Caleidoscopio

Kaleidoscope

«¿A qué se parece el exterior?» Es una cuestión que ha ocupado las mentes y sueños de los seres humanos desde tiempos inmemoriales. Es también una dé las especulaciones básicas de la moderna ciencia ficción, y los relatos de viajes por el espacio que han embelesado a millones de lectores durante años. Aquí Ray Bradbury nos lleva en un trágico y sin embargo bello viaje a través del espacio exterior y nos recuerda que cada logro se cobra su precio.

El primer golpe cortó a la nave como si hubiera sido un abrelatas gigante. Los hombres fueron lanzados al espacio como una docena dé peces plateados que culebreaban. Fueron esparcidos en un mar de oscuridad; y la nave, hecha un millón de pedazos, prosiguió como un enjambre de meteoros en busca de un sol perdido.

—¡Barkley, Barkley!, ¿dónde está usted?

El sonido de las voces como niños perdidos en una noche fría.

—¡Woode, Woode!

—¡Capitán!

—¡Hollis, Hollis! ¡Soy Stone!

—¡Stone! ¡Soy Hollis! ¿Dónde estás?

—No lo sé, ¿cómo voy a saberlo? ¿Cuál es la parte de arriba? Me caigo. ¡Santo Dios! ¡Me caigo!

Caían. Caían como los guijarros caen en los largos otoños de la infancia, plateados y finos. Se habían esparcido como en el juego de los cantillos las piedras son esparcidas, en un lanzamiento gigante. Y ahora en vez de hombres había sólo voces, toda clase de voces. Descarnadas y vehementes, en diversos grados de terror y resignación.

—Nos estamos alejando unos de otros.

Esto era verdad. Hollis, balanceando la cabeza sobre los talones, sabía que era cierto. Y lo aceptaba vagamente. Se estaban separando para tomar caminos distintos, y nada podría hacerles volver. Llevaban puestos sus trajes espaciales herméticos con los tubos de cristal sobre sus rostros pálidos; pero no habían tenido tiempo de poner en marcha sus propulsores. Con ellos, podían ser como pequeños botes salvavidas en el espacio, salvándose a si mismos, salvando a otros, reuniéndose, hallando a los demás hasta que fueran una isla de hombres con algún plan. Pero sin los propulsores colgados de sus espaldas eran meteoros, insensibles, cada uno yendo hacia un sino distinto e irrevocable.

Transcurrieron unos diez minutos antes de que desapareciera la primera sensación de terror y una calma metálica la sustituyera. El espacio empezó a entretejer sus extrañas voces, como en un tejido grande y oscuro, cruzando, recruzando, formando un diseño final.

—Stone a Hollis. ¿Cuánto tiempo podemos hablar por teléfono?

—Depende de la rapidez con que tú y yo vayamos por nuestros lados.

—Creo que será cosa de una hora.

—Debería de ser así —contestó Hollis, abstraído y tranquilo.

—¿Qué ha ocurrido? —preguntó Hollis un minuto después.

—El cohete explotó. Eso es todo. Los cohetes explotan.

—¿Hacia dónde vas?

—Parece como si fuera a chocar contra el Sol.

—Yo voy hacia la Tierra. De vuelta hacia la vieja madre Tierra, a diez mil millas por hora. Me quemaré como una cerilla —Hollis pensó en ello como en una extraña abstracción de la mente. Le pareció como si se hubiera separado de su cuerpo, contemplándolo caer y hundirse en el espacio, tan objetivo como si se hubiera tratado de la caída de los primeros copos de nieve de un invierno ya hacía tiempo pasado.

Los otros guardaban silencio, pensando en el destino que les había llevado a esta caída, sin que pudieran hacer nada por evitarla. Incluso el capitán guardaba silencio, porque no había órdenes de mando ni plan que él supiera que pudiera volver las cosas a su estado anterior.

