El abuelito
Grandpa
La ciencia ficción es, en parte, un ejercicio de extrapolación. El autor recoge hechos, patrones o tendencias y los proyecta dentro del futuro. Pero existen algunas áreas de las cuales sabemos muy poco. Una de ellas es la exobiología, la ciencia que se dedica al estudio de la vida fuera del planeta Tierra. Aunque los extraños son uno de los elementos claves de la moderna ciencia ficción y han sido pintados en una aturdida profusión de formas, tamaños, colores, sustancias y grados de plausibilidad, pocas veces alcanzaron el grado de expectación conseguido en esta excelente historia de un encuentro entre humanos y extra— terrestres.
Una cosa aterciopelada y con alas verdes, tan grande como una gallina voló a lo largo de la ladera hasta un punto exactamente encima de la cabeza de Cord, y se quedó revoloteando allí, a unos veinte pies. Cord, un ser humano de quince años, se apoyó contra una lancha rápida aparcada en el ecuador de un mundo que había conocido seres humanos, tan sólo desde hacía cuatro años Tierra, y contempló la con especulativamente. La cosa era, según la libre y fácil terminología de la Sutang Colonial Team[8], una chinche de pantano. Disimulada en la piel aterciopelada de la cabeza de la chinche había una segunda cosa, más pequeña y semiparásita, clasificada como un jinete de chinche.
La chinche en sí le pareció a Cord una especie nueva. Su parásito podría llegar a convertirse o no en otro desconocido. Cord era un investigador nato. Su primera ojeada a la extraña pareja voladora le hizo estremecerse ante un cúmulo de curiosidades sin fin. ¿Cómo llegó a producirse ese fenómeno particular y por qué? ¡Qué de cosas fascinantes se podían hacer una vez instruido!
Normalmente se veía enredado en circunstanciaste lo separaban de toda investigación. El equipo colonial suponía un duro y práctico trabajo de conjunto, dos mil personas a las que les habían dado veinte años para ajustar y dominar el flamante mundo de Sutang, hasta el punto de que cientos de miles de colonos pudieran establecerse allí con una seguridad y confort razonables. Incluso se esperaba que los estudiantes coloniales jóvenes, como Cord, confinasen su curiosidad dentro del patrón de investigación establecido por la estación a la que estaban destinados. La inclinación de Cord hacia los experimentos independientes ya le había originado la desaprobación de sus superiores inmediatos.
Envió una mirada casual en dirección a la Yoger Bay Colonial Station, situada detrás de él. No se veían signos de actividad humana en aquel pequeño promontorio como una fortaleza asentado en la colina. Su compuerta central seguía cerrada. Estaba programada para abrirse dentro de quince minutos y permitir la salida de la regente planetaria, que aquel día estaba inspeccionando la Yoger Bay Station y sus principales actividades.
Quince minutos era tiempo suficiente para descubrir algo de la nueva chinche. Por lo menos Cord lo decidió así. Pero primero tenía que cobrarla.
Extrajo una de las dos pistolas enfundadas en su costado. La que era de su propiedad, un arma arrojadiza vanadiana. Cord apretó el pulgar en la posición de los misiles anestésicos para caza menor y derribó a la chinche de pantano voladora, taladrándole instantánea y microscópicamente la cabeza.
Cuando la chinche cayó a tierra el jinete abandonó su dorso. Un menudo demonio escarlata, redondo y duro como una pelota de caucho, se disparó hacia Cord en tres largos saltos, con la boca abierta dispuesta para hundir sus colmillos venenosos del tamaño de una pulgada. Casi jadeando, Cord volvió a apretar el gatillo y lo dejó fuera de combate en la mitad de un salto. ¡Nuevas especies, correcto! La mayoría de los jinetes de chinche eran plantas comedoras inocuas, meras succionadoras de jugo vegetal...
—¡Cord! —exclamó una voz femenina.
Cord juró en voz baja. No había oído el chasquido de apertura de la compuerta central. La joven debía venir del otro lado de la estación.
—¡Eh, Grayan! —gritó inocentemente sin mirar—. Ven a ver lo que tengo. Unas especies nuevas.
Grayan Mahoney, una muchacha delgada y morena, dos años mayor que él, bajó trotando la colina. Era la estudiante colonial, «estrella» de Sutang, y el director de la estación, Nirmond, indicaba de vez en cuando que suponía un estupendo ejemplo para Cord como patrón de su propio comportamiento. A despecho de eso, los dos jóvenes eran buenos amigos, aunque ella trataba de dominarlo constantemente.
—¡Cord, utilizaste la droga! —le gritó enfadada mientras se acercaba—. ¡Ya está bien de actuar como un coleccionista! Si la regente sale ahora, estás hundido... Nirmond le estuvo hablando sobre ti.
—¿Hablando de qué? —preguntó Cord asombrado.
—Uno —informó Grayan—, que tú jamás estás en el puesto que te han asignado para trabajar. Dos, que te escabulles en expediciones de un solo hombre, por tu propia cuenta, por lo menos una vez al mes y tendrás que ser rescatado...
Cord la interrumpió acaloradamente.
—¡Aún nadie ha tenido que rescatarme!
—¿Cómo va a saber Nirmond si estás vivo y con buena salud si desapareces de su vista durante semanas? —le contradijo la muchacha-... Tres, se queja de que mantienes jardines zoológicos privados de sabandijas y bichejos sin identificar y probablemente venenosos, en los bosques que hay detrás de la estación. Y cuatro... —continuó diciendo Grayan mientras mantenía alzados los dedos de su mano derecha e iba contando—, bueno, que sencillamente Nirmond no quiere responsabilizarse de ti por más tiempo.
La muchacha mantuvo alzados sus cuatro dedos significativamente.
—¡Puaf! —tragó saliva Cord, con desmayo. Sumado así de conciso, su récord no parecía demasiado bueno.
—¡Sí, puaf...! ¡Que te sirva de aviso! Nirmond quiere que la regente te devuelva a Vanadia. Y dentro de cuarenta y ocho horas llegará una nave-estrella de Nueva Venus —Nueva Venus era el principal establecimiento colonial situado al lado opuesto de Sutang.
—¿Qué puedo hacer?
—Comenzar por actuar con buen sentido —dijo Grayan riéndose—. Yo también hablé con la regente. Nirmond todavía no se deshizo de ti. Pero si te pierdes en nuestra gira de hoy por las granjas de la bahía, te separarán del equipo para largo —la muchacha se volvió para decir antes de irse—: También podrías devolver la lancha rápida. No la vamos a utilizar. Nirmond nos llevará hasta la orilla de la bahía en una furgoneta y desde allí tomaremos una balsa. ¡Que no sepan que te he avisado!
Cord la miró ligeramente atontado. ¡No había supuesto que su reputación fuera tan mala! Para Grayan, cuya familia había servido en equipos coloniales durante cuatro generaciones, no había nada peor que ser despedida y devuelta ignominiosamente al mundo de origen. Para su sorpresa, Cord estaba descubriendo ahora que sentía exactamente lo mismo.
Dejando que sus especies, recientemente cazadas, reviviesen por si mismas y volasen de nuevo, se dio prisa en escapar con la lancha alrededor de la estación para devolverla a su casilla.
