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EL MÉTODO DE LA AVEFRÍA
Una vez despierto Feronantus, Cnán lo informó de los sucesos del día anterior y de lo que estaba por llegar. Concluyó su relato con una sugerencia: —Si levantarais el campamento y os perdierais por el bosque (algo que, por cierto, yo podría organizar), nadie tendría peor opinión de vosotros.
Feronantus hizo un gesto de esfuerzo.
—¿Cuántos jinetes mongoles dices que había allí?
—Alrededor de cuatro arban. —Al ver que esa palabra carecía de significado para él, se la explicó—. Cabalgan en grupos de diez —dijo—. Diez arban (diez de diez) es un iaghun.
Su rostro se relajó.
—Entonces no veo dificultad alguna.
A Cnán le costó contener un resoplido, y luego se acordó del trabajito de Istvan.
—Tenéis muy poco tiempo para prepararos —le advirtió.
—Prepararse es algo que se hace mejor antes de que tu campamento haya sido arrasado por arqueros a caballo. Hemos estado preparados desde que llegamos —señaló Feronantus—. Ahora... joven unificadora, ¿estás familiarizada con el método de la avefría?
Así era.
—Entonces, ¿podría pedirte que retrocedas un trecho para que te descubran escondida y te obliguen a salir y que entonces huyas presa del pánico hacia nuestro campamento? A los hombres a caballo les encanta perseguir cosas, y los mongoles no son una excepción.
Cnán inspiró profundamente.
—En estos últimos años he llegado a ser buena en conseguir evitar que me vean y, desde luego, en evitar que me obliguen a salir de mi escondite.
—Lo entiendo —dijo Feronantus—. Hoy todos vamos a hacer lo inesperado.
Tal como lo planteaba Feronantus, Cnán encontró difícil negarse. Había pasado toda la noche a galope tendido, vadeando ríos en la oscuridad y asumiendo riesgos que jamás habría pensado si no se hubiera quedado atrapada con aquella hermandad y su demencial misión.
Mientras tanto, Feronantus había estado descansando en el campamento con los otros seis que se habían quedado atrás: Taran, el gran oplo irlandés; Rædwulf, el arquero inglés; Illarion, el noble ruteno; Roger, el normando que cargaba con demasiadas cosas afiladas; y dos que en realidad no eran miembros de la Ordo Militum Vindicis Intactae: Finn, el cazador, y Yasper, el alquimista. Ambos eran hombres del noroeste de Europa y hablaban lenguas que molestaban a los oídos de Cnán. En el campamento casi todos estaban durmiendo cuando Cnán llegó al galope en su último caballo, pero ahora estaban despiertos, armados y acorazados con una celeridad que hacía pensar que dormían vestidos de acero.
Algo que también haría Cnán si fuera tan temeraria como para plantar un campamento y encender un fuego en aquellas tierras.
Tenía la cabeza confusa. La luz de la mañana era mortecina y triste para los ojos cansados de Cnán. Todo su instinto le decía que se marchara, que se librara de la ruidosa bestia apestosa que había estado montando y que hiciera uso de su portentosa habilidad para desaparecer sin más. En lugar de eso, Feronantus quería que durante un rato se convirtiera en un ave que guía a los depredadores hasta alejarlos de su nido; tan visible y vulnerable a los enemigos como fuera capaz de ser. Si se lo hubiera pedido en un tono incorrecto o con una mirada incorrecta, ahora ya estaría tan desaparecida que solo Finn, con suerte, habría sido capaz de volver a encontrarla.
Pero Feronantus, el muy maldito, se lo había pedido con amabilidad y de una manera que dejaba muy claro que sabía lo que estaba pidiendo: que se humillara delante de amigos y enemigos.
Pasó junto a Feronantus con un intento de paso firme y arrogante que resultó aún más ridículo por su cansancio.
—Entonces, preparaos para recibir a mis perseguidores —dijo, y montó con menos garbo que antes. Hizo girar al poni y se fue por donde acababa de llegar.
En su breve paso por el campamento pudo ver los preparativos de los Hermanos del Escudo, algunos de los cuales eran evidentes (cuerdas tensas entre los árboles a la altura del cuello de un jinete, estacas afiladas plantadas en el suelo), mientras que otros eran simplemente incomprensibles (como las antorchas que Yasper encendía en pleno día).
