7
COMIENZA EL VIAJE
«Y los demás cabalgarán hacia el este, más allá de la tierra de las calaveras, hasta la tierra sagrada de los mongoles, y encontrarán al kagan. Y lo matarán».
Las palabras de Feronantus habían sido suficientemente claras, en latín bien construido y sin ambigüedades, pero en el largo silencio que llenó la sala después de que Feronantus hablara, Cnán llegó a dudar de haberlas oído bien. Esas palabras describían una evidente imposibilidad. Era una afirmación que solo podía haber escapado de los labios de un hombre trastornado. Y a pesar de ello, cuando observó los rostros de los miembros de la Skjaldbræður reunidos para el Kinyen, no apreció ninguna de las reacciones que le habrían parecido apropiadas. Sí un cierto asombro, desde luego. Pero nadie miraba a Feronantus como si estuviera enajenado.
«De verdad están pensando en ello». Estaba en una sala llena de dementes.
Cnán no estaba acostumbrada a quedarse callada. Como Feronantus y los demás habían ido advirtiendo desde su llegada a la casa capitular, decía las cosas como las pensaba. Pero, esa vez, algo en la enormidad de aquella locura la había dejado sin habla durante un rato.
—Muy bien —dijo el llamado Taran (el gran guerrero irlandés) como si Feronantus hubiera propuesto que bajasen a la taberna por una pinta de cerveza—. Pero ¿supones que deberíamos esperar varios días hasta que pueda llegar alguno del resto de nuestros hermanos? El hermano Andreas, por ejemplo. Su lanza sería una buena compañía en una salida a cazar kanes. Además, sabe cocinar y no ronca como el hermano Eleazar.
Eleazar era un español que acababa de llegar el día anterior. Tras esperar a que se apagaran las risas, dijo con gran dignidad: —Lo cual no te reportará una mejora, porque estaré contigo igualmente y roncaré tanto como me plazca.
—Seré yo quien decida quién debe o no debe unirse a la partida de caza —dijo Feronantus con amabilidad, y Eleazar respondió de inmediato con una reverencia con la que se sometía a su autoridad.
Cnán había recuperado por fin el habla.
—¿Lo llamáis partida de caza? ¿Como si fuerais a salir en busca de un conejo para el estofado de la noche?
Todas las cabezas se volvieron hacia ella. Muchos parecían sorprendidos de que hubiera encontrado algo irregular en la conversación.
—Estáis hablando del hombre más poderoso de la historia del mundo —dijo—. Comparado con él, Julio César fue un gobernador local con algunos logros de poca envergadura.
—Pero si colocamos dos pulgadas de acero en su interior, morirá —señaló Roger, rápido y mordaz. Estaba inspeccionando minuciosamente, aunque con aire distraído, una de sus dagas.
—Pero tu acero está aquí —dijo ella dando una palmada en la mesa—, y para colocarlo allí tendrás que hacer un viaje de dos mil leguas y matar a diez mil guardias escogidos.
—Los guardias escogidos siempre decepcionan —manifestó Raphael.
—Diez mil de ellos —dijo Roger—, significa diez mil ocasiones para la confusión.
—¡No lo entendéis! —insistió ella—. ¡No tenéis la menor idea de lo que estáis diciendo!
—No vinimos hasta aquí con esperanzas de sobrevivir —dijo Percival. No habló con presunción ni con desprecio, sino como alguien que explica un malentendido sin importancia a un anciano de la familia—. Morir en alguna empresa justa es preferible a morir para divertir a un kan disoluto.
—No se trata solo de un suicidio —aseguró Cnán—, sino de un suicidio inmediato e inútil. No llegaréis ni a diez millas. —De inmediato se dio cuenta del fallo de su afirmación.
Y también Illarion.
—Habéis hecho un viaje mucho más largo que eso para recogerme —le recordó—, y otro tanto para regresar. Puedo guiaros hasta el interior de la Rus.
—De lo que solía ser la Rus —gruñó Cnán—. Ahora pertenece a los dominios del gran kan. Cuatro quintas partes de los cuales quedan más allá del horizonte. ¿Cómo vais a encontrar el camino a través de esa extensión?
—Ese —dijo Feronantus con suavidad— es tu trabajo, Vaetha. O como te llames.
Eso la mantuvo en silencio el tiempo suficiente para que ellos continuasen planeando su expedición. Se mencionaron los nombres de varios caballeros que, como Andreas, aún no habían llegado, pero cuya presencia se agradecería.
Feronantus acabó con esa discusión con un gesto de la mano.
—No —dijo—, partiremos esta noche. Escogeremos a los que formarán el grupo entre los que estamos alrededor de esta mesa.
