13
EL ENCUENTRO ENTRE ORIENTE Y
OCCIDENTE
—No quisiera distraerte de lo más importante... —dijo el hermano Rutger mientras colocaba el yelmo sobre la cabeza de Haakon.
—¿Te refieres a no morir bajo la espada de lo que sea que salga por aquel túnel?
—Desde luego. Pero necesitamos información sobre el kan. Su pabellón especial está en el lado sur de la palestra, para que nunca tenga el sol en los ojos. Debe de haber empalizadas detrás de toda esa lona, detrás de todas esas colgaduras que ocultan su interior. Sabemos muy poco de su distribución interna. ¿Cuántos se sientan con el kan? ¿Tiene ese pabellón puertas o ventanas que tengamos que romper si falla la jabalina? ¿Alguna verja que tengamos que saltar? ¿Guardias que haya que quitar de en medio? ¿Cuál es la vía de escape del kan si fracasan nuestros dos primeros intentos?
Haakon quiso lanzar un bramido iracundo, pero lo que salió fue una risa ahogada.
—Estoy a punto de entrar en combate con un demonio —protestó— y pretendes que...
—No es un demonio —dijo el hermano Rutger, y escupió sobre el polvo ocre del suelo, que había pasado al túnel en las botas de los luchadores supervivientes—. Es un hombre vestido como un demonio. —Encajó el yelmo en la cabeza de Haakon y le dio una palmada en una nalga. Incluso a través de la sobreveste, la cota de malla, el gambax y las calzas notó perfectamente el golpe—. Y el velo rojo —añadió—. Aún queremos saber qué hay al otro lado.
Haakon se ajustó el yelmo con un gruñido. El misterioso velo. Colgaba desde el borde exterior del pabellón del kan y ocultaba la puerta sur de la palestra. Los luchadores victoriosos podían pasar al otro lado, pero tenían que ser capaces de salir de la palestra sin ayuda. Hasta ese momento ningún luchador había conseguido una victoria tan clara que no le hubiese costado alguna herida. Otros tres hermanos habían subido a la arena antes que él. Dos habían vencido, pero sus heridas eran lo bastante serias para que no sobrevivieran a la noche.
Rutger puso la mano sobre el hombro de Haakon. Se miraron en silencio. Decir adiós era algo peor que inútil, porque Rutger y los otros lo verían como una prematura aceptación de la derrota. Haakon sabía que se suponía que debía estar lleno de fanfarronería marcial, como sus hermanos que habían luchado antes que él. En todo caso, debería burlarse de la callada preocupación de Rutger y decir algo del estilo de que volvería de su combate en menos de lo que se tarda en ir al arroyo y defecar.
Pero eso no sería la verdad, y mentir de esa manera (en especial cuando Rutger sabía que mentía) no le parecía un comportamiento a la altura del papel que se suponía que estaba desempeñando.
«Soy un caballero de la Defensa de la Virgen».
Haakon dio una palmada en la mano de Rutger y luego comenzó a caminar enérgicamente por el túnel recolocando su cota de malla. A cada paso la tierra roja suelta se pulverizaba un poco más bajo sus pies.
Mientras caminaba por el estrecho túnel pensó en las últimas palabras de Taran a los miembros jóvenes de la Hermandad del Escudo que lucharían en aquella palestra. Como su oplo, Taran nunca se había caracterizado por sus discursos grandiosos. Su instrucción siempre fue brusca, y los consejos que daba a sus alumnos eran igualmente precisos: «Esto no es un torneo de entrenamiento como los que se hacen en Týrshammar. Aquí vuestro contrincante os matará si le dais la oportunidad. Vuestro campo de batalla será reducido, y la muchedumbre de espectadores os confundirá y os desorientará. Ignorad todo eso. Recordad la única regla: no morir. Mantened la atención. Conoce tu camino, guerrero; conoce tu equilibrio y tu fuerza. Sofrosina. Así es como venceréis».
Haakon nunca había entendido el significado de esa palabra griega, una de las favoritas de Feronantus. Una vez, Raphael había reprendido a Feronantus porque en Alejandría significaba «virginidad». Su jefe no respondió. A fin de cuentas, Haakon era virgen.
Al final del túnel dos hombres (ambos mongoles con la loriga de escamas de las estepas) se movieron para cerrarle el paso. Haakon se detuvo cuando uno levantó una mano y pronunció guturalmente una sola palabra: «espera».