Durante todas las horas de oscuridad, Cnán había cabalgado por terreno abierto, reemplazando la velocidad con astucia y confiando en que los cuatro que iban detrás (Percival, Raphael, Eleazar e Istvan) atrajesen la atención de los perseguidores mongoles. La ruta que había seguido hasta el campamento hacía unos instantes todavía estaba señalada con una cicatriz de hierba pisoteada y arrancada de cerca de una versta de ancho, que cruzaba un prado y que había dejado una muesca en el contorno de una loma cubierta de hierba.
El prado estaba bordeado en su lado más bajo por una tapia de piedra derruida. Los cardos de flores púrpura y los guisantes de olor habían echado raíces entre las piedras y habían convertido la vieja tapia en un seto lujuriante demasiado alto para ser saltado. Una abertura en la tapia (de una vieja puerta o de unos peldaños para cruzar) había quedado reducida por el crecimiento vegetal a una especie de ratonera por la que solo cabía un jinete. Más allá de la tapia se extendía un campo de centeno abandonado, ahora asilvestrado y perdiendo la batalla contra otras hierbas más vigorosas. Como la mayoría de los campos de labor, era mucho más largo que ancho para que el agricultor no tuviera necesidad de cambiar el sentido de la marcha con el arado con demasiada frecuencia. La tapia convertida en seto seguía uno de los lados largos. El lado opuesto, quizá a un centenar de pasos, no estaba cerrado, salvo que se contaran como valla los viejos tocones de algunos árboles talados por el granjero. Una densa masa de alisos y fresnos llegaba hasta ese lado del campo y se extendía por una suave pendiente de cerca de media versta antes de hundirse definitivamente en el pantano inacabable.
Eso en cuanto a los lados largos del campo. Los cortos estaban enmarcados por un lado por más bosque. Los pinos se internaban en el prado formando un saliente donde los antiguos ocupantes de esa tierra habían construido sus cabañas; vacías desde hacía un año o más. Por el otro lado, el límite era una hilera de escombros que apenas llegaba a la rodilla. Tal vez fuesen los restos de otra tapia de piedra que había sido derribada por gente que buscaba materiales de construcción.
Los caballeros habían plantado sus tiendas hacía días bajo los pinos que había detrás de las cabañas. El lugar no era exactamente un claro, porque había unos cuantos fresnos de buen tamaño salpicados por toda su extensión, pero el sotobosque era escaso, una consecuencia, obvia para Cnán, de un incendio que había destruido los árboles jóvenes, pero no había durado lo suficiente para acabar con los grandes. Los agricultores iniciaban a menudo esos fuegos, pero este probablemente comenzó por un rayo caído con tiempo seco.
Cuando pasaba del campo de centeno al gran prado a través de la ratonera, su vista captó un árbol muerto, desnudo y solitario sobre el horizonte por el que pronto llegarían los mongoles; ecos de muchas visiones desagradables que había tenido durante su larga travesía por el Imperio mongol.
Puso su poni a medio galope y siguió el rastro de pisadas que había dejado antes en la hierba, desandando su camino hasta que estuvo cerca de la cresta. Pero, antes de asomar la cabeza, desmontó y acompañó al poni a través de la ladera hasta que llegó al tronco: un fresno moribundo.
Ató las riendas a una rama baja, que luego utilizó como peldaño para subir a una rama más alta. El fresno no era tan grande como parecía desde lejos, y sus ramas estaban secas, quemadas y quebradizas. No habrían resistido el peso de uno de los hombres del grupo; a duras penas resistían el de Cnán. Pero, con cuidado, consiguió trepar hasta dos veces la altura de un hombre, donde el tronco formaba una horquilla con dos brazos más o menos iguales, un andamio seguro desde donde podría ver lo que sucediera al otro lado de la loma.
Lo que había estado temiendo, curiosamente, era no ver nada, pues eso implicaría que Percival y los demás estaban muertos. Más pruebas de que su contacto con Percival había acabado con su buen juicio, porque la muerte de todos ellos sería el mejor resultado posible si su único propósito fuera salvarse.
Pero hacia el oeste crecía una columna de polvo visible a la luz del sol de la mañana; mucho más polvo del que habrían podido levantar cuatro hombres. Una hueste de buen tamaño se acercaba a la caza de uno o más fugitivos.