Se alzaron manos para plantear algunas amables objeciones, pero Feronantus se mantuvo firme.
—Si esperamos tres días a que llegue Andreas, él no estará aquí antes de cinco, y entonces mencionará a alguien que va a llegar cuatro días después y que será mejor aún. Perderemos el Vor.
Cnán no tenía ni idea de qué era el Vor, pero al parecer era un argumento de peso para todos. Alguna clase de término incomprensible de su oplomach, que era como llamaban a sus técnicas de combate.
En los pocos días que había pasado como invitada de la Ordo Militum Vindicis Intactae había aprendido todo lo que había podido sobre aquel tal Feronantus (menos, al parecer, lo más importante de todo: que no tenía la cabeza en su sitio).
Se había enterado de que había alcanzado un grado muy alto en la orden, lo cual quería decir que si se mantenía vivo y no cometía errores probablemente acabaría presidiendo el mismísimo Petraathen algún día. Como preparación para tal honor lo habían enviado a dirigir Týrshammar, el templo, fortaleza y monasterio que habían mantenido en el mar del Norte durante los últimos novecientos años, más o menos (una rama del más antiguo lugar de Petraathen y, por tradición, un lugar donde se preparaba a los futuros dirigentes de la orden).
Fuera por accidente o ex profeso, los mongoles habían flanqueado Petraathen por el norte y el sur. El grupo del sur, a cargo de Batu Kan, había invadido Hungría y había derrotado a la mayoría de los ejércitos de la cristiandad en un lugar llamado Mohi. El grupo del norte, a cargo de Onghwe, había llegado hasta ahí y había derrotado al resto. Entre los estudiosos de los kanes se creía que Batu era el más importante y que el brazo sur del avance era, por lo tanto, el real, y que los esfuerzos de Onghwe eran más una diversión que otra cosa. En consecuencia, la mayoría de los miembros de la Ordo Militum Vindicis Intactae que estaban en Petraathen habían ido hacia el sur, a Hungría, y los que habían sobrevivido a la batalla del río Sajó aún estaban allí. Cuando Onghwe envió su desafío a participar en el circo de espadas, la responsabilidad recayó por lo tanto sobre Feronantus, que salió de Týrshammar con Taran y Rædwulf y algunos más que estaban en la isla en ese momento.
—Iré hacia el este y no espero volver —dijo Feronantus—. El camino será largo. Tendremos que viajar ligeros de equipaje. Eso quiere decir que tendremos que alimentarnos cazando por el camino. Espero que Finn venga para compensar nuestras deficiencias como rastreadores.
Se lo tradujeron a Finn, que asintió con una gran sonrisa y dijo algo que fue traducido al latín como: —Sí, siempre que compenséis las mías como guerrero.
—Rædwulf complementa a Finn en la caza, y necesitaremos la potencia de su arco para atravesar las corazas de los mongoles desde lejos —siguió Feronantus.
Cnán se sonrojó a su pesar al recordar cómo los dos habían seguido su rastro por el bosque. Sí, entre Finn y Rædwulf no habría ciervo desde allí hasta Mongolia que pudiera estar tranquilo.
—Illarion Illarionovich ya nos ha hecho el honor de ofrecerse como voluntario —dijo Feronantus intercambiando una inclinación de cabeza con el ruteno—. Aunque tenemos poca esperanza de superar como jinetes a las hordas mongolas, necesitaremos al mejor jinete a nuestra disposición: Eleazar, el Matamoros.
El español parecía complacido. Istvan, el jinete húngaro, no tanto.
—Aunque mucho me gustaría creer que podremos completar el viaje sin enfermedades ni heridas, serán necesarios los servicios de un médico, y por ello reclamo la presencia de Raphael, que también podrá ayudarnos con la lengua de los sarracenos.
»Percival ya ha hablado de una manera que me indica hacia dónde lo guía su corazón, y por lo tanto lo convoco para esta misión. No me atrevería a separarlo de Roger, y por lo tanto Roger entrará en la lista, si es capaz de soportar nuestra compañía.
—Y si vosotros podéis soportar la mía —dijo Roger.
—Aunque, igual que Finn, no es miembro de nuestra orden, sino solo un respetado visitante de nuestro campamento, Yasper, con su conocimiento de los asuntos alquímicos, también puede sernos útil, y por ello lo invito a unirse a nosotros.
—¡Creí que nunca ibais a llegar a esto! —dijo Yasper. Aunque la verdad era que a Cnán le parecía más nervioso que cualquiera de los demás, lo cual solo la ponía de su parte, pues eso indicaba que era el menos loco de todos ellos.