A pesar de estar preparado para que comenzara el combate, Haakon se frenó. No tenía motivo para apresurarse. Fuera lucía el sol. En cuanto cayera sobre su casco, este empezaría a recalentarse. La capucha acolchada que protegía su cabeza recién rapada se empaparía, y entonces el sudor comenzaría a correr hasta el interior de sus ojos reduciendo su visibilidad a través de las ranuras del yelmo. Poco después empezaría a perder concentración y fuerza.
«Sofrosina». Podía esperar.
Apareció otro mongol que dijo algo a los dos que cerraban el paso a Haakon; un torrente de palabras a la vez áspero y cantarín, pero sin sentido para los oídos de Haakon. Los dos guardias se apartaron y el tercero le dirigió una inclinación de cabeza cuyo significado era evidente: le tocaba entrar.
Cuando emergió de las sombras, el sol lo saludó con un resplandor que lo cegó. Parpadeando, esperando a que sus ojos se adaptaran, intentó orientarse. El pabellón del kan, en el supuesto de que existiera, debería estar allí arriba en algún lugar a su derecha, encima de la gran pieza de tejido rojo que colgaba hasta la arena de la palestra.
Las filas de espectadores ocultaban una parte de lo que podría ver Haakon desde la entrada oeste. No había mongoles de Onghwe (una pandilla de estirados a los que no les gustaba mezclarse con los inferiores), sino sarracenos, eslavos, germanos y francos. Todos ellos habían traicionado a los suyos para ganarse el favor de los amos del mundo o, según el punto de vista, cerrar los acuerdos necesarios para evitar la destrucción de su gente.
A pesar de los obstáculos pudo ver la forma redondeada de un pabellón recubierto de pesadas telas, que no solo ocultaban de la vista al kan, también protegían los pálidos cuellos de sus concubinas del oscurecimiento por los rayos del sol. Contento de saber dónde estaría el kan, miró hacia su izquierda inspeccionando la arena recién alisada. El círculo era amplio, quizá habría veinte faðmr desde donde él estaba hasta la entrada contraria, espacio más que suficiente para un combate entre dos hombres.
El cerebro de Haakon se acobardó ante la idea de que esa palestra pudiera dar cabida a más de dos luchadores. Seguramente no enviarían más de uno contra él cada vez, ni siquiera para el placer perverso del disoluto kan...
«Concentración. —Otra vez Taran—. Lucha como se te enseñó. Lo demás no importa».
Haakon volvió a inspeccionar el ruedo. Era el único luchador en la palestra. Miró por encima del hombro a los mongoles que estaban tras él. ¿Por qué le habían cerrado el paso? ¿Por qué estaba solo? ¿Iban a soltar animales contra él? ¿Por qué...?
«Céntrate —se amonestó a sí mismo—. Tu mente traicionará a tus manos. Deja de pensar».
Haakon comprobó que tenía bien empuñado el montante y decidió caminar con cautela hasta el centro de la palestra. Mantenía la vista fija en la abertura oscura de la salida este (por donde se suponía que debía aparecer su contrincante) y el resto de su cuerpo estaba relajado.
Los espectadores se convirtieron en una mancha borrosa de colores en movimiento. Sus estridentes gritos se transformaron en un pulso rítmico, como el ruido de las olas contra la base rocosa de la ciudadela de Týrshammar. Su corazón también redujo su velocidad en un intento de acompasarse con esas olas, y también su respiración.
—¡Zzzu! ¡Zzzu! ¡Zzzu!
Se fijó mejor en lo que escuchaba. La multitud gritaba al unísono una misma palabra. Mezclados, sus gritos barrieron toda la palestra como un zumbido: —¡Zug! ¡Zug! ¡Zug!
Ahora los espectadores rugían en una tormenta de sonido que lo vapuleaba. Haakon poco a poco se dio cuenta de que estaban gritando un nombre, convirtiéndose en una turba voraz y atronadora. Tenían sed de sangre, exigían muerte y, lo peor de todo, ¡querían a Zug! Haakon sintió náuseas.
Algo se movió en la oscuridad de la puerta este; una sombra roja y negra con hombros anchos y cuadrados y una gran boca blanca. Despacio, saliendo a la luz brillante del sol con todo el estilo de una concubina real que hace entrada en una corte llena de paletos maleducados, la extraña figura salió a descubierto.
Estaban haciendo ese ruido familiar (el zumbido como de un centenar de abejas atrapadas en el interior de su cráneo). Tenía la boca llena del sabor del metal y le dolía la mandíbula. Ya había vomitado una vez (un bilioso surtidor de ácido arji que había salpicado sus suneate) y su estómago estaba tan encogido que no podía volver a vomitar.