Como la suave curvatura del suelo ocultaba la zona inmediata, trepó un poco más y, después de unos momentos de ansiosa espera, vio cuatro brillantes uves, como las formaciones de gansos salvajes, que cruzaban un ancho tramo del río que ella había vadeado al amanecer. Lo que veía era las estelas que cuatro caballos dejaban en el agua somera.
Miró hacia atrás y se abrazó al tronco cuando una rama crujió debajo de ella; luego recompuso su equilibrio y vio a Rædwulf, encaramado tras el seto con el arco colgado a la espalda y mirándola. Cnán plegó el pulgar sobre la palma y le mostró cuatro dedos. Rædwulf asintió y desapareció de su vista. Ella sintió que debía informarlos del tamaño de la hueste que los perseguía, pero entonces cayó en la cuenta de que Finn no tardaría en saberlo por el ruido transmitido por el suelo.
Los vértices de las uves alcanzaron la orilla más cercana del vado. Cnán empezó a cantar suavemente una cancioncilla, una melodía de las unificadoras que fue adquiriendo el ritmo regular y obsesivo de una danza. Sonaba mejor cuando una chirimía interpretaba la melodía y una pandereta marcaba el ritmo, pero podía evocar el recuerdo de haberla oído interpretada con esos instrumentos alrededor de un fuego en tiempos más felices y en lugares mejores. Al llegar al final del estribillo extendió el pulgar de su puño y volvió a comenzar. Al acabar por segunda vez, extendió el índice.
El dedo anular se extendió cuando las primeras uves aparecieron en el lado opuesto del vado. Sus vértices tocaron la orilla de este lado en el momento en que extendía el meñique; cuando desplegó el otro pulgar la hueste era tan compacta que no era posible distinguir estelas individuales. Pero no creía que el grupo fuera mayor de lo que había visto al anochecer del día anterior.
En otras palabras, no se les habían unido más arban durante la persecución. Pero, solo por asegurarse, apartó la vista del grupo que se apiñaba en la orilla y miró hacia el horizonte en busca de otras columnas de polvo. No vio ninguna.
Todo era como se lo había descrito a Feronantus; no hacía falta que volviera al campamento para hacer rectificaciones.
La espera posterior fue larga y le dio tiempo para pensar en la mejor manera de hacer su tarea. «Tarea» era una palabra fea que hacía saltar a una parte de su ser igual que habría saltado para alejarse de una serpiente. Pero se había acostumbrado a ignorarla y eso fue lo que hizo.
Aún estaba encaramada al árbol repitiendo su canción cuando llegó Percival al frente de su grupo de cuatro; subieron la ladera con sus monturas sudorosas y jadeantes, medio muertas. Se aseguró de que los hombres la vieran, nada difícil, ya que utilizaban el árbol seco como punto de referencia. Cuando captó su atención les señaló con insistencia la ratonera en el seto. Istvan, que cabalgaba un par de cuerpos por delante de los demás, la entendió de inmediato y se dirigió hacia la abertura. Raphael y Eleazar, los siguientes, vacilaron.
—¡Cerrad el hueco!, ¿¡a qué esperáis!? —les gritó Cnán—. ¡Como borrachos huyendo de una taberna en llamas!
Le respondieron enseñándole los dientes y siguieron a Istvan. Por el camino, Raphael y Eleazar bromeaban dándose empujones, actuando como borrachos aterrorizados solo por divertirla. El alivio de seguir con vida los hacía comportarse como niños. A Cnán le gustó que apreciasen su buen criterio.
Percival se aproximó de repente y se paró junto al árbol.
—Sigue —le gritó Cnán—, haz como los demás. —Apartó la mirada y siguió cantando marcando el ritmo con el puño.
—Mi señora —comenzó Percival. Ya la había llamado así el día anterior y ella se había preguntado si sería alguna clase de sarcasmo complicado, pero este no le parecía un momento apropiado para burlas desagradables. Quizá solo tenía que ver con su educación. Cnán pensó que le gustaría conocer a la madre de Percival—. No os recomiendo que mantengáis esa posición —dijo él— teniendo en cuenta que hay arqueros hostiles, y en grandes cantidades, a punto de rodearos.
Ella no respondió. Estaba casi acabando el estribillo y no quería perderse.