—La verdad es que Taran debería quedarse aquí para ser el oplo de los jóvenes que tendrán que luchar en lugar de los que partan hacia el este. Pero de nada servirá con el corazón roto, y como dejarlo aquí le rompería el corazón, lo convoco para la misión. El hermano Rutger está más que preparado para ocupar su puesto aquí.
La variedad e intensidad de las emociones que habían pasado por el rostro de Taran durante el breve parlamento casi habían asustado a Cnán, pero él acabó sonrojado y a punto de llorar, asintiendo enérgicamente con la cabeza.
—Sí —murmuró—, Rutger hará un trabajo sobresaliente.
—Tenemos diez —dijo Feronantus—. Espero y ruego por que una que se hace llamar Vaetha sea la número doce. Lo cual implica que nos falta el undécimo. Cualquier hombre entre los presentes sería adecuado. Pero no soy ajeno a la mirada de decepción, o quizá sería mejor decir de indignación, de Istvan, que yo creo que se considera tan buen jinete como Eleazar. Tal vez lo sea. Pero de lo que no hay duda es de que conoce las costumbres de los mongoles mejor que cualquier hombre del extremo oeste, y por lo tanto le ofrezco unirse a nuestra misión y compartir nuestro destino.
—Aceptado —exclamó Istvan incluso antes de que terminase la frase. Había estado balanceándose atrás y adelante sobre su silla como si fuera un caballo y en ese momento cabalgase sobre él hacia la batalla.
Todas las cabezas se volvieron otra vez hacia Cnán.
No había manera de encontrarle el sentido a todo aquello. Cabalgarían sin descanso y vivirían como animales salvajes durante nada menos que medio año para acabar muriendo cubiertos de flechas en una desierta estepa mongola. Pero ella reconocía al destino cuando lo veía, o más bien cuando él cerraba su mano alrededor de su garganta.
—Mi nombre es Cnán —dijo—, y como esa parece ser mi condena, en cuanto acabéis con todas vuestras palabras grandilocuentes y vuestros gestos pomposos, yo me levantaré de esta silla, daré la espalda al sol poniente, cuya calidez y belleza han sido mi único consuelo durante muchos meses de esfuerzo, y saldré volando hacia el sagrado umbral de la tienda del gran kan mientras quede algo de aliento en mis pulmones. Si vosotros once elegís seguirme, encontraréis que vuestro camino es más corto y más seguro, y yo incluso puedo llegar a alegrarme de vuestra compañía de vez en cuando. —No pudo evitar que sus ojos se desviaran hacia los de Percival al pronunciar la última frase. Él, por fin, le prestaba atención.
Una hora más tarde estaban en el camino.
Feronantus volvió la vista hacia el claro con una expresión que Cnán no fue capaz de interpretar. Ella se mantuvo cerca del jefe de aquel grupo de dementes, con la esperanza de desentrañar sus motivos antes de que los condujese a todos a la muerte.
El claro, el viejo monasterio convertido en casa capitular (las tablas de madera medio podrida colocadas para formar mesas y bancos, la enseña de la orden que ahora ondeaba en un mástil fijado al borde accesible del tejado hundido), el cementerio con sus silenciosos muertos. Ahí se había convertido ella en miembro del grupo; ahí la habían admitido como a una igual (en su mayor parte). Había guiado a varios de ellos por las tierras muertas para encontrar a Illarion, incluido el sabio Raphael, con su semblante semita, y el joven Haakon, con su difícil búsqueda de cualquier manifestación de hombría que pudiera aportar; los había visto encajar el horror de Legnica y poner en fuga a los mongoles con un ingenioso truco que, de haber sido planeado, sin duda habría fracasado estrepitosamente.
Ahí observó al hermoso Percival, y deseó algo más, alguna otra cosa; intentando, como el patoso Haakon, encontrar la manera de llegar a un inalcanzable abrazo. Una compañía que nunca podría tener.
Había escuchado la historia de Illarion. Había asistido al entrenamiento de los caballeros y luego había visto a Feronantus trazar un plan condenado al fracaso. Un plan seguro para llevar a todos a la muerte. Y aun así, añoraría ese lugar. ¿Y Feronantus?
—¿Lamentas marcharte? —le preguntó.
Él lo negó con la cabeza y sonrió.
—Te gustaría conocer mis pensamientos.
—Envías a los jóvenes a la muerte —dijo Cnán—. Una maniobra de diversión para un viaje insensato. Me gustaría estar segura de que no estás loco.
