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BELLEZA PELIGROSA

 

La música había inundado los terrenos del palacio, docenas de melodías se amalgamaban en un ruido que hacía pitar los oídos y martilleaba el pecho. Estaban allí el choque incesante de los címbalos y el penetrante tañido de las campanas, y sobre ellos la algarabía de pitidos y bramidos de flautas y trompas, y también el chirrido de los instrumentos de arco. Y también los cantantes, que daban voz a tantas canciones distintas que solo era posible distinguir fragmentos de versos: poemas épicos, cantos de alabanza a los cielos, las montañas y el kagan; breves canciones procaces cantadas con voz de borracho, y las graves y vibrantes piezas del canto difónico. Y debajo de todo ello, el regular golpeteo de los grandes tambores, como el latido de un corazón, como si todo el palacio se hubiera convertido en un cuerpo gigante y todos los participantes fueran la sangre que corría por sus venas.

Lian intentó abrirse camino entre los juerguistas que llenaban a rebosar la explanada del este y tuvo que sortear las copas de vino que le plantaban delante de la cara. Las hogueras ardían con tan inmisericorde fiereza que pudo orientarse sin problemas, asustada por las cabriolas y contorsiones de las llamas que, como dedos seductores, llamaban a los borrachos y desorientados a caer en su terrible abrazo. El aire estaba cargado del aroma de las especias, a la vez familiares y exóticas, y todas tan deliciosamente aromáticas que Lian no fue capaz de resistirse cuando una mujer exhibió delante de ella un cesto de mimbre lleno de panes de cebolla calientes. Lian puso unas monedas en su mano y recibió a cambio uno de los discos recién horneados. Mordió el pan con entusiasmo y saboreó el caliente dulzor de la cebolla asada.

Engulló el pan para saciar un hambre que se había negado a admitir y, una vez que lo hubo terminado, dirigió su atención hacia el siguiente objetivo. La celebración estaba siendo un espectáculo maravilloso que atraía a visitantes de todo el imperio y de más allá. Era una fiesta inacabable que podía prolongarse a lo largo de muchos días, y en algún momento durante aquella caótica juerga podría conseguir escapar.

Salir del palacio había resultado igual de sencillo que siempre. Todo cuanto tenía que hacer era caminar pegada a un grupo de concubinas o sirvientes o utilizar uno de los muchos pasajes laterales sin vigilancia, un truco que ya había usado en ocasiones en que quería disfrutar de un poco de soledad (una penosa ilusión de libertad). Escapar de verdad de la ciudad ya era algo mucho más difícil.

Había intentado escapar una vez, muy al comienzo de su cautiverio. Ingenuamente, pensó que sería fácil conseguir un sitio en una caravana y, cuando las carretas estuvieran ya fuera de la ciudad, desaparecer. Pero en su segundo día de viaje un arban de la torguud del kagan rodeó la caravana y ordenó su regreso. De nuevo a la jaula dorada de Karakórum.

Después de aquello, el maestro Chucai se mantuvo más alerta. Era una posesión valiosa en la que había invertido mucho tiempo y dinero para convertirla en un instrumento útil. El maestro no podía dedicarse a vigilarla (por supuesto, sus obligaciones con el kagan lo mantenían ocupado en otras cosas), pero podía mantenerse informado de sus actividades. Tenía que presentarse ante él cada mañana y cada noche y detallar la lista de sus clases y citas desde el último encuentro; sabía que algunos de los sirvientes eran sus espías en el palacio (se preocupó de descubrir a los sospechosos más probables) y todas las concubinas eran demasiado cotillas. En la rara ocasión en que la atacaron cuando se dirigía a una cita secreta, al correr a contárselo al maestro se encontró con que este ya estaba enterado.

Se suponía que ella, como todos dentro de las murallas de Karakórum, vivía con la permanente certeza de que Chucai sabía todo lo que sucedía en la corte. ¿Qué esperanza de escapar podía tener si no había forma de moverse por el palacio y sus jardines sin que lo supiera Chucai? Incluso en el caso de que consiguiera salir subrepticiamente de la ciudad, ¿cuánta ventaja llevaría cuando Chucai enviara en su busca a los mejores rastreadores del kagan?

La estepa no era suficiente escondite para ella. Necesitaba desaparecer por completo. No podía depender de una caravana o unos comerciantes para desaparecer de allí; tenía que conseguirlo ella sola, de una manera y en un momento tales que su desaparición se viera envuelta por una confusión suficiente para darle tiempo a llegar lejos.

La fiesta era su ocasión. Si pudiera aprovechar el caos y la confusión reinantes en la celebración para ocultar sus huellas, tal vez al maestro Chucai y a sus rastreadores les resultaría imposible averiguar por dónde había huido cuando por fin se dieran cuenta de que lo había hecho.

Una parte de ella quería salir caminando por la puerta principal del palacio. Sin llevarse nada. Simplemente irse. Pero sabía que no iba a ser así de fácil. Debía tener un plan. Debía tener claras las rutinas de los guardias y el ir y venir de las multitudes.

