VI
Grettir dio la orden de primero estabilizar la nave y después invertirla. MacCool contestó desde la sala de máquinas que, de momento, ninguna maniobra era posible— La colisión y la escisión de la nave habían originado averías en los circuitos de control. No sabía exactamente cuáles eran los trastornos, pero el detector de averías electrónico estaba escudriñando los circuitos. Un momento después, volvió a llamar para decir que el invento tampoco operaba adecuadamente y que las averías tenían que ser localizadas por sus hombres hasta que el aparato fuese reparado.
MacCool estaba inquieto. No podía cargar el hecho a la ruptura porque, teóricamente, no tenía por qué influir. El impacto y la pérdida de la parte de proa no tenía por qué ocasionar daños en el circuito operacional.
Grettir le dijo que hiciese lo que pudiese. Mientras tanto, la nave se estaba cayendo y, obviamente, había sido apresada por el inmenso cadáver. Se había producido otro inexplicable intercambio de energía, posición y momento, y el Sleipnir y la señora Wellington iban a colisionar.
Grettir se quitó las ataduras y comenzó a pasear de arriba a abajo por el puente. Aunque la nave estaba dando volteretas, el campo-g interno neutralizaba el efecto para la tripulación. La nave parecía nivelada y estable a menos que se mirase a la pantalla de estrellas.
Grettir pidió una computación de cuándo tendría lugar la colisión y con qué parte del cuerpo iba a tropezar el Sleipnir. Podría suponer una diferencia el que chocase con una parte dura o blanda. La diferencia no redundaría en daños para la nave, sino que afectaría al ángulo y velocidad de la vía de rebote. Grettir tenía que saber qué decisión tomar según los circuitos fuesen reparados antes o después de la convergencia.
Wang replicó que ya había pedido en la computadora una estimación del área de colisión si las condiciones seguían siendo las actuales.
Mientras hablaba, una tarjeta codificada salió de una ranura del mamparo. Wang la leyó y se la tendió a Grettir.
Grettir dijo:
—En otro momento me echaría a reír. Así que, literalmente, estamos volviendo al útero...
La tarjeta también indicaba que cuanto más próxima estuviese la nave al cuerpo de la Wellington, más lenta sería su velocidad. Sin embargo, el tamaño relativo de la nave, según informaba el radar, estaba decreciendo en proporción directa a su proximidad al cuerpo.
Gómez dijo:
—Creo que nosotros estamos bajo la influencia de esa... mujer, como si se hubiera convertido en un planeta y hubiese capturado un satélite. Nosotros. No posee ninguna atracción gravitacional ni ninguna carga en relación con la nave. Pero...
—Pero existen otros factores —terminó de decir Grettir—. Quizás se trate de relaciones espaciales que, en este «espacio», pueden ser el equivalente a la gravedad.
El Sleipnir estaba tan cerca que el cuerpo llenó por completo la pantalla de estrellas cuando la nave apuntaba hacia él. Primero, la enorme cabeza apareció a la vista. Los hinchados ojos llenos de sangre los miraban. La nariz se deslizó como la cuchilla de una guillotina. La boca les sonrió como si estuviese contenta de engullirlos. A continuación del cuello, como una columna de diorita despojada por la erosión de la roca más blanda. La hendidura de los agigantados y ennegrecidos pechos y el ombligo como el ojo de un ciclón.
Después se perdió de vista y la secundaria, la primaria, así como los lejanos gigantes cubiertos de gris, rodaron por la pantalla.
Grettir utilizó el todos-apostaderos para decir al personal que no estaba en el puente lo que sucedía.
—Tan pronto como MacCool localice la avería, seguiremos nuestro camino. Tenemos abundante potencia de repuesto, la suficiente para desalojar de nuestro rumbo a mil cadáveres. Siéntense bien sujetos. No se preocupen. Es sólo cuestión de tiempo.
Habló con una seguridad que no sentía, aunque no les mentía. Ni esperaba la menor reacción, positiva o negativa. Estaban tan entumecidos como él mismo. Sus mentes y todo su sistema nervioso carecían de reflejos, como si estuviesen paralizados.
Otra tarjeta salió disparada de la ranura del mamparo, una predicción revisada de impacto. Ya que a causa de la continua disminución de la nave, golpearía al cadáver casi en el centro muerto del ombligo. Un minuto después otra tarjeta predijo el impacto cerca del coxis. Una tercera tarjeta anunció que la colisión sería con la cima de la cabeza. Por fin, la cuarta, trasladó el choque a la parte inferior y frontal de la pierna derecha.