—¡Oh! Es una larga caída. ¡Oh! Es una larga caída, larga caída —dijo una voz—. No quiero morir, no quiero morir. Es una larga caída.

—¿Quién es ese?

—No lo sé.

—Creo que es Stimson. Stimson, ¿eres tú?

—Es una larga caída y no me gusta. ¡Oh, Dios! No me gusta.

—Stimson, soy Hollis, ¿me oyes?

Una pausa mientras caían separados el uno del otro.

—¿Stimson?.

—Sí —replicó al final.

—Stimson, tómatelo tranquilo, a todos nos ha pasado lo mismo.

—No quiero estar aquí, quiero estar en otro sitio.

—Si hay una posibilidad ya lo averiguaremos.

—Debe de haberla, debe de haberla —dijo Stimson—. No creo en esto. No creo que nada de esto esté sucediendo.

—Es una pesadilla —dijo alguien.

—¡Calla! —gritó Hollis.

—Ven a obligarme, a callar —respondió la voz. Era Applegate, quien se echó a reír estentóreamente con una similar objetividad—. Ven y hazme callar.

Hollis, por primera vez, se dio cuenta de lo imposible de su situación. Se apoderó de él una gran rabia, porque en este momento más que la existencia, quería hacer algo por Applegate. Él había querido durante muchos años hacer algo y ahora ya era demasiado tarde. Applegate era sólo una voz telefónica.

Caer, caer, caer.

Ahora, como si hubieran descubierto el horror, dos de los hombres empezaron a gritar. En una pesadilla, Hollis vio a uno de ellos flotar a su lado, muy cerca, gritando y gritando.

—¡Calla! —aquel hombre estaba casi en la punta de sus dedos, gritando como un loco. No se callaría nunca. Seguiría gritando durante un millón de millas, mientras estuviera en donde llegaran las ondas de la radio, molestando a todos ellos, haciendo imposible que hablaran entre sí.

Hollis alargó su mano. Era mejor de esta manera. Hizo un esfuerzo extraordinario y tocó a aquel hombre. Lo agarró por el tobillo y tiró de él a lo largo de su cuerpo hasta que le alcanzó la cabeza. Aquel hombre gritó y se aferró frenéticamente, como un nadador que estuviera ahogándose. Los gritos llenaban el universo.

Una dirección u otra, pensó Hollis. El Sol o la Tierra o los meteoros lo matarían, así que ¿por qué no ahora?

Con su puño de hierro aplastó la máscara de cristal de aquel hombre. Los gritos cesaron. Se apartó bruscamente del cuerpo y lo dejó que cayera girando sobre si mismo en su propia dirección, que cayera y cayera.

También cayendo, precipitándose por el espacio continuaron Hollis y el resto de ellos en la larga e interminable precipitación en remolinos de terror silencioso.

—Hollis, ¿sigues ahí?

Hollis no contestó; pero sintió un acaloramiento en su rostro.

—Soy Applegate de nuevo.

—Está bien, Applegate.

—Hablemos. No tenemos otra cosa que hacer.

El capitán intervino:

—¡Basta ya de hablar! Tenemos que imaginar un modo de salir de esto.

—Capitán, ¿por qué no se calla usted? —dijo Applegate.

—¿Cómo?

—Ya me ha oído, capitán. No trate de hacer valer su rango sobre mí, ahora está a diez mil millas de distancia y no vamos a andar con bromas. Como dijo Stimson, es una larga caída.

—¡Cuidado con lo que dice, Applegate!

—Ya lo cuido. Esto es un motín de uno. Ya no tengo nada que perder. Su nave era una mala nave y usted era un mal capitán y espero que se ase cuando llegue al Sol.

—¡Le ordeno que se calle!

—¡Siga dándome órdenes! —Applegate sonrió en el otro extremo de las diez mil millas. El capitán guardó silencio. Applegate continuó—: ¿Dónde estábamos Hollis? ¡Ah, sí! Recuerdo. Yo también te odio; pero tú lo sabías. Lo hemos sabido durante mucho tiempo.

