Estoy asustado
l'm Scared
El defecto principal que se le suele atribuir a la ciencia ficción es que es literatura de evasión, algo ligero para gente que no quiere que la molesten con ficción «seria». Por supuesto, en ciertos casos es así, pero en otros se trata de una literatura más seria y madura en concepto y ejecución. En ninguna parte resulta más evidente la necesidad de escapar y los peligros que esta necesidad representa, que en esta historia. Aunque apareció por primera vez en 1951, es una historia más adecuada para los años 80.
Estoy francamente asustado, no exactamente por mí mismo, después de todo soy un hombre de sesenta y seis años con los cabellos grises, sino por usted y por todos los que aún no han vivido su propia vida. Porque creo que recientemente han comenzado a suceder en el mundo ciertas cosas peligrosas. Fueron advertidas aquí y allá, discutidas ociosamente y después abandonadas y olvidadas. Aunque yo estoy convencido de que a menos que estos incidentes sean reconocidos como lo que son, el mundo se sumergirá en una pesadilla. Juzgue por usted mismo.
Una tarde del pasado invierno llegué a casa procedente de un club de ajedrez al que pertenezco. Soy viudo. Vivo solo en un pequeño pero confortable apartamento de tres habitaciones que mira a la Quinta Avenida. Era aún bastante pronto y encendí una lámpara que tengo al lado de un cómodo sillón de cuero, cogí una novela policiaca que estaba leyendo y conecté la radio. Lo siento, pero no sé qué estación sintonicé.
Cuando las válvulas se calentaron, llegó del altavoz la música de un acordeón, débil al principio y luego más fuerte. Como era una buena música para leer, ajusté el controlador de volumen y me hundí en mi libro.
Ahora quiero ser absolutamente objetivo y exacto con la cuestión y no voy a pretender que presté demasiada atención a la radio. Pero sé que de pronto la música se detuvo y una audiencia aplaudió. Luego, una voz de hombre halagada y contenta por los aplausos dijo:
—¡Está bien! ¡Está bien!
Pero los aplausos continuaron durante varios segundos más. Durante ese tiempo la voz, una vez más, cloqueó apreciativamente y a continuación repitió con firmeza: «Está bien». Y los aplausos se detuvieron.
—¡Este fue Alee no sé qué... A —dijo la voz de la radio y volví a mi lectura.
Pero pronto volvió a cautivarme de nuevo aquella voz de mediana edad. Quizás fue un cambio de tono, cuando pasó a un nuevo tema, lo que prendió mi atención:
—Y ahora, la señorita Ruth Greeley, de Trenton, Nueva Jersey. La señorita Greeley es pianista, ¿correcto?
Una voz de muchacha, tímida y apenas audible, dijo: —Correcto, mayor Bowes.
La voz del hombre, y en aquel momento reconocí su soniquete y su forma familiar de expresarse, dijo:
—¿Y qué va a tocar? La muchacha contestó: —«La Paloma».
El hombre repitió a continuación, como un anuncio: «La Paloma».
Hubo una pausa y después el piano hizo sonar la introducción. Yo volví a mi lectura.
Mientras la chica tocaba, me di cuenta a medias que su estilo era mecánico y su ritmo defectuoso, quizás estaba nerviosa. Después mi atención se avivó una vez más por un gong que sonó repentinamente. Durante unos cuantos compases la muchacha siguió tocando con vacilación, sin estar segura de lo que hacía. El gong volvió a sonar ruidosamente, la interpretación se detuvo en seco y se produjo un inquieto murmullo por parte de la audiencia.
—¡Está bien! ¡Está bien! —dijo la voz familiar. Me di cuenta de que estaba esperando justamente eso. Sabía que lo diría? La audiencia se tranquilizó y la voz comenzó de nuevo:
—Ahora...
La radio dejó de transmitir. Durante la mínima fracción de un segundo ningún sonido salió del aparato más que su mecánico zumbido. A continuación, un programa completamente diferente fue difundido por el altavoz. Las voces grabadas de Bing Crosby y de su hijo cantando los compases finales de «La Canción de Sam», precisamente mi pieza favorita. Así que volví una vez más a mi lectura, preguntándome vagamente qué habría sucedido con el otro programa, pero sin pensar nada más hasta que acabé mi libro y me preparé para ir a la cama.