—Y si seguís ahí —continuó—, deberíais dejar de cantar. Es una canción hermosa, pero no tardará en atraer muchas flechas.
Ella extendió el pulgar y dijo:
—Es parte de un plan, un plan de Feronantus, si eso te impresiona, que estás estropeando. Ve a luchar por un puesto en el agujero de ese seto. —Con una rápida mirada de enfado hacia Percival, Cnán retomó su canción y extendió el dedo índice.
—Ah, vais a ser la avefría —dijo Percival. Se volvió y miró hacia Raphael y Eleazar, que estaban a medio camino hacia el hueco—. Vais a correr hacia aquel hueco y lo vais a encontrar bloqueado por esos idiotas egoístas. Entonces os desviaréis hacia el otro camino de entrada: la tapia derruida del final del campo, que en cualquier caso parece mucho más adecuada para los mongoles.
Cnán extendió el dedo medio. Nada deseaba más que bajar de aquel árbol, pero era importante que los mongoles la vieran antes.
Percival alzó la mirada hacia ella y dijo:
—La representación perderá verosimilitud si no soy capaz de dejar pasar a una dama en apuros. Porque es mi deber de caballero acompañaros sana y salva hasta vuestro destino; por muy difícil que lo pongáis a veces.
Cnán lo señaló con el dedo que tenía extendido e interrumpió su larga canción lo justo para gritar: —¡Lo estás jodiendo todo! ¡Vete! —Entonces vio movimiento en la loma: las puntas de las lanzas de los mongoles que subían y bajaban.
—Os sigo —dijo Percival, pensativo—. La estratagema funcionará igual.
—Y dale; tú, a lo tuyo —le espetó Cnán. Ahora podía distinguir con claridad la cara de los mongoles bajo sus cascos, y uno de ellos la señalaba directamente gritando enfebrecido a sus compañeros.
Cnán empezó a bajar del árbol. Fue más despacio de lo previsto porque una rama se quebró bajo su pie y la obligó a quedarse colgada durante unos cuantos tiempos de la canción mientras buscaba un asidero.
Percival, maniobrando con destreza su caballo por debajo de ella, la sujetó por un tobillo, la guio hacia su paciente poni y se aseguró de que sus nalgas aterrizaran sobre la silla. Cuando Cnán estaba cogiendo las riendas, él dio un manotazo en un anca del poni, que salió como un rayo. Percival fue detrás, entre Cnán y los mongoles.
Cnán, por fin con las riendas bien asidas, se lanzó por el mismo camino que habían seguido Istvan, Raphael y Eleazar. Intentando ignorar lo que estuviera haciendo Percival tras ella, galopó hacia la ratonera con la esperanza de que el recorrido fuera lo bastante largo para que los mongoles se hicieran una idea de sus intenciones.
Raphael y Eleazar estaban sobreactuando, abroncándose y dándose empujones frente a la estrecha abertura.
Ya podía oír los gritos de los mongoles que viraban para perseguirla. Cnán obligó al poni a hacer un giro muy cerrado para seguir un camino más o menos paralelo al seto, a unos diez pasos de distancia. Tendría que recorrer aproximadamente un tiro de flecha, luego debería cambiar por completo de dirección y saltar la vieja barrera de escombros para entrar al campo. Preocupada por la capacidad del poni para hacer un viraje tan cerrado a galope tendido, lo hizo alejarse del seto.
El desastre llegó de manera tan repentina que se encontró dando volteretas por el centeno antes de poder ser consciente de que algo iba mal. Aprovechó el impulso que le quedaba para volver a ponerse en pie. En sus oídos aún resonaba un crujido reciente. Miró hacia atrás. El poni estaba tirado e inmóvil. Quizá hubiera metido una pata en la madriguera de algún animal, se la había roto, ella había salido despedida y el poni había aterrizado sobre su cuello.
Aturdida, se quedó de pie entre las hierbas y los rastrojos. No era la mejor estrategia cuando los arqueros ya estaban apuntando.
Dos ruidos sonaron simultáneamente: el silbido de una flecha junto a su oreja izquierda y un tronar bajo las plantas de sus pies. Se giró y vio más flechas volando en arco por el cielo, y a Percival acercándose a ella a galope tendido.
Una vez más, si hubiera sido cualquier otro habría dudado y se lo habría pensado sin saber qué le pasaba por la cabeza, que intenciones tendría. Pero tratándose de Percival lo supo al instante: la salvaría o moriría en el intento. No quería verlo muerto, así que levantó una mano.
