3
EL FANTASMA DE LA RUS
Para ella era bueno no tener tiempo para acomodarse en la casa capitular; de otro modo el regreso al imperio del gran kan se le habría hecho insoportable.
Ahora iba a caballo porque era imposible desplazarse sigilosamente con un grupo tan grande. Finn, cuando decía alguna palabra, utilizaba una lengua gutural que ella casi no entendía, y su latín era muy rudimentario. De todos modos, parecía conocer el terreno mejor que ella, o quizá fuese que percibía las cosas con mayor agudeza. Así que ella y Finn iban delante como guías e indicaban a Haakon y Raphael cuándo era seguro avanzar; de esa manera mantuvieron buena marcha hasta el crepúsculo y durante la mitad del día siguiente. Después, el bosque se hizo tan cerrado que los caballos eran más un problema que otra cosa. Los dejaron a cargo de un leñador local a quien encontraron siguiendo el sonido de su hacha.
El leñador aseguró que nada sabía de los mongoles y que le importaban aún menos. Raphael dijo que sería cuestión de suerte que los caballos estuviesen todavía allí a su vuelta, pero eso era mejor que soltarlos sin más. Esa noche acamparon en un barranco y se arriesgaron a encender fuego, pues el humo y la luz desaparecerían en la omnipresente niebla.
Antes del mediodía siguiente llegaron a la vista de la ciudad de Czeszow y a Cnán le sirvió como punto de referencia para encontrar la choza donde Illarion había sobrevivido durante las últimas dos semanas. Raphael y Haakon los alcanzaron y Finn afirmó con una sonrisa y un gesto que la habilidad de Cnán como rastreadora era impresionante.
La choza se encontraba en el límite de una finca arrasada. Las casas y cabañas habían sido incendiadas, habían degollado y descuartizado el ganado allá donde estuviera, y también habían quemado los campos. Había montones de huesos y cadáveres en descomposición. Ninguno de ellos conservaba las dos orejas.
—Nobleza local —opinó Finn tapándose la nariz—. Muertos no resultan tan nobles.
Estaba claro que Haakon nunca había visto una devastación semejante. Su nuez se movía arriba y abajo y su cara tomó un enfermizo color verdoso. Sus ojos iban de un lado a otro como si buscase un lugar donde vomitar. Cnán se admiró de que los otros lo aguantaran sin quejas; era un hombre con muy poca experiencia de la vida.
—Acostumbraos a ello. Así hacen las cosas los mongoles —les dijo.
—Y los hombres en general —dijo Raphael—. En Jerusalén...
—Estos son peores —dijo Cnán.
Una ligera brisa que llegó de pronto desde el este arrastraba un hedor especialmente penetrante, tan fuerte que incluso Raphael tuvo arcadas y levantó su pañuelo. Ofreció perfume para sus pañuelos a los demás, pero Cnán, que no lo llevaba, observó que ninguno lo quería (ni siquiera Haakon, cuyo trapo de limpiarse la nariz era un monumento a la mugre).
—¿La ciudad? —dijo Finn en voz baja mirando hacia el oeste, como si eso pudiera ayudar.
Cnán asintió.
Entraron en la choza por la puerta medio arrancada. En la penumbra, un hombre tosió y la hoja de un cuchillo lanzó un destello apagado.
—¿Quién anda ahí? —preguntó una voz grave y áspera.
—Amigos, traídos hasta aquí por tu mensajera —dijo Finn.
—La otra chica —dijo el hombre con voz ronca. Su piel estaba brillante y resbaladiza por el sudor. Intentó levantarse, pero el esfuerzo fue en vano y le fallaron las piernas. Raphael fue junto a él... con cuidado. Tenía fiebre y podría lanzar golpes contra sus visiones.
—Es un alivio que estés entre los vivos —dijo Raphael—. Feronantus te felicita y te envía un saludo.
—Feronantus —dijo el hombre con otro atroz golpe de tos—. Maestro y monstruo, dónde estaba entonces; la ataron de manos y pies, lloró y murió... a un palmo de mi cara. A esta distancia, no más lejos. —Hizo girar la mano, oscura por la sangre seca. Raphael la cogió y le hizo bajarla. Luego sujetó la mandíbula de Illarion con suavidad y le hizo volver la cabeza.
—Déjame ver esa oreja —susurró.
—Ya no está —dijo Illarion con lengua de trapo. Se estremecía de dolor con cada movimiento de su mandíbula, pero las palabras parecían abrirse camino solas—. Estoy seguro de que ese bastardo se la llevó. Vamos todos al infierno, la encontramos, la remojamos en vino y volvemos a coserla en su sitio. Illarion, el de la oreja púrpura. Le cambiaré a ese lacayo mongol mi oreja por sus tripas. Aún tengo sus manchas en mis calzas.
