Los anfibios

Unready to Wear

Cuando Charles Darwin propuso por primera vez en el pasado siglo su entonces controvertida teoría de la evolución por la selección natural, causó un profundo efecto en la sociedad, particularmente en las creencias de la religión organizada, porque desafiaba explícitamente las nociones religiosas de cómo nosotros hicimos nuestra aparición en este planeta e implícitamente desafiaba las suposiciones entonces corrientes sobre el destino de nuestra especie. El futuro del género humano es también materia de la moderna ciencia ficción, como Kurt Vonnegut, Jr. nos muestra en esta obsesionante historia de la evolución humana.

Yo no creo que los viejos, al menos aquellos de nosotros que no nacimos para ello, podamos nunca sentirnos a gusto siendo anfibios, anfibios en el nuevo sentido de la palabra. Aún hay veces en que me pongo lívido por cosas que ya no me importan nada.

No puedo evitar el preocuparme por mi negocio, por ejemplo, o por lo que fue mi negocio. Al fin y al cabo me pasé treinta años creándolo desde el principio, y ahora el equipo se está oxidando y atascando de polvo. Pero aunque yo sé que es una tontería por mi parte el preocuparme por lo que le pasa al negocio, pido prestado un cuerpo de vez en cuando a un centro de depósito y me voy a dar una vuelta por mi vieja ciudad natal y limpio y engraso toda la parte de equipo que puedo.

Claro que todo aquel equipo era muy bueno para hacer dinero, y Dios sabe que hay mucho de él tirado por allí. No tanto como solía haber al principio, cuando algunas personas se volvieron juguetonas y lo arrojaron por todos lados, y el viento luego lo sopló en todas las direcciones. Y muchos ambiciosos reunieron montones de ello y lo escondieron en alguna parte. Odio tener que admitirlo; pero yo mismo recogí casi medio millón y lo escondí en un sitio apartado. Solía sacarlo a veces y contarlo; pero de eso ya hace años. Ahora me sería difícil decir dónde está.

Pero mi preocupación por mi viejo negocio no es nada comparada con la preocupación de mi esposa, Madge, que es nuestra vieja casa. La casa que ella creó en treinta años mientras yo creaba mi negocio. Y luego cuando terminamos de construir y decorar aquel sitio todas las personas que nos importaban algo se volvieron anfibias. Madge pide prestado un cuerpo cada mes y va a limpiar el polvo de la casa, aunque para lo único que sirve hoy tener casa es para que las termitas y los ratones no pillen una pulmonía.

Cada vez que es mi turno para meterme dentro de un cuerpo y trabajar como ayudante en el centro de depósito local, me doy cuenta de nuevo de lo duro que fue para las mujeres acostumbrarse a ser anfibias.

Magde pide prestados cuerpos con mucha más frecuencia que yo, y eso mismo ocurre con las mujeres en general. Hemos de tener en existencia por lo menos tres veces más, cuerpos de mujeres que de hombres, a fin de poder atender a la demanda. A menudo parece como si una mujer hubiera de tener un cuerpo para tratarlo como a una muñeca y ponerle sus vestidos y mirarse a sí misma en un espejo. Y Madge, Dios la bendiga, no creo que quede satisfecha hasta que se haya probado todos los cuerpos de todos los centros de depósito de la Tierra.

Es un detalle muy fino de Madge, sin embargo. Yo nunca le gasto bromas sobre ello, porque hace mucho por su personalidad. Su viejo cuerpo, si ha de hablar uno con toda franqueza, no era precisamente nada que excitara a uno, y tener que acarrear con él por todas partes la puso triste a ella muchas veces en los viejos tiempos. Ella no podía evitarlo, pobrecita, lo mismo que nadie podía evitar la clase de cuerpo que le había tocado en suerte al nacer, y yo la amaba a pesar de ello.

Bueno, después de que aprendiéramos a ser anfibios, y después de que construyéramos los centros de depósito y nos aprovisionáramos cuerpos y los abriéramos al público, Madge se volvió como loca. Y tomo en préstamo el cuerpo de una rubia platino que había sido donado por una estrella de las salas de fiestas, y yo llegué a creer que ella nunca querría desprenderse de él. Como ya he dicho, todo aquello hizo maravillas para darle confianza en sí misma.