Tres balsas yacían ancladas, justo fuera de la arena, en la ensenada pantanosa, al borde de la cual Nirmond detuvo la furgoneta. Parecían sombreros excepcionalmente anchos de alas, panes de azúcar bastante gastados que flotaban, verdes y correosos. O nenúfares de veinticinco pies de ancho, con la sección superior de una piña grande y verdosa creciendo en el centro de cada una. Una especie de animales plantas. Sutang era demasiado reciente para tener su philla distribuida en algo como una ordenada clasificación. Las balsas eran particularidades locales que habían sido investigadas y podían ser consideradas como inocuas y moderadamente útiles. Su utilidad residía en el hecho de que se empleaban como medios de transporte lentos, sobre las poco profundas y cenagosas aguas de la Yoger Bay. En el momento actual, eso era todo lo que interesaba al equipo.
La regente se levantó del asiento trasero de la furgoneta, donde se sentaba al lado de Cord. En el destacamento eran cuatro. Grayan se sentaba delante con Nirmond.
—¿Esos son nuestros vehículos? —preguntó la regente divertida.
Nirmond se rió un poco cortado.
—¡No los subestime, Dañe! Con el tiempo, pueden llegar a ser un factor económico importante en esta región. Aunque, en realidad, esos tres que están ahí son más pequeños que los que yo acostumbro a utilizar —miró a su alrededor, recorriendo las orillas llenas de cañas de la ensenada—. Normalmente suele haber un monstruo regular estacionado por aquí...
Grayan se volvió hacia Cord:
—Quizás Cord sepa dónde se oculta el Abuelito...
No iba descaminada, pero Cord había estado esperando que nadie le preguntase por el Abuelo. Ahora todos le miraban.
—Oh... ¿quieren al Abuelito? —dijo un tanto agitado—. Bien, lo dejé... Quiero decir, lo vi hace un par de semanas a una milla al sur de aquí...
Grayan suspiró. Nirmond gruñó y dijo a la regente:
—Las balsas tienden a permanecer donde las dejan, a condición de que el lugar sea de aguas poco profundas y cenagosas. Utilizan un sistema de raíces pilosas para extraer alimentos químicos y microscópicos directamente del fondo de la bahía. Bien, Grayan, ¿le gustaría conducirnos hasta allí?
Cord se volvió a sentar con aire desgraciado mientras el coche se puso en movimiento. Nirmond sospechaba que había utilizado al Abuelito para una de sus excursiones no autorizadas y estaba en lo cierto.
—Tengo entendido que es usted un experto con esas balsas, Cord —dijo Dañe a su lado—. Grayan me contó que no podríamos encontrar un piloto mejor, o un timonel, o como quiera llamarle, para nuestra excursión de hoy.
—Las puedo manejar —dijo Cord, sudoroso—. ¡No tienen ninguna dificultad!
Le parecía que tampoco le estaba causando a la regente una buena impresión. Dañe era una mujer joven y bien parecida, con una forma agradable y fácil de hablar y de sonreír, aunque no era la cabeza de la Sutang Colonial Team. Parecía bastante capaz de largar a cualquiera cuyo record no estuviese a la par.
—Supone una gran ventaja el que nuestras bestias lleven también encima una lancha rápida —hizo observar Nirmond desde el asiento delantero—. Usted no tiene que preocuparse de que una alimaña intente subirse a bordo.
Pasó a describir los punzantes tentáculos que las balsas desarrollaban a su alrededor, bajo las aguas, para desanimar a las criaturas que podrían intentar comerse sus tiernas partes inferiores. Los peces carniceros y otras dos o tres especies activas y agresivas de la bahía, aún no habían aprendido que era una locura atacar a seres humanos armados sobre un bote, pero escapaban rápidamente del sendero de una balsa que paseaba lentamente.
Cord se sentía feliz de ser ignorado por el momento. La regente, Nirmond y Grayan eran gente de la Tierra, lo que también se podía decir de la mayoría de los miembros del equipo. Y la gente de la Tierra lo ponía incómodo, particularmente en grupos. Vanadia, su mundo de origen, apenas había recibido el status de colonia de la Tierra, lo que podría explicar la diferencia. Toda la gente de la Tierra que había encontrado parecía dedicada a lo que Grayan Mahoney llamaba «el Gran Diseño», mientras que Nirmond usualmente hablaba de «Nuestro Propósito Aquí». Actuaban estrictamente de acuerdo con sus reglamentos de equipo, a veces, en opinión de Cord, con bastante insensatez. Porque en algunas ocasiones las reglas no cubrían una nueva situación y entonces alguien podía correr el riesgo de morir. En cuyo caso, los reglamentos se modificaban rápidamente, pero la gente de la Tierra no parecía inmutarse de otra manera por tales acontecimientos.
Grayan se lo había intentado explicar a Cord:
—Nosotros no podemos conocer de antemano cómo se va a desarrollar un nuevo mundo... Y una vez que nos encontramos allí, hay demasiado qué hacer durante el tiempo con que contamos, para estudiarlo pulgada por pulgada. Si usted realiza su trabajo tiene una probabilidad. Pero si se somete a las reglas, tiene las mejores probabilidades de sobrevivir porque alguien ha sido capaz de imaginárselas por usted...
Cord sentía que prefería utilizar el buen sentido y no los reglamentos. O realizar el trabajo que le colocaría en una situación que no podría imaginar si no la llegaba a experimentar.
A lo cual Grayan le había contestado, impacientemente, que todavía no había captado el alcance del «Gran Diseño».
La furgoneta dio la vuelta en redondo y se detuvo. Grayan se alzó de su asiento, señalando:
—¡Ese es el Abuelo! ¡Allí...!
Dañe también se puso en pie y silbó ligeramente, aparentemente impresionada por los cincuenta pies de tamaño del Abuelito. Cord miró a su alrededor, sorprendido. Estaba casi seguro de que había dejado a la balsa grande, hacía dos semanas, a varios cientos de yardas de aquel lugar. Y como Nirmond había dicho, normalmente no se movían por sí mismas.
Trastornado, siguió a los otros a lo largo de un estrecho sendero que corría hacia el agua, rodeado por árboles en forma de cañas. De vez en cuando echaba un vistazo a la plataforma oscilante del Abuelo, cuyo borde tocaba la arena. Entonces el sendero se abrió y vio a la totalidad de la balsa tendida al sol en las aguas poco profundas.
Nirmond estaba a punto de pisar la plataforma, seguido de Dañe.
—¡Espere! —gritó Cord. Su voz sonó chirriante a causa de la alarma.
Echó a correr.
Se habían quedado congelados donde estaban, mirando rápidamente a su alrededor. Luego volvieron sus ojos hacia atrás y vieron a Cord que corría hacia ellos. Estaban bien entrenados.
—¿Qué pasa, Cord? —la voz de Nirmond era segura y urgente.
—No suban a esa balsa... ¡Ha cambiado! —la voz de Cord sonaba titubeante, incluso para sí mismo—. Quizá no sea el Abuelito...
Se dio cuenta que estaba equivocado sobre el último punto antes de haber acabado de hablar. A lo largo del borde de la balsa se veían lugares descoloridos producidos por una variedad de disparos de calor. Una de aquellas señales la había hecho él mismo. De esa forma estimulaban a ponerse en movimiento a aquellas cosas perezosas y negligentes.
Cord señaló la proyección central en forma de cono:
—¡Su cabeza! ¡Está germinando!
—¿Germinando? —repitió el director de la estación, sin comprender.