Raphael sacó un ungüento y algunos medicamentos de su bolsa. Levantó la mirada cuando una sombra oscureció toda la habitación.
Una muchacha rubia y delgada con un vestido raído atado con una faja estaba de pie en el umbral. No se encogió ni gritó al ver a los corpulentos hombres. De su faja colgaba una bolsa de tela llena de hojas. De una comisura de su boca goteaba un jugo verde. Había estado masticando hojas hasta que llegó a la puerta (sin duda para hacer una cataplasma).
—Una muchacha valiente —comentó Raphael levantándose de donde estaba arrodillado—. ¿De dónde eres y quién te protege?
La chica permaneció en silencio con la mirada distante. Hizo un esfuerzo por enfocar a Illarion y sonrió. Fue una simple sonrisa, ninguna otra emoción apareció en su rostro.
Cnán estaba a punto de explicar la situación (que la chica había sido encargada de recoger hierbas y atender a Illarion por un pago en comida y jade) cuando otro, un chico mayor, de la edad de Haakon pero tan oscuro como ella, apareció en la puerta y apartó con suavidad a la muchacha. Entró en la choza con la daga en la mano, vio a Cnán y vaciló. Ella aprovechó para tomar la delantera.
—No queremos haceros daño —dijo en tocario.
El chico meditó sus palabras y luego señaló a los demás con un gesto de la barbilla.
—¿Se lo van a llevar ellos? —preguntó.
Ella asintió.
—Bien. Está loco y hace ruido por la noche. Aún hay saqueadores y profanadores de cadáveres por ahí fuera. Acabarán encontrándolo. Nos encontrarán a todos si nos quedamos.
—En ese caso, no deberías quedarte —dijo Cnán.
El chico se encogió de hombros.
—Dios protege —dijo—. Hasta ahora hemos sobrevivido.
La muchacha muda volvió a sonreír. A Cnán le dio un vuelco el corazón. Había visto demasiadas veces esa sonrisa en los campamentos de los mongoles, instalada en las caras de los dementes y los ya destrozados, aquellos a los que mantenían vivos únicamente para utilizarlos por lujuria. Hombres, mujeres y niños... Una sonrisa peor que cualquier mirada lasciva de un loco.
Si Cnán se hubiera sentido libre para expresar su opinión, lo habría hecho a gritos, para protestar por un plan que movía cielo y tierra para llevar a Illarion a un lugar seguro, pero dejaba a aquella chica en un lugar donde los mongoles podían volver a capturarla. Pero así eran las cosas, y se guardó su opinión.
Raphael cogió un paño limpio de su equipaje y vendó con él la cabeza de Illarion.
—La carne está gangrenándose —dijo—, pero los gusanos te la han limpiado. Y la chica ha masticado para ti una buena cataplasma de corteza de sauce. Eres un hombre con suerte.
—No —dijo Illarion. Cerró los ojos y cruzó los labios formando un aspa con los dedos—. Llevadme. Vaciadme. Quiero morir.
El chico tocó a la chica en un hombro, ambos dieron media vuelta y se marcharon. Cnán fue hasta la puerta para mirarlos. El chico corría alejándose de las tierras devastadas sin volver la vista, pero la chica se frenó, se inclinó hincando una rodilla en tierra como si saludase a un señor y dirigió una última mirada a la choza. Luego salió corriendo. Mirándolos desde la puerta, Cnán intentó no pensar en adonde iban a ir.
«Dios protege», pensó.
Era difícil trasladar a Illarion por terreno accidentado. Necesitarían casi tres días para el viaje de vuelta, según la estimación de Cnán, compartida por Raphael. Pero cuando recuperaron sus caballos (porque el leñador resultó ser un tipo honrado), mejoraron su ritmo. Illarion parecía estar mejor. Ahora hablaba poco, pero cuando lo hacía era más coherente.
Era un hombre alto, no especialmente corpulento, pero sí lo bastante fuerte, le pareció a Cnán, para blandir un tablón con la ayuda de un poco de entusiasmo. Su cabello rubio contrastaba con el bigote y la barba, más oscuros. Sus problemas actuales parecían tener su origen en la pérdida de la oreja, cuyo muñón había comenzado a supurar, y la inflamación de todo ese lado de su cabeza le dificultaba comer y hablar. Viendo que el dolor no era menor problema que la fiebre, Raphael le administró una dosis de una goma resinosa amarga y más infusiones de corteza de sauce. Eso alivió un poco al hombre y le permitió mantenerse sobre un caballo durante unas cuantas horas seguidas.