Yo soy como la mayoría de los hombres y a mí no me importa qué cuerpo me pongo. En existencia sólo tenemos cuerpos fuertes, de buen ver, y sanos, así que uno es tan bueno como el siguiente. A veces, cuando Madge y yo vamos a sacar cuerpos juntos en recuerdo de los viejos tiempos, yo le dejo a ella que escoja uno para mí que haga juego con el que ella quiera escoger. Y tiene gracia porque siempre elige uno alto y rubio para mí.

Mi viejo cuerpo, del que ella afirma que lo amó durante un tercio de siglo, tenía pelo negro, y era gordo y barrigudo también hacia el final. Soy humano y no pude evitar sentirme dolido cuando ellos lo desecharon después de que yo lo dejara, en vez de guardarlo en existencias. Era un cuerpo bueno, agradable y cómodo; nada rápido ni llamativo, pero en el que se podía confiar. Pero no hay mucha demanda de tal clase de cuerpos en los centros, según creo. Yo por lo menos nunca pedí uno así.

La peor experiencia que yo tuve jamás con un cuerpo fue cuando me convencieron con engaños para que tomara uno que había pertenecido al doctor Ellis Konigswasser. Este es propiedad de la Sociedad de Pioneros Anfibios y sólo lo sacan una vez al año para el gran desfile del Día de los Pioneros, en el aniversario del descubrimiento de Konigswasser. Todo el mundo dijo que era un gran honor para mí haber sido elegido para meterme dentro del cuerpo de Konigswasser e iniciar el desfile.

Y como un tonto de remate yo les creí.

Les costará trabajo volver a meterme en una cosa así de nuevo. Sacando aquel cascajo ciertamente quedó en claro por qué Konigswasser descubrió cómo las personas podían vivir sin sus cuerpos. Aquel viejo cuerpo suyo prácticamente te echa fuera. Ulceras, dolores de cabeza, artritis, arcos caídos, una nariz como una podadera, unos ojillos cerdosos y un aspecto general como el de un baúl de camarote usado. Él era y aún es, la persona más cariñosa que uno pueda conocer; pero en los tiempos en que él estaba dotado con tal cuerpo, nadie se le acercaba lo bastante como para descubrirlo.

Tratamos de volver a meter a Konigswasser en su viejo cuerpo para que iniciara la marcha cuando empezamos a organizar los desfiles del Día de los Pioneros; pero él no quiso saber nada de ello, así que siempre teníamos que engatusar a algún pobre infeliz para que se encargase de la tarea. En cuanto al propio Konigswasser, desfila, por supuesto, pero como un cowboy de metro ochenta de estatura que puede doblar una lata de cerveza entre su pulgar y su dedo medio.

Konigswasser se porta como un muchacho con ese cuerpo. Nunca se cansa de doblar latas de cerveza con él, y todos nosotros hemos de rodearle con nuestros cuerpos cuando acaba el desfile y contemplarlo como si aquello nos causara mucha impresión.

No creo que él pudiera doblar muchas cosas en los viejos tiempos.

Nadie le habla de eso, ya es el Gran Abuelo de la Época Anfibia; pero hace diabluras con los cuerpos. Casi cada vez que saca uno, lo estropea, de tanto alardear con él. Entonces alguien tiene que meterse en un cuerpo de cirujano y volverlo a coser.

Yo no quiero parecer irrespetuoso con Konigswasser. En realidad es una forma respetuosa de hablar de alguien cuando se dice que es muy infantil en cierto modo, ya que es a la gente así a la que se le ocurren las grandes ideas.

Hay un retrato de él en sus viejos tiempos en la Sociedad Histórica y por él se puede ver que nunca creció lo suficiente como para cambiar de aspecto en el transcurso de los años, haciendo lo poco que podía hacer con aquel cuerpo desastrado con que la naturaleza le había dotado.

Llevaba el pelo muy por debajo del cuello, y sus pantalones estaban tan caídos que los tacones de sus zapatos abultaban en sus perneras por encima de los dobleces y él forro de su chaqueta colgaba en festones alrededor de su parte baja. Se olvidaba de las comidas y salía con tiempo frío o húmedo sin llevar puesta ropa adecuada, y jamás se daba cuenta de las enfermedades hasta que éstas por poco le mataban. Era lo que solemos llamar un hombre distraído. Ahora, mirando hacia atrás, claro, diríamos que él empezaba a ser anfibio.