La cabeza del Abuelito, como convenía a su periferia, tenía casi doce pies de altura y lo mismo de ancho. Era una coraza como el dorso de un saurio, plana, para ahuyentar a las plantas succionadoras, pero hacía dos semanas era una prominencia sin rasgos, como la de las otras balsas. Ahora, a lo largo de su superficie, habían crecido enredaderas retorcidas y deshojadas, como alambres verdes. Algunas brotaban como muelles estrechamente enroscados, otras se arrastraban hasta la plataforma. La cima del cono estaba moteada de inflamados brotes rojos, casi como granos, que tampoco estaban allí antes. El Abuelito parecía enfermo.
—Bien —dijo Nirmond—. De forma que es eso... ¡Germinando! —Grayan emitió un sonido de extrañeza. Nirmond miró a Cord como si estuviera desvariando—. ¿Es eso todo lo que te molesta? ¿Cord?
—Claro... —comenzó a decir Cord, excitado. No había captado el significado de la palabra todo. Todavía estaba asombrado y estremecido—. Ninguna de ellas...
Dejó de hablar. Podía entender por sus caras que no se habían enterado. O mejor dicho, que se habían enterado pero que sencillamente no estaban dispuestos a cambiar sus planes. Las balsas estaban clasificadas como inocuas según los reglamentos. Hasta que se demostrase lo contrario continuarían siendo consideradas inocuas. No se malgasta el tiempo jugando a los equívocos con las reglas, aparentemente ni siquiera cuando se es la regente planetaria. Uno no se puede permitir el lujo de malgastar el tiempo.
Lo volvió a intentar:
—¡Miren...! —comenzó a decir.
Lo que quería darles a entender era que el Abuelito, con la añadidura de un factor desconocido, no era ya el Abuelito. Era una forma de vida imprevisible que había que investigar con cautela y profundidad, hasta saber lo que significaba ese factor desconocido.
Pero eso no se estilaba. Todos lo sabían. Los miró desamparadamente.
—Yo...
Dañe se volvió a Nirmond.
—Quizás sería mejor que se controlara... —le dijo. No añadió «para tranquilizar al muchacho», pero era lo que pretendía.
Cord se sintió terriblemente aturdido. Pensaban que estaba asustado, lo que era cierto, y comenzaban a sentir lástima de él, lo que no deberían hacer. Pero no había nada que pudiera decir o hacer ahora, excepto vigilar. Nirmond caminaba a través de la plataforma. El Abuelito se estremeció unas cuantas veces, pero las balsas siempre lo hacían cuando alguien ponía el pie sobre ellas. El director de la estación se detuvo ante uno de los ensortijados brotes, lo tocó y después le dio un tirón. Lo cogió y hurgó en la parte inferior de los crecimientos como brotes.
—¡Qué cosa de aspecto extraño! —exclamó, lanzándole a Cord otra mirada—. Bien, todo parece bastante inofensivo, Cord. ¿Suben a bordo?
Era como estar viviendo un sueño en el que uno le está gritando y gritando a la gente y no puede conseguir que le oigan. Cord subió a la plataforma con las piernas envaradas, detrás de Dañe y de Grayan. Sabía exactamente lo que iba a suceder si vacilaba un momento. Uno de ellos le diría con voz amistosa, cuidando de que no sonara demasiado despectiva: «Cord, no tienes que venir si no quieres...»
Grayan había sacado de la funda su pistola de calor y estaba preparada para comenzar a mover al Abuelo por los canales de la Yoger Bay.
Cord cogió su propia arma y dijo ásperamente:
—¡Me toca a mí hacer eso!
—¡Está bien, Cord! —la muchacha le dedicó una breve e impersonal sonrisa, como si fuera alguien a quien veía por primera vez, y se mantuvo a su lado.
¡Eran tan furiosamente corteses! Cord decidió que casi estaba preparado para su regreso a Vanadia ahora mismo.
Durante un rato, Cord esperó casi que algo terrible y catastrófico sucediese enseguida para dar una lección a la gente del equipo. Pero no sucedió. Como siempre, el Abuelo se agitó vaga y experimental— mente cuando sintió el calor sobre uno de los bordes de la plataforma y después decidió apartarse, lo que era el procedimiento standard. Bajo el agua, fuera de vista, estaban trabajando las secciones de la balsa, estructuras de hojas cortas y delgadas en forma de remos y destinadas a trabajar como tales, y una jungla de raíces pilosas a través de las cuales el Abuelito succionaba alimentos de las perezosas y cenagosas aguas de la bahía y con las cuales se anclaba a sí mismo.
Los remos comenzaron a menearse, la plataforma se balanceó y las raíces se alzaron del cieno. El Abuelito se ponía en camino pesadamente.
Cord desconectó el calor, guardó su pistola y se mantuvo en pie. Una vez en movimiento, las balsas tendían a mantenerse viajando sin prisa durante bastante rato. Cuando se detenían, se les volvía a dar un toque de calor a lo largo de su borde principal. Podían girar en cualquier dirección, utilizando la pistola en el lado opuesto de la plataforma.
Resultaba bastante sencillo. Cord no miraba a los demás. Todavía estaba quemado por dentro. Observaba los lechos de cañas que se movían y se abrían, regalándole resplandores nebulosos, espacios amarillos, verdes y azules de la salobre bahía que tenían enfrente. Detrás de la neblina, hacia el oeste, estaban los Estrechos Yoger, por donde corrían viscosas y repugnantes aguas al ritmo de las mareas. Detrás de los estrechos se encontraba el mar abierto, el gran Zlanti Deep, que era otro mundo completamente distinto, del cual aún no había visto mucho.
De repente se puso enfermo ante la total realización de que era probable que no volviera a ver nada más del mar. Vanadia era un planeta agradable. Pero lo extraño y lo salvaje había escapado de allí. No era Sutang.
Grayan lo llamó desde su sitio al lado de Dañe:
—Desde aquí, ¿cuál es la mejor ruta hacia las granjas, Cord?
—El gran canal, a la derecha —contestó y añadió con murria—: Vamos en esa dirección.
Grayan se le acercó.
—La regente no lo quiere ver todo —dijo, bajando la voz-| Primero los lechos de algas y de plancton. Después, todos los granos transformados que le podamos enseñar en unas tres horas. ¡Navega hacia los que se vayan dando mejor y tendrás a Nirmond feliz!
La joven le dedicó una mirada cómplice. Cord la miró con incertidumbre. Por su forma de actuar no se podía decir que su comportamiento le pareciese equivocado. Quizás...
Cord vio brillar una lucecita de esperanza. No era difícil gustar a la gente del equipo, incluso cuando se ponían cabezotas con sus reglamentos. Quizás era eso lo que les daba su vitalidad y su impulso, aunque les volvía despiadados consigo mismo y con los demás. De todas formas, el día aún no estaba muy avanzado. Podría redimirse ante la opinión de la regente. Quizás sucediese algo...
De repente, Cord tuvo una súbita y alegre visión, aunque improbable, de algún monstruo de la bahía precipitándose sobre la balsa con sus colmillos trituradores y de sí mismo, en guardia, sofocando la intención del monstruo antes de que ninguno, y Nirmond en particular, se diese cuenta de la amenaza. Naturalmente que los monstruos de la bahía huían ante el Abuelito, pero podrían existir formas de conseguir alguno.
Entonces, Cord advirtió que había estado dejando que sus sentimientos le controlaran. Era hora de comenzar a pensar...