Lian se ciñó la fina capa al cuerpo y se abrió paso hacia la salida por la atestada explanada. En más de un momento deseó ser más alta. Apenas llegaba a ver los dragones dorados que remataban la falsa verja china que era su destino. Pero siendo más alta también habría llamado más la atención.

Por la puerta entraba una corriente incesante de gente que se empujaba y se quedaba atascada en su prisa por unirse a la fiesta en el palacio. Lian se quedó atrapada en la masa de gente en movimiento y fue llevada de un lado a otro como una hoja en un torrente de montaña. Su cuerpo era atacado por codos y hombros y se protegía lo mejor que podía. Algunos hombres aprovecharon la aglomeración para manosearla, y uno de ellos, grande, pálido y velludo bajo sus pieles negras (un ruteno, a juzgar por el sonido áspero de sus palabras), le dedicó un movimiento de sus pobladas cejas mientras apretaba su cuerpo contra el de ella por accidente. Lian volvió la cabeza para huir de la apestosa nube de su aliento y a la vez, como respuesta, disparó su rodilla hacia arriba y se apartó de él. El ruteno se dobló por la cintura con un bufido y luego la multitud lo engulló como si nunca hubiera existido.

La muchedumbre se arremolinó y quedó suficiente espacio vacío para permitirle ver la puerta con claridad. Le dio un vuelco el corazón; había tres guardias muy serios a cada lado, y los seis se dedicaban a observar con la concentración de un halcón el rostro de las personas que entraban y salían. Si se pusiera la capucha de la capa, solo conseguiría llamar su atención y que la recordaran mejor. Los ojos de Chucai estaban en todas partes. Se enteraría.

Uno de los guardias miró en su dirección y ella se dio media vuelta rápidamente mientras se estiraba el cuello de la capa, luchando con el deseo de ponerse la capucha. Su pulso le retumbaba en los oídos.

La idea de que la puerta principal no estuviera bien vigilada solo había sido una vana esperanza y no la había sorprendido ver a los guardias. Tuvo que silenciar esa parte de su ser que soñaba con una huida fácil. «Será difícil —pensó—. Tengo que ser decidida; si no, sería lo mismo que si se lo contara todo a Chucai. Y también podría renunciar».

Tenía que haber otros caminos. Para empezar, las murallas del palacio. No eran tan altas; Gansuj y la ladrona las habían escalado aquella noche de hacía varias semanas; quizá también ella pudiera. Dejó que la siguiente oleada de personas la llevase otra vez hacia el palacio y a la primera oportunidad se escabulló hacia un callejón que quedaba detrás de una casa de piedra pintada de blanco.

La celebración se amortiguó, la cacofonía de la multitud se redujo a un murmullo insistente y la brillante luz de las hogueras se apagó hasta convertirse en lenguas pálidas y parpadeantes que bailaban junto a los bordes del enlosado. Se apoyó en la pared de la casa en espera de que sus ojos se adaptasen a la oscuridad del sombrío callejón. Tenía tres veces su anchura, las piedras estaban llenas de polvo de arena y la pared de la casa era de piedra lisa, sin más detalles que las aberturas de las pequeñas ventanas. No había nada que pudiera servirle de ayuda para escalar la muralla, pero cuando se puso a explorar el callejón descubrió una pequeña carretilla apoyada contra la pared trasera de la casa siguiente. Si se subía en ella, podría alcanzar el final de la muralla del palacio.

Al pasar la esquina de la primera casa le sobresaltó la escandalosa carcajada de un hombre borracho. Se escondió en el callejón apretada contra el muro. Cuando su corazón dejó de saltar, se acercó a la esquina pegada a la pared y se asomó.

Allí, en el pequeño espacio entre las dos casas, había tres soldados en cuclillas jugando a las tabas en el suelo y bebiendo de botellas de barro. Sus rostros estaban curtidos y llenos de cicatrices.

Uno de ellos miró en su dirección y ella intentó volver a esconderse sin que la vieran, pero supo, aun antes de oírlo gritar a sus compañeros, que no lo había conseguido.

—No seas tímida —gritó uno de los hombres con una entonación amigable alimentada por el vino—. Ven aquí. —Sus palabras fueron seguidas por carcajadas de los otros.

Su instinto le dictaba que corriera, pero su razón, fría y pesimista, le decía que correr solo los animaría a perseguirla. Entendió en ese instante qué era lo que más gustaba de la caza a los hombres: la persecución. Querían que su presa huyera, que mostrara su energía, para poner a prueba su habilidad como cazadores. Su habilidad como borrachos.

Frunció los labios y recuperó el aliento.

En lugar de correr, se alisó el vestido, se apartó el pelo de la cara y salió de su escondite con audacia. Fue hacia los tres hombres con una decorosa sonrisa, pero asegurándose de cruzar su mirada con todos (las de ellos, vidriosas y algo perdidas).

—Bueno, una bonita muñeca china —dijo con una sonrisa de satisfacción el primero que la había visto, mostrando unos dientes amarillentos bajo la luz parpadeante.

—¿Qué estás haciendo aquí, chica? —preguntó otro—. ¿Hay algo en lo que podamos ayudarte?

—Solo estaba tomando un atajo para evitar la muchedumbre —respondió.