Konigswasser era matemático, y se ganaba la vida con su cabeza. El cuerpo con el que tenía que cargar teniendo aquella mente tan maravillosa le era tan útil como un vagón de plataforma cargado de chatarra de hierro. Cada vez que enfermaba y tenía que dedicar alguna atención a su cuerpo, despotricaba del siguiente modo:

—La mente es la única cosa del ser humano que vale la pena. ¿Por qué ha de permanecer atada a un saco de piel, sangre, pelo, carne, huesos y tubos? No tiene nada de extraño que la gente no pueda terminar nada, sujetos de por vida a un parásito que ha de ser rellenado de alimentos y protegido del tiempo y de los gérmenes constantemente. ¡Y lo más absurdo es que ese cuerpo se desgasta de todos modos, por mucho que se le alimente y se le proteja!

—¿Quién —quería saber él— desea realmente tener una de esas cosas? ¿Qué tiene de maravilloso el protoplasma para que tengamos que ir cargados con tantos kilos de él donde quiera que vamos?

—Lo malo del mundo —continuaba Konigswasser—, es que hay demasiada gente, es decir muchos cuerpos.

Cuando sus dientes se le picaron y tuvo que hacérselos sacar y no pudo conseguir una dentadura artificial que no le causara molestias, escribió en su diario: «Si la materia viviente pudo evolucionar lo suficiente para salir del océano, que era en realidad un lugar muy agradable para vivir, ciertamente debería de poder dar otro paso y salir de los cuerpos, que no son más que estorbos si uno piensa bien en ello.»

Él no era mojigato en lo referente a los cuerpos, sino comprensivo y no estaba en absoluto celoso de las personas que los tenían mejores que el suyo. Simplemente pensaba que los cuerpos causaban más molestias que lo que valían la pena.

No tenía muchas esperanzas de que la gente evolucionara saliendo de sus cuerpos en su época. Sólo que algún día pudieran hacerlo. Pensando en ello, se fue a dar un paseo por un parque en mangas de camisa y se detuvo a contemplar cómo eran alimentados los leones. Luego, cuando la tormenta se convirtió en nevisca, regresó a su casa y se interesó en ver a unos bomberos en la orilla de una laguna, donde estaban utilizando un pulmotor con un hombre ahogado.

Los testigos dijeron que el anciano se había dirigido recto hacia el agua y había seguido avanzando sin cambiar de expresión hasta que desapareció. Konigswasser echó un vistazo al rostro de la víctima y dijo que nunca había visto una razón mejor para el suicidio. Se encaminó a casa de nuevo y casi estuvo allí antes de que se diera cuenta de que era su propio cuerpo el que yacía tirado allí.

Regresó para reocupar el cuerpo justo cuando los bomberos lograban que volviera a respirar, y se dirigió hacia su casa, más por ayuda a la ciudad que por otra cosa. Penetró en su gabinete privado, salió de él de nuevo, y lo dejó allí.

Él lo sacaba sólo cuando deseaba escribir algo o volver las páginas de un libro, o cuando quería alimentarlo de modo que tuviera la suficiente energía para hacer las pocas tareas que él le daba. El resto del tiempo, permanecía sentado e inmóvil en su gabinete, mirando aturdido y apenas empleando energía. Konigswasser me dijo el otro día que solía mantener a su cuerpo por un dólar a la semana, simplemente con sacarlo sólo cuando realmente lo necesitaba.

Pero lo mejor de todo era que Konigswasser ya no tuvo que dormir nunca más, sólo porque su cuerpo tuviera que dormir; o sentir temor nunca más, sólo porque éste pensara que podía resultar herido; o buscar cosas que a su cuerpo le parecía que debía de tener. Y cuando el cuerpo no se sentía bien, Konigswasser se salía de él hasta que se sentía mejor, y no tenía que gastar una fortuna manteniéndolo cómodo.

Cuando sacó a su cuerpo del armario para poder escribir, escribió un libro explicando cómo uno podía salir de su propio cuerpo, el cual fue rechazado sin más comentarios por veintitrés editores. El vigésimo cuarto vendió más de un millón de ejemplares, y el libro cambió la vida humana más que la invención del fuego, los números, el alfabeto, la agricultura, o la rueda. Cuando alguien hizo observar eso a Konigswasser, éste contestó con un bufido y diciendo que estaban perjudicando a su libro con tan débiles elogios. Yo diría que en eso se mostraba muy sensible.