—Ese bosque es un lugar salvaje que se siente más feliz sin nosotros. La casa capitular quedará en silencio. Los muertos dormirán mejor, sus huesos no volverán a temblar por la presencia de guerreros. Volverán los ciervos y no los cazará gente como nosotros. El aire no resonará con el acero ni devolverá un eco con las voces agudas de los cachorros ni con las roncas de los viejos cazadores, todos ellos ávidos de sobras y de caza. Soplará el viento, los árboles susurrarán y ahora nosotros partimos para aliviar la carga de otros. Pero nosotros somos tu carga, Cnán.
Ella no consiguió entender todo lo que decía, pero igualmente la impresionó.
—¿Y eso por qué? —preguntó.
—Eres una unificadora. Tú conectas a los que buscan, ¿verdad?
Ella hizo una mueca.
—Tus discursos pueden contagiar a los otros, pero no es tan fácil influirme.
—Locura, desesperación, visiones —dijo Feronantus—. Definen nuestras vidas y nuestros tiempos. ¿No dirías que eso es cierto, joven hoja?
—¿Qué quieres decir con «hoja»?
—La tuya no ha sido una vida fácil —respondió Feronantus—. Tú viajas como una hoja. Una hoja que creció sin un árbol.
El claro estaba ahora a sus espaldas, oculto por los árboles, y los caballos se tomaban con paciencia los largos y tortuosos senderos. Ella palmeó el cuello de su montura, agradecida por una vez de ir a caballo, porque eso la situaba casi cara a cara con Feronantus. Lo miró fijamente intentando entender qué quería decir.
—Nunca conociste a tu padre —continuó el caballero con la mirada enfocada más allá de Cnán, como dando a entender que ya sabía que eso era así.
—Tampoco lo conoció mi madre —puntualizó ella abruptamente.
—Eso es una sorpresa —dijo él después de un momento. El caballo de Cnán relinchó a algo que había en el camino. Ella le palmeó el cuello otra vez. Su pelaje estaba limpio, recién cepillado. El caballo estaba razonablemente alegre después de días de pastar; tenía la panza llena, así que estaba contento y limpio y no se preocupaba por ella, su carga.
—Ahora van a nacer muchos que no conocerán a sus padres —dijo ella en tono bajo—. La chica de las afueras de Legnica... la que atendía a Illarion y le llevaba pasta de sauce.
—Haakon dijo que querías que nos la lleváramos o quedarte para defenderla. Estaba impresionado por tu compasión.
—¿Se sorprenden los caballeros ante el deseo de salvar a doncellas?
Feronantus frunció el ceño.
—Si los deseos fueran ejércitos... —murmuró—. Somos pocos. La lanza que vuela no puede socorrer a los polluelos que caen.
Cnán aún no se había enfriado. La cuestión estaba abierta. No iba a dejar escapar a ese hombre sin más cuando era él quien lo había sacado a colación.
—Si sobrevive a todos los hombres que se aprovechen de ella, dará a luz niños que no conocerán a sus padres. Vivirán en aldeas destrozadas donde esos bastardos de la guerra son evitados y golpeados e incluso acuchillados por bandas de jóvenes matones (esos que claman por la pureza de sangre), porque los ojos de los bastardos serán rasgados, su nariz estará aplastada sobre su cara y su piel será más oscura. Si a ella le queda la suficiente cordura para querer a un niño, no será capaz de protegerlo, porque el niño le recordará en todo a su enemigo, aunque sea su madre.
—Mmm... —Estaba claro que el viejo caballero encontraba molesta esa conversación—. Te gustó la casa capitular —dijo Feronantus después de un rato.
El caballo de Cnán volvió a relinchar, aunque el camino estaba despejado, y ella le palmeó otra vez el cuello con un poco más de fuerza, lo que al parecer le gustó.
—Disfruté de tener un respiro —dijo ella—. Mi madre me quería. Ella también era una hoja. Cuando podíamos encontrar un lugar a resguardo del viento, ella hacía un hogar para mí (en viejas casas y pueblos, en lugares de fantasmas e historias de muerte). Barría de los suelos los huesos, remendaba viejas paredes y arreglaba viejos muebles. Nunca me trasladó la culpa de mi padre; al contrario, me decía que las tierras salvajes y la guerra nos hacían más fuertes, que la mezcla de su sangre con la semilla de mi padre viviría en mí durante toda mi vida, el mal enfrentándose a su amor y... la tradición de las unificadoras. La tradición, decía, me protegerá contra cualquier fantasma que me siga en mis viajes. Porque los pecados de todos los padres, las muertes y las monstruosidades, crean fantasmas que persiguen a los niños. —Escupió—. No hay justicia. Tu dios cristiano mira a todos desde arriba y ve hasta el último gorrión, pero le dan igual los niños. Es un dios de los pájaros.
