II

Grettir se levantó de la silla.

—¡Hágase cargo de esto mientras me voy! Retire la alarma y diga a la tripulación que continúe sus tareas normales. Si algo sucede mientras estoy en la zona de máquinas, notifíquemelo inmediatamente.

El piloto saludó y contestó secamente:

—¡Sí, señor!

Grettir cruzó el puente. Estaba seguro de que los oficiales y los hombres de la tripulación, que se sentaban en el círculo de asientos del puente, le miraban a hurtadillas. Se detuvo por un momento y encendió un cigarro. Se sentía contento de que sus manos no temblasen y esperaba que su expresión resultase segura. Lentamente, reprimiendo el impulso de correr, continuó atravesando el puente y se detuvo de espaldas a los hombres, expulsando una bocanada de humo, para seguir caminando hasta desaparecer de su vista. Braceó contra la rápida pendiente y después a causa de la acometida de la disminución de la velocidad, al dejarse caer por el tubo de bajada. Estableció los controles del Muelle 14; las puertas corredizas se abrieron. Echó a andar por un pasillo donde un carro-g y un operador esperaban por él. Grettir saltó al vehículo, se sentó y le dijo al hombre a dónde lo tenía que conducir.

Dos minutos después se encontraba con MacCool. El primer maquinista señaló el fondo del pasillo. Cerca del final, en el sudo, todavía se encontraban dos marinos inconscientes. La puerta de la sala de máquinas estaba abierta. La puerta secundaria, la verja, estaba cerrada. Dentro de la sala de máquinas habían apagado las luces. Algo blanco se movía al otro lado de la reja. Era la cara de Donna Wellington, visible a través del casco.

—No podemos mantener esta aceleración —dijo Grettir—. Ya vamos más rápidamente de lo que se han permitido las naves sin tripulación. Existen toda clase de teorías acerca de lo que le podría suceder a una nave sometida a estas velocidades y todas son malas...

—Por ahora estamos refutando varias —comentó MacCool.

Hablaba con suavidad, pero su frente aparecía sudorosa y sus ojos estaban rodeados de ojeras. Al cabo de un segundo, MacCool siguió hablando:

—Me alegro de que esté aquí, señor. Acaba de amenazar con que cortaría los cables del empalme eme si no asoma por aquí dentro de dos minutos —gesticuló con ambas manos para indicar una amplia bola de luz regulable.

—Hablaré con ella —dijo Grettir—. Aunque no puedo imaginar lo que quiere...

MacCool lo miró con aire de duda. Grettir estuvo a punto de preguntarle qué demonios pensaba, pero lo pensó mejor. Ordenó:

—Mantenga a sus hombres en sus puestos. Que no parezca que vienen detrás de mí...

—¿Y qué hacemos, sir, si dispara sobre usted?

Grettir tuvo un respingo:

—Utilice el cañón. Y no dude si me encuentro por medio... ¡Desalójela! Pero asegúrese de que utiliza una onda corta, suficiente para alcanzarla pero no tan larga que llegue a rozar las máquinas.

—¿Pero por qué no hacemos eso antes de que usted ponga en peligro su vida? —preguntó MacCool.

Grettir vaciló y por fin contestó:

—Mi responsabilidad primordial es el barco y su tripulación. Pero esa mujer está muy enferma. No se hace cargo de las implicaciones de sus acciones. Desde luego, no por completo. Quiero disuadirla de esto, si es que puedo.

Desenganchó él comunicador de su cinturón y recorrió el pasillo hacia la verja, en dirección a la oscuridad y a la blancura que se movía detrás. Su espalda estaba rígida. Los hombres le vigilaban intensamente. Sólo Dios sabía lo que decían de él, por lo menos lo que pensaban. Toda la tripulación se había estado divirtiendo a causa de la pasión que Donna Wellington le demostraba y de la incapacidad de su capitán para enfrentarse con ella. Decían que estaba loca por él, sin darse cuenta que, en realidad, estaba loca. Se habían estado riendo. Pero ahora no reían.

Es más, al percatarse de que realmente era una demente, algunos le reprochaban haberlos puesto en peligro. Indudablemente, pensaban que si la hubiese manejado de forma diferente no estarían actualmente tan cerca de la muerte.

Se detuvo tan sólo a un paso de la reja. Ahora podía ver la cara de la Wellington, un damero blanco y negro. Esperó a que hablase primero. Pasó todo un minuto, entonces la mujer exclamó:

—¡Robert!

La voz, normalmente de tono bajo y agradable, era ahora aguda y tensa.

—Robert no, Eric... —dijo por el comunicador—. Capitán Eric Grettir, señora Wellington.

Hubo un silencio. La mujer se acercó más a la verja. La luz hirió uno de sus ojos que brilló con destellos azulados.

—¿Por qué me odias así, Robert? —preguntó quejumbrosamente—. Acostumbrabas a quererme... ¿Por qué te has vuelto contra mí?

—Yo no soy su esposo —dijo Grettir—. ¡Míreme! ¿No puede ver que no soy Robert Wellington? Yo soy el capitán Grettir, del Sleipnir. Debería ver quién soy realmente... Es muy importante, señora Wellington.