Sus suneate (tiras de protección atadas en paralelo y sujetas a sus espinillas), habían sido salpicados muchas veces durante los últimos años, sobre todo de sangre. En fechas más recientes, había empezado a ser común que vomitara antes de un combate. Se había convertido en parte del rito de preparación. Justo antes de ponerse la máscara, su estómago se rebelaba. Como era la única parte de su persona en la que aún anidaba algún sentimiento, solo su estómago era capaz de sentirse ofendido ante aquello en lo que se había convertido. El resto estaba adormecido, demasiado curtido por el arji para preocuparse.
Estaba muerto. Era un fantasma retenido en este mundo por el hierro de su jaula, por la deuda de sangre que había contraído. Lo aclamaban, chillando y gritando el nombre que él les había dado; el nombre que se había ganado. Sus gritos (ese insistente zumbido de abejas) lo sacaron de su estupor; animaría ese saco de carne, lo envolvería en el caparazón de su vergüenza y lo enviaría tambaleándose hacia la luz. Solo entonces le darían la cortacabezas.
El ruido cesaría cuando consiguiera una cabeza. La cortacabezas, tan brillante bajo la luz, giraría y giraría hasta que ya no brillase. Ellos chillarían y gritarían durante un rato después de que acabase, pero el dolor de cabeza empezaría a desaparecer. Lo dejarían volver a la oscuridad; dejarían que se alejara de allí arrastrándose, deshaciéndose de su máscara y su coraza por el camino. Hasta que no quedase nada del monstruo. Hasta que quedara solo el hombre muerto que se zambulliría en el pozo sin fondo ofrecido por el arji. El fantasma que volvería al vacío del sinsentido.
Trastabilló y chocó con la pared del túnel. La cortacabezas arañaba el techo, quejándose de estar cortando madera en lugar de hueso. También estaba sedienta. Intentó tragar, pero tenía la boca seca. Su lengua era una losa de piedra y restregó los dientes contra ella en un intento de sentir algo. Nada.
«Apoya un pie antes de levantar el otro —dijo al saco de carne—. Controla la cortacabezas. Tiene que esperar».
Sus instrucciones, que siempre le entregaban junto con la cortacabezas como si fuera un niño incapaz de recordarlas, eran sencillas: «No lo mates demasiado pronto». El público quería espectáculo, y también lo quería la sombra del pabellón. Su deber era entretenerlos. No se trataba de matar a un hombre; se trataba de hacerlos bramar y reír. Se trataba de hacerles creer que controlaban al monstruo. Podían hacerlo actuar para ellos, hacerlo bailar, hacerlo cantar. Era su juguete.
—Pronto —susurró a la cortacabezas al salir del túnel.
El adversario de Haakon salió lentamente de la sombra del túnel. Su armadura era la más llamativa y complicada que Haakon había visto en toda su vida. Capas de placas imbricadas, al estilo de las lorigas de los mongoles, pero construida por las manos de un auténtico artesano. La armadura mongola era un variopinto ensamblaje de irregulares desechos en comparación con las piezas perfectamente conformadas del equipo del demonio. Su casco negro pulido estaba encajado hasta las cejas y tenía como remate un crestón abierto que recordó a Haakon las alas que algunos de sus antepasados llevaban en sus yelmos. Por debajo del ancho cubrenuca del casco asomaba una melena blanca, y una máscara diestramente forjada (boca abierta en un rugido sarcástico, largos bucles de crin de caballo blanco brotando sobre el labio superior, ojos encerrados en espirales de fuego dibujadas) cubría el rostro de su rival.
Era el rostro de un demonio.
Haakon había oído historias sobre el gran campeón de Onghwe Kan, por supuesto; los rumores y las leyendas locales volvían con cada grupo de la Hermandad del Escudo que se aventuraba en busca de suministros en la aglomeración de chozas que rodeaba la palestra. En cuanto los ingenieros mongoles comenzaron la construcción de la palestra, en la llanura circundante comenzaron a brotar improvisados mercados de vendedores de baratijas, adivinos, juglares de pico de oro, descuideros, espabilados sanadores y comerciantes de ojo perspicaz, todos atraídos por la promesa del sanguinario torneo y el comercio, todos cargados con una reserva inagotable de mentiras, leyendas y cuentos de horror sobre las clases de monstruos con que contaba el disoluto kan.
Haakon estaba familiarizado con esas historias desde su niñez (los cuentos de los jötnar y su intervención en el Ragnarök, por ejemplo), pero no les había prestado mucha atención. No hasta ese momento.