Siguiendo las instrucciones del libro de Konigswasser durante dos años, casi todo el mundo podía salir de su cuerpo cada vez que lo deseara. El primer paso era comprender que el cuerpo era la mayor parte del tiempo un parásito y un dictador, y luego separar lo que el cuerpo quería o no quería de lo que uno —nuestro psique— quería o no quería. Luego, concentrándose en lo que uno quería e ignorando en todo lo posible lo que el cuerpo quería más allá del puro mantenimiento, uno lograba que su propio psique demandara sus derechos y se volviera autosuficiente.

Eso era lo que Konigswasser había hecho sin darse cuenta, hasta que él y su cuerpo se separaron en el parque, con su psique yendo a contemplar la comida de los leones y con su cuerpo errando fuera de control por la laguna.

El truco final de la separación, una vez que tu psique se volvía lo suficientemente independiente, era que el cuerpo comenzara a caminar en una dirección y de repente sacar a tu psique y llevarla en otra dirección. Uno no podía estarse quieto, por alguna razón, había que caminar.

Al principio, los psiques de Madge y mío estuvieron un poco torpes en desenvolverse fuera de nuestros cuerpos, como los primeros anima—; les marinos que anduvieron perdidos en tierra hace millones de años y que sólo pudieron anadear y retorcerse y boquear en el barro. Pero nosotros mejoramos con el tiempo porque el psique puede naturalmente adaptarse mucho más rápidamente que el cuerpo.

Madge y yo teníamos una buena razón para querer salir. Todo aquel que estaba lo suficientemente loco para intentar salir al principio tenía buenas razones. El cuerpo de Madge estaba enfermo y ya no iba a durar mucho. Cuando ella se fuera dentro de poco, yo ya no podía sentir muchas ilusiones para seguir viviendo. Así que estudiamos el libro de Konigswasser y tratamos de sacar a Madge fuera de su cuerpo antes de que se muriera. Yo fui con ella para evitar que uno de los dos se quedara solo. Y lo hicimos justo a tiempo, seis semanas antes de que el cuerpo de ella se hiciera pedazos.

Por eso es por lo que tenemos que desfilar cada año en el Día de los Pioneros. No todo el mundo lo hace, sólo los primeros cinco mil que nos volvimos anfibios. Fuimos como conejillos de Indias, sin mucho que perder en un sentido o en otro, y fuimos los que demostramos a los demás lo agradable y seguro que era, muchísimo más seguro que correr el riesgo con un cuerpo un año sí y otro no.

Más pronto o más tarde casi todo el mundo tuvo una buena razón para probarlo. Llegarían a ser millones, finalmente más de un billón, invisibles, insustanciales, indestructibles, y ¡pardiez!, fieles a nosotros mismos, sin molestia para nadie ni temor por nada.

Cuando no estamos en los cuerpos, los Pioneros Anfibios nos podemos reunir en la cabeza de un alfiler. Cuando nos metemos en cuerpos para el desfile del Día de los Pioneros, ocupamos unos cincuenta mil pies cuadrados, hemos de tragar más de tres toneladas de alimentos para tener la energía suficiente para marchar, y muchos de nosotros pillamos resfriados o algo peor, y nos lastimamos porque el cuerpo de alguien tropieza accidentalmente con el cuerpo de otro y nos ponemos celosos porque unos han de ir al frente del desfile y los otros marcando el paso en las filas de detrás, y ¡oh, demonios!, no sé cuántas cosas más.

No es que a mí me vuelva loco el desfile. Con todos nosotros presentes allí, apretados en cuerpos, bueno, eso hace salir lo peor de todos nosotros, no importa lo buenos que sean nuestros psiques. El año pasado, por ejemplo, en el Día de los Pioneros, hizo mucha calor. La gente no pudo evitar el ponerse de mal humor, metidos en cuerpos sofocantes y sedientos durante horas.

Bueno, una cosa lleva a otra, y el director del desfile me dijo que iba a atizar a mi cuerpo con su cuerpo si mi cuerpo volvía a salirse de la fila. Naturalmente, al ser el director del desfile, tenía el mejor cuerpo aquel año, exceptuando el de cowboy de Konigswasser; pero yo le contesté que se pegara él en su gorda cabeza. El dio media vuelta y yo me desembaracé de mi cuerpo allí mismo y me quedé allí el rato suficiente para ver si él conectaba. Tuvo que cargar con mi cuerpo y llevarlo de nuevo al centro del depósito.