Primero en el Abuelito. Estaba germinando. Enredaderas verdes y brotes rojos, con propósito desconocido, pero que no suponían ningún cambio observable en sus patrones de comportamiento. Era la balsa más grande de aquel extremo de la bahía, aunque todas habían estado creciendo incansablemente desde hacía dos años, cuando Cord las había visto por primera vez. Las estaciones de Sutang cambiaban con lentitud. Su año era tan largo como cinco años Tierra. Los primeros miembros del equipo que habían aterrizado allí, aún no habían visto pasar un año completo.
Quizás el Abuelo estuviera experimentando un cambio estacional. Las demás balsas, aún no tan desarrolladas, reaccionarían de manera similar un poco más tarde. Animales plantas florecerían preparándose para su multiplicación.
—Grayan, ¿cómo comienzan las balsas? —preguntó—. Me refiero a cuando son pequeñas...
Grayan lo miró complacida. Y la esperanza de Cord aumentó un poco más. ¡Grayan volvía a estar de su parte!
—Nadie lo sabe aún... —le contestó—. Precisamente estábamos hablando de eso. Casi la mitad de la fauna del pantano costero del continente parece cumplir en el mar su estado larval preliminar —tocó los brotes rojos del cono de la balsa—. Parece como si el Abuelito fuese a producir flores y dejase que el viento o la marea llevase las semillas por los estrechos...
Tenía sentido. También cortaba en seco la todavía semiesperanza de Cord de que el cambio del Abuelo llegase a ser tan drástico que justificase su repugnancia por subir a bordo. Cord estudió la cabeza acorazada del Abuelo, detenidamente una vez más. Lucía una serie de hendiduras verticales de color negro entre las chapas de la armadura, que no resultaban evidentes hacía dos semanas. Daba la sensación de que se iba a separar por las rajas. Lo que podría indicar que las balsas, cuando se hacían grandes, no vivían un ciclo estacional completo, sino que florecían al cabo de ese año de Sutang y morían. Con todo, era una apuesta segura que el Abuelo no se iba a derrumbar en la decadencia senil antes de que completaran su excursión de hoy.
Cord se despreocupó del Abuelo. La otra noción volvía a su mente, quizás pudiese instar a un servicial monstruo de la bahía a que atacase, para mostrar a la regente que no era cobarde.
Porque los monstruos estaban allí. Eso era cierto.
Arrodillándose en el borde de la plataforma y mirando las transparentes aguas del canal, color champaña, por donde ahora estaban navegando, Cord podía ver una completa selección de ellos casi en todo instante.
En primer lugar unos cinco o seis lutiánidos. Como grandes y aplastados cangrejos de río, principalmente de un marrón chocolate, con rayas verdes y rojas en sus caparazones. En algunas zonas eran tan gruesos, que uno se preguntaba cómo encontraban con qué vivir, a menos que no comiesen casi nada y mascasen el cieno donde se agazapaban. Sin embargo preferían comer anchas tajadas de cosas vivas, razón suficiente para que nadie se bañase en la bahía. Si se les presentaba la ocasión eran capaces de atacar una lancha. Pero la agitada forma que tenían de escapar hacia las orillas del canal indicaba que no querían tener nada que ver con una balsa grande en movimiento.
Del fondo se destacaban dos agujeros redondos, de un pie de ancho, que en aquel momento parecían vacantes. Cord sabía que normalmente cada uno de esos agujeros estaba rellenado por una cabeza. Las cabezas consistían principalmente en una triple serie de colmillos, que se abrían pacientemente como trampas para apresar a todo lo que
cayese en su radio de acción. Detrás de las cabezas unos gusanos hacían las veces de cuerpos.
Pero el paso del Abuelo, haciendo ondear sus punzantes tentáculos como banderolas transparentes a través del agua, había asustado a los gusanos que decidieron desaparecer de su vista.
Además había bandadas de peces de pequeño tamaño y, por fin, el relampagueante movimiento de una perversa criatura, que la balsa había dejado atrás, disparándose desde las cañas y haciendo girar su morro en forma de aguja en su despertar.
Cord la vigilaba sin moverse. Conocía aquella especie, aunque era rara en la bahía y estaba sin clasificar. Rápida y maligna, se mantenía siempre alerta dispuesta a tragarse las chinches de pantano cuando revoloteaban a ras de agua. Una vez había paralizado a una con un aparejo de pescar, haciéndola saltar a una balsa anclada, donde se había estado retorciendo furiosamente hasta que pudo conseguir dispararle.
Ahora no tenía equipo de pesca. Pero le bastaría un pañuelo si tenía cuidado de no exponer un brazo...
—¡Qué criaturas tan fantásticas! —exclamó la voz de Dañe detrás de él.
- Cabezas amarillas... —dijo Nirmond—. Cuentan con un gran porcentaje de utilidad. Mantienen a raya a las chinches...
Cord se puso de pie. No eran momentos para bromas. El lecho de cañas, a su derecha, estaba plagado de cabezas amarillas. Toda una colonia. Eran como ranas, pero del tamaño de un hombre y aun mayores. De todas las criaturas que había descubierto en la bahía eran las que menos gustaban a Cord. Sus cuerpos lacios y en forma de sacos, con cuatro delgados miembros, se adherían a las secciones superiores de las cañas que bordeaban el canal. Se movían pesadamente, pero sus grandes y abultados ojos parecían fijarse en todo lo que estuviera a su alrededor. Con frecuencia, una aterciopelada chinche de pantano se acercaba lo bastante y una cabeza amarilla abría su enorme y vertical boca, con dientes alineados como cuchillos, y extendía toda la parte frontal de su cara como un fuelle en un relampagueante movimiento, haciendo desaparecer a la chinche. Puede que fuesen útiles, pero Cord las odiaba.
—Dentro de diez años sabremos cómo es el ciclo de-vida en la costa —dijo Nirmond—. Cuando establecimos la Yoger Bay Station no había cabezas amarillas. Llegaron al año siguiente. Todavía con restos de su forma larval oceánica, pero la metamorfosis era casi completa. Tendrían unas doce pulgadas de largo...
Dañe observó que el mismo patrón se duplicaba indefinidamente en todas partes. La regente estaba inspeccionando la colonia de cabezas amarillas con un catalejo de campaña. Lo dejó a un lado, miró a Cord y sonrió.
—¿Cuánto falta para las granjas?
—Unos veinte minutos.
—La clave parece ser el Zlanti Basin —dijo Nirmond—. En primavera debe ser una sopa de vida.
—Lo es —asintió Dañe, que había estado en Sutang durante la primavera, hacía cuatro años—. Da la impresión de que la laguna podría justificar por si sola la colonización —se volvió señalando a las cabezas amarillas—. La cuestión sigue siendo cómo unas criaturas así se desarrollan allí...
Anduvieron hasta el otro lado de la balsa, argumentando acerca de las corrientes oceánicas. Cord podía haberlos seguido. Pero algo chapoteó detrás de ellos, hacia la izquierda y no demasiado atrás. Se detuvo, vigilando.
Después de un momento vio la cabeza amarilla. Se había dejado caer de su percha de cañas, lo que había causado el chapoteo. Casi sumergida en el agua, contemplaba a la balsa con sus ojos grandes de un verde pálido. A Cord le daba la sensación de que, concretamente, lo estaba mirando a él. En ese momento, supo por primera vez por qué no le gustaban las cabezas amarillas. Había algo de inteligencia en aquella mirada, un cálculo remoto. En criaturas así, la inteligencia parecía fuera de lugar. ¿Qué uso podrían darle?