«Es la naturaleza del miedo —le recordó la voz de Feronantus ofreciendo un punto de vista alternativo para las precisas lecciones de Taran—. Tu propia mente te traiciona con espantajos de tu niñez. Imágenes que no te afectarían en cualquier otro momento se agigantan, magnificadas por energías que tú no controlas. No estás abierto al flujo, todos los músculos de tu cuerpo están tensos y no hay canales abiertos. Hasta la más pequeña chispa queda atrapada, y a tu alrededor está creciendo un fuego».
Haakon jadeaba.
«Respira, idiota. Solo es un hombre con una armadura». —La instrucción de Taran era como su trabajo con la espada: simple y directo.
«Respira. Concéntrate. Usa tus ojos».
El ruido de las gradas seguía siendo una corriente incesante y apabullante. El zumbido de las voces parecía convertirse en un gruñido en el interior de su yelmo. Los ecos le martilleaban los oídos. El sol también caía sobre él, recalentando ahora su malla y su coraza sin piedad. La banda que llevaba atada sobre las cejas estaba empapada y el sudor salado comenzaba a resbalar hasta las comisuras de los ojos y le escocía. Le picaban las axilas y el peso que cargaba sobre los hombros le parecía insoportable.
«Respira. Deja entrar la energía; hazla salir otra vez. No eres una roca».
El demonio («no, tiene que ser un hombre») se paró cerca del centro de la palestra. En la mano derecha llevaba un asta de la mitad de su altura acabada en una hoja de un solo filo.
El ruido decreció. Haakon pensó que se había quedado sordo, que había llegado ese momento de vacío que en los combates precede a la muerte, donde la persona se disuelve en un vasto océano de conciencia. «Visión del destino», lo llamaba Feronantus, un insoportable sentimiento de mortalidad compensado con una sensibilidad extrema, una vertiginosa percepción del terreno y del enemigo, todo rodeado por la oscuridad.
Pero no era ese el caso. Aún podía oír su trabajosa respiración, podía sentir su corazón bombeando sangre con furia a todo su cuerpo. Todavía habitaba el interior de su piel; era el resto del mundo lo que había quedado en silencio.
El demonio no se había movido, pero el público había abandonado abruptamente su bramido colectivo. Desde la distancia, Haakon oyó un chillido semejante al llanto de un niño, y una parte de él se preguntó cómo era posible que aún hubiera un niño vivo después de lo que había visto junto a las murallas de Legnica. Era más probable que fuera el canto de algún pájaro.
Como si el chillido fuera una señal, el demonio se movió, aunque no en actitud de combate. En lugar de eso, hizo una reverencia, una breve inclinación de cintura hacia arriba y después, con un solo movimiento elegante, retrasó el pie izquierdo y levantó el asta. Cruzada con su cuerpo, el arma apuntaba ahora directamente a Haakon y su hoja reflejaba los rayos del sol.
La breve reverencia del demonio fue tan absurda, tan contraria a la amenaza de su terrorífico atavío, que Haakon retrocedió medio paso. «Sin duda es un hombre disfrazado de demonio». A continuación, varios aspectos se iluminaron en una desordenada cascada: primero, su adversario venía de un lugar culto donde la gente tenía normas sociales; segundo, seguían esas normas incluso antes de un combate, lo que indicaba que la lucha ritual pertenecía al orden establecido. Tercero, todo ello era una mala señal.
«Está a la espera —advirtió Haakon, preguntándose si su adversario lo creía tan tonto como para iniciar un ataque contra su guja—. No lo soy», pensó. Con un movimiento fluido, respondió con una reverencia correcta, adelantando bastante un pie para que el peso de su cota de malla no lo volcara sin más hacia delante.
Cuando recuperó la verticalidad vio que su rival lo miraba con lo que le pareció curiosidad. ¿Y por qué no? Aunque su vestimenta no fuera llamativa, la armadura de Haakon era más compleja que la común de los infantes. Había prescindido de varias de las piezas accesorias que servían para mantener con vida a un caballero en la caótica melé de un campo de batalla.
«Al demonio le resulto familiar —pensó Haakon—. Ya ha visto armaduras como la mía alguna vez». Su mirada se dirigió sola hacia la hoja que remataba el asta. Tenía un solo filo y un lomo grueso que le daba resistencia y rigidez. La curvatura de la hoja indicaba que sería más eficaz cuando el tajo se combinara con un movimiento longitudinal, igual que un carnicero que corta carne. Esa clase de ataques son más efectivos contra blancos no acorazados, pero el alcance y el peso añadidos por el asta hacían que la hoja también fuese peligrosa para hombres con armadura.
La mayoría de las técnicas conocidas por Haakon eran inútiles contra un arma así. El montante de Haakon era recto y de dos filos. El hermano Rutger le había recomendado la apuesta segura: una espada corta en la mano derecha y un escudo en el brazo izquierdo. «Si fue suficientemente bueno para los romanos y también para tus antepasados vikingos...».