Dejé de estar furioso con él en el instante en que salí de mi cuerpo. Y comprendí, ya ven. Nadie que no sea un santo podría ser simpático o inteligente durante más de unos minutos seguidos dentro de un cuerpo, o feliz, sí viene al caso, excepto en brevísimos instantes. Yo no he conocido a un anfibio con el que no haya sido fácil tratar y no haya sido de carácter alegre e interesante, siempre que haya estado fuera de un cuerpo. Y no he conocido todavía a uno que no se volviera un poco amargado cuando se metiera en uno.

En cuanto uno se mete en él, la química empieza a actuar, glándulas que te vuelven excitable o pendenciero, o hambriento, o loco, o cariñoso... bueno, uno nunca sabe lo que va a suceder después.

Por eso es por lo que no puedo enojarme con el enemigo, la gente que está contra los anfibios. Estos nunca salen de sus cuerpos y no quieren aprender. Tampoco quieren que nadie aprenda, y les gustaría que los anfibios volvieran a cuerpos y se quedaran en ellos.

Después de la disputa con el director del desfile, Madge se enteró de ello y dejó su cuerpo justo en medio del desfile de las Damas Auxiliares. Y los dos, sintiéndonos llenos de perversidad tras librarnos de los cuerpos en el desfile, fuimos a echar un vistazo al enemigo.

Yo nunca he sentido mucho interés en ir a verlos. A Madge le gusta ir para ver qué es lo que llevan puesto las mujeres. Metidas siempre en sus cuerpos, las mujeres enemigas se cambian de vestidos, peinado y estilos de cosmética mucho más a menudo que lo que nosotros hacemos con los cuerpos de mujeres de los centros de depósito.

A mí me tienen sin cuidado las modas, y casi todo lo que uno ve y oye en territorio enemigo aburriría tanto a una estatua de yeso que se marcharía andando.

Por lo general el enemigo habla de reproducciones de estilos antiguos, lo cual es la cosa más chapucera, cómica e inconveniente que alguien pueda imaginar, comparado con lo que los anfibios tienen en ese aspecto. Y si no están hablando de eso, están hablando de comida, las cantidades de productos químicos con que han de atiborrar sus cuerpos. O hablando de miedo, que es lo que nosotros solíamos llamar política, chistes políticos, política social, política del gobierno.

El enemigo odia todo eso, ya que nosotros podemos mirarles a hurtadillas cada vez que queramos, mientras que ellos no nos pueden ver a menos que nos metamos en cuerpos. Ellos parecen tenernos un miedo mortal, aunque tener miedo délos anfibios tiene el mismo sentido que tener miedo de la salida del sol. Ellos podrían tener el mundo entero, exceptuando los centros de depósito, de todo lo que a los anfibios importa. Pero se amontonan como si nosotros fuéramos a descender del cielo dando alaridos para hacerles algo terrible en cualquier momento.

Tienen dispositivos por todas partes que se suponen sirven para detectar anfibios. Son chismes que no valen ni una moneda de níquel, pero que al parecer dan seguridad al enemigo, ya que están alineados contra grandes fuerzas, lo que mantiene su moral y les permite hacer cosas importantes e inteligentes. Técnica; en todo momento se estaban dando palmaditas en la espalda el uno al otro hablando de lo adelantada que se hallaba su técnica, y de la poca que nosotros teníamos en comparación. Si técnica se refiere a armas, tienen toda la razón.

Creo que hay una guerra entre ellos y nosotros. Pero nosotros no hacemos nada para sostener nuestra causa en esta guerra, excepto mantener secretos nuestros sitios de desfile y nuestros centros de depósito, y salir de los cuerpos cada vez que hay una incursión aérea o el enemigo dispara un cohete o algo así.

Eso no hace más que enrabiar al enemigo porque las incursiones aéreas y los cohetes y todo eso cuesta muchísimo dinero, y destruir cosas que nadie necesita, de todos modos es una pobre compensación para el dinero que pagan los contribuyentes. Nosotros siempre sabemos cuál es la próxima cosa que van a hacer, y cuándo y dónde, así que no nos es nada difícil mantenernos apartados de su camino.

Pero son muy listos, considerando que tienen cuerpos que cuidar además de tener que pensar, así que yo trato de ser precavido cuando voy a observarlos. Por eso es por lo que quisimos irnos cuando Madge y yo vimos un centro de depósito en medio de uno de sus campos. Nosotros no hemos hablado con nadie últimamente sobre lo que el enemigo estaba haciendo, y el centro parecía muy sospechoso.