Entonces, mientras me desnudaba en mi habitación, recordé que el mayor Bowes había muerto. Habían pasado algunos años, la mitad de una década, desde que el familiar y a la vez seco y festivo «está bien», había dejado de oírse en los cuartos de estar de la nación.
Bien, ¿qué tiene que hacer uno cuando lo aparentemente imposible sucede? Pues, sencillamente de aquí salió una historia para contar a los amigos y, a partir de entonces, más de una vez me preguntaron si había oído recientemente a Moran y Mack, una pareja de comediantes populares en la radio hace unos veinticinco años o a Floyd Gibbons, o si me había enterado de algunas noticias emitidas en los viejos tiempos. A costa de mi aparato de galena se hicieron toda clase de jocosas referencias.'
Pero un hombre —ocurrió en una reunión el jueves siguiente—, escuchó mi historia con la mayor seriedad y cuando terminé, me contó una rara historia que le había ocurrido a él. Se trata de un hombre reflexivo e inteligente, y mientras le escuchaba, no estaba asustado, sino que me esforzaba en encajar lo que parecía ser un lazo de conexión, un común denominador entre su historia y el extraño comportamiento de mi aparato de radio. Como estoy retirado y tengo mucho tiempo, me tomé el trabajo de hacer al día siguiente dos horas de viaje en tren hasta Connecticut, para verificar esta historia de primera mano. Recogí detalladas notas y la historia aparece ahora en mi archivo como sigue:
CASO 2. Louis Trachnor, expendedor de carbón y leña, R.F.D.1, Danbury, Connecticut, cincuenta y cuatro años.
En julio, el día 20, del año 1950, el señor Trachnor me dijo que había estado paseando frente al porche de su casa sobre las seis en punto de la mañana. Desde el alero de la casa hasta el pavimento del porche había una raya de pintura gris, todavía reciente.
—Era de la anchura de una brocha de ocho pulgadas —me dijo el señor Trachnor—. Y resultaba espantoso porque la casa era blanca. Me imaginé que algunos niños lo habían hecho durante la noche para gastar una broma, pero si había sido así, tenían que haber colocado una escalera hasta el alero, y ya se puede figurar que tal cosa les supondría demasiado esfuerzo. Por otra parte, la raya no estaba embadurnada. Se trataba de un trabajo cuidadoso, de una concienzuda línea recta que recorría todo el frente de la casa.
El señor Trachnor cogió una escalera y limpió la pintura gris con trementina.
En octubre del mismo año el señor Trachnor pintó su casa. El blanco no había aguantado mucho, así que la pinté de gris. Dejé el frente para el final y acabé sobre las cinco de un sábado por la tarde. A la mañana siguiente cuando salí, vi una raya blanca, completamente recta, que descendía por todo el frente de la casa. Me imaginé que volvía a tratarse otra vez de los condenados niños, porque estaba en el mismo lugar que antes. Alguien había llevado a cabo un esmerado trabajo de limpieza de la pintura reciente sobre una larga raya de unas ocho pulgadas de anchura que bajaba desde el alero. ¿Quién demonios podía haberse tomado semejante trabajo? Yo no pude descubrirlo.
¿Ve usted el nexo entre esta historia y la mía? Suponga por un momento que algo había sucedido, en cada ocasión, para trastornar brevemente el metódico progreso del tiempo. Por lo menos esto es lo que parecía haber sucedido en mi caso, durante los pocos segundos en que aparentemente oí una emisión de radio que había sido realizada años antes. Suponga entonces que nadie había tocado la casa del señor Trachnor, aparte de él mismo. Que pintó su casa en octubre, pero que a través de una fantástica confusión del tiempo, una parte de esa pintura apareció sobre la casa el verano anterior. Como por entonces el señor Trachnor limpió la pintura, una ancha raya de pintura gris reciente desapareció después de que pintó su casa en otoño.
Sin embargo, no quiero mentir al decir que realmente creo esto. Simplemente se trata de una intrigante especulación y cuento estas historias a mis amigos como curiosas anécdotas. Soy una persona sociable, veo a mucha gente y suelo escuchar otras extrañas historias como respuesta a la mía.
Alguien asiente siempre y dice:
—Esto me recuerda algo que oí recientemente...
De esta forma tengo una historia más que añadir a mi colección.