Esperaban avanzar deprisa hacia el oeste para volver a la casa capitular en el bosque cerrado, pero Cnán divisó columnas de refugiados que ahora viajaban por ese camino hostigados por guerreros mongoles e insistió en que se desviaran varias millas hacia el sur y luego volvieran a dirigirse hacia el oeste.
Eso los acercó demasiado al campamento de los mongoles. Raphael contó a Cnán y a Illarion que, Feronantus, Finn y él habían salido del bosque días antes para reconocer el territorio y habían visto desde el oeste aquellas mismas murallas de adobe, casi romanas por su estilo, que formaban un gran cuadrado.
—Ordu la levantó aquí durante el asedio —explicó Raphael—. Cuando apareció Onghwe, Ordu debió de negarle la autorización para acuartelar a sus hombres y por ello aquel plantó un campamento provisional en medio del campo de batalla; un lugar terrible. No podían verse. Cuando Ordu se marchó, Onghwe volvió para organizar a los recolectores y los recaudadores de impuestos, una tarea muy poco adecuada para un guerrero mongol.
Las murallas estaban vigiladas por soldados con cascos puntiagudos, y las posiciones avanzadas, por tropas a caballo. No podían ver las tiendas de los soldados por encima de las murallas, pero en el centro asomaba la enorme joroba de una tienda de fieltro naranja, verde y marrón.
Finn les hizo reparar en un campo que quedaba más allá de las murallas. Era una zona que habían despejado y en ella estaban construyendo lo que él pensaba que podría ser un castillo (troncos grises pelados formando un círculo, con pasarelas y gradas de tablones visibles a través del incompleto lado oeste).
—Eso no estaba aquí hace unos días —observó Raphael frunciendo el ceño.
—Los mongoles no edifican castillos —comentó Cnán.
Raphael asintió.
—Esto me recuerda uno de los grandes circos que construían los romanos para los gladiadores —dijo—. Ahí podría ser donde van a celebrar las competiciones.
En el extremo sur, una torre rectangular alta sostenía una amplia plataforma de observación que dominaba la arena. Bajo la plataforma, la torre era lisa hasta el suelo, cubierto de paja, y estaba desnuda salvo por una gran cortina de color púrpura rojizo que colgaba sobre su tercio inferior.
—Feronantus nos leyó la invitación —explicó Haakon—. Hablaba de un velo rojo a través del cual se invita a pasar a los vencedores.
Cnán volvió el cuello hacia atrás para mirar al joven. Su semblante se había iluminado con solo pensar en un combate limpio entre guerreros honorables. A pesar de todo lo que había visto en el viaje, seguía aferrado a la idea de la batalla como una cumbre que hay que escalar, con la gloria o una muerte rápida esperando en la cima. Sin duda estaban preparando a aquel joven para la muerte.
De todos modos, a ella no le daba pena. Él no era más que un instrumento, y los instrumentos tenían sus funciones. Cuando desaparecen, se buscan otros. Preocuparse por uno de ellos lleva a crear un vínculo, y no era así como se comportaban las unificadoras. Las emociones consumen la energía.
Illarion levantó la cabeza.
—¿Competiciones? —preguntó en voz baja y profunda. Ya no le sangraba la oreja, pero la mandíbula se había hinchado hasta adquirir proporciones grotescas, y la fiebre le había subido considerablemente—. ¿Te refieres a una competición de valor entre paladines para salvar los territorios del oeste?
—¡Sí! —dijo Haakon.
—Es de eso de lo que tengo que hablar con Feronantus —dijo Illarion.
Pero no pudieron sacarle más, ni siquiera el curioso Raphael, que extrajo más pasta de corteza y la introdujo en el carrillo inflamado del hombre para calmar el dolor.
Pasado el campamento, y en contra del buen criterio de Raphael y Cnán, se dirigieron hacia el noroeste. Ambos sabían que eso los llevaría más allá de las ruinas de Legnica, pero se estaba acabando el día y tenían que llegar al bosque antes del anochecer.
Al principio, sin visibilidad por la omnipresente neblina y la lluvia, la partida de rescate solo encontró más granjas quemadas y pilas de huesos descarnados por perros, cuervos y buitres (o quizá por campesinos hambrientos). Raphael comenzó a hablar de los hábitos de las poblaciones asediadas, pero el médico calló tras una mirada de Illarion.