Feronantus soltó una risita ante la blasfemia.
—Los pájaros son más agradables.
—Solo si no los conoces —dijo Cnán—. Todos se enfrentan entre ellos y pelean por el grano y los bichos. Todos los pájaros son unos malnacidos. Pero son más bonitos. —Miró hacia arriba a través de los árboles, donde, curiosamente, no había pájaros ni se los oía—. Y alzan el vuelo muy deprisa. Todos desearemos haber nacido pájaros antes de que este viaje llegue a su fin.
—Entonces, ¿ahora te entiendo y me entiendes?
Ella sonrió con suficiencia.
—No había pronunciado tantas palabras en años. Tú aún no has dicho algo que merezca la pena.
—Esa chica no es como tu madre. Ni como tú.
—Ella nació cómoda y protegida. Quizá era la hija de un noble, venida al mundo entre sedas, pieles y palabras amables, y con un fuego siempre encendido para alejar el frío, y gachas y tubérculos y pan y caza para mantener alejada el hambre. Su padre podría haberla querido. Su padre está muerto. Su madre está muerta. Pero no hay espectros que la persigan.
Feronantus parecía desconcertado.
—¿Por qué?
Cnán sacudió la cabeza. Sin querer, lo había arrastrado a la tierra del chismorreo. No tenía intención de revelar más historias secretas de sus hermanas de sangre.
—Bueno, comenzamos con belleza y verdor y hemos acabado en el páramo helado —dijo Feronantus—. Me has dicho tu nombre. Es para mí un honor saberlo, como también lo es conocerte. Espero que hablemos más de esto.
—Yo soy una hoja —dijo ella—. Tú eres una espada.
—Cierto —confirmó Feronantus—. Pero no somos tan diferentes a pesar de todo.
A ella le salieron las palabras sin pensarlas y lo lamentó de inmediato.
—Vaya, ¿también tú eres un bastardo de la guerra?
El semblante de Feronantus se ensombreció, pero solo por un instante, y cuando miró a Cnán, por su mirada pasó un destello de recelo; luego volvió a sonreír. Era esa irritante sonrisa paternalista que tanto la fascinaba, aunque le hacía apretar los puños.
Entonces él miró a un lado, frenó su caballo y dejaron de cabalgar codo con codo.
Cnán siempre acababa produciendo ese efecto en quienes no eran sus hermanas de sangre, y también lo había hecho su madre, la hiriente lengua de la verdad. El valor de las unificadoras radicaba en los servicios y la información que ofrecían. Si no fuera por eso, nadie las soportaría.
—Tu caballo relincha porque le gusta tu estilo —dijo Feronantus—. Está empezando a fiarse de ti. Los caballos son así de cándidos. De todo el salvajismo de la guerra, lo que más lamento es la frustración y la agonía de los caballos.
—¿Más que las de los hombres? —preguntó Cnán por encima del hombro.
—Los hombres, al menos los caballeros y los demás que montan a caballo, tienen alguna esperanza de sacar provecho de la guerra. Los caballos llevan cargas y, si tienen suerte, les dan de comer, pero por lo general padecen y mueren.
—Los llevaremos más al norte, lejos de las rutas principales de los mongoles —dijo Cnán con un estremecimiento—. ¿Rezarás por el grupo que enviaste al circo?
—Lo haré.
—¿A un dios cristiano?
—Sí. A él.
—¿Y también a otros?
Feronantus frenó un poco más y animó a Cnán a encabezar la marcha. Luego dio media vuelta para conversar con Istvan, y ella ya no pudo oírlos. Cnán se adelantó al galope durante un rato; se dijo a sí misma que era para estar segura de que aquel camino era el mismo por el que había ido días atrás, pero también era para estar sola. Y pensar.
Su estado de ánimo meditabundo no cambió mientras transcurría la puesta de sol como un incendio. El cielo se llenó de las pobladas colas de llameantes animales. Poco a poco los fuegos se fueron extinguiendo, se extendió la penumbra y se hizo de noche. Las estrellas seguían ahí, firmes y distantes contra fantasmales retazos de nubes.
Todo en esa tierra se estaba convirtiendo en mantillo. La consecuencia de la devastación era la aparición de un nuevo jardín. Pronto se desvanecería el rancio hedor de Legnica. Soplarían los vientos, caerían gruesos mantos de nieve, la tierra sería acallada con suavidad... y luego vendría la primavera, los muertos se desintegrarían y serían polvo, brotarían las flores. Los recaudadores de impuestos designados por los mongoles, probablemente supervivientes de antiguas familias nobles (las ovejas negras que nunca caían bien en los buenos tiempos), contratarían matones como acompañantes y plantarían sus mesas cuando los campesinos recogieran la nueva cosecha, los leñadores bajarían leña de los bosques para la reconstrucción y los hornos de alfarero serían reconstruidos con los viejos ladrillos derribados.