El demonio lanzó un alarido espeluznante. A pesar de que la máscara apagó su voz, el grito fue tan repentino, tan impactante, que Haakon lo sintió como si le alcanzase un rayo. Sus músculos se dispararon y saltó hacia atrás por instinto mientras el demonio lanzaba un golpe hacia delante. La larga hoja de la guja pasó por su lado como una centella, y con un rápido movimiento de las muñecas el demonio hizo girar el asta en un círculo estrecho. Pareció que la hoja saltaba hacia un lado e iba derecha hacia su cara, a pesar de que con su paso atrás había girado el cuerpo.
Haakon levantó la espada y más que sentir oyó el golpe, un chirriante choque de acero contra acero. El demonio lo había golpeado de plano con la hoja (un cintarazo más que un tajo), y antes de que Haakon pudiera reaccionar, la hoja ya no estaba ahí.
«Un tanteo», pensó Haakon mientras el demonio se movía cuidadosamente por la pista haciendo girar su arma en círculos pequeños y mortíferos. Cada pasada de la hoja se producía por un lugar diferente: primero arriba, luego abajo, luego arriba, luego en medio. Haakon no estaba dispuesto a tener que resistir uno de esos golpes. El cintarazo no había sido tan preciso; si lo hubiera sido habría superado su frenética parada. Aquellos golpes, aunque no tan rápidos como el primer ataque del demonio, sí que llevaban toda su fuerza. La espada de Haakon no era lo bastante fuerte para aguantar toda la fuerza en un golpe directo.
Zugaikotsu no Yama esperaba. No a que el caballero occidental se preparase tras su rutinaria y algo rígida reverencia. No porque le preocupase la armadura de ese hombre. Cabeza, hombros, pecho, piernas, pies... El caballero occidental iba cubierto de metal desde la coronilla hasta las suelas de sus botas. Zug esperaba el sonido, el espantoso y desgarrador sonido que brotaría desde algún lugar en el interior de su saco de carne. Esa exhalación de rabia y dolor que parecía no tener fin. El kiai.
El grito salió con violencia de su boca haciendo vibrar la máscara. Significaba un despertar en su interior, un súbito alumbramiento de ira y deseo. El grito dio vida a sus miembros y tras él llegó la memoria muscular, el conocimiento de lo que debía hacer, de cómo luchar, de cómo matar.
Lanzó un golpe con la cortacabezas, y cuando el caballero se giró y esquivó su ataque casi rió por la candidez de su adversario. Sus manos dirigieron la hoja, con un movimiento rápido, de plano contra la cara cubierta del caballero.
Sería fácil matarlo en ese momento, pero era demasiado pronto. Giró alrededor del atemorizado caballero dejando que la cortacabezas jugueteara un poco en una complicada serie de golpes y amagos.
Su rival era cauto y se mantenía fuera del alcance de su hoja, y Zug se dio cuenta de que él mismo estaba respirando un poco más deprisa y con un poco más de esfuerzo. Tal vez no fuera tan torpe como le había parecido.
La hoja del demonio describió un arco sin alcanzar a Haakon, otro golpe corto. «Sabe cuál es su alcance; ¿por qué retrocede?». El siguiente golpe fue bajo, pero también corto. Haakon solo tuvo que retrasar un poco su pie izquierdo para quedar fuera de su alcance. «Quiere que me acerque». Con los amagos intentaba crear en Haakon la falsa impresión de que no necesitaba huir de la hoja veloz.
Haakon deslizó el pie izquierdo adelante mientras alzaba la espada (la punta alta, el filo hacia la guja). Se le hizo un nudo en el estómago mientras una cálida esfera de fuerza crecía en su cuerpo. Mantuvo los ojos clavados en la fiera máscara del demonio; no necesitaba ver venir la hoja. En cualquier caso, el reflejo del sol sobre ella lo cegaría, y sabía dónde iba a estar.
Si su adversario estuviera blandiendo una espada, él tendría una buena posición para cruzar sus aceros, pero contra la guja esa posición era un error. No podría parar un golpe directo con esa guardia. Si estuviera un paso más cerca, ni siquiera podría desviarlo; el golpe atravesaría su defensa y lo alcanzaría en la cabeza o en el cuello.
Pero no estaba tan cerca. Cuando las hojas chocaron aflojó su presión sobre la empuñadura y se dejó llevar por el ataque del demonio. El impulso que recibió su espada le permitió girar las muñecas y dirigir su hoja adelante, hacia la cabeza del otro.