Le dio un estremecimiento cuando se hundió por completo bajo el agua y comprobó que pretendía nadar detrás de la balsa. Pero también le resultaba terriblemente excitante. Nunca había visto a ninguna cabeza amarilla salir de las cañas. El monstruo complaciente que había estado esperando podía presentarse de aquella inesperada forma.
Medio minuto después, la volvió a ver nadando torpemente. No tenía una intención inmediata de abordarlos. Cord la vio llegar a la zona de los tentáculos punzantes de la balsa. Maniobraba entre ellos abriéndose camino con curiosos movimientos de un nadador humano y se perdió de vista debajo de la plataforma.
Cord se levantó preguntándose lo que aquello significaba. La cabeza amarilla había dado la impresión de conocer la existencia de los tentáculos. Se había acercado con movimientos calculados. Estuvo tentado de contárselo a los demás, pero pensó en el momento de triunfo que podría saborear, si de repente aquella criatura apareciera sobre el borde de la plataforma y él la acuchillara ante sus ojos.
De todas formas, era ya casi la hora de hacer girar la balsa hacia las granjas. Si es que antes no sucedía algo...,
Estaba vigilante. Se mantuvo así unos cinco minutos pero no se veía a la cabeza amarilla. Todavía haciéndose preguntas un poco incómodo, administró al Abuelito un pinchazo de calor bien calculado.
AI cabo de un rato lo repitió. Después respiró profundamente y olvidó por completo a la cabeza amarilla.
—¡Nirmond! —llamó con voz aguda.
Las tres personas que se mantenían en el centro de la plataforma cerca del cono acorazado, contemplaban las granjas. Ante el grito, miraron a su alrededor.
—¿Qué sucede ahora, Cord?
De momento, Cord no lo podía decir. Volvía a estar terriblemente asustado. ¡Algo marchaba mal!
—¡La balsa no gira! —contestó.
—¡Esta vez dale una buena quemadura! —dijo Nirmond.
Cord lo miró. Nirmond, manteniéndose unos cuantos pies delante de Dañe y de Grayan, como si quisiese protegerlas, había comenzado a mostrarse un poco extrañado y tenso. No hizo más preguntas. Cord disparó la pistola en tres puntos diferentes de la plataforma, pero el Abuelito daba la impresión de haber desarrollado una repentina anestesia contra el calor. Seguían dirigiéndose lentamente hacia el centro de la bahía.
Entonces Cord contuvo su respiración, conectó todo el calor que poseía y dejó que el Abuelo lo recibiese. Un trozo de seis pulgadas se ampolló instantáneamente sobre la plataforma, se volvió color marrón y después negro.
El Abuelito se detuvo, sin vida. Exactamente eso.
—¡Así está bien! Continúa quemando... —Nirmond no acabó su orden.
Se produjo un gigantesco temblor. Cord se tambaleó hacia las aguas. Después, todo el borde de la balsa se onduló a sus espaldas, para volverse a bajar casi de inmediato. Sus pies resbalaron y cayó de cara contra la plataforma, quedándose aplastado allí. Todo comenzó a hincharse debajo de él. Luego, dos enormes traqueteos y sacudidas. Por fin, la calma.
Miró a su alrededor buscando a los demás. Estaban tendidos a unos doce pies del cono central. Unas veinte o treinta lianas, que el cono había producido de forma tan misteriosa, se
extendían directamente en su dirección, como delgados dedos verdes. No llegaban a alcanzarle. El extremo más cercano se encontraba a diez pulgadas de sus zapatos.
Pero el Abuelo había apresado a sus compañeros. Estaban tumbados al pie del cono, enrollados en una rígida red de cuerdas vegetales y verdes y no se movían.
Cord levantó sus pies con cautela, preparado para otro temblor de tierra. Pero no sucedió nada. Después descubrió que el Abuelito estaba otra vez en movimiento siguiendo su curso anterior. La pistola de calor había desaparecido. Suavemente, sacó su pistola de Vanadia.
—¿Cord? ¿No consiguieron apresarle? —era la voz de la regente.
—No —contestó, bajando la voz. Se dio cuenta que se había imaginado que todos estaban muertos. Ahora se sentía enfermo y mareado.
—¿Qué está haciendo?
Cord estaba contemplando la enorme cabeza acorazada del Abuelo con cierta ansia. Los conos eran huecos en su interior. En la estación habían decidido que su función capital era conservar atrapado el suficiente aire para que las balsas flotaran. Pero en esa sección central se encontraba también el órgano que controlaba todas las reacciones del Abuelo.
Cord dijo lentamente:
—Tengo una pistola y doce balas del máximo rendimiento explosivo. Con dos derribaría ese cono y lo separaría de su base.
—¡No es una buena idea, Cord! —le dijo la voz agobiada por el sufrimiento—. Si esta cosa se hunde, moriremos de todas formas. ¿No posee cargas anestésicas para esa pistola de su mundo?
Volvió la cabeza para mirarla:
—Sí.
—Dispare una sobre la chica y otra sobre Nirmond antes de intentar otra cosa. Si puede, hágalo en la espina dorsal. Pero no se acerque más...
Cord no podía discutir las órdenes de aquella voz. Se puso en pie con cuidado. La pistola dejó escapar dos ruidos sordos.
—¡Correcto! —dijo la regente roncamente.
—¿Qué hago ahora? —preguntó Cord.
Dañe se quedó en silencio.
—Lo siento, Cord. No puedo decírselo. Le diré lo que yo puedo... —volvió a hacer una pausa de unos segundos—. Esta cosa no intenta matarnos, Cord. Podría conseguirlo con facilidad. Es increíblemente fuerte. Vi cómo rompía las piernas de Nirmond. Pero tan pronto como dejamos de movernos, nos sujetó. Por entonces, los dos estaban inconscientes.
Cord se la quedó mirando, como esperando a que continuase y Ja regente, haciendo un esfuerzo, siguió hablando:
—Usted estuvo a punto de caer también apresado. Estaba intentando hacerle caer dentro del alcance de sus enredaderas, tijeretas o lo que sean, ¿no es así?
—Eso creo —contestó Cord, con acento tembloroso.
Por supuesto que eso era lo que había sucedido y, en cualquier momento, el Abuelo podía volver a intentarlo.
—Ahora nos está alimentando con una especie de anestésico producido por sí mismo y a través de esas lianas. Con unas menudas espinas. Una especie de adormecimiento... —la voz de Dañe se hizo arrastrante. A continuación, se la oyó con claridad—. Mire Cord, parece que nos estamos tragando todo lo que tenía almacenado. ¿Comprende?
—Sí... —contestó Cord.,
—Para estas balsas es la época de la siembra. Hay otras en las mismas condiciones. Probablemente, nos reserva como comida viva para sus semillas... El Abuelo no nos quiere exactamente para él... ¿Cord?
—Sí. Estoy aquí.
—Quiero permanecer despierta todo el tiempo que pueda —dijo Dañe—. Pero también hay otra cosa. Esta balsa va a alguna parte. A un lugar particularmente favorable. Y podría ser cerca de la playa. Entonces usted conseguiría hacerse con ella. De otra forma, todo habrá concluido para usted... Cord, mantenga la cabeza y espere una oportunidad. Nada de heroicidades, ¿me comprende?
—Claro que la comprendo —le contestó Cord.
Se dio cuenta de que estaba hablando para tranquilizarlo, no como la regente, sino como Grayan.