Un hombre, en Long Island, recibió una llamada telefónica de una hermana de Nueva York, un viernes por la tarde. Ella insistió en que no había realizado tal llamada hasta el lunes siguiente, o sea, tres días después.
En la sucursal de la calle Cuarenta y Cinco de la cadena del National Bank, mostré un cheque depositado el día antes de ser escrito.
En la calle Sesenta y Ocho Este de la City de Nueva York, fue entregada una carta sólo setenta minutos después de haber sido introducida en un buzón de la calle principal de Green River, Wyoming.
Y así sucesivamente. Mis historias ahora están siendo solicitadas por partes y llegué a decirme que coleccionarlas y comprobarlas era mi hobby. Pero el día que oí la historia de Julia Eisenberg, comencé a pensar que la cosa era más complicada.
CASO 17. Julia Eisenberg, oficinista, Ciudad de Nueva York, edad treinta y un años.
Miss Eisenberg vive en un apartamento de Greenwich Village. Hablé con ella después de que un amigo del club de ajedrecistas que vive en su vecindad me repitió su historia, un tanto falseada, que le había contado el portero del edificio donde vivía.
En octubre de 1947, sobre las once de la noche, la señorita Eisenberg salió de su apartamento para ir al drugstore a comprar un dentífrico. De regreso, no lejos de su apartamento, un gran perro blanco y negro corrió hacia ella y colocó sus patas sobre su pecho.
—Cometí la equivocación de acariciarle —me dijo la señorita Eisenberg—. Y entonces no quiso dejarme. Cuando entré en el vestíbulo de mi edificio, lo eché fuera y cerré la puerta. Lo sentí por él, pobre animal, y aún me encontré más culpable cuando una hora después miré por la ventana y seguía sentado a la puerta.
El tal perro permaneció en la vecindad durante tres días, descubriendo y saludando a la señorita Eisenberg con salvaje afecto cada vez que aparecía en la calle.
—Cuando subía al autobús por las mañanas para dirigirme al trabajo se sentaba en la acera observando mi marcha con la más triste mirada, ¡pobre bicho! Quise recogerlo, pero sabía que ya no querría volver a su casa y entonces temía que su propietario estuviese lamentando su pérdida. Nadie en la vecindad sabía a quién pertenecía y finalmente desapareció.
Dos años después, una amiga le regaló a la señorita Eisenberg un perrito de tres semanas.
—Mi apartamento es realmente muy pequeño para un perro, pero era tan lindo y cariñoso que no me pude resistir. Bien, creció y se convirtió en un hermoso perrazo que comía más que yo.
Como el vecindario era muy tranquilo y el perro se portaba muy bien, la señorita Eisenberg generalmente lo paseaba sin correa por las noches y jamás se alejaba.
—Una noche lo acababa de ver olisqueando en la oscuridad unas puertas más abajo, lo llamé y no regresó. No volvió jamás. No lo volví a ver.
La señorita Eisenberg siguió relatándome:
—Nuestra calle es ahora una sólida muralla de edificios de piedra oscura a ambos lados, con portales cerrados y sin zonas de paseo. ¡No pudo haber desaparecido así como así! ¡Pero lo hizo!
La señorita Eisenberg estuvo buscando su perro durante muchos días, preguntó a los vecinos, puso anuncios en los periódicos, pero no lo encontró.
—Una noche que estaba ya lista para acostarme, se me ocurrió mirar a la calle por la ventana. Y entonces recordé algo que se me había olvidado. Recordé al perro que había ahuyentado dos años antes —la señorita Eisenberg me miró un momento y luego añadió con un soplo de voz—, era el mismo perro. Si usted tuvo alguna vez un perro sabe que no puede equivocarse, y le digo que era el mismo perro. Sea como sea, mi perro se había perdido. Yo lo había expulsado dos años antes de haber nacido.
Comenzó a llorar silenciosamente. Las lágrimas corrían por su cara.
—Quizás piense usted que estoy loca o que soy una solterona y que me vuelvo excesivamente sentimental a causa de un perro. Pero está equivocado —se secó las lágrimas con un pañuelo—. Soy una persona bien equilibrada, más que la mayoría de la gente en estos días y le digo que sé lo que sucedió...