La punta de la espada de Haakon se quedó corta y el demonio, que había evaluado correctamente la distancia, no intentó parar su golpe. Recogió su arma y, con un giro del cuerpo, volvió a lanzar otro tajo horizontal.
Los movimientos del demonio lo iban acercando cada vez más a Haakon. Cuando la guja comenzó su trayectoria hacia él, dio otro paso levantando la espada de un tirón hasta que la hoja chocó con la palma de su mano izquierda.
Nunca te retiras cuando has roto el bloqueo. Taran les había insistido en ello sin respiro. «Un guerrero no huye de un combate. Se acerca y lo concluye». Si Haakon hubiera estado luchando con uno de sus hermanos, ninguno habría retirado su arma tras el primer contacto. No le habrían dado la oportunidad de pasar a media espada.
Sujetó la espada con las dos manos y resistió el golpe del demonio. El impacto bajó por sus brazos, pero Haakon lo dejó ir. La energía corrió por su pecho y piernas hasta abandonar su cuerpo por su talón derecho. Notó la diferencia: madera contra metal. Su hoja contra el asta de la guja. A su alcance.
Haakon bajó el pomo de la espada. Como si restregara la mano por una pared lisa, notaba claramente el arma del demonio contra la hoja de su espada. Utilizando el asta de madera de la guja como eje, ejecutó una complicada técnica de remate: niveló su arma para poder girar la empuñadura alrededor de las manos de su rival, enganchó con ella el arma del otro y lanzó la punta de su espada hacia delante con la mano izquierda.
El demonio echó la cabeza hacia atrás y evitó la punta de la espada de Haakon, pero el resultado fue que Haakon ganó el espacio suficiente para alinearse bien y lanzar un golpe corto.
El demonio huyó del golpe inesperado con un salto hacia atrás y con un giro casi elegante. Tuvo que retirar una mano del arma para liberarse de la empuñadura de Haakon, y al retirarse la guja se arrastró tras él como una larga cola que se agitaba contra el suelo.
Durante un instante el demonio estuvo de espaldas a Haakon. A la desesperada, asió el arma con las dos manos y dio la clase de golpe inseguro que cabría esperar de un muchacho que coge una espada por primera vez. Si lo alcanzaba, el orgullo sería algo irrelevante.
«Recuerda la primera regla: no mueras».
El golpe falló, y cuando Haakon se recuperaba para otro ataque, el demonio pivotó y volvió a levantar su guja.
Ambas hojas entraron en contacto. Ambos luchadores quedaron mirándose fijamente: Haakon, con la espada medio dirigida hacia su oponente; el demonio, con las piernas flexionadas como si estuviera a punto de saltar. La guja apuntaba hacia arriba y su hoja rascaba uno de los gavilanes del montante de Haakon.
En el momento en que ambos se tomaban las medidas, Haakon advirtió los gritos procedentes del público. Se dio cuenta de que ahora la turba que llenaba las gradas había visto lo suficiente para evaluar a los luchadores, tomar partido y cruzar apuestas. En consecuencia, estaban animándolos y algunos gritaban: —Che-va-lier! Che-va-lier!
Si no hubiera estado tan ocupado lo habría pasado bien riéndose de la idea de que a él, un monje descendiente de pescadores nórdicos, lo hubieran confundido con un caballero de las cruzadas.
—¡Zug! ¡Zug! ¡Zug! —gritaban los demás.
La cortacabezas quería sangre, quería sentir huesos y carne abriéndose ante su reluciente hoja. Tiró de Zug, que tuvo que plegarse a sus deseos. Pero era consciente de que había cometido un error.
Cuando la guja (su naginata) giró a su alrededor para el que debía ser el golpe final al caballero acorazado, Zug cayó como una piedra que se desplomara desde gran altura. En el momento en que la espada del caballero entró en contacto con el asta de madera de la guja, el golpe recorrió su cuerpo. Jadeó, repentinamente consciente de cómo lo limitaba el peso de su armadura, de lo difícil que era respirar con la máscara. Le corría el sudor por la espalda y lo sentía como garras que arañaran su carne. Sus intestinos temblaban y casi perdió el control de su vejiga.
Repentinamente alerta, como si lo sacaran de un sueño profundo.
El sol se reflejaba en el casco del caballero; Zug entornó los ojos por el resplandor y echó la cabeza hacia atrás cuando su rival se acercó. Desde la distancia, como la sensación que produce la lluvia arrastrada por el viento al deslizarse por la cubierta de fieltro de una yurta, notó la espada del caballero resbalando a lo largo del asta que sujetaba.