Hollis cerró sus puños, impotente.

—Quiero decirte algo —dijo Applegate—. Para hacerte feliz quiero que sepas que fui yo el que te puso bola negra en la Rocket Company hace cinco años.

Un meteoro pasó centelleante por su lado. Hollis miró hacia abajo y vio que su mano izquierda había desaparecido. La sangre salió a borbotones. De repente se quedó sin aire en su traje. Le quedaba aire suficiente en sus pulmones para mover su mano derecha y girar un botón en su codo izquierdo, apretando la juntura y cortando el derramamiento. Sucedió tan repentinamente que él no estaba sorprendido. Ya nada le sorprendía. El aire en el traje volvió a ser normal en un instante ahora que la sangría había sido cortada. Y la sangre que había fluido tan rápidamente fue presionada cuando él apretó el botón aún con más fuerza, hasta que le sirvió de torniquete.

Todo esto tuvo lugar en un terrible silencio por su parte. Y los otros hombres charlaban. Aquel Lespere siguió y siguió con su conversación sobre su esposa de Marte, su esposa de Venus, su esposa de Júpiter, su dinero, sus ratos maravillosos, sus borracheras, su afición al juego, su felicidad. Y siguió sin parar mientras caían y caían. Lespere recordaba un pasado feliz mientras caía hacia la muerte.

Era todo tan extraño. Espacio, miles de millas de espacio, y esas voces vibrando en el centro de él. Nadie visible en lo más mínimo, y sólo las ondas de radio estremeciéndose y tratando de emocionar a otros hombres. —¿Estás enfadado, Hollis?

—No —y no lo estaba. La abstracción había vuelto y él era como una cosa de obtuso hormigón, cayendo para siempre en ninguna parte.

—Tú has querido ser siempre el triunfador, Hollis. Y yo te estropeé el éxito. Siempre te preguntaste qué habría sucedido. Te puse la bola negra antes de que me echaran a mí.

—Eso no tiene importancia —contestó Hollis. Y no la tenía. Era ya í agua pasada. Cuando la vida ya ha terminado es como el parpadeo de una película brillante, un instante en la pantalla, todos sus prejuicios y pasiones condensados e iluminados por un instante en el espacio, y antes de que uno pueda gritar. Hubo un día feliz, otro malo, un rostro malvado, luego otro bondadoso, la película se quemó y se convirtió en ceniza, la pantalla estaba a oscuras.

Desde este borde exterior de la vida, mirando hacia atrás, había sólo un remordimiento, y era sólo que él quería seguir viviendo. ¿Sentían eso mismo todas las personas moribundas, como si nunca hubieran vivido? ¿Parece la vida verdaderamente tan corta, por encima y por debajo y antes de que uno pueda aspirar? ¿Pareció tan abrupta e imposible a todos, o sólo a sí mismo, hache, ahora que sólo le quedaban unas horas para pensar y reflexionar?

Uno de los otros hombres estaba hablando.

—Bueno, yo me di muy buena vida. Tuve una esposa en Marte y otra en Venus, y una en la Tierra y otra en Júpiter. Todas ellas tenían dinero y me trataron muy bien. Me lo pasé estupendamente. Me emborrachaba y en una ocasión gané en el juego veinte mil dólares.

«Pero ahora estás aquí —pensó Hollis—. Yo no tuve nada de eso. I Cuando yo vivía tenía celos de ti, Lespere, cuando tenía otro día de vida ante mí, y te envidiaba tus mujeres y tus buenos ratos. Las mujeres me asustaban y por eso me fui al espacio, siempre deseándolas, y celoso de ti por tenerlas, y por tener dinero, y tanta felicidad como podías tener a tu manera salvaje. Pero ahora, cayendo aquí, cuando todo ha terminado, ya no me siento más celoso, porque todo ha terminado para ti, como ha terminado para mí, y ahora mismo es como si nunca hubiera ocurrido.» —Hollis adelantó su rostro y gritó al teléfono—:

—¡Todo ha terminado, Lespere!

