer, mientras el cielo se iluminaba, descubrió que era capaz de cabalgar más deprisa. Los caballos que le quedaban a Cnán estaban más frescos que los de los caballeros, que habían estado enredados en aquella escaramuza móvil sin cesar desde el anochecer. Los ruidos de cascos tras ella se fueron alejando, se volvieron a acercar, se desviaron hacia el este, luego hacia el oeste. Llegó a creer que iban a rodearla y llegar hasta Feronantus, todos juntos, como una turba furiosa enzarzada en un combate.

Pero entró al galope en el campamento de la Hermandad del Escudo antes de que el ruido de los combatientes que se acercaban fuera lo bastante fuerte como para alertarlos. Rædwulf estaba de guardia mientras todos dormían. La reconoció de lejos y la saludó con sonrisas y gestos en lugar de con los silbidos de las flechas.

—Espero que hayáis acabado de zurcir las medias —dijo ella.

—Ya hemos acabado con todo eso —contestó Taran sin alterarse desde su relajada posición en cuclillas. Rædwulf llegó desde el otro lado del campamento con el arco en la mano—. ¿Por qué estás sola?

—Percival os envía un cariñoso saludo —respondió Cnán—. Viene guiando a un pequeño ejército de mongoles directamente hacia vosotros y espera que eso no os resulte especialmente inoportuno.

Taran se puso de pie.

Rædwulf preguntó:

—¿A qué distancia está?

—Podríais tener tiempo de echar una buena meada —respondió Cnán.