Los restos del pueblo rodeaban una colina baja sobre la que habían erigido una rudimentaria fortificación de troncos con una parte de los muros de piedra y torres de madera cuadradas coronadas por amplios tejados. Los edificios interiores tenían muros de piedra con paredes altas de zarzo y barro. Los recintos de troncos habían sido derribados e incendiados, y los de piedra, demolidos; los edificios interiores aún estaban en ascuas, incluso bajo la llovizna. El pueblo que rodeaba el «castillo» también había estado protegido en algún momento por varias empalizadas, que habían sido rotas en muchos puntos; ahora sus restos se alzaban sobre la llanura como dentaduras melladas. Pocas estructuras más habían sobrevivido.
El bosque cerrado y el santuario estaban a pocas millas de las ruinas, pero había bandas de mongoles de Onghwe y de recolectores que recorrían las granjas y caseríos diseminados por los alrededores después de haber saqueado repetidamente el pueblo.
Las nubes fueron abriéndose, la lluvia amainó y finalmente cesó. Esta vez la partida de rescate se vio obligada a mezclarse en los caminos con otra gran corriente de personas abatidas e indigentes, que avanzaban dando tumbos con la mirada perdida en el infinito o clavada en el suelo, gimiendo o en silencio, como desechos humanos abandonados. Haakon permaneció cerca de Finn, dirigiéndole miradas sombrías; no tenía ninguna experiencia que lo hubiese preparado para semejante lugar. Por todas partes había esqueletos y cuerpos descompuestos de hombres, mujeres, niños, caballos. Ganado. El hedor era casi insoportable. En ese momento, los cuervos y buitres no eran muchos; los habían cazado, los habían derribado a palos y se los habían comido. Las ratas abundaban más y algunas eran desafiantes, gordas y tersas, y les brillaban los ojos cuando levantaban la cabeza y bajaban los hombros para husmear el paso de los jinetes.
Los saqueadores perseguían por diversión a los supervivientes desarmados, pero evitaban a los que ofrecían resistencia, porque los saqueadores eran los peores cobardes, valientes solo cuando se encontraban rodeados de muertos y moribundos. Al ver a un saqueador despojar de sus ropas a una mujer medio muerta, Finn fue hasta él cabalgando por el barro y la paja quemada y dio muerte al canalla con un solo tajo de su espada. Luego volvió su caballo y, con un grito y otro tajo, acabó con la mujer. Volvió al grupo lanzando maldiciones; las lágrimas le resbalaban por las mejillas.
Raphael estuvo a punto de amonestarlo por su insensatez, pero no lo hizo; se cogió la mandíbula, miró al infinito y le advirtió: —Lo peor está por venir.
Cnán conocía a aquellos saqueadores y a los de su clase suficientemente bien para reconocerlos incluso en una ciudad grande y activa. No siempre eran criminales furtivos o borrachos enloquecidos. Desde luego, en su corta vida Cnán había visto a borrachos levantarse para tomar parte en gloriosas batallas y a patriarcas de la ciudad convertirse en ladrones de cadáveres. La guerra no solo igualaba: también labraba el campo levantando el estiércol y enterrando los rastrojos.
La corriente de desgracia avanzaba penosamente hacia el oeste, abandonando tierras que no volverían a ser productivas durante generaciones, evitando los caminos y carreteras vigilados por los soldados mongoles.
Montados y armados, los miembros de la partida de rescate eran como reyes y príncipes comparados con aquella multitud, por lo que no sentían la necesidad de moverse a escondidas. Alguien podría estar suficientemente hambriento y desesperado para atacarlos, pero a Raphael le parecía mejor continuar la marcha con decisión cabalgando por el camino recto y luego, una vez llegados al bosque, ir directamente a la casa capitular.
La clase de movimiento preferido por Cnán era el que Raphael llamaba «furtivo», y la manera en que estaban viajando la ponía nerviosa. Sorprendentemente, Finn tampoco estaba contento; más bien estaba muy alterado por aquellos monstruosos estragos y por el interminable espectáculo de crueldad.
Cerca de los límites occidentales de la ciudad, aún se mantenía en pie un tramo de muralla perimetral de piedra, construida para resistir las invasiones que vinieran de poniente. Se colocaron al abrigo de la muralla y frenaron sus caballos, que rodearon nerviosamente un montón de huesos y cráneos en descomposición unidos por tendones y adornados con jirones de trapo. Ni siquiera en medio de esa carnicería era posible concebir que hubiese despojos tan patéticos. Eran demasiado pequeños... Cráneos aplastados de un solo golpe..., ataviados no con las vestimentas de los guerreros o los campesinos, sino con prendas ligeras como camisones.