Madge se sentía optimista, de un modo como se había sentido desde que tomó prestado aquel cuerpo de la estrella de las salas de fiestas, y dijo que el centro de depósito era una señal segura de que el enemigo había visto la luz, y de que se disponían a convertirse en anfibios ellos mismos.

Bueno, eso parecía. Había un flamante centro, abastecido de cuerpos y abierto para las transacciones, tan inocente como uno pudiera imaginar. Dimos varias vueltas alrededor, y los círculos de Madge fueron cada vez más pequeños, conforme ella trataba de echar un vistazo de cerca y ver qué es lo que tenían en el ramo de confección de señoras, o prét-á-porter.

—Vamos —dije yo.

—Sólo mirar un poco —contestó Madge—. No hay nada malo en mirar.

Entonces vio lo que estaba en el principal estuche de exhibición, y ella olvidó quién era o de dónde había venido.

En el estuche estaba el cuerpo más sorprendente de mujer, tendría un metro ochenta de estatura y tenía un tipo de diosa. Pero eso no era todo. El cuerpo tenía una piel bronceada, un pelo y uñas color chartreuse, y llevaba un elegante vestido de noche de lamé dorado. Junto a aquel cuerpo había el cuerpo de un varón rubio gigantesco con uniforme de mariscal color azul pálido de campaña, con cordones escarlata y tachonado de medallas.

Creo que el enemigo debió de haber robado aquellos cuerpos en una incursión en uno de nuestros centros de depósito exteriores y los acolchó y tiñó y los vistió.

—¡Madge, vuelve! —le dije.

La mujer bronceada con el cabello color chartreuse se movió. Una sirena ululó y unos soldados salieron corriendo de sus escondites para agarrar el cuerpo en el que Madge estaba metida.

¡El centro era una trampa para anfibios!

El cuerpo que Madge no había podido resistir tenía los tobillos atados, de modo que Madge no pudiera andar los pocos pasos que tenía que dar si quería salir de él.

Los soldados se la llevaron triunfalmente como prisionera de guerra. Yo me metí en el único cuerpo disponible, el del mariscal de campo de fantasía, tratando de ayudarla. Era una situación desesperada, pues el mariscal de campo era otra añagaza, y tenía asimismo los tobillos atados. Los soldados me arrastraron detrás de Madge.

El joven y arrogante comandante que iba al mando de los soldados se fue jactando por la carretera de que ya estábamos perdidos, iba tan orgulloso. Era el primer hombre que había capturado un anfibio, lo cual era realmente una hazaña desde el punto de vista del enemigo. Llevaban varios años de guerra contra nosotros, y gastados Dios sabe cuántos billones de dólares; pero nuestra captura fue la primera cosa que hizo que los anfibios les prestaran atención.

Cuando llegamos a la ciudad, la gente se asomó a las ventanas y agitó banderas y aclamó a los soldados y silbó a Madge y a mí. Aquí estaba toda la gente que no quería ser anfibia, los que pensaban que era terrible para cualquiera ser anfibio, gente de todos los colores, formas, tamaños y nacionalidades unidas para luchar contra los anfibios.

Resultó que a Madge y a mí nos iban a someter a un gran proceso. Tras ser bien atados y pasar toda la noche en un calabozo, fuimos llevados a una sala de tribunal donde las cámaras de televisión nos enfocaron.

Madge y yo estábamos rendidos de cansancio porque ninguno de los dos había estado enjaulado en un cuerpo tanto tiempo desde yo que sé cuando. Y justo cuando necesitábamos pensar más que nunca, en el calabozo antes del juicio, los cuerpos sintieron el dolor del hambre y no pudimos descansar cómodamente en los catres, por mucho que lo intentamos; y además, por supuesto, los cuerpos necesitaban sus ocho horas de sueño.

La acusación que nos hacían era un cargo gravísimo en los libros del enemigo: deserción. En lo que respecta al enemigo, los anfibios eran personas que se habían vuelto cobardes y abandonado sus cuerpos justo cuando éstos eran necesitados para hacer cosas valientes e importantes para la humanidad.

No teníamos ninguna esperanza de ser absueltos. La única razón de que hubiera un proceso era que eso les daba la oportunidad de proclamar que ellos tenían tanta razón y que nosotros estábamos tan equivocados. La sala del Tribunal se hallaba atestada de jefazos con muchas condecoraciones, todos con cara de enfadados y aspecto de valentía y nobleza.