El brazo envuelto en acero de Percival descendió del cielo como un halcón de alas relucientes y describió un arco ascendente; su guantelete chocó con el brazo levantado de Cnán entre el codo y el hombro y se cerró sobre él en una presa insoportable. Un latigazo de dolor (le estaba dislocando el brazo) la obligó a agarrarse a la cota de malla, levantó la otra mano y se aferró con las puntas de los dedos al reborde de la codera de acero. Durante un momento se sostuvo con toda la fuerza que le quedaba mientras veía a ráfagas entre botes y giros el muslo de Percival, la silla, la grupa del caballo, el cielo por arriba y el veloz suelo por abajo. Pegotes de barro y hierba le saltaban a la cara.
Encogió las piernas justo en el momento en que Percival la levantaba como a un saco de grano y la depositaba de través sobre el borrén delantero de su silla. Si hubiera esperado una cabalgada más larga habría pasado una pierna al otro lado y se habría puesto derecha, pero en esa posición se sentía más segura a pesar de que la silla se le estaba clavando en el estómago y en las costillas. Así que se mantuvo agarrada a cualquier pieza de los arreos que quedase al alcance de sus agitadas manos e intentó hacer un análisis de la situación, en la medida de sus posibilidades.
El caballo estaba sin duda virando, haciendo aquella maniobra a toda velocidad hacia la boca abierta del largo campo.
Algo pasó veloz junto al flanco izquierdo del caballo y se clavó en el suelo delante de ellos. Ruidos aún más impresionantes la alarmaron: el sonido hueco y metálico de las flechas chocando con la espalda de Percival, que al menos estaba parcialmente protegida por el escudo que llevaba colgado. Pero su montura no tenía protección.
El caballo soltó un terrible chillido y perdió el paso, dio un par de traspiés, intentó recuperar el galope y trastabilló de nuevo, y acabó con un movimiento medio cruzado y desacompasado que daba la impresión de una lenta caída. La silla dejó de machacar el estómago de Cnán. Tuvo una visión fugaz de los escombros ahí abajo, un casco cayó ruidosamente sobre una gran roca y luego el suelo se acercó a gran velocidad.
El cielo, los escombros y el centeno se disputaron su atención mientras ella y Percival resbalaban y rodaban uno sobre otro. Cnán acabó encima, rodó una vez más para ponerse en pie con cierta inestabilidad e inspiró profundamente todo el aire que había sido expulsado violentamente de su interior; luego se volvió hacia el enemigo preguntándose cuántas veces más iba a caerse de un caballo moribundo ese día.
Cuatro mongoles cabalgaban en columna hacia ellos y muchos más estaban virando más allá. Un arquero había cogido su arco y preparaba una flecha. Adelantó el arma y la disparó. Otro estaba haciendo lo mismo. Ambas flechas alcanzaron su blanco.
Con lo que parecía la fuerza de un Hércules, Percival levantó cuerpo, malla y coraza desde el suelo y se descolgó el escudo de la espalda. Tres flechas rebotaron en él. Otra iba de camino (no, hacia Cnán) y él extendió el brazo con el escudo justo a tiempo para detener también esa. Otra rebotó ruidosamente contra su casco de acero.
El caballero se tambaleó hacia un lado, se volvió, se agachó y lanzó el escudo contra las patas del caballo del mongol más próximo. El animal cayó sin control y su chillido se ahogó cuando clavó el morro en la hierba y la tierra. El jinete dio una voltereta por encima y salió deslizándose por la hierba como un niño en trineo. Percival detuvo abruptamente su recorrido con una estocada a dos manos de su espada, que lo dejó clavado al suelo.
Los otros tres mongoles pasaron de largo. Cnán sabía que su siguiente maniobra sería volverse sobre la silla y dispararles a la manera de los partos. Cuando se volvió hacia ellos los vio caer (uno, dos, tres) a medida que los alcanzaban y atravesaban sus corazas de cuero unas flechas lanzadas desde los laterales y el frente.
Istvan era el único arquero al que podía ver; los otros disparos habían salido de escondites. Ahora el húngaro se acercaba al galope, agachado sobre su silla, y disparó otra flecha que atravesó la protección del cuello de un mongol herido que empezaba a levantarse. El soldado volvió a caer de rodillas con las manos extendidas, incapaz de gritar, porque la flecha le había atravesado la garganta y asomaba por el otro lado, casi entera.