Haakon tiró de las riendas de su caballo con la mirada trastornada y finalmente clavó sus ojos en Finn, luego en Raphael y luego en Cnán, que hizo una mueca.
—Si no puedes soportarlo, no mires —dijo ella.
Haakon, cuya nuez subía y bajaba sin cesar, miró hacia el velo de nubes grises. Lo mismo hizo Illarion tocando su hinchada mandíbula y la herida de su oreja, como para escuchar una música lejana.
Eran huesos de niños, desde bebés hasta adolescentes, y se extendían a lo largo de toda la muralla amontonados contra su base. Decenas de niños. Todo el futuro de una ciudad aplastado, roto, pudriéndose en el barro.
Cnán sabía lo que había ocurrido allí. Había oído relatos procedentes del Lejano Oriente, en los límites de sus territorios. Con el fuerte de la colina destruido y con brechas en las demás murallas, los ciudadanos habían llevado a los niños y adolescentes de Legnica hasta su última muralla, la más fuerte, durante los últimos días. Poco antes del final, cuando los mongoles llegaron desde atrás y los rodearon para torturar y matar a todos los que encontraban a su paso, los soldados y los últimos padres habían sacrificado a los más jóvenes para que no tuviesen que sufrir un final peor. Les habían machacado el cráneo con mazas o con los pomos de las espadas y luego los habían degollado limpiamente como a cochinillos, diez o veinte cada vez, y sus cuerpos habían sido lanzados desde la muralla.
Posiblemente la gente del pueblo había albergado la vana esperanza de despertar la piedad de los mongoles o de sus lacayos, pero eso era imposible, y Cnán lo sabía. El tigre sentiría piedad por la gacela y el lobo lloraría sobre su cordero antes de que un mongol se horrorizara al ver el cadáver de un niño.
De las profundidades de la garganta de Haakon emergían débiles ruidos. Seguramente el propio infierno no quedaría muy lejos bajo aquel pestilente osario, burbujeando hacia la incomprensible perversidad del mundo. Nadie en la partida de rescate quería entretenerse entre aquellos muertos. La venganza de sus jóvenes e informes fantasmas podría ser peor que la de cualquier mongol.
Se alejaron de la muralla y de los huesos tan rápido como pudieron (con el fango putrefacto salpicando sus caras y corazas desde los cascos de los caballos) para llegar al amparo del denso bosque antes del anochecer. Cnán se limpió de la mejilla un pegote de fango. Estaba teñido de rojo por la sangre.
La oscuridad acompañada por más niebla los fue envolviendo a medida que cruzaban la despejada pendiente. Los refugiados se habían encaminado hacia el sur, y el viejo campo de batalla parecía desierto, salvo por los huesos diseminados de los defensores de Legnica. Tenían el camino libre.
Cnán estaba a punto de soltar el aire de su pecho tenso cuando, justo frente a ella, la mano de Finn voló como un halcón preparado para descender sobre su presa. Había aprendido a respetar ese gesto; quería decir que sus oídos habían captado un indicio de algo tan débil que se arriesgaba a perderlo si susurraba. El grupo se detuvo para permitirle escuchar.
La mano de Finn descendió e hizo el gesto de saltar, que quería decir «caballos». Después juntó rápidamente la yema del pulgar con las de dos dedos: «pequeños». Oía ponis, muchos ponis.
Cnán desmontó. Su experiencia le dictaba no intentar huir de lo que se aproximaba. Haakon desenvainó su gran espada.
Las manos de Haakon les decían ahora con movimientos rápidos y círculos que los ponis no estaban concentrados, sino por todas partes. Cnán pudo por fin oír sus cascos, y después las voces apagadas de los hombres que habían estado cabalgando en silencio para rodear su grupo. Se puso en cuclillas, luego a gatas y tiró de su capa oscura para cubrirse por entero. Habían llamado la atención de una partida de exploradores. Quizá un centinela los había visto o algún saqueador los había delatado con la esperanza de robar algo de valor cuando los mongoles hubiesen terminado. Tal vez alguien había informado del ataque de Finn al saqueador.
Daba lo mismo. Para Cnán estaba claro: sus compañeros acabarían como erizos, llenos de flechas, pero ella se escondería entre sus cadáveres y luego se escabulliría hasta el bosque antes de que los centinelas pudieran atraparla.
Raphael hizo avanzar un poco a su montura y puso la mano en el antebrazo de Haakon. La espada desenvainada del muchacho, brillando como un témpano en la penumbra, lo convertiría en el primer blanco de los arqueros. Haakon bajó el arma con un gesto de asentimiento.