Fue en aquel momento, sentado en la pulcra sala de estar de la señorita Eisenberg, cuando me di cuenta de que las consecuencias de estos extraños incidentes podrían ser algo más que simplemente intrigantes, posiblemente trágicas. Y en ese momento comencé a asustarme.
Pasé los últimos once meses descubriendo y siguiendo la pista de esos extraños sucesos y estoy asombrado y asustado de su cantidad. Me aterroriza el que cada vez se repitan con mayor frecuencia y, apenas sé cómo decirlo, me asusta el creciente poder que tienen para desgarrar las vidas humanas. Este es un ejemplo, seleccionado casi al azar, de la increíble fuerza de lo que, sea lo que sea, está sucediendo en el mundo.
CASO 34. Paul V. Kerch, contable, El Bronx, treinta y un años.
Una brillante y limpia tarde de domingo me reuní con una poco sonriente familia de tres miembros, en su apartamento del Bronx. El señor Kerch, un joven bien parecido, moreno y más bien rechoncho; su esposa, una mujer de cara agradable y cabello oscuro, de veintitantos años, cuyo atractivo se veía empañado por unas grandes ojeras bajo sus ojos, y su hijo, un guapo muchachito de seis o siete años. Después de las presentaciones, el muchacho, por orden de sus padres, se marchó a jugar a la parte trasera de la casa.
—Bueno... —dijo entonces el señor Kerch caminando hacia una librería—. Vayamos a la cuestión. Usted dijo por teléfono que conocía la historia a grandes rasgos.
Aquello era mitad pregunta, mitad estado de cuentas.
—Sí —contesté.
Alcanzó un libro de un estante y sacó algunas fotografías de su interior.
—Aquí están las fotografías —se sentó a mi lado sobre la cama turca con los retratos en la mano—. Poseo una buena cámara. Soy un pasable fotógrafo amateur y tengo un cuarto oscuro en la cocina para el revelado. Hace dos semanas fuimos al Central Park —su voz era monótona y cansada, como si hubiese repetido la historia muchas veces, en voz alta y en el interior de su propia mente—. Hacía un buen día, como hoy, y las abuelas del niño habían estado insistiendo en poseer unas fotografías, así que saqué un carrete completo a base de fotografías de los tres. Mi cámara puede colocarse en un trípode, enfocarse y dispararse automáticamente unos segundos después, dándome tiempo a colocarme enfrente y salir también yo en el retrato...
Sus ojos me miraron cansados y sin esperanza mientras me tendía las fotografías, reservándose una.
—Estas son las primeras que saqué —dijo.
Las fotografías eran bastante grandes, quizás de unas siete pulgadas por tres y media. Las examiné de cerca.
Eran bastante corrientes, perspicaces y detalladas, y mostraban a los tres componentes de la familia en varias poses sonrientes. El señor Kerch llevaba un traje ligero, su mujer un vestido oscuro y una chaqueta de paño y el muchacho un traje, oscuro también, con pantalones a la altura de las rodillas. Al fondo se veía un árbol con las ramas desnudas. Miré al señor Kerch, dando a entender que había concluido mi estudio de las fotografías.
—La última fotografía... —dijo, agarrándola para entregármela—, la saqué exactamente igual que las otras. Nos pusimos de acuerdo sobre la posición, preparé la cámara y me coloqué al lado de mi familia. El lunes por la noche revelé todo el rollo. Esto es lo que salió del último negativo.
Me tendió la fotografía.
Al primer momento parecía una fotografía más del grupo. Luego vi la diferencia. El señor Kerch parecía el mismo, con la cabeza sin cubrir y sonriendo ampliamente, pero llevaba puesto un traje completamente diferente. El muchacho que estaba a su lado, usaba pantalones largos, era como tres pulgadas más alto, obviamente mayor, pero también inequívocamente el mismo muchacho. La mujer era una persona completamente diferente. Vestía con elegancia, su luminoso cabello brillaba al sol y era muy linda y atractiva. Sonreía a la cámara y agarraba al señor Kerch de la mano.
Levanté la vista hacia él.
—¿Quién es? —pregunté.
Abrumado, el señor Kerch movió su cabeza en sentido negativo.
—No lo sé —dijo de repente y después explotó—: ¡No lo sé! ¡No la he visto en mi vida! —dirigió la mirada hacia su mujer, pero ésta no se la devolvió. Entonces giró hacia mí y se encogió de hombros.