Las manos del caballero acabaron de descender, con sus dedos de metal envolviendo un pomo liso, y una punta de metal bailó frente a su cara.
Zug resopló casi con un silbido. Su cuerpo respondió despacio, como una barca que vira en un plácido lago cuando su ocupante no tiene remos. Se había dejado llevar demasiado lejos, perdido dentro de su mente, y la carne se había convertido en esclava de otros amos: la multitud, la cortacabezas, el arji... Ahora ya no era más que un espectro.
«Aún no —pensó. La hoja de la naginata se arrastró por el suelo cuando se retiró del golpe del caballero—. No soy un espectro».
Sus manos apretaron el asta de la guja; sabía dónde estaban sus pies. La cortacabezas cantó al levantarla del suelo. El caballero estaba cerca, tras él...
Haakon captó un leve movimiento de la pierna delantera del demonio cuando el hombre desplazó su centro de gravedad. El movimiento reveló las intenciones de Zug; se había situado demasiado lejos en su guardia, y ahora tenía que desplazar su peso antes de poder lanzar el siguiente ataque.
Haakon ya estaba en movimiento incluso antes de que Zug comenzara a mover la guja. Lanzó un golpe adelante manteniendo su hoja en contacto con la guja. Mientras su hoja se deslizaba por el asta de madera, levantó los codos y bloqueó el asta entre la guarda y la hoja. Zug no podía liberar su arma, y cuando Haakon avanzó otro paso («¡Huye hacia el peligro!»), tiró de ella hacia arriba. Con un movimiento de muñecas hizo girar la empuñadura alrededor del asta y volvió a sujetar la hoja con la mano izquierda.
No estaba lo bastante cerca para que un golpe a media espada resultara mortal, pero el movimiento era una repetición del de hacía unos instantes. Haakon esperaba que la repetición rompiera la concentración de Zug durante un segundo o dos mientras intentaba adivinar por segunda vez sus intenciones. ¿Creería Zug que era lo bastante tonto para intentar otra vez la presa de la empuñadura?
Haakon se acercó haciendo girar su espada alrededor del asta de manera que sus brazos invirtieron sus posiciones. La punta ya no quedaba ante la cara de Zug, pero él seguía al alcance de la hoja de la guja.
Con un movimiento brusco llevó su empuñadura hacia el hueco triangular que quedaba bajo el antebrazo izquierdo de Zug. Era una presa parecida a la que acababa de utilizar, pero su objetivo era otro. Al hermano Rutger le gustaba esa técnica: atrapar el brazo del otro con la empuñadura de tu propia espada antes de que él dé un paso y libere su arma. Haakon dudó de si podría quitar la guja a Zug (era una técnica mejor para armas más cortas), pero a esa distancia la guja era tan peligrosa como una vara de sauce.
Zug no se iba a dejar atrapar otra vez y su mano se apartó rápidamente y sujetó la empuñadura de Haakon antes de que pudiese cerrar la presa. No fue una respuesta inesperada; Haakon se habría sorprendido si las artes marciales empleadas por el otro hombre no hubieran incluido técnicas de lucha cuerpo a cuerpo. Cuando Zug tiró de su espada, Haakon cambió su mano exterior al asta de la guja. Zug quedó atrapado en un tira y afloja intentando retener su asta con una mano y tirando de la pesada espada de Haakon con la otra.
Eso dividió su energía. Haakon podía sentir su concentración dispersándose; dos corrientes que iban en direcciones diferentes. Y justo ahí, en el centro, había una masa vibrante y confusa de energía. Sin pensarlo, Haakon hizo algo que el hermano Rutger nunca habría hecho, algo que, si hubiera podido tomarse el tiempo necesario para considerar todas las implicaciones, tampoco él habría hecho.
Haakon soltó la espada, cogió la guja de Zug y tiró hacia arriba.
Zug soltó un gruñido cuando la parte inferior del asta le golpeó la ingle. Su posición era demasiado baja y durante el forcejeo el asta había ido a parar entre sus piernas. Haakon era mucho más alto y puso en juego toda la potencia de sus piernas para levantar el peso muerto. No tenía ni idea de qué clase de protección llevaría Zug ahí abajo, pero si era parecida a la suya, no era gran cosa. Difícilmente podría ser un golpe mortal, pero a ningún hombre le gusta que lo golpeen entre las piernas.
Tiró hacia arriba con fuerza dos veces.
O Zug llevaba coraza ahí abajo o Haakon había fallado el blanco, porque el hombre de la cara de diablo apenas se estremeció y se recuperó rápidamente. Tiró a un lado la espada de Haakon y sacó la suya, una corta que llevaba en su vaina a la cintura.