—Lo peor es Nirmond —continuó Dañe—. La muchacha quedó inconsciente a la primera. Si no hubiera sido por mi brazo... Pero si conseguimos que nos auxilien dentro de cinco horas, todo se podrá resolver... Cord, hágame saber todo lo que suceda.
El cuerpo atirantado de Dañe se fue relajando lentamente y ya no habló más. Cord colocó su pistola cuidadosamente en un punto entre los hombros de Dañe y disparó.
Cord no podía ver ninguna razón para dejarla despierta, porque no iban a ningún sitio próximo a la playa.
Los lechos de cañas y los canales habían quedado atrás y el Abuelo continuaba moviéndose en la misma dirección sin cambiar la fracción de un grado. Se estaba moviendo dentro de la bahía abierta y recogía compañía.
No muy lejos, dentro de un radio de unas dos millas, Cord pudo contar unas siete balsas grandes. Y las tres que les quedaban más cercanas también habían brotado luciendo unas nuevas lianas verdes. Todas" avanzaban en una misma dirección. Y el punto común a donde parecían dirigirse era el centro rugiente de los Estrechos Yoger, que en aquel momento estaban a unas tres millas de distancia.
Detrás de los estrechos se encontraba el frío Zlanti Deep, las nieblas envolventes y el mar abierto...
Para las balsas podía ser el tiempo de la siembra, pero daba la impresión de que todas navegaban para distribuir sus semillas por la bahía.
A pesar de ser un humano, Cord era un estupendo nadador. Tenía una pistola y una navaja y a despecho de lo que Dañe le había recomendado, se hallaba en condiciones de tener una probabilidad entre los asesinos de la bahía. Pero en el mejor de los casos sería una probabilidad muy pequeña. Y pensaba que aún le quedaban otras posibilidades. Tenía que conservar clara su mente.
Excepto por una casualidad, naturalmente, nadie les buscaría con tiempo suficiente para conseguir un resultado positivo. Y si a alguien se le ocurría buscarlos lo haría por las Granjas de la bahía, donde se encontraban ancladas un buen número de balsas. Pensarían que habían utilizado cualquiera de ellas. Algunas veces sucedía algo inesperado y alguna persona se desvanecía. Pero en esta ocasión, cuando se imaginasen lo que había ocurrido seria demasiado tarde.
Probablemente nadie se daría cuenta, dentro de las próximas horas, que las balsas habían comenzado su emigración de los pantanos a través de los Estrechos Yoger. Había una pequeña estación meteorológica, hacia el' interior, en el lado norte de los estrechos, que a veces solía utilizar un helicóptero. Pero Cord decidió con tristeza que era improbable que lo fuesen a emplear justo ahora y en aquel lugar.
El hecho de que todo había concluido para él, como había dicho la regente, lo abatió un poco más después de aquellas consideraciones. Jamás se había sentido tan solo.
Como más pronto o más tarde terminaría intentándolo, puso en práctica un inmediato experimento que sabía no iba a marchar. Abrió la recámara de la pistola anestésica y sacó fuera cincuenta balas, más bien dándose prisa, porque no quería pensar que tendría que utilizarlas en caso de que sucediera lo peor. Quedaban dentro de la recámara trescientas cargas. En unos pocos minutos, Cord plantó la tercera parte en la cabeza del Abuelito.
Después, se detuvo. Una ballena habría dado muestras de somnolencia bajo una carga más ligera. El Abuelo siguió remando sin inmutarse. Quizás estaba adormecido en algunos lugares, pero sus células no estaban equipadas para distribuir el efecto soporífero de aquel tipo de droga.
A Cord no se le ocurría nada que pudiese hacer antes de que llegasen a los estrechos. A la velocidad que se movían, calculaba que sucedería en menos de una hora. Si pasaban los estrechos, arriesgaría una zambullida. Bajo tales circunstancias no creía que Dañe lo desaprobara. Si la balsa los conducía hasta las nebulosas amplitudes del Zlanti Deep, no les quedaba prácticamente la menor probabilidad de supervivencia.
Mientras tanto, el Abuelo iba adquiriendo más rapidez. Y se estaban produciendo otros cambios, menores, que también amedrentaban a Cord. Los brotes rojos de aspecto granujiento que moteaban la parte superior del cono se iban abriendo gradualmente. El centro de la mayoría de ellos exhibía ahora algo así como un gusano escarlata, delgado y húmedo. Un gusano que se retorcía sin fuerzas, se alargaba una pulgada y se volvía a retorcer para estirarse un poco más, buscando el aire. Las rayas verticales y negras entre las planchas de la coraza parecían más profundas y anchas de lo que habían sido hacía unos minutos. Un líquido espeso y oscuro caía lentamente de algunas de ellas.
Bajo otras circunstancias, Cord estaría fascinado por aquellos desarrollos del Abuelito. Pero en aquel momento despertaban su sospechosa atención porque no sabía lo que significaban.
Entonces, algo horrible sucedió de repente. Grayan comenzó a quejarse ruidosa y terriblemente, contorsionándose. Desde proa, Cord supo que no pasaría un segundo antes de que detuviese sus gritos y sus forcejeos con otra bala anestésica. Las lianas habían apretado su estrechamiento, no de una forma flexible, sino como las escarbadoras y huesudas garras de un monstruoso pájaro de presa. Si Dañe no lo hubiera amonestado...
Blanco y sudoroso, Cord bajó lentamente su pistola mientras las tijeretas se volvían a relajar. Grayan no parecía haber sufrido ningún daño adicional, en caso contrario, quizás hubiera provocado el que dirigiera su rabia asesina directamente contra la balsa como si se tratase de una máquina. Por unos momentos, Cord siguió inflamándose ante el pensamiento de que, en cualquier instante que eligiese, podría convertir rápidamente la balsa en un revoltijo destripado y reventado de zozobrada vegetación.
En vez de eso, y más juiciosamente, disparó otra bala sobre Dañe y Nirmond, para prevenir un suceso similar. Sabía que el contenido de dos balas de aquel tipo era capaz de mantener en sopor a un ser humano por lo menos durante cuatro horas. Cinco disparos...
Cord apartó su mente con premura de la dirección que estaba tomando. Pero no podía estar completamente alejado de tal pensamiento. Volvía a aparecer. Hasta que por fin lo tuvo que reconocer.
Cinco disparos dejarían a sus tres compañeros completamente inconscientes, sucediera lo que sucediera, hasta que muriesen por otras causas o se les administrase un agente neutralizante.
Horrorizado, se dijo que no podría hacerlo. Era como si los matase.
Pero entonces, con bastante entereza, se encontró a sí mismo alzando la pistola una vez más para administrar la carga apropiada a cada uno de sus tres compañeros de equipo. Y si fue la primera vez en los últimos cuatro años que Cord se sintió como llorando, también le pareció que había comprendido perfectamente lo que significaba utilizar su cabeza.
Escasamente treinta minutos después, Cord vio una balsa tan grande como la que él montaba, que se deslizaba por las espumosas aguas blancas de los estrechos, unas cien yardas más adelante. De repente se precipitó hacia un ángulo, sorprendida por una de las arremolinadas corrientes. Cabeceó y volvió a recobrar su posición horizontal, avanzó un poco y consiguió mantenerse de nuevo en su rumbo, siguiendo su camino en línea recta. No como un vegetal ciego, sino como una criatura que luchaba, con un propósito inteligente, por mantener la dirección elegida.