—Bien, aquí la tiene. La historia completa.
Se levantó, metiendo ambas manos en los bolsillos de su pantalón y comenzó a pasear por la habitación, mirando repetidas veces a su mujer y hablando con ella en realidad, aunque sus palabras se dirigían a mí.
—¿Qué quién es? ¿Cómo la cámara pudo haber captado esa fotografía? ¡Jamás vi en mi vida a esa mujer!
Miré de nuevo la fotografía, con más detenimiento.
—Los árboles están llenos de hojas —dije.
Detrás del niño con aspecto serio, de la sonriente mujer y del hombre aparentemente feliz, los árboles del Central Park aparecían completamente florecidos.
El señor Kerch asintió:
—Ya lo sé —dijo amargamente—. ¿Y sabe lo que dice ella? —reventó mirando a su mujer—. Dice que es mi esposa en la fotografía, mi nueva esposa un par de años más tarde. ¡Dios mío! —se llevó ambas manos a la cabeza—. ¡Las cosas que se le pueden ocurrir a una mujer!
—¿Qué es lo que quiere decir? —miré a la señora Kerch, pero ella me ignoró, permaneciendo silenciosa y con los labios apretados.
Kerch se encogió de hombros con un gesto desesperado.
—Dice que esa fotografía muestra cómo serán las cosas dentro de un par de años... Que ella habrá muerto o... —vaciló, luego pronunció con amargura— que estaremos divorciados. Que yo tendré a nuestro hijo y estaré casado con la mujer de la fotografía.
Ambos miramos a la señora Kerch, hasta que la mujer se vio obligada a hablar:
—Bien, si no es así, ¿díganme lo que significa esa fotografía? —preguntó por fin, alzando un hombro.
Ninguno de los dos pudimos contestarle y unos minutos después los dejé. No había mucho que decir a los Kerch. Ciertamente, yo no podía mencionar mi convicción de que, cualquiera que fuese la explicación de la última fotografía, su vida matrimonial concluiría...
CASO 72. Teniente Alfred Eichler, Departamento de la Policía de Nueva York, edad treinta y tres años.
A últimas horas de la tarde del 9 de enero de 1951, dos policías encontraron un revólver tirado sobre un sendero de grava en la entrada del lado este del Central Park. El arma fue examinada para descubrir huellas digitales y el laboratorio de la policía encontró varias. Se había disparado un tiro y la policía disparó otro que fue estudiado y clasificado por los expertos en balística. Las huellas se confrontaron y fueron descubiertas en los archivos policiales. Pertenecían a un menor, un golfo con un expediente de asaltos.
Se despachó una orden rutinaria de apresamiento. Un detective llamó a la casa de huéspedes donde se sabía que vivía, pero había salido, y como ningún caso de disparos con arma de fuego, que estuviese sin resolver, había ocurrido recientemente, no se intensificó su búsqueda durante aquella noche.
La tarde siguiente un hombre recibió un tiro y fue muerto en el Central Park con el mismo revólver. Se comprobó balísticamente que estaba fuera de toda duda. Muy pronto se supo que el hombre asesinado había estado discutiendo con un amigo en las proximidades de una taberna. Los dos hombres estaban borrachos y habían abandonado la taberna juntos. El segundo hombre era el golfo cuyo revólver había sido encontrado la noche anterior y todavía se mantenía encerrado en una caja fuerte de la policía.
El teniente Eichler acabó diciéndome:
—Es imposible que el hombre muerto fuese asesinado con el mismo revólver, pero lo fue. No me pregunte cómo, y si alguien cree que vamos a ir al juzgado con un caso como éste, está loco...
CASO 111 Capitán Hubert V. Rihm, Departamento de la Policía de Nueva York, retirado, edad sesenta y seis años.
Me cité con el capitán Rihm una mañana en Stuyvesant Park, un parche de verdor, bancos de madera y asfalto asediado por la ciudad en la parte más baja de la Segunda Avenida.
—¿Usted quiere que le cuente el caso Fentz, no es verdad? —preguntó después de habernos presentado a nosotros mismos y que nos acomodamos en un banco vacío—. Está bien, le hablaré de ello. No me gusta charlar sobre el asunto, me molesta, pero quiero oír lo que usted piensa.
Era un hombre alto y saludable con una cara áspera y rojiza. Vestía una vieja chaqueta de policía y uniforme de cabo sin las insignias.