Una pequeña escuadra de mongoles tomó posiciones entre la partida de rescate y los árboles. Cnán estimaba que aún podía ser capaz de colarse sin que la viesen durante la confusión del combate, pero alguna parte inquieta de su alma le decía que permaneciera junto a sus camaradas.
—El segundo, con la coraza que parece de escamas de pescado —dijo en voz baja—. Es rico. Es el jefe.
—Entonces carguemos contra él —propuso Haakon.
—Y moriremos bajo una nube de flechas antes de recorrer la mitad del camino —replicó Raphael.
—Seguidme —ordenó de repente Illarion para sorpresa de todos, y espoleó a su caballo. Intranquilo por los cadáveres y por la tensión que transmitían las voces, el animal se asustó, pero después, tranquilizado por las palabras de su demacrado jinete, comenzó a moverse con paso lento—. Seguidme. En fila. Despacio como en un entierro. Vaetha, mueve tu caballo. Poneos todos las capuchas.
Siguieron las instrucciones de Illarion. El ruteno cabalgaba muy derecho, con paso lento, pesado y regular, con sus grandes ojos hundidos clavados en el infinito frente a él.
Solo un mongol con coraza cabalgó delante del grupo con una gran sonrisa, con su arco a rayas en una mano como una señal de paz o amistad. Sin duda era un jefe. Cnán contó sus adversarios. Quince arqueros montados.
Ahora los grupos estaban separados por menos de cien pasos.
El jefe mongol movió su poni y lo hizo colocarse atravesado en el camino del ruteno.
Illarion mantuvo su trayectoria; su caballo resoplaba y cabeceaba.
Cnán creyó entender la estrategia de Illarion: moviéndose de esa manera transmitía una impresión de determinación con la esperanza de retrasar un movimiento de pinza de los mongoles, lo que provocaría la dispersión de su pequeño grupo. Si el ruteno se volvía o avanzaba demasiado deprisa, los mongoles cargarían instintivamente y les darían caza como perros a una gacela.
El jefe hizo una seña moviendo su arco hacia la izquierda, luego hacia la derecha y finalmente hacia arriba. Retrocedió. La escuadra de mongoles por fin se dividió en dos y fueron aproximándose lentamente a sus flancos y retaguardia como un lazo o como el cordón que cierra una bolsa. Cincuenta pasos, treinta pasos... Lo suficientemente cerca para que sus primeras flechas no pudieran fallar, pero no tanto para que quedasen al alcance de la refulgente espada de Haakon.
El jefe hizo girar a su poni con destreza, como desafiándolos a perseguirlo y atraparlo, dándoles la espalda y sin dejar de sonreír. Cnán no entendía qué pensaba hacer Illarion cuando llegase al jefe. ¿Quizá lanzarse sobre él y morir para dar a los demás una oportunidad de escapar hasta el bosque?
Ahora Illarion y el jefe estaban a menos de cinco pasos. Con un amplio movimiento del brazo, Illarion se deshizo de la capa en que había ido envuelto durante los últimos dos días y la arrojó con fuerza a un lado. La capa voló varios pasos dando vueltas como un murciélago y cayó con precisión sobre el esqueleto descarnado y el casco cónico de un caballero polaco, un caballero que casi había conseguido llegar al bosque cuando tres flechas alcanzaron su espalda.
Todas las cabezas se volvieron; todos quedaron como fascinados por aquello. Los huesos lanzaron una serie de crujidos y la calavera se movió bajo el peso del manto como si cobrara vida de nuevo.
Illarion dirigió su caballo hacia la izquierda del jefe y giró la cabeza bruscamente, pero sin cambiar su expresión, para mostrar su lado derecho, hinchado y sin oreja. Su mirada no se encontró ni una vez con la del otro hombre.
Cnán, que ahora entendía la reacción del mongol, siguió observándolo; primero vio curiosidad; luego, un gesto crispado en su boca y su ceño, que revelaba alarma y confusión. Los rasgos del jefe perdieron su color y su boca se abrió como para gritar. Frenético, clavó los talones en los flancos de su poni, lo hizo girar y dirigió a sus camaradas un gañido propio de un perro. El poni piafó y se encabritó, pero no sabía hacia dónde ir.
Illarion siguió avanzando sin alterar su marcha. De la herida donde había estado su oreja goteaba sangre negra. Sus ojos hundidos conocían la muerte como si se tratase de una vieja camarada; no había ser viviente que pudiera detenerlo... o que deseara hacerlo.