Ella pertenecía a una clase de hojas que volaban a través del territorio hasta que también ellas encontraban el anonimato del mantillo, pero siempre en tierras agrestes, nunca en jardines o campos de cultivo... Nunca como ayuda para el crecimiento de macizos de flores.
Se mantuvieron apartados de los caminos conocidos, y después de varios días se internaron en un denso bosque de grandes robles, robles suficientemente viejos para hacer renacer un profundo sentimiento de reverencia en Cnán y para mantener a los caballeros más callados de lo acostumbrado. Cnán recordó que aquellos árboles habían sido consagrados al dios eslavo de la guerra, Perún, ahora ahuyentado (o apaciguado) por el griego, Cristo. Los altos arcos de ramas verdes reducían la poca luz solar que conseguía atravesar las espesas nubes en movimiento hacia el este a unos pocos rayos plateados, y, cuando comenzaron las lluvias del verano, el continuo gotear desde las hojas dejó el suelo empantanado, y a los caballos, tristes.
Cnán observaba a los viajeros, cuando cabalgaban y cuando plantaban sus austeros campamentos en el bosque o en un campo. Estudió las relaciones entre los caballeros y su jefe, Feronantus, y observó de cerca a cada miembro del grupo, como le había enseñado su madre.
—Estudiamos a todos los hombres como lo haríamos con las bestias. Así los conocemos mejor y ellos no llegan a saber nada de nosotras —le dijo su madre—. Ninguno ha conocido a nuestra gente ni la conocerá jamás.
Los once viajeros le prestaban poca atención. Ahora parecían verla como a una molesta hermana pequeña o quizá como a un perro, si es que llegaban a pensar en ella. A ella le gustaba que la ignorasen, incluso Percival, que en cualquier caso nunca se había mostrado muy interesado.
Mientras cabalgaban entre los grandes robles, a una voz de Feronantus el grupo se desplegó treinta o cuarenta pasos y adoptó la forma aproximada de una W, de manera que cualquier enemigo con que se tropezaran pudiera ser rodeado simplemente con un movimiento de una de las alas.
A menudo, Cnán se separaba del grupo para reconocer, en busca de partidas de guerreros o de alguno de los restos perdidos, enloquecidos y violentos de los ejércitos desbandados, lo que pudiera haber desperdigado por aquella extensa y plana parcela del imperio del gran kan. También buscaba señales y marcas en clave dejadas por otros viajeros, especialmente por unificadoras. La primera vez, la habían guiado desde el este cuerdas anudadas y un conjunto de marcas. Cuando no lo hacían con nudos en cuerdas, las unificadoras dejaban mensajes enroscando ramas de arbolillos alrededor de otras más gruesas, haciendo marcas en la base de árboles grandes o atándoles tiras de tela hábilmente rasgadas y teñidas de marrón en lodazales. A veces, cuando se encontraba el esqueleto de un animal (o humano), era posible dejar mensajes en el aparente desorden de las costillas roídas. Marcas más grandes hechas en la tierra o con piedras solo podían ser distinguidas desde las copas de los árboles; y había otras que solo eran visibles en invierno.
Los viajeros de otras sociedades dejaban sus propias marcas en la vasta tierra. A lo largo de sus recorridos hacia el este y el oeste, viajando de niña con su madre y con otras unificadoras o sola, había advertido la presencia de largas hileras de círculos muy próximos marcados limpiando el suelo de hojas y hierba con un bastón. Las unificadoras no las entendían, y las líneas no podían durar más que unas pocas estaciones, pero siempre estaban ahí, como si se renovaran por arte de magia.
Entre todos, los viajeros de las diversas sociedades iban dejando sus itinerarios y sus mapas, donde aún nadie había abierto carreteras. Algunas de esas marcas habían sido mantenidas durante miles de años, no solo por gremios y sociedades de viajeros, sino también por recolectores y cazadores, en cierto modo aliados, pero que raramente se encontraban en persona.
El caballero que mejor entendía los lenguajes secretos de las piedras y los círculos era Istvan, el del semblante arisco y el enorme bigote. Cnán se encargó varias veces de observarlo cuando él también se alejaba del grupo en incursiones privadas, a pesar de la preocupación de Feronantus. Se mantenía a buena distancia y con cuidado de no ser vista, pero una vez encontró la manera de esconderse junto a un camino que suponía que iba a tomar el otro.