—Señor Anfibio —dijo el fiscal—, usted tiene la edad suficiente, ¿verdad?, para recordar cuando todos los hombres tenían que enfrentarse a la vida en sus cuerpos, y trabajar y luchar por lo que ellos creían.

—Recuerdo cuando los cuerpos siempre estaban metiéndose en peleas, y nadie parecía saber por qué, ni el modo cómo detenerlo —repuse yo cortésmente—. La única cosa en la que todo el mundo parecía creer era que a ellos no les gustaba tener que luchar.

—¿Qué diría usted de un soldado que huyera ante el fuego enemigo? —quiso saber.

—Diría que el miedo le había impulsado a cometer esa tontería.

—Estaría ayudando a perder la batalla, ¿no es así?

—¡Oh, claro! —contra eso no cabía discusión.

—¿Y no es eso lo que han hecho los anfibios, escapar de la raza humana frente a la batalla de la vida?

—La mayoría de nosotros seguimos vivos, si es eso lo que quiere usted decir —repliqué.

Era cierto. Nosotros no habíamos vencido a la muerte, ni estábamos seguros de quererlo; pero ciertamente habíamos alargado la vida de un modo asombroso, comparado con los años de existencia que uno puede esperar de un cuerpo.

—¡Ustedes escaparon de sus responsabilidades! —me recriminó.

—Como ustedes escaparían de un edificio en llamas, señor —contesté.

—¡Dejando a los demás que lucharan solos!

—Todos pueden salir por la misma puerta que salimos nosotros. Todos ustedes pueden salir en cualquier momento que lo deseen. Todo lo que tienen que hacer es imaginarse lo que desean y lo que su cuerpo quiere, y concentrarse en...

El juez golpeó con su mazo hasta que yo pensé que lo había roto. Aquí habían quemado todos los ejemplares del libro de Konigswasser que pudieron encontrar, y allí yo estaba dando un curso de cómo salir de un cuerpo por toda una red de televisión.

—Si ustedes los anfibios se salen con la suya —continuó el fiscal— todo el mundo abandonará sus responsabilidades y dejará que la vida y el progreso, tal como nosotros los concebimos, desaparezcan completamente.

—Pues claro —convine yo—. De eso se trata.

—¿Y los hombres dejarían de trabajar por todo aquello en lo que creen? —me desafió.

—Yo tuve un amigo en los viejos tiempos que se pasó diecisiete años perforando agujeros en un cuadrado de no sé qué cosa en una fábrica, y nunca tuvo una idea muy clara de para qué servía aquello. Conocía a otro que cultivaba uvas pasas para una compañía que fabricaba cristal soplado, y las pasas no eran para que nadie se las comiera, y él jamás se enteró de por qué las compraba la compañía. Cosas como éstas me ponen enfermo (ahora que estoy en un cuerpo, claro) y lo que yo tenía que hacer para ganarme la vida me pone aún más enfermo.

—Entonces usted desprecia a los seres humanos y a todo lo que hacen —me dijo.

—Al contrario, me gustan, mucho más de lo que me gustaban antes. Sólo que creo que es una vergüenza lo que tienen que hacer para cuidar de sus cuerpos. Ustedes deberían de volverse anfibios y ver lo feliz que puede llegar a ser la gente cuando no tiene que preocuparse de dónde vendrá la próxima comida para su cuerpo, o cómo evitar que se hiele en invierno, o qué va a ser de ellos cuando su cuerpo se desgaste.

—¡Y eso, señor, significa el fin de la ambición, el fin de la grandeza!

—¡Oh! Yo no sé qué hay de ello —dije—. Tenemos algunas personas muy ilustres de nuestra parte. Y serían ilustres dentro y fuera de cuerpos. Es el fin del temor lo que cuenta —me quedé mirando fijamente a la lente de la más próxima cámara de televisión—. Y esa es la cosa más maravillosa que jamás ocurrió a los seres humanos.

De nuevo se oyó el mazo del juez, y los jefazos condecorados empezaron a gritarme. Los hombres de la televisión apartaron sus cámaras, y todos los espectadores, exceptuando los jefes más importantes, fueron expulsados de la sala. Me di cuenta de que realmente había dicho algo importante. Y todo lo que la gente podía recibir ahora a través de su televisor era música de órgano.

Cuando la confusión disminuyó, el juez dijo que el juicio había terminado y que Madge y yo éramos culpables de deserción.