—¿Un atajo? ¿Adonde?

El primer soldado se acercó tambaleándose y Lian temió que fuera a agarrarse a su vestido.

—Eso no es de tu incumbencia. —Mantenía la barbilla alta, intentando aparentar nobleza y arrogancia.

—Tal vez no estés pensando en ningún lugar —especuló el tercer soldado, un hombre que tenía el aspecto y el olor de no haberse bañado en toda su vida—. A lo mejor deberías quedarte con nosotros; entretenerte un poco. Prueba suerte con los huesos. Y con mis huesos... —Movió los dedos sugestivamente y se rió con un horrible resoplido.

—Venga, bonita, quédate un rato. Te trataremos bien. Bébete un trago con nosotros. —El segundo soldado sostenía una de las botellas de barro marrón rojizo. Lian sintió una ligera arcada al imaginar qué clase de residuo animal fermentado debía de haber en su interior.

—No soy una prostituta barata —dijo, informándolos de lo evidente por si estaban demasiado borrachos para darse cuenta—. Pertenezco a una persona bastante ilustre, una persona a quien el kagan escucha. —Pronunció cada palabra con cuidado. Había una manera de liberarse de esa situación si conseguía hacer el movimiento adecuado. ¿No estaba siempre repitiéndole a Gansuj algo parecido? «Siempre hay una solución para cualquier problema». De todos modos, no quería invocar el nombre de Chucai; eso equivaldría a llamarlo.

—¿Crees que al kagan le gustaría saber que no estáis en vuestros puestos? ¿Que estáis jugando en este callejón? —Desde que empezó la instrucción de Gansuj se descubría pensando en la conversación como si fuera un combate. Eso daba a sus victorias retóricas un punto de emoción. Sacudió el bajo de su capa como dando a entender que su presencia estaba ensuciándola, algo que no quedaba muy lejos de la verdad.

—¿Quién dice que estemos de servicio? —El segundo soldado se levantó y el buen humor desapareció de su cara. Una cicatriz cruzaba su barbilla, y sin su sonrisa a pleno diente era aún más feo. Su cara, con esos ojos perdidos medio hundidos, parecía el rostro hinchado de un cadáver maltratado.

—Dudo de que siquiera sepas lo que es el servicio —le espetó.

Una respuesta arriesgada (demasiada ligereza en la lengua) que podría provocarlos, pero mostrar temor también provocaría una respuesta. «La mitad del combate consiste en hacer creer a tu enemigo que eres más fuerte de lo que en realidad eres», le había dicho Gansuj.

La expresión del de la cara marcada se endureció y su boca se abrió aún más.

—Una lengua afilada —dijo bajando la mano a la empuñadura del cuchillo que llevaba en la faja.

—Más afilada que tu cuchillo —replicó mientras se apartaba un paso con suavidad.

—¿Lo comprobamos? —respondió el hombre desenvainando medio cuchillo.

—¿Y luego qué? —le contestó—. ¿Me sacarás los ojos para que no pueda señalarte a la guardia imperial del kagan? ¿O simplemente me vas a cortar el cuello y a dejarme aquí para que me encuentren los perros vagabundos?

El hombre se quedó parado mientras las palabras se abrían paso a través de la niebla alcohólica de su cerebro. Su lengua asomaba entre sus labios como una pálida lombriz que asomase por una grieta en el suelo. Miró a sus compañeros, que ya no lo jaleaban con sus risas.

—Soy capaz de gritar muy alto —dijo Lian, y comenzó a inspirar exageradamente.

—Vete de aquí, zorra —dijo Caracortada volviendo a envainar el cuchillo con un golpe. Los otros dos la miraban muy mal y no estaban de buen humor, pero ya no parecían amenazadores.

—Muy bien. Entonces me retiraré. —Lian hizo una ligera reverencia para mantener su papel de compañera muy estimada de un importante funcionario—. Si vuelvo a pasar por aquí esta noche, espero no volver a encontraros. —Y se marchó con pasos muy cortos, pero firmes y rítmicos, fingiendo una determinación que no sentía.

—Mejor no vuelvas a pasar por aquí —gritó Caracortada a su espalda—. La próxima vez te saldrá caro. —Los tres hombres se rieron de algún gesto que había hecho Caracortada, pero Lian no se volvió para verlo. Se podía hacer una idea bastante aproximada.

«Déjalos reír —pensó mientras se alejaba—. Que crean que me han vencido. Y lo que es más importante: que no me recuerden».

El caos de la celebración podría permitirle escapar, pero también tenía sus riesgos. Una mujer sin acompañante podía resultar muy atractiva para los borrachos. En el tumulto de la fiesta no importaba que alguien la viera y después se lo contase a Chucai. Podían sucederle cosas mucho peores.

¿Cómo podría escabullirse de la ciudad sin que la vieran? Cualquier encuentro representaba un desastre en potencia. Tenía que idear una manera de desaparecer sin ser vista por nadie.

O estar en compañía de alguien capaz de protegerla. Alguien que, como ella, estuviera escapando. «Gansuj».

¿Podría convencerlo para que huyera con ella?