—Ocurrió en City Mortuary —comenzó a decir mientras yo sacaba mi cuaderno de notas y un lápiz—, en Bellevue, sobre las doce de una noche cuando estaba tomando café con uno de los internos. Trajeron a ese tipo y era un fulano de aspecto extraño. Tenía barba. Era joven, unos treinta años, pero llevaba unas patillas de boca de hacha y su ropa era muy rara. Por entonces yo tenía ya treinta años de servicio, estaba a punto de retirarme, era el mes de junio de 1950 y estaba destinado al Departamento de Personas Desaparecidas. Como comprenderá había visto un montón de tipos excéntricos muertos por las calles. Una vez encontramos un árabe de punta en blanco y nos costó una semana descubrir quién era. Así que no era el aspecto del tipo lo que me molestó, sino los objetos que encontramos en sus bolsillos.
El capitán Rihm se volvió en el banco para ver si había prendido mi interés. Después, continuó:
—En el bolsillo del tipo muerto había alrededor de un dólar en moneda fraccionaria y uno de los muchachos cogió un níquel y me lo mostró. Bien, todavía se pueden ver gran cantidad de níqueles diferentes. Los recientes con el grabado de Jefferson, los níqueles con el búfalo, anteriores a esos y de vez en cuando aún se pueden encontrar los viejos niqueles con la cabeza de la Libertad. Pero éste era aún más antiguo. Tenía un escudo en la parte frontal, un escudo de los Estados Unidos y un cinco grande en la parte de atrás. Cuando era niño solía ver ese tipo de níquel. Y lo más curioso es que aquel níquel antiguo parecía nuevo. Lo que los coleccionistas de moneda llaman «flor de cuño», como si hubiese sido acuñado el día anterior. El níquel tenía grabada la fecha de 1876 y era la moneda más antigua que llevaba en el bolsillo.
El capitán Rihm me miró de forma interrogativa.
—Bien... —dije levantando la vista de mi cuaderno de notas—. Eso puede suceder.
—Seguro que puede... —contestó en tono satisfecho—. Pero todos los peniques que tenía eran peniques con cabezas de indios. ¿Cuándo ha visto alguno así últimamente? Incluso había una pieza de plata de tres centavos. Parecida a una moneda de plata de diez centavos pero más pequeña. Y los billetes de su cartera eran todos antiguos, del tipo grande.
El capitán Rihm se inclinó hacia delante y escupió en el sendero un chorro delgado de jugo de tabaco, con la expresión del policía fastidiado por algo que se desvía de una norma ordenada.
—Casi setenta dólares en dinero contante y ningún billete federal en el lote. Había dos billetes con el dorso amarillo. ¿Los recuerda? Eran pagaderos en oro. El resto eran antiguos billetes del banco nacional. Tiene que recordarlos también. Emitidos directamente por los bancos locales y firmados personalmente por el director del banco. El tipo apropiado para ser falsificado a manta... Bien —continuó el capitán Rihm, respaldándose en el banco y cruzando las piernas—, en su bolsillo también había una factura de una cochera de alquiler de la Lexington Avenue. Tres dólares por dar de comer y guardar al caballo y lavar el carruaje. En su bolsillo también guardaba una carta matasellada en Filadelfia, en junio de 1876, con un sello de estilo antiguo de dos centavos y un montón de tarjetas en su cartera. Las tarjetas llevaban su nombre y dirección, así como la carta.
—¡Oh! —exclamé un poco sorprendido—. ¿Entonces lo identificó enseguida?.
—Claro. Rudolph Fentz, domiciliado en la Quinta Avenida, olvidé el número exacto, de Nueva York. No hubo problema —el capitán Rihm se inclinó de nuevo hacia adelante—. Sólo que la dirección no era una residencia. Era un almacén y lo fue durante años. Allí nadie había oído hablar de ningún Rudolph Fentz y en la guía telefónica tampoco venía su nombre. Nadie había llamado ni hecho ningún tipo de averiguación acerca de ese individuo y en Washington no tenían sus huellas. En su chaqueta apareció una etiqueta con el nombre de sastre, una dirección de Broadway. Pero allí nadie había oído nombrar a ese sastre.
—¿Y qué tenía de raro su ropa?