—Corred, mi señora —dijo Percival con calma, como si estuviera invitándola a bailar, y Cnán corrió. Él fue detrás. Sin la protección, la habría superado; con toda la armadura, hasta él iba despacio.
Los estaban persiguiendo por el campo, y mientras los pies ligeros de Cnán se movían sobre el centeno y las hierbas, advirtió la presencia de hombres tumbados en zanjas poco profundas bajo montones de hierba arrancada. También vio más cuerdas largas bajo sus pies, cuerdas que habían dejado allí, estiradas sobre la hierba, pero flojas.
Istvan pasó al galope a su lado en dirección contraria. Ella se volvió a mirarlo mientras el húngaro disparaba una flecha al primero de la siguiente oleada de jinetes, y luego viraba en redondo y volvía al galope del revés sobre la silla, disparando al estilo parto. Cuando hubo pasado, las cuerdas saltaron hacia arriba súbitamente tensas; tres de ellas, tensadas por caballeros que trabajaban por parejas, uno en cada extremo, y que las ataron a gruesas estacas clavadas en el suelo.
Percival apretó la marcha y en unos cuantos pasos alcanzó a Cnán, la sujetó por el brazo, que ya tenía dolorido, la llevó hacia el seto y la lanzó a su interior. Las enredaderas y los cardos le dieron la bienvenida. Las rocas le rasparon la cara y un hombro (heridas leves y una buena atención). Más flechas se clavaron en el suelo a un par de pasos de ella.
Cnán se acurrucó en el interior del seto y movió con cuidado los cardos y los zarcillos para ocultarse. Pero la curiosidad venció a la prudencia. Separó las enredaderas y vio que el desastre se cernía sobre los jinetes mongoles. Dos arban (veinte jinetes) galopaban a toda velocidad hacia las trampas de cuerda.
Todos los jinetes con sus ponis, menos dos, tropezaron con las cuerdas tensas y cayeron de frente pataleando y chillando en una nube de polvo. Los dos que consiguieron pasar fueron derribados por flechas de Istvan desde un lado y de Rædwulf desde el otro. El húngaro sonreía como un demonio, con su enorme y fosco bigote aún lleno de sangre seca de la matanza en la granja.
Con un golpeteo de pesados pasos, un hombre pasó corriendo junto a su escondite en el seto, jadeando por el esfuerzo y dejando tras de sí una alargada nube de humo. Era Yasper, el alquimista, y parecía en llamas. Cada dos pasos se detenía para lanzar un objeto humeante que extraía de una bolsa que llevaba colgada del hombro. Los lanzaba hacia la entrada del campo abandonado, donde los dos escuadrones de mongoles se levantaban tambaleantes, sacando las espadas o intentando todavía salir de debajo de sus caballos caídos, que seguían pataleando.
Los objetos humeantes rodaron por tierra y comenzaron a soltar humo, pero no el humo blanco y translúcido que sale de una hoguera, sino una especie de vapor amarillo pardusco, espeso como el cieno de un río. Y seguía saliendo. Uno de los objetos cayó de la bolsa de Yasper y quedó en el suelo no muy lejos de Cnán. Era una calabaza, más o menos del tamaño de un puño, con un agujero cortado en un lado. Estaba fascinada por la cantidad de humo que salía del pequeño objeto entre silbidos y gorgoteos; era como ver salir a un centenar de hombres de un barril de vino.
En unos instantes los chorros y nubes se combinaron para formar una densa pared alrededor de los jinetes caídos, como una nube de tormenta muy baja. Era un día despejado, el campo estaba resguardado por los bosques y el acre vapor amarillo no tenía prisa alguna por dispersarse.
Desde las trincheras saltaron Taran y Feronantus, y luego Roger e Illarion, que desenvainaron las espadas con un extraño, ululante y sonoro grito: —Alalazu! Alalazu!
Supuso que era el grito de guerra de la Ordo Militum Vindicis Intactae.
Corriendo por el centro del campo llegó Eleazar, también desenvainaba y preparaba la colosal espada que con tanto éxito había utilizado la noche anterior. Detrás iba Raphael con el arco levantado y una flecha a punto, buscando con la mirada más enemigos lejanos.