Silencio.

—¡Es como si nunca hubiera ocurrido, Lespere!

—¿Quién habla? —preguntó la voz vacilante de Lespere.

—Soy Hollis.

Estaba siendo mezquino. Sintió la mezquindad, la mezquindad sin sentido de morir. Applegate le había ofendido, y ahora él quería ofender a otro. Tanto el espacio como Applegate le habían herido.

—Estás aquí fuera, Lespere. Todo ha terminado. Es como si nunca hubiera sucedido, ¿no es verdad?

—No.

—Cuando todo ha terminado, es como si no hubiera sucedido. ¿En qué es tu vida mejor que la mía ahora? Mientras aquello sucedió, sí, ¿pero ahora? El momento presente es el que cuenta. Y no es mejor, ¿no te parece?

—¡Sí! ¡Es mejor!

—¡Cómo!

—¡Porque tengo mis pensamientos y puedo recordar! —gritó Lespere, lejos, indignado, sujetando sus recuerdos contra su pecho con ambas manos.

Y tenía razón. Con una sensación de agua fría corriendo a través de su cabeza y de su cuerpo, Hollis sabía que el otro tenía razón. Había diferencias entre recuerdos y sueños. El sólo tenía sueños de cosas que quería hacer, mientras que Lespere tenía recuerdos de cosas que había hecho y logrado. Y este conocimiento empezó a desgarrar a Hollis, con una lenta y temblorosa precisión.

—¿Y eso te sirve de algún bien? —gritó a Lespere—. ¿Ahora? Cuando una cosa ha terminado ya no es buena para nada. Tú no eres mejor sin ella que yo.

—Yo descanso tranquilo —contestó Lespere—. Yo ya tuve mi vez. Y no me voy a volver ruin al final, como tú.

—¿Ruin? —Hollis dio vueltas a la palabra con su lengua. El no había sido nunca ruin en su vida, en lo que podía recordar. Jamás se había atrevido a ser ruin. Debió de haber ahorrado su ruindad todos estos años para un momento como éste. «Ruin». Enrolló la palabra en

el fondo de su mente. Sintió que le brotaban lágrimas en los ojos y volvió hacia abajo su cara. Alguien debió de haber oído su voz jadeante.

—Tómatelo con tranquilidad, Hollis.

Era, por supuesto, ridículo. Sólo un minuto antes había estado dando consejos a los otros, a Stimson, había sentido una valentía que él había tomado por genuina, y ahora sabía que no había sido nada más que el sobresalto y la objetividad posible en un sobresalto emocional. Y ahora estaba tratando de meter toda una vida de emociones reprimidas en un intervalo de minutos.

—Sé cómo te sientes, Hollis —dijo Lespere, que ahora estaba a veinte mil millas de distancia, su voz perdiéndose—. No me lo tomo a mal.

Pero ¿somos iguales Lespere y yo?, se preguntó su mente alocada. ¿Aquí? ¿Ahora? Si una cosa buena ha terminado, ya está hecha, y ¿qué hay de bueno en ella? Uno muere de todos modos. Pero él sabía que estaba racionalizando, porque ello era como tratar de decir la diferencia entre un hombre vivo y un cadáver. Había una chispa en uno, y no en el otro, un aura, un elemento misterioso.

Así ocurría con Lespere y con él: Lespere se había dado una buena vida, y eso lo convertía ahora en un hombre diferente, y él, Hollis, había sido como un muerto durante muchos años. Iban a la muerte por caminos separados y, con toda probabilidad, si había clases de muertes, las suyas serían tan diferentes como la noche y el día. La cualidad de la muerte, como la de la vida, debe ser de infinita variedad, y si uno ya ha muerto una vez, entonces, ¿qué hay en buscar una muerte total de una vez, como él buscaba ahora?