Echado sobre el cuello de su poni, frenándolo con las riendas, el jefe le volvió la cabeza hacia la izquierda y le clavó los talones con más fuerza para dejar un hueco por el cual pasó Illarion sin detenerse y sin dar el menor indicio de haber advertido la presencia de los mongoles. El ruteno no necesitaba fingir para aparentar que venía de más allá de la humanidad, de más allá de la vida.
El jefe estaba boquiabierto y aterrorizado. Su poni se tambaleó y perdió pie en el fango. A la izquierda, a la derecha y detrás, los mongoles se volvieron y se retiraron entre quejidos y gritos.
Detrás de Illarion, Raphael se inclinó hacia un lado y se puso la mano sobre la oreja imitando al demacrado ruteno, pero con una amplia sonrisa malévola. Se volvió sobre la silla para dirigir una mirada perversa a los mongoles. Toda la escuadra, en desbandada, se perdió en la niebla.
La partida de rescate siguió su marcha manteniendo el paso. A una señal de Finn, Cnán volvió a montar. Pudo ver que los hombros de Haakon estaban encogidos e inclinados hacia delante, igual que los suyos.
Por fin llegaron a los árboles y los caballos se separaron para poder avanzar. El aire frío y limpio de la noche se arremolinaba y les traía más niebla y lluvia desde el oeste, y el agua goteaba de hojas y ramas con rítmico tamborileo como si quisiera limpiarlos de todo lo que habían visto.
—Tú hablas mongol, ¿verdad? —preguntó Haakon a Cnán cuando se hubieron adentrado cien pasos en el bosque.
—Tártaro, turco y algo de tungús —contestó ella.
—¿Qué dijo el jefe?
—Deberías saberlo —dijo Cnán—, aunque no hayas entendido ni una palabra.
Haakon frunció el ceño.
—Crees que soy un zoquete.
Cnán hizo una mueca y bajó la mirada.
Haakon se echó hacia atrás el pelo mojado.
—Dímelo —insistió—. De todos modos quiero oírlo.
Cnán se tocó la oreja derecha.
—«Somos espíritus impuros de los caídos —dijo— de regreso a los bosques occidentales de donde vinimos».
—Espectros —dijo Finn.
—Espectros —confirmó ella.
Una vez en el bosque, tras dos horas de seguir caminos cubiertos de hojas bajo la intermitente luz de la luna, llegaron al claro y al viejo monasterio. Para entonces ya se habían sacudido el desagradable y pegajoso miedo que los había inundado durante el viaje y habían comenzado a conversar sobre otras cosas que no fueran la muerte y cómo evitarla. Recibieron un cálido recibimiento de la Skjaldbræður, que durante su ausencia había aumentado y ahora contaba con cerca de veinte personas. Illarion, por supuesto, fue abrazado e incluso le dedicaron algunas lágrimas. Cnán ya lo esperaba, pero le sorprendió la hospitalidad que ahora le dedicaban a ella algunos de los caballeros, y además, con un estilo cortesano que le pareció ridículo. Feronantus le preguntó si podría considerar la posibilidad de honrar su campamento con su presencia durante algún tiempo y reclamó su atención hacia una tienda que habían plantado, un poco alejada de las demás, y preparada para ella. Al principio le pareció chocante y divertido, ya que no faltaban precisamente edificios en el complejo, aunque la mayoría no tenía tejado.
Pero, cuando levantó la cortina de la tienda y encontró un interior limpio y ordenado, con un suelo de hierba verde y un catre sobre el que había paja nueva, entendió mejor el gesto. Los edificios del viejo monasterio estaban decrépitos y ruinosos, invadidos por la carcoma y hediondos.
Se asomó por la cortina buscando instintivamente una vía de escape y vio la luz de la luna reflejada en el agua a un tiro de piedra; supo que no estaba lejos del viejo estanque con peces de los monjes; el único lugar por allí en el que podría conseguir algo parecido a un baño.
Aceptó la invitación de Feronantus. Los caballeros se retiraron a su casa capitular, desde donde oía llegar el sonido que hacían al destapar barriles y servir cerveza. Se desnudó y fue derecha hacia el estanque. Al acercarse se movió más deprisa porque una cantidad impresionante de bichos parecían estar posándose sobre su piel expuesta. Cuando llegó al borde estaba en el centro de una sonora nube de mosquitos y tábanos y tuvo que sumergirse en el agua, aunque solo fuera por salvar su vida. Pero mereció la pena sentir cómo la suciedad del camino desaparecía poco a poco, arrastrada por el agua, de su piel y su cabello. Nadó un poco, sacando la cabeza del agua lo justo para respirar aire y mosquitos y volviéndola a sumergir antes de que los bichos pudieran causar daños más serios.