Grettir volvió a llamar a Van Voorden. La cara del físico asomó fluctuando a la superficie del tablero de control de muñeca de Grettir, pero se quedó estacionada en la pantalla auxiliar del mamparo. Eso proporcionó una perspectiva más amplia y mostró a Van Voorden, mirando a su tablero de control, en una pantalla de su camarote. Así se pudo ver el último informe de impacto en unas amplias y resplandecientes letras.
—Como las escrituras sobre el muro en la época del rey Baltasar —dijo Van Voorden—. Y yo soy un Daniel que se presenta a juicio[1]. ¡De forma que vamos a tropezar con su pierna, je, je! Le vamos a hacer muchas cosquillas en la espinilla. ¡Je, je!
Grettir le miró sin comprender. Pocos segundos después, comprendió. Se trataba de un retruécano de Van Voorden. No se sorprendió de la veleidad del hombre en un momento tan grave. Era un modo de aliviar su profunda ansiedad y su aturdimiento. También podría significar que ya estaba fracturándose, dado que aquella salida no entraba en su carácter. Pero Grettir no podía hacer nada por él en aquel momento.
Mientras el Sleipnir se acercaba al cadáver, continuaba disminuyendo. Sin embargo, la contracción no estaba sujeta a un porcentaje fijo, ni se podían predecir los momentos de la merma. Operaba por instantes de dos a treinta segundos de duración y a intervalos irregulares. Por fin, cuando la tarjeta número trescientos salía de la ranura, se hizo evidente que, a menos que entrasen a formar parte nuevos factores, el Sleipnir caería en barrena dentro de la boca abierta. Mientras la cabeza de la mujer rotaba «hacia abajo», la nave pasaría a través del gran espacio entre los labios.
Y así fue. En la pantalla de estrellas apareció el labio inferior, una abultada cima arrugada por montañas y hoyada por valles. Manchas de lápiz de labios flotaban alrededor, en los tonos rojos y negros ha— hawaianos. Un diente como un perico mellado desaparecía de vista.
El Sleipnir se asentaba lentamente en la oscuridad. Las paredes se disparaban hacia delante y hacia arriba. La oscuridad exterior atosigaba. Solamente era visible una parte del «cielo» gris, durante ese momento del trayecto en que la parte delantera de la pantalla de estrellas se dirigía hacia arriba. A continuación la abertura se convirtió en una línea gris, un ramal, y desapareció.
Extrañamente —¿o era tan extraordinario?— los oficiales y la tripulación perdieron su sensación de disociación. El estómago de Grettir se dilató con alivio. La terrible fragmentación se había ido. Ahora sentía como si algo hubiese sido atado, o vuelto a atar, a su ombligo. Rubb, el psicólogo de la nave, informó que había hecho un reconocimiento a cada uno de los cincuenta hombres de la tripulación y que todos describían similares sensaciones.
A despecho de eso, el personal estaba libre tan sólo de una ansiedad, pero se encontraba muy lejos de estar fuera de peligro. La temperatura había aumentado lentamente desde que la nave había sido despedida de la esfera secundaria para dirigirse hacia el cadáver. El sistema de energía y de aire acondicionado había estabilizado el ascenso, en ochenta grados Fahrenheit, durante un rato. Pero la temperatura del casco seguía ascendiendo en progresión geométrica y el exterior del mismo estaba ahora en 2.500 kilocalorías. No existía peligro de fusión, sin embargo, ya que podía resistir hasta 56.000 kcal. El aire acondicionado exigía cada vez más potencia y después de treinta minutos, hora nave, Grettir dejó que la temperatura interior subiese a noventa y ocho coma dos grados Fahrenheit, para facilitar la resistencia.
Grettir ordenó a todos que se pusiesen sus trajes espaciales, con los que podían mantener una temperatura confortable. Justo cuando acababa de dar la orden, MacCool informó que había localizado la fuente del mal funcionamiento.
—¡Lo hizo esa mujer, la Wellington! —gritó—. ¡Se aseguró de custodiarnos! Insertó un colector, confeccionado con una subpartícula de monolito, en los circuitos. El colector tenía un cronómetro que operaba la desviación después de transcurrido cierto tiempo. Fue tan sólo una coincidencia que los circuitos se descompusiesen inmediatamente después de que falló el regreso a nuestro mundo...