Un segundo más tarde descubrió que su pie derecho lo tenía cortado totalmente y le faltaba. Eso casi le hizo reír. El aire había desaparecido nuevamente de su traje, se inclinó rápidamente y vio que había sangre, y que el meteoro le había quitado carne y traje hasta el tobillo. ¡Oh! La muerte en el espacio era de lo más humorístico, pues te iba cortando pedazo por pedazo," como si fuera un carnicero negro e invisible. Apretó la válvula en la rodilla, su cabeza dándole vueltas por el dolor, esforzándose por permanecer consciente, y con la válvula apretada, la sangre contenida, el aire conservado, se irguió y siguió cayendo, cayendo, porque eso era todo lo que quedaba por hacer.

—¿Hollis?

Hollis asintió con la cabeza, adormilado, cansado de esperar la muerte.

—Soy Applegate otra vez —dijo la voz.

—Sí.

—He tenido tiempo para pensar. Les he estado escuchando. Eso no está bien. Nos vuelve ruines. Es una mala manera de morir. Nos saca toda la bilis. ¿Me estás escuchando, Hollis?

—Sí.

—Te mentí hace un minuto. Te mentí. Yo no te puse bola negra. No sé por qué dije eso. Quizás quise herirte. Parecía que tú eras el que herías a todos. Siempre nos hemos peleado. Creo que me estoy haciendo rápidamente viejo y que me arrepiento pronto. Creo que al oírte ser tan ruin me sentí avergonzado. Fuera la que fuese la razón, quise que tú también supieras que yo también era un idiota. No hay una pizca de verdad en lo que yo te dije. Sólo quise interrumpirte.

Hollis sintió que su corazón le volvía a funcionar de nuevo. Parecía como si no le hubiera funcionado durante cinco minutos, pero ahora todos sus miembros empezaban a tener color y calor. El sobresalto ya había pasado, y los sucesivos sobresaltos de rabia, terror y soledad ya estaban pasando. Se sentía como un hombre que acababa de salir de una ducha fría por la mañana, dispuesto a tomar el desayuno y a emprender un nuevo día.

—Gracias, Applegate.

—No hay de qué. Alza tu nariz, tonto.

—¿Dónde se halla Stimson? ¿Cómo está?

—¿Stimson?

Ambos escucharon.

No hubo respuesta.

—Debe de haberse ido.

—No lo creo. ¡Stimson!

Volvieron a escuchar.

En sus teléfonos pudieron escuchar una respiración jadeante.

—Es él. Escucha.

—¡Stimson!

No hubo respuesta.

Sólo la respiración lenta y jadeante.

—No quiere contestar.

—Se ha vuelto loco. Que Dios le ayude.

—Ahí tienes. Escucha.

La respiración silenciosa, la quietud.. —Se ha cerrado como una almeja. Se ha ensimismado, haciendo una perla. Escucha al poeta, ¿quieres? De todos modos ahora es más feliz que nosotros.

Escucharon cómo Stimson se alejaba flotando.

—¡Eh! —dijo Stone.

—¿Qué? —Hollis llamó a través del espacio, porque Stone, entre todos ellos, era un buen amigo.

—Me he metido en un enjambre de meteoros, algunos son como asteroides.

—¿Meteoros?

—Creo que es el grupo Myrmidone que pasa cerca de Marte y se dirige hacia la Tierra cada cinco años. Yo estoy justamente en medio. Es como un gran caleidoscopio. Tiene todas las clases de colores, formas y tamaños. ¡Dios mió! ¡Qué cosa más hermosa! Todo es de metal.

Silencio.

—Me voy con ellos —dijo Stone—. Me arrastran con ellos. ¡Maldito sea! —se rió secamente.