El regreso a la tienda fue una frenética carrera a través de una masa casi tangible de excitados insectos. También participaron los murciélagos, que la hicieron gemir cuando chillaban demasiado cerca de ella. Incapaz en realidad de ver hacia dónde corría, se lanzó contra un grupo de caballeros que iban a la casa capitular. Para ella carecía de importancia que la vieran desnuda, pero algunos de los caballeros dieron un respingo y miraron en otra dirección, imaginando que ella debería de estar avergonzada. El más alto del grupo (Cnán lo reconoció de inmediato, era Percival) evaluó la situación, fue rápidamente a la entrada de su tienda, abrió la cortina y allí se quedó como si estuviera tallado en mármol, con la mirada discretamente desviada. Ella se lanzó por el hueco y Percival dejó caer la cortina.
Los caballeros, que ahora se sentían libres para expresarse, manifestaron algunas tibias quejas acerca de su falta de amabilidad al haber atraído a tantos insectos a su campamento.
—¡Por lo menos estoy limpia! —gritó ella desde el interior de su fortaleza—. Y eso es más de lo que se puede decir de vosotros.
Eso los dejó callados. No porque sus palabras hubieran dado en el clavo, supuso ella, sino porque no tenían la menor idea de a qué se refería.
Pasó un rato revolcándose por la hierba para eliminar de su piel el agua y los bichos. En realidad, no era el peor baño que se había dado. Luego se vistió con una túnica de lino y unos pantalones de ante por la rodilla que sacó de su bolsa (ropas que había estado reservando por la remota posibilidad de tener que vestirse de manera que pareciese otra cosa que una granuja escurridiza).
Alguna parte de ella se preguntaba qué impresión habría producido a los ojos de Percival. En general, no le había prestado atención alguna. Pero en su acto de abrirle la tienda había algo más que consideración. Había... ¿nobleza?, ¿fraternidad? Ese pensamiento la lanzó a una frenética maniobra de secado restregando su cabello corto y mojado.
Quería que Percival la viese con un aspecto un poco mejor que desnuda, mojada y cubierta de bichos. Pero otra parte de ella (que, curiosamente, hablaba con la voz de su madre) le recordaba lo peligroso que era sentir un deseo semejante. Las emociones conducen al cariño; el cariño conduce a...
Mientras se estaba vistiendo, el alegre parloteo de la sala capitular se apagó. Alguien protestó porque aún no estaba preparado (una voz demasiado ebria y amortiguada para reconocerla). Momentos más tarde oyó el aullido de un hombre y luego un grito largo y sonoro. Tardó en volver a escuchar el ruido de las conversaciones, pero el aroma de la carne cocinándose la atrajo igualmente hacia la sala. Cuando se acercaba a la puerta salió Raphael, sacando pecho y flexionando los dedos. Esos dedos tenían las yemas teñidas de verde. Había estado estrujando más hierbas.
Su postura denotaba satisfacción, trabajo bien hecho.
—¿Era Illarion quien gritaba? —preguntó ella.
—Sí. Lo que queda de su oreja está bien.
—¿Bien? Un lado de su cara es el doble de grande que el otro.
—En realidad, eso tenía muy poco que ver con la oreja —insistió él—. Gracias a las larvas y a esa pobre chica y su cataplasma. Por fin me he tomado la molestia de mirar el interior de su boca. Tenía un absceso en un molar.
Las palabras no le eran familiares.
—Un dolor de muelas —dijo Raphael. Levantó la vaina de una daga y sacó de un bolsillo un instrumento de metal con puntas largas, todavía manchadas de sangre—. La he extraído. Ese hombre tiene la mandíbula de un asno. Ya se siente mejor.
Ella lo miró con incredulidad. Él intentó, sin conseguirlo, evitar que su cara se abriera en una sonrisa.
—No he dicho que esté a gusto —puntualizó levantando las manos como en un gesto de rendición. Luego las utilizó para animarla a entrar—. Pasa, hay comida caliente, y mucha.
A Cnán le gustaba la compañía del sirio, pero en ese momento estaba contenta de que se marchase. Las tenazas le provocaron una sensación de inquietud muy diferente de lo que sentía ante espadas y dagas.
Entró en la sala capitular y tuvo una sensación tan poco familiar que tardó unos segundos en reconocerla: se sentía segura.
Ya sabía lo que era pertenecer a algo, a salvo del daño y rodeada por el valor de los afortunados, diestros y valientes caballeros de la Ordo Militum Vindicis Intactae.