—¡No me quieres! —gritó la mujer—. Estás intentando deshacerte de mí pretendiendo que eres otro hombre. Pero no funciona... ¡Te he conocido a pesar de todo, bestia! ¡Bestia! Te odio, Robert...

Involuntariamente, Grettir retrocedió bajo la intensidad de su angustia. Vio su mano saliendo de las sombras y el haz de luz sobre una pistola. Disparó. Un rayo de blancura lo dejó deslumbrado.

A la luz siguió la oscuridad.

Arriba, o hacia adelante, había un disco grisáceo rodeado de negrura. Grettir viajó lenta y espasmódicamente en su dirección, como si hubiese sido tragado por una ballena, pero estaba siendo expulsado hacia la boca abierta, los músculos de la garganta del leviatán le atraían al exterior.

A lo lejos, detrás de él, sumergida en los intestinos de la ballena, Donna Wellington habló:

—¿Robert?

—¡Eric! —gritó—. ¡Soy Eric!

El Sleipnir, alejándose de Asgard y siguiendo su camino a 6.200 kilómetros por segundo, había recogido la llamada del Mayday. Procedía de una nave espacial a medio camino entre los planetas de Altaír doce y trece. Aunque Grettir podría haber ignorado la llamada sin ser reprendido por sus superiores, alteró su curso y encontró una nave destrozada por un meteorito. En el interior del casco estaba el cuerpo de un hombre partido por el medio y había una mujer sumida en un profundo shock.

Robert y Donna Wellington eran la segunda generación de asgardianos, físicos doctorados en biotatología y poseyendo documentos de expertos en astrografía. Estaban investigando ejemplares de «plancton espacial» y de «hidras espaciales», formas de vida nacidas en las regiones situadas entre los planetas exteriores a Altair.

El estallido, la muerte de su esposo y la lacerante sensación de aislamiento, disociación y desesperanza, durante las ochenta y cuatro horas anteriores a su rescate, habían doblegado a la señora Wellington. Quizás «doblegado» no fuese el término exacto. «Fragmentado» era una palabra más apropiada.

Desde el comienzo de lo que en un principio pareció un restablecimiento, la mujer había tomado una semejanza superficial de Grettir con su esposo por una identidad. Al principio, Grettir había estado amable y cariñoso con ella y la visitó frecuentemente en la enfermería. Después, por consejo del doctor Wills, se había mostrado severo. Y a consecuencia de esto se produjo el imprevisto resultado. Donna Wellington gritaba detrás de él y, de repente, el círculo crepuscular de enfrente se hizo brillante y se sintió libre. Abrió los ojos para ver unas caras sobre él. El doctor Wills y MacCool. Se encontraba en la enfermería.. MacCool sonrió y dijo: —Por un momento pensamos...

—¿Qué sucedió? —preguntó Grettir, y añadió—: Sé lo que hizo. Quiero decir...

—Disparó toda la potencia sobre usted —aclaró MacCool—. Pero los barrotes de la reja absorbieron la mayor parte de la energía. Usted recibió sólo lo suficiente para levantar la piel de su cara y dejarlo sin conocimiento. Gracias que se le ocurrió cerrar los ojos.

Grettir se sentó. Se palpó la cara. Estaba cubierta con un ungüento graso, mitigador del dolor, y por una sustancia renovadora de la piel.

—¡Tengo un terrible dolor de cabeza! El doctor Wills le aseguró:

—Desaparecerá dentro de un minuto.

—¿Cuál es la situación? —preguntó Grettir—. ¿Cómo consiguió separarme de ella?

MacCool contestó:

—Tuve que hacerlo, capitán. Si no, hubiera vuelto a disparar sobre usted El cañón voló lo que quedaba de la reja. La señora Wellington...

—¿Ha muerto?

—Sí. Pero el cañón no la tocó. Extraño. Se quitó su traje arrancándose la piel y a continuación salió por la cerradura de aire de la sala de máquinas. Desnuda, como si quisiese parecer la novia de la Muerte. Estuvimos a punto de ser atrapados en el torbellino de aire, ya que fijó los controles de forma que el portalón interior permaneciese abierto. Casi lo consiguió, pero llegamos a tiempo para cerrarlo.

' Grettir dijo:

—No lo recuerdo... ¿Algún daño en la sala de máquinas?

—No. Y los cables se han vuelto a conectar para operar normal— § mente. Sólo que...

—¿Sólo qué?

La cara de MacCool estaba tan larga que parecía un sabueso? amedrentado.

—Pues que antes de que yo volviese a conectar los cables sucedió algo extraño... peculiar. Toda la nave y todos los que nos encontrábamos en su interior sufrimos una especie de distorsión. Ondulante, como si nos hubiésemos convertido en cera y goteásemos. O como si fuésemos banderas ondeando al viento. El puente informó que el proel de la nave se hinchaba como un globo, después se volvió rizado y ese mismo efecto cruzó la nave. Mientras duró la ondulación todos sentimos náuseas.

Hubo un silencio, pero las expresiones de ambos hombres indicaban que la cosa no quedaba ahí.

—¿Bien? —preguntó el capitán.

MacCool y Wills se miraron. MacCool tragó saliva y dijo:

—Capitán, ¡no sabemos dónde demonios estamos!