Hollis intentó mirar, pero no vio nada. Había sólo las grandes joyas del espacio, con la voz de Dios mezclándose entre los fuegos de cristal. Había algo de maravilla e imaginación en la idea de Stone yéndose con el enjambre de meteoros, que pasara cerca de Marte durante años y que se dirigiera hacia la Tierra cada cinco años. Poniéndose al alcance o retirándose de la vista del planeta durante varios millones de años, Stone y el grupo Myrmidone eternos e infinitos, levantándose y tomando forma como los colores del caleidoscopio de cuando uno era un niño y sostenía el largo tubo hacia el Sol y le daba una vuelta.

—Adiós, Hollis —la voz de Stone era muy débil ahora—. Adiós.

—¡Buena suerte! —le grito Hollis desde una distancia de treinta mil millas.

—No te guasees —le dijo Stone, y ya no se le oyó más.

Las estrellas se cerraron.

Ahora todas las voces se estaban debilitando, cada una en su propia trayectoria, algunas hacia el Sol, otras hacia el más remoto espacio. Y el propio Hollis. Miró hacia abajo. Él, de todos ellos, era el único que volvía a la Tierra.

—Adiós.

—Tú, tranquilo.

—Adiós, Hollis —ése fue Applegate.

Los muchos adioses. Las cortas despedidas. Y ahora el gran cerebro suelto se estaba desintegrando. Los componentes del cerebro, que habían trabajado de un modo hermoso y eficiente en su estuche cráneo de la nave cohete corriendo a través del espacio, estaban muriendo uno a uno, el significado de su vida juntos se caía en pedazos. Y como el cuerpo muere cuando el cerebro cesa de funcionar, así el espíritu de la nave y de su largo tiempo juntos y lo que ellos significaban los unos para los otros estaba muriendo. Applegate no era ahora más que un dedo volado del cuerpo principal, al que ya no se le podía despreciar ni perjudicar. El cerebro había explotado, y sus fragmentos insensibles e inútiles estaban muy esparcidos. Las voces se desvanecieron y ahora todo el espacio estaba en silencio. Hollis estaba solo, cayendo.

Todos estaban solos. Sus voces se habían extinguido como ecos de las palabras de Dios habladas y vibrantes en el espacio estrellado. Allá fue el capitán hacia el Sol, acullá Stone con el enjambre de meteoros; allí Stimson, encerrado en sí mismo; Applegate hacia Plutón, Smith y Turner y Underwood y todo el resto, los fragmentos del caleidoscopio que había formado una forma de pensar durante tanto tiempo, y que ahora era arrojada en todas direcciones.

«¿Y yo? —pensó Hollis—. ¿Qué puedo hacer? ¿Hay algo que pueda hacer para enfrentarme a una vida terrible y vacía? Si yo pudiera hacer una buena cosa por la ruindad que he ido acumulando todos estos años sin ni siquiera saber que estaba en mí. Pero aquí no hay nadie más que yo, ¿y cómo puedo hacer el bien estando solo? No se puede. Mañana por la noche chocaré con la atmósfera de la Tierra.

»Me quemaré, pensó, y mis cenizas se esparcirán sobre todos los continentes. Podré ser útil. Sólo un poquito; pero las cenizas son cenizas y se añadirán a la tierra.»

Se sentía rápido, como una bala, como un guijarro, como un peso de hierro, objetivo, objetivo ahora todo el tiempo, ni triste ni feliz ni nada, sino sólo deseando poder hacer algo bueno ahora que todo el mundo se había ido, una cosa buena sólo por el gusto de él saberlo.

«Cuando choque con la atmósfera, me quemaré como un meteoro.»

—Me pregunto —dijo— si alguien me verá.

El muchacho que iba por aquella carretera en el campo alzó la vista y gritó:

—¡Mira, mamá! ¡Una estrella fugaz!

La blanca estrella resplandeciente cayó por el cielo del crepúsculo en Illinois.

—Pide un deseo —le dijo su madre—. Pide un deseo.