Istvan estaba sombrío; su expresión habitual era una mueca de concentración, o una mueca, sin más. Como muchos que habían sobrevivido al avance de la horda mongola, había visto demasiadas cosas que no podía borrar de su memoria.
En el décimo día de viaje, Istvan le preocupó aún más por dos motivos. Estaba claro que el caballero de Mohi acogido estaba menos interesado en viajar hacia el este con rapidez que en los antiguos campamentos, las viejas cabañas, las granjas abandonadas y las pocas aldeas que aún era posible encontrar escondidas en lo más profundo de los bosques. Varias veces se detuvo en aquellas rústicas y pobres comunidades y, sin temor a mostrar su verdadera identidad y su carácter, se había dedicado a hacer preguntas sobre los mongoles. Parecía entender muchos de los dialectos de la zona, ocasionalmente teutón y con más frecuencia variantes del ruteno, y a veces, en el interior de los bosques y en las montañas, una lengua muy semejante a su magiar nativo.
Istvan también parecía tener algo más que un conocimiento casual de los caminos que seguían los bienes, los esclavos y el dinero en los territorios conquistados; y sabía de los mongoles y sus aliados orientales mucho más que lo que había dejado ver en el campamento, donde solía mantenerse en silencio.
Cnán empezaba a darse cuenta de que el interés que Istvan mostraba por las viejas granjas no era solo una cuestión de táctica militar. Con frecuencia se detenía y desmontaba en pastizales abandonados ahogados por la hiedra y las enredaderas para apartar la vegetación y hundir los dedos en la tierra que había debajo.
Otra búsqueda de Istvan (y esta fascinaba a Cnán) era la de setas. A veces recogía las setas pequeñas que crecían en esos terrenos y las dejaba caer una a una, como si fueran monedas de oro, en una bolsa de tejido de lino muy suelto. Cnán llegó al convencimiento de que Istvan, en contraste con Raphael, que buscaba y conservaba muchas plantas medicinales, estaba siguiendo los casi invisibles petroglifos y grupos de árboles de los antiguos: adoradores de la diosa, órficos, profetas de la Tierra y del cielo (signos de los que Cnán, a decir verdad, sabía muy poco). No había visto actividad alguna de esa clase en toda su vida.
Pero las unificadoras sí sabían algo de las setas utilizadas por aquellos buscadores del éxtasis. En ocasiones, guías expertos las recogían en sus viajes y las entregaban a los templos y sacerdotes de toda la gran Asia, pero ella no estaba familiarizada con su uso en aquellos territorios y se preguntaba cómo y por qué Istvan había adquirido ese conocimiento.
Él evitaba las amanitas rojas y blancas, y no era para menos. Su uso a menudo acababa con la muerte. Los pequeños psilocibos y los botoncillos y algunas otras setas eran mucho más interesantes y complejos, o eso había oído Cnán.
Al decimoquinto día lo vio salir de un claro húmedo y cubierto de hierba. Se detuvo, abrió su bolsa e introdujo en su boca un botoncillo recién recogido con un gesto de poco agrado. Volvió a montar en su paciente caballo y se quedó sentado durante un rato, sin moverse, pero mirando a izquierda y derecha, arriba y abajo, y luego tomó las riendas y clavó los talones en los ijares del animal. En su camino de regreso al grupo principal no hubo vacilaciones, pero se mantuvo inusualmente callado esa noche en el campamento y estuvo despierto y mirando las hojas mojadas mientras los demás dormían.
El rictus de su rostro desapareció, su bigote descendió hasta casi tocarle el pecho y parecía haber alcanzado un estado de notable paz interior.
Los botoncillos y los psilocibos llevaban consigo viejos demonios poco fiables. No eran aptos para los no iniciados y en ningún caso para quienes sufrían tanto como Istvan. A veces los demonios de las setas se hacían amigos de los demonios interiores de la gente y los apaciguaban, pero Cnán sospechaba que no era ese su motivo principal para recolectarlos.
En el Extremo Oriente, a veces los guerreros mascaban botoncillos para entrar en combate en un estado de furia asesina impasible y obstinada. Algunos lo llamaban «ponerse la piel del oso». Feronantus los habría llamado berserkers.