Pero la capacidad de cegar de la nube de humo de Yasper era total, y los demás de la fuerza mongola, que seguían buscando un paso para rodear o saltar el seto, no se atrevían a utilizar los arcos por temor a alcanzar a sus camaradas.
La nube se expandió. Ahora brotaban de ella sonidos terribles. Un mongol salió saltando sobre una pierna fuera de la creciente nube amarilla, tosiendo, agitando su mano libre y dejando una estela de humo que escapaba de sus ropas y cabello. Un hacha surgió dando vueltas del interior de la nube y le abrió el cráneo desde atrás. Con los ojos repentinamente rojos y dilatados, estiró los brazos y se desplomó de cara.
Roger, con los brazos cubiertos de sangre, salió de la nube caminando hacia atrás, se agachó y recogió el hacha. Otro mongol cargó contra él. Roger le lanzó el arma con un revés sin demasiado protocolo, enviándola en vuelo rasante a la altura de sus rodillas. No hirió al mongol, pero lo desequilibró y lo hizo tambalearse. Entonces levantó una espada corta, no tanto para descargar un golpe como para protegerse de lo que pudiera venir a continuación. Roger corrió hacia él, lo sujetó por el codo y, con todas sus fuerzas, tiró de él hacia atrás hasta que rozó la oreja del mongol y luego lo hizo girar dejando su cuello bien al alcance de la daga que llevaba en la otra mano. El arma alcanzó su blanco.
Todo salpicado y goteando sangre reciente, Roger arrancó la espada de la mano del mongol moribundo y volvió a internarse en la nube, con los rasgos distorsionados por la furia del combate, gritando: —Alalazu!
Raphael se volvió hacia el seto, miró directamente a Cnán (no, justo encima de ella) y disparó una flecha. Hubo algunos crujidos y desde lo alto del seto cayó un mongol, que la golpeó violentamente en un hombro. Ambos (y una buena masa de vegetación arrancada) cayeron amontonados. Cnán salió arrastrándose de debajo e intentó saltar hacia atrás mientras un gruñido de miedo y asco emergía desde el fondo de sus entrañas. El mongol tenía una flecha en el pulmón derecho. Alargó una mano y cogió a Cnán por el tobillo. Con la otra mano palpaba su cinturón en un intento de alcanzar la empuñadura de una daga que se le había girado con la caída.
Cnán se dejó caer sobre una rodilla asegurándose de que debajo estuviera la nariz del mongol. Entonces cogió la daga rebelde y se la hundió en el estómago. De arriba le llegó un sonido de hojas y saltó de encima del agonizante ruidoso justo a tiempo de evitar que le cayera encima otro mongol, este con dos flechas profundamente clavadas.
Había tenido la mala suerte de esconderse en un lugar en que los escombros formaban un montón y era muy fácil escalarlo desde el otro lado. Probablemente era una buena idea abandonar el error de creer que había algún lugar seguro en aquella melé, así que corrió hacia el centro del campo.
La nube de humo se desplazaba poco a poco hacia ella o quizá estaba creciendo, y la batalla iba con ella.
Vislumbró a Illarion haciendo girar una lanza de diez pies, deteniéndose solo para clavar un extremo u otro en un enemigo. Feronantus se movía con una tranquilidad pavorosa por el perímetro de la zona de combate blandiendo una espada corta y con un escudo, derribando a los que intentaban escapar.
El humo retrocedió y dejó a la vista a Taran, enzarzado en singular combate con un impresionante mongol que llevaba una buena coraza gruesa, claramente el comandante de un arban, si es que no lo era de todo el grupo. Ambos iban igualados golpe por golpe, pero el mongol parecía exhausto e inseguro mientras que Taran estaba tranquilo, implacable y, a falta de una palabra mejor, curioso. Taran aprovechó la oportunidad que el otro le brindó al levantar la espada para cambiar de posición y hundió la suya en la desprotegida axila del comandante.
Parecía que Yasper había agotado su suministro alquímico y ahora andaba por ahí alerta, con la espada en la mano, pero sin mostrar interés alguno por entrar en la nube de la batalla. A Cnán le pareció un exceso de prudencia (un vistazo alrededor del campo de batalla mostraba que no iban a sorprenderlos) y, de hecho, mientras ella miraba, Yasper señaló con la espada hacia el otro extremo del campo. Gritó algo a los otros, palabras ásperas que no llegó a entender, pero que eran claramente una señal de alarma.