El capitán contestó:
—Bueno, ¿usted sabe de alguien que use un par de pantalones a grandes cuadros blancos y negros, de corte muy estrecho, sin vueltas y planchados sin raya?
Pensé durante un momento:
—Sí —dije a continuación—. Mi padre, cuando era muy joven, antes de que se casara. Lo vi vestido así en algunas fotografías.
—Seguro —dijo el capitán Rihm—. Y probablemente utilizaba también una especie de chaqueta estilo levita, corta por delante y con dos botones forrados de la misma tela en la espalda, un chaleco con solapas, chistera, corbata de lazo de color negro, cuello duro con las puntas vueltas hacia arriba y zapatos con botones...
—¿Así vestía ese hombre?
—¡Como hace setenta y cinco años! Y no tenía más de treinta... Su sombrero llevaba una etiqueta de una sombrerería de la calle Veintitrés, que cerró a mediados de siglo. ¿Qué sacaría usted de una cosa así?
—Bien —dije pensativamente—, no se puede sacar demasiado... Aparentemente se trata de alguien que se tomó mucho trabajo para vestirse al estilo antiguo, las monedas y los billetes los pudo comprar en una casa de numismática, y después consiguió hacerse matar en un accidente de tráfico...
—Lo de que consiguió hacerse matar en un accidente de tráfico es correcto. Las once y cuarto de la noche en Times Square, la gente saliendo de los teatros y la calle llena de circulación. Y ese tipo que aparece en medio de la calzada, pasmado y mirando a su alrededor a los coches y á las señales de tráfico como si jamás las hubiera visto. El agente de servicio se dio cuenta, así que ya puede comprender cómo estaría actuando, y en lugar de esperar, cuando las luces se cambiaron y el tráfico comenzó de nuevo con él en medio de la calle, el condenado loco se dio la vuelta e intentó retroceder hacia la acera. Un coche lo alcanzó y murió con el golpe.
Por un momento, el capitán Rihm dejó de mascar su tabaco y se quedó mirando con cara de pocos amigos a una mujer joven que empujaba un carrito de bebé, aunque estoy seguro que no la veía. La joven madre lo observó sorprendida y el capitán siguió hablando:
—No hay nada que usted pueda hacer ante una cosa así. No descubrimos nada... Comencé a rebuscar en nuestros archivos de antiguas guías telefónicas, sólo por rutina, pero sin demasiada esperanza de encontrar algo que se remontase a una época tan lejana. Pero en la edición del verano de 1939 encontré a un Rudolph Fentz, Jr., alguien que vivía en la calle Cincuenta y dos. Se había trasladado de allí en el año cuarenta y dos, aunque el portero del edificio me dijo que se trataba de un hombre de unos sesenta años, retirado ya de los negocios. Solía trabajar en un banco situado unas manzanas más allá, según me dijo el mismo portero. Encontré el banco donde había trabajado y allí me dijeron que se había retirado en el año cuarenta y que había muerto cinco años después. Su viuda vivía en Florida con una hermana.
El capitán se detuvo, mascando su tabaco, y luego continuó:
—Escribí a la viuda, pero sólo pudo decirnos una cosa y no era nada bueno. Jamás informé de la cuestión, quiero decir oficialmente. El padre de su esposo había desaparecido cuando su esposo tenía tan sólo dos años. Salió a pasear un día sobre las diez de la noche, por lo visto su mujer pensaba que el humo de su cigarro manchaba las cortinas y acostumbraba a dar un paseo antes de irse a la cama para fumar un puro. Aquel día no regresó y jamás le volvieron a ver ni oyeron hablar de él. La familia gastó una buena cantidad de dinero para intentar localizarle, pero no lo consiguieron. Esto fue alrededor del año 1875. La anciana no me pudo dar la fecha exacta. Su esposo no solía hablar mucho de la cuestión.
El capitán Rihm concluyó:
—Y eso es todo. Una vez, en una de mis tardes de búsquedas, me senté ante una pila de fichas antiguas. Y por fin encontré el registro de personas desaparecidas en el año 1876. Allí aparecía Rudolph Fentz. Todo correcto. No se extendía demasiado en su descripción y por supuesto no incluía las huellas digitales. Daña un año de mi vida, incluso ahora, y quizás dormiría mejor por las noches, si en el registro hubieran aparecido sus huellas