Nada que yo pudiera hacer podía ponernos en peor situación, así que yo repliqué:

—Ahora os comprendo, pobres infelices —dije—. No podéis pasar sin sentir temor. Es la única habilidad que tenéis, la de cómo asustaros a vosotros mismos y asustar a la otra gente para que haga cosas. Es la única diversión que tenéis, contemplar a la gente cómo se sobresalta por miedo a lo que le podéis hacer a sus cuerpos o quitarle de sus cuerpos.

Madge intervino para añadir también algo:

—El único modo que tienen ustedes de conseguir una respuesta de la gente es asustándola.

—¡Han despreciado al tribunal! —exclamó el juez.

—El único modo como ustedes pueden asustar a la gente es manteniéndola dentro de sus cuerpos —le dije yo.

Los soldados nos agarraron a Madge y a mí y empezaron a sacarnos a la fuerza de la sala del Tribunal.

—¡Esto significa la guerra! —grité yo.

El bullicio cesó y la sala quedó en silencio.

—Ya estamos en guerra —contestó un general, inquieto.

—Bueno, pues no lo estamos —repliqué—, pero lo estaremos, si ustedes no desatan a Madge y a mí inmediatamente —yo tenía un aspecto feroz e impresionante en el cuerpo de aquel mariscal de campo.

—Ustedes no tienen armas —dijo el juez—, ni técnica. Fuera de los cuerpos, los anfibios no son nada.

—Si no nos sueltan antes de que yo cuente diez —le dije—, los anfibios ocuparán los cuerpos de todos ustedes y les conducirán hacia el más próximo precipicio. Este lugar está rodeado —eso era una baladronada, por supuesto. Sólo una persona puede ocupar un cuerpo de una vez; pero el enemigo no estaba seguro de eso—. ¡Uno!, ¡Dos!, ¡Tres!...

El general tragó saliva, se puso pálido, e hizo un gesto vago con su mano:

—¡Suéltenlos! —dijo con voz débil.

Los soldados, aterrorizados también, se alegraron de hacerlo. Madge y yo fuimos libertados.

Yo di un par de pasos, encaminé mi espíritu hacia otra dirección, y aquel guapo mariscal de campo, con medallas y todo, se desplomó estrepitosamente escaleras abajo haciéndose pedazos por la escalera como si fuera el reloj del abuelo.

Me di cuenta de que Madge no estaba conmigo. Ella seguía en aquel cuerpo bronceado con el pelo y las uñas color chartreuse.

—Y lo que es más —oí que decía—, en pago por todas las molestias que ustedes nos han causado, este cuerpo me lo enviarán a Nueva York, y me lo entregarán en buenas condiciones el lunes lo más tarde.

—Sí, señora —contestó el juez.

Cuando regresamos a casa, el desfile del Día de los Pioneros estaba justamente llegando al centro de depósito local, y el director del desfile salió de su cuerpo y se excusó ante mí por haberse portado como se portó.

—¡Bueno, hombre! —le dije yo—. No tiene por qué disculparse. Usted no era usted. Estaba desfilando metido en un cuerpo.

Eso es lo mejor de ser anfibio, después de lo de no sentir miedo: la gente te perdona por cualquier tontería que hayas hecho metido en un cuerpo.

Claro que hay sus inconvenientes, del mismo modo que hay inconvenientes en todo. Aún tenemos que seguir trabajando, manteniendo los centros de depósito y hemos de proporcionar alimentos a los cuerpos de la comunidad para que se sigan conservando. Pero eso es poca cosa, y todos los grandes inconvenientes de que he oído hablar no son ciertos, sino ideas anticuadas que tiene gente que no puede dejar de preocuparse por cosas que solían preocuparlas antes de que ellos se volvieran anfibios.

Como ya dije antes, los viejos puede que nunca lleguen a acostumbrarse del todo a esto. Muy a menudo, yo mismo me sorprendo preocupándome por lo que le ocurrió al negocio que a mí me costó treinta años crear.

Pero los jóvenes no se sienten afectados en lo más mínimo por el pasado. Ni siquiera se preocupan por lo que les pueda ocurrir a los centros de depósito, al modo como la gente mayor nos preocupamos.

Así que creo que ese será el próximo paso en la evolución, romper limpiamente como aquellos primeros anfibios que salieron arrastrándose del barro hacia el sol, y que nunca volvieron al mar.

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13/04/2012