Por lo menos, aquellas balsas parecían prácticamente insumergibles...
Con la navaja en la mano, se aplastó contra la plataforma mientras los estrechos rugían enfrente. Cuando la plataforma saltó y se inclinó debajo de él, introdujo la navaja hasta el mango y se suspendió. Las frías aguas lo rociaron y el Abuelo temblaba como una máquina trabajando. En medio de todo aquello, Cord tuvo la terrorífica noción de que la balsa podía soltar a sus prisioneros humanos, en su lucha contra los estrechos. Pero estaba subestimando al Abuelo. También estaba aferrado.
Bruscamente se colocó encima. Estaban cabalgando una extensa ola y no lejos de ellos se encontraban otras tres balsas. Los estrechos las habían arrastrado, colocándolas juntas, pero ninguna parecía sentir interés por la compañía de la otra. Cuando Cord se puso en pie, temblorosamente, y comenzó a quitarse la ropa, se estaban separando de forma visible. La plataforma de una de ellas estaba semihundida. Debía haber perdido mucho aire del que las ayudaba a flotar y, como un buque pequeño, se estaba hundiendo.
Desde aquel punto, tenía que nadar solamente dos millas hacia la playa norte de los estrechos y otras mil millas tierra adentro desde allí a la Estación Principal de los Estrechos. No sabía nada sobre la corriente, pero la distancia no parecía demasiada, aunque no podía decidirse a abandonar su pistola y su navaja. A las criaturas de la bahía les gustaba el calor y el fango; no se aventuraban al otro lado de los Estrechos. Pero Zlanti Deep criaba sus propios asesinos, aunque jamás se les observaba cerca de la playa.
Las cosas estaban tomando un cariz más bien esperanzador.
Entonces, unos gritos resonaron sobre su cabeza, como los maullidos de unos gatos extraños, mientras Cord estaba anudando sus ropas, en un apretado lío, con los zapatos dentro. Miró hacia arriba. Había cuatro formando un círculo. Eran chinches de pantano aumentadas por sus aires navegantes. Cada una de ellas llevaba encima un jinete. Probablemente simples escarabajos peloteros, pero sus diez pies de envergadura resultaban impresionantes. Incómodo, Cord recordó el venenoso jinete carnicero que había dejado tendido junto a la estación.
Una de ellas se sumergió perezosamente y vino a deslizarse hacia ellos. Se remontó sobre su cabeza y retrocedió, para revolotear cerca del cono de la balsa.
El jinete de la chinche, que dirigía el negligente vuelo, no se interesó por él en absoluto. ¡El Abuelo lo estaba atrayendo!
Cord contemplaba la escena con fascinación. La parte superior del cono ahora estaba viva. La masa de expulsiones como gusanos escarlata que había comenzado a brotar antes de que la balsa dejase la bahía, se agitaba. Presumiblemente, resultaban presas tentadoras para el jinete de la chinche.
El volador se afirmó en su revoloteo y tocó el cono. Como una trampa con cierre de resorte, las verdes lianas se alzaron y lo rodearon, arrugando las frágiles alas que casi desaparecieron del suave cuerpo alargado.
Un segundo después, el Abuelo hizo otra captura, esta vez procedente del mismo mar. Cord había visto fugazmente algo como una pequeña y elástica foca que despuntaba de las aguas sobre el borde de la balsa, quizás bajo el impulso de una apresurada sugerencia. Y acabó golpeándose contra el cono donde las lianas la atenazaron a continuación del cuerpo del volador.
No fue la enorme y fácil rapidez con la que se realizaba la inesperada matanza lo que mantuvo a Cord suspenso, completamente conmocionado. Era el resquebrajamiento de todas sus esperanzas de nadar desde allí hasta la playa. Cincuenta yardas más adelante, otra criatura se alejaba de la balsa después de que la cosa elástica había sido engullida por las lianas. Su contemplación era todo lo que necesitaba. Su cuerpo de un blanco marfileño y sus salientes colmillos eran lo suficientemente similares a los escualos de la tierra para indicar su naturaleza. Y la importante diferencia consistía en que, cualesquiera que fuera la naturaleza de los blancos perseguidores del Zlanti Deep, eran millares.
Aturdido por la increíble cantidad de mala suerte, todavía agarrando su lío de ropa, Cord miraba hacia la playa, sabiendo que ahora podía distinguir las turbias señales indicadoras de los largos centelleos marfileños que brillaban entre las olas y luego se desvanecían. Una explosión de pequeñas cosas se desparramaba por el aire en agitada desesperación y volvía a caer al agua.
Si se le ocurría lanzarse al agua sería alcanzado como una mosca ahogada antes de cubrir la vigésima parte de esa distancia.
Pasó otro minuto antes de que la verificación de su derrota fuese total.
¡El Abuelo estaba empezando a comer!
Cada una de las rayas oscuras que descendían del cono era una boca. De momento, sólo una de ellas estaba en condiciones de operar y la balsa aún no era capaz de abrirla por completo. Sin embargo ya había comido el primer bocado. El jinete de la chinche que las lianas habían derribado del dorso del aterciopelado volador. El Abuelo invirtió varios minutos en hacerlo desaparecer, aunque era pequeño, pero suponía todo un comienzo.
Cord ya nunca se sentiría totalmente cuerdo. Se sentó allí mismo, agarrando su lío de ropa y sólo vagamente seguro del hecho de que estaba temblando bajo la fría rociada que le alcanzaba de vez en cuando, mientras seguía atentamente las actividades del Abuelo. Decidió que pasarían como mínimo unas cuantas horas antes de que una de la serie de bocas negras creciese lo suficientemente, flexible y vigorosa, para poder disponer de un ser humano. Bajo las circunstancias en que se encontraban, eso no podía suponer mucha diferencia para los seres humanos que estaban allí inconscientes, pero desde el primer momento en que el Abuelo intentase algo contra ellos, haría saltar la balsa en pedazos. En cierto modo, los cazadores blancos eran unos comedores más limpios. Y eso era todo lo que podía aún controlar de lo que iba a suceder.
Mientras tanto, existía también la débil posibilidad de que el helicóptero de la estación meteorológica los localizase...
Al mismo tiempo, en medio de una fascinación horrorizada y abrumada, Cord seguía debatiéndose ante el misterio de lo que podría haber producido tan espeluznante cambio en las balsas. Adivinaba a dónde se dirigían. Por allí estaban esparcidas muchas, navegando por los estrechos., o siguiendo paralelas su propia carrera. Y todas se dirigían a la charca pululante de plancton del Zlanti Basin, a mil millas hacia el norte. Con el tiempo, incluso los nenúfares movibles como las balsas, harían ese viaje en beneficio de sus simientes. Pero nada en su estructura explicaba el repentino cambio que las convertía en carnívoras alertadas y capaces.
Estaba observando a la elástica y pequeña cosa en forma de foca que estaba siendo izada a otra boca recién abierta. Las tijeretas rompían su cuello y la boca las apresaba por los brazuelos. A continuación, vino todo un paciente trabajo con lo que todavía era un poco demasiado ancho. De pronto, en las alturas, resonaron otros chillidos. Y dos minutos más tarde, dos chinches de mar eran atrapadas casi simultáneamente y añadidas a la despensa. El Abuelo hizo desaparecer la cosa en forma de foca y se obsequió con otro jinete de chinche. El segundo jinete escapó de su boca con un repentino salto, hundió sus dientes con rabia en una de las lianas, que lo volvió a atrapar y que, después, lo dejó caer muerto contra la plataforma.