Haakon atrasó la pierna izquierda pivotando sobre la cadera derecha. Giró las muñecas hacia fuera intentando derribar a Zug, con el asta firmemente encajada en su entrepierna. Zug seguía sujeto con firmeza al asta con una mano por debajo de la de Haakon.
Zug le lanzaba estocadas con la espada corta, golpes rápidos que resbalaban sin efecto sobre el metal de sus brazales. De todos modos, Zug encontraría el hueco tras el peto de Haakon.
Tenía que salir de aquel punto muerto, pero ¿qué podía hacer? Había abandonado su espada. Tenía el arma de su rival, pero aún estaba atascada entre las piernas y la mano de Zug. ¿A qué más podría recurrir? Tenía la daga en la espalda, pero no se atrevía a soltar el asta de la guja para cogerla.
Zug intentó girar alrededor del asta retorciéndose como una serpiente y Haakon notó que algo arañaba su costado. Zug había dado con su cota de malla.
«No pierdas la cabeza —lo reprendió Taran—. Concéntrate».
Haakon miró la máscara inmóvil de Zug; a esa distancia podía ver que no era de metal. Zug exhaló con fuerza al empujar su arma contra la malla de Haakon, e incluso con la máscara ocultando su cara, Haakon pudo oler su mal aliento.
Arji. Una bebida alcohólica llegada con los mongoles.
Zug había estado borracho hacía poco. Incluso era posible que aún estuviera borracho, lo que implicaba que sus reflejos estarían mermados y su equilibrio no sería bueno.
«No te compliques» —le sugirió Taran.
Haakon dio un cabezazo hacia delante, bajando la barbilla para golpear con la dura cresta de metal que le protegía la frente. El golpe alcanzó su blanco; la cabeza de Zug dio una sacudida hacia atrás y un gruñido de dolor escapó por debajo del casco y la cimera. Pero el golpe no lo dejó sin conocimiento; lo desequilibró. Cuando Zug intentó recuperarse, Haakon lo empujó con firmeza. Zug trastabilló hacia atrás y Haakon mantuvo bien sujeta el asta de la guja. Cuando recuperó el equilibrio y la posición, Haakon hizo girar el arma hasta que la hoja apuntó a su enemigo.
Los espectadores rieron y chillaron encantados ante el vuelco de la situación. Haakon recordó que había una multitud. Y de repente, sin más, estaba fuera de la lucha, consciente de que se había olvidado de respirar, de que su corazón iba tan deprisa que lo notaba más como una vibración en el pecho que como latidos, de que estaba sudando a raudales. Se dio cuenta de que estaba más cerca de la pared de lo que quería, y se movió de lado hacia el centro de la palestra.
Zug se llevó las manos al casco y lo enderezó. El borde superior de su máscara estaba aplastado y una de las altas crestas colgaba. El sol entraba por un hueco entre el morrión del casco del demonio y el cubrenuca negro pulido.
Haakon se fijó en la suave piel oscura del ángulo de su mentón, donde un hombre tendría barba.
«No tiene barba». Un muchacho. Un simple muchacho.
Las manos de Zug descendieron rápidamente. Había estado sosteniendo su espada corta mientras se ajustaba la máscara, y con un rápido movimiento de muñeca la lanzó. La espada no era muy buen proyectil, pero apuntó bien y la arrojó con una fuerza considerable. Haakon volteó la guja y consiguió desviarla lo suficiente para que chocase contra su hombrera, pero la maniobra le hizo abandonar la guardia el tiempo suficiente para que Zug pudiera correr a recoger la otra arma abandonada, el montante de Haakon.
Ahora la multitud enloqueció de júbilo. Su bramido se convirtió en una especie de diabólico ronquido porcino, disonante y ensordecedor.
Ambos recuperaron la guardia y volvieron a tomarse las medidas. Haakon sostenía la guja con ligereza mientras acosaba a Zug y lo obligaba a desplazarse por la palestra.
Zug caminaba como un cangrejo en ángulo recto con la hoja de Haakon y fue a quedar enmarcado en la larga columna de seda roja que cerraba el túnel sur (justo debajo se resguardaba el kan en su pabellón privado). El sol se reflejaba en la seda, que al moverse parecía una columna de fuego. El velo rojo.
«¿Qué hay al otro lado?».
Haakon tenía el arma más larga; su armadura era más fuerte. Se enfrentaba a un muchacho imberbe o tal vez a un eunuco, pero no a un demonio. Por primera vez desde el comienzo de la lucha, empezó a pensar que tenía bastantes posibilidades.