Raphael, Rædwulf e Istvan, preocupados por eliminar a los mongoles aislados que intentaban trepar por el seto, no habían prestado atención al extremo del campo donde estaba el saliente del bosque y el grupo de chozas de la vieja granja. Otro escuadrón de mongoles había conseguido llegar por ese lado. Estaban cortando con furia las cuerdas tendidas a la altura del cuello entre los árboles. Cuatro jinetes habían pasado y estaban reunidos en el extremo del campo, esperando a que se unieran a ellos más camaradas.
Pero cuando oyeron el grito de Yasper y vieron a los arqueros volverse y apuntarles, lanzaron una carga directa en lugar de esperar a ser eliminados uno por uno.
Istvan disparó una única flecha y luego espoleó a su caballo hacia ellos, y mientras se colgó el arco a la espalda y desenvainó su sable; chocó con el primero de los mongoles en el centro del campo, hoja contra hoja. El mongol se alejó, erguido, pero con una mirada turbia y perdida; y sin la mitad del brazo en que había llevado la espada.
Otros dos cayeron con flechas en el cuello y el pecho, pero el cuarto consiguió de alguna manera llegar laboriosamente hasta Istvan, los arqueros, Yasper y Cnán. Fue al galope por Taran, que estaba de espaldas. Tras el mongol iban doce más que seguían el mismo camino de los cuatro primeros.
Los luchadores del interior de la nube habían oído la conmoción y eran conscientes del peligro. Illarion y Feronantus llegaron corriendo, dejando a Percival y a Roger al cuidado de lo que ahora se había convertido en la retaguardia de la batalla.
Cnán se quedó cautivada durante unos instantes por la visión de Feronantus, a pie, entrando en combate con un mongol que cargaba a caballo. Feronantus lanzó la espada al aire como si jugase con ella, haciendo que girase lentamente alrededor de su centro y volviendo a cogerla por la hoja sujetándola entre las yemas de los dedos y la base de la palma. Dando un paso a un lado para que el golpe del mongol pasara silbando junto a su barbilla, cortándole algunos pelos de la barba, giró la espada como si fuera un pico y encajó el extremo puntiagudo de uno de los gavilanes en la axila del jinete, que cayó al suelo de espaldas.
Mientras sujetaba al hombre caído con un pie sobre el cuello, Feronantus volvió a girar la espada y se la clavó hacia arriba por debajo del casco.
Ese fue el último de los mongoles en morir. Pero no el último de ellos. Uno seguía en el límite del campo, cerca de las viejas chozas. Estaba medio en cuclillas sobre su silla, con un pie fuera del estribo y apoyado en el borrén delantero de la silla, con el codo sobre esa rodilla y la barbilla en el puño; desafiante, tranquilo, seguro. Observando. Un hombre fornido incluso para los estándares de los mongoles, ataviado con una armadura buena, aunque no ostentosa. Montaba un caballo excelente, pero no llevaba casco, y su pelo gris caía suelto por debajo de la tonsura que se hacían todos los guerreros mongoles.
Cuando Cnán se fijo en él por primera vez, Rædwulf estaba disparándole una flecha, pero el mongol de pelo gris se inclinó hacia atrás, levantó el escudo con habilidad y detuvo la flecha antes de que pudiera alcanzarlo en la cara.
Miró por encima del escudo con ojos brillantes, y al ver que no llegaban más flechas levantó su espada curva y la agitó en lo que podría ser una muestra de ira o un saludo. Comunicándose con su caballo con gritos guturales y golpes de rodilla y talón, lo giró y se perdió en el bosque al galope.
Istvan dio la vuelta para perseguirlo, pero Feronantus, que estaba al lado, alargó la mano y sujetó las riendas del caballo.
—Detente —dijo—. Nunca lo cogerías. Tu caballo está medio muerto. Y, además, por el momento tu rabia ya ha cumplido bastante.
Istvan parecía orgulloso de haber recibido ese elogio hasta que, al apreciar una mirada lúgubre en el rostro de Feronantus, siguió sus ojos hasta un lugar a unos diez pasos, donde Taran yacía en el suelo, boca abajo e inmóvil.