Cord sintió un resurgimiento de su irracional odio contra el Abuelo. Matar una chinche era casi igual que cortar una rama de un árbol. Apenas tenían conocimiento de su vida. Pero el jinete había excitado su partidismo a causa de su apariencia de acción inteligente, y de hecho estaba más próximo a la escala humana en esa característica que a la forma de vida del monstruo que, mecánicamente pero sucesivamente, había atrapado a las chinches y a los seres humanos. Entonces, sus pensamientos se volvieron a desviar. Y se encontró especulando vagamente en la curiosa simbiosis por la cual, el sistema nervioso de dos criaturas tan distintas como las chinches marinas y sus jinetes, podían enlazarse tan íntimamente que funcionaban como un solo organismo.
De repente, una expresión de amplia y aturdidora sorpresa apareció en su rostro.
Porque en este momento sabía...
Cord se puso en pie con presteza, temblando de excitación, con un plan completo en su mente. Y una docena de largas enredaderas se movieron instantáneamente en dirección a su repentino impulso, buscándolo, tensas y estiradas. No lo podían alcanzar, pero su reacción salvajemente alertada congeló a Cord donde estaba. La plataforma estaba oscilando bajo sus pies, como si se irritase por su inaccesibilidad. Pero en el lugar donde se encontraba, no podía ondularse para colocarlo dentro del radio de acción de las lianas, como lo hacia alrededor de los bordes.
No obstante,, constituía una advertencia. Cord bordeó cautelosamente las proximidades del cono aunque ya había ganado la posición que deseaba y que era en la mitad delantera de la balsa. Después esperó. Esperó largos minutos casi sin moverse, hasta que su corazón dejó de latir y el irregular vaivén de enfado de la superficie de la balsa se detuvo y la última tijereta dejó de trepar. El Abuelo no estaba demasiado seguro de su exacto paradero.
Miró hacia atrás para comprobar cuánto se habían alejado de la Estación Principal de los Estrechos. Decidió que por lo menos quedaría a la distancia de una hora. Lo que era bastante cerca incluso para una forma pesimista de contar. ¡Si todo le salía bien! No podía decir exactamente lo que significaba «todo» porque entraban en juego muchos factores que no podía calcular de antemano. Además tenía la incómoda sensación de que especular demasiado sobre la cuestión le ' volvería incapaz de llevar a cabo su plan.
Por fin, moviéndose cuidadosamente, Cord cogió la navaja en su mano derecha pero dejó la pistola dentro de su funda. Alzó el apretado paquete que había confeccionado con su ropa por encima de su cabeza y lo balanceó con su mano derecha. Con un amplio y suave movimiento lanzó el bulto a través del cono, casi al lado opuesto de la plataforma.
Cayó con un sordo porrazo. Casi inmediatamente, todo el borde opuesto de la balsa se dobló y se agitó, para situar al objeto extraño al alcance de las lianas.
Simultáneamente Cord se disparó corriendo hacia delante. Por un momento, su intento de distraer la atención del Abuelito parecía tener éxito. Después cayó de rodillas cuando la plataforma volvía a recuperar su primitiva posición.
Se encontraba a ocho pies de la borda. Mientras resbalaba otra vez, seguía intentando desesperadamente arrastrarse hacia delante. Un instante más tarde, estaba moviéndose con la navaja en la mano a través de las frías y claras aguas, justo delante de la balsa. Retrocedió nadando y dejó que la balsa pasase sobre él. Montones de criaturas marinas escapaban del alcance de la oscura jungla de raíces coméis doras. Cord dio un impulso hacia atrás para huir de una ancha raya ondulante, de cristalino verdor, que era un tentáculo punzante y sintió una quemadura en un costado, lo que significaba que había sido rózala do ligeramente por otro. Se internó a ciegas en la limosa maraña de ^ raíces pilosas que cubría el centro de la balsa, después, una media luz | verdosa pasó sobre él y Cord se precipitó en la ampolla central, bajo el cono.
Media luz y fetidez. Aire caliente. El agua lo zapateaba arrastrándolo. Allí no había nada a que aferrarse. Entonces, arriba y a su derecha, moldeada contra la curva interior del cono, como si hubiese crecido allí desde un principio, apareció la especie de rana del tamaño de un hombre. La cabeza amarilla...
¡El jinete de la balsa.! Cord se estiró y apresó a la pareja simbiótica del Abuelo, gobernándola por una débil pata trasera y saliendo casi del agua, la golpeó dos veces con la navaja, fuertemente, mientras los pálidos ojos verdes se mantenían abiertos.
Pensó que la cabeza amarilla necesitaría poco más o menos un segundo para desprenderse de su anfitrión, como solían hacer los jinetes de las chinches de mar, antes de intentar defenderse por sí mismos. Sin embargo, la cabeza amarilla simplemente giró el cuello y su boca cayó como un cuchillo aferrando el brazo izquierdo de Cord por encima del codo. La mano derecha del muchacho hundió la navaja en uno de sus abiertos ojos y la cabeza amarilla dio un respingo para arrancar la navaja de su presa.
Cord se hundió por completo y rodeó con ambas manos las viscosas patas, tirando con todo su peso. Por un instante, la cabeza amarilla se quedó colgando. Después, las innumerables extensiones nerviosas que la conectaban con la balsa se liberaron con una sucesión de sonidos violentos y succionadores. Ambos, Cord y el extraño jinete, chapotearon al unísono en el agua.
De nuevo la malla negra de raíces y dos quemaduras más en su espalda y en sus piernas. Se asfixiaba. Cord la soltó. Durante un buen rato, un cuerpo estuvo girando una y otra vez, debajo de él, con unos extraños movimientos humanos. Después, una sólida pared de agua lo rechazó mientras algo blanco y grande tropezó con el cuerpo que giraba y lo hacia desaparecer.
Cord emergió a la superficie doce pies detrás de la balsa. Evidentemente el Abuelo había aminorado ya su marcha.
Después de dos intentos consiguió izarse sobre la plataforma y se quedó allí, medio asfixiándose y tosiendo. No se produjeron señales de que su presencia hubiese sido notada. Unos cuantos cabos de las lianas se retorcieron intranquilos, como intentando recordar sus anteriores funciones, mientras Cord se acercó titubeante, para asegurarse de que sus compañeros seguían respirando. Pero el muchacho ni siquiera lo advirtió.
Respiraban. Cord se dio cuenta que era mejor no perder tiempo intentando ayudarles personalmente. Recogió la pistola de calor de la funda de Grayan. El Abuelo se había detenido totalmente.
Cord no había tenido tiempo de recuperarse completamente o se habría inquietado, ya que el Abuelo, violentamente privado de su pareja controladora, parecía incapaz de moverse por sí mismo. En lugar de eso, determinó la dirección aproximada de la Estación Principal de los Estrechos y seleccionó el lugar correspondiente sobre la plataforma, administrando al Abuelo una ligera ración de calor.
En el primer instante no sucedió nada. Cord suspiró con paciencia y elevó la onda de calor.
El Abuelo se meció suavemente. Cord se puso en pie.
Lentamente y con cierta vacilación al comienzo y después con resuelta determinación, aunque ya sin cerebro director, el Abuelo comenzó a remar retrocediendo hacia La Estación Principal de los Estrechos.