El decimotercer día, en una noche de luna llena y cielo estrellado, Cnán tropezó con una muestra del trabajo de Istvan. Se había alejado nueve verstas hacia el norte con la intención de volver al grupo esa noche. El bosque y el sotobosque eran suficientemente densos para obligarla a utilizar los caminos marcados. En uno de ellos, ya en pleno bosque, su avance se vio interrumpido por la presencia de una banda de tártaros que escoltaban a un hombre vestido con una chaqueta de la que colgaban bamboleándose muchas pieles de marta. Llevaba un casco negro brillante sin visera y sus rasgos eran más oscuros, casi de un negro azulado. Tenía la nariz larga y la barbilla fina, era guapo a su manera, y Cnán pensó que podría proceder del sureste, las tierras que quedaban detrás de las montañas más allá de Turfán, lugares templados y húmedos que Alejandro ya invadió muchísimos años antes y que seguían siendo atacados por los mongoles.
La presencia de aquel comerciante con las pieles colgadas la alarmó. Cnán se había esforzado en guiar a los caballeros por caminos apartados de las rutas principales para evitar enfrentamientos, para ir más rápido y para que pudieran reservar su fuerza para el objetivo principal, por insensato que fuera. Pero ahora eso quizá sería imposible.
Siguió a la silenciosa y ordenada banda y no tardó en entender a qué se dedicaba: a reunir pieles de los tramperos itinerantes. Las pieles eran la moneda común en aquellos lugares, y los mongoles habían comerciado con ellas durante muchos siglos. Las gentes de las rutas de las pieles a menudo utilizaban recortes de marta y visón como fianza de las reservas adicionales, como pagarés, pero más representativos y tangibles. Las pieles enteras sin curtir se ataban con cuerdas como pescados para secar y se colgaban de los lomos de los caballos de carga, se apilaban sobre ellos o, como era el caso de ese comerciante, el propietario las llevaba cosidas a su chaqueta.
A la orilla de un pequeño lago, donde los viejos robledales habían dejado paso a los prados y a los jóvenes abedules, el comerciante y sus guardias se acercaron a una fina columna de humo, y allí, junto a una pequeña fogata, negociaron con el mayor de un pequeño grupo de tramperos (un hombre de piel oscura y arrugado que hablaba georgiano y eslavo, pero no mongol). No se separaban de él tres muchachos fuertes y muy morenos, que posiblemente serían sus hijos.
Después de escoger las mejores piezas, el sureño cubierto de pieles ordenó que algunos de sus bienes fueran retirados de los animales de carga y repartidos entre los tramperos (cecina de venado y algunas jarras de cerámica).
Luego hubo una ronda de brindis y el comerciante y su escolta se marcharon. Los tramperos no tardaron en estar felizmente borrachos y, con el crepúsculo, se acurrucaron junto a la orilla del lago y dejaron que el fuego se extinguiera.
Cnán esperaba poder seguir al comerciante hasta la puesta de sol, momento en que montaría un cobijo y dormiría hasta el amanecer. Pero antes de que llegara ese momento oyó desde su refugio en la hierba un único y terrible chillido. Luego, voces que se convertían en gritos y se apagaban una tras otra.
El comerciante de pieles y sus acompañantes también oyeron el alboroto. Mientras ella observaba desde su escondrijo, todos se apiñaron en el borde de un claro cubierto de hierba y hablaron en voz baja entre ellos. No tardaron en decidir que lo mejor sería marcharse; sin duda, seguros de que los bandidos andaban cerca.
Pero Cnán sospechaba que aquello no era cosa de bandidos. Volvió a ir al campamento de los tramperos y encontró a todo el grupo esparcido por la orilla del lago. Dos de los jóvenes estaban tirados en el suelo a cien pasos o más de las cenizas del fuego, cada uno de ellos al final de un largo rastro de sangre. A ambos los habían matado con flechas que después habían sido recuperadas, era de suponer que por el asesino que las había disparado. Más cerca del campamento, el tercer joven tenía una flecha clavada en el cráneo atravesándole el cuello, y estaba tan firmemente clavada que el propietario la había partido en dos en su furioso esfuerzo por liberarla. Su ensangrentada emplumadura estaba tirada en el suelo a un lado, y Cnán reconoció las plumas de oca gris que a Istvan le gustaba usar.
La muerte del mayor había sido rápida, un solo corte en la garganta que casi le había desprendido la cabeza, pero después le habían dado tajos y patadas y había miembros y pedazos de carne mezclados con los apestosos trozos de las jarras. Todo el campamento olía a la sangre del viejo y al dulce y espeso vino de Georgia.
«Abominable», pensó Cnán.
Reconoció las marcas de cascos del caballo que se había aproximado a la orilla del lago para beber mientras su amo acababa su sucio trabajo. Era el macho negro ruano de Istvan. Ese caballo y su jinete ahora iban hacia el noroeste, a la caza de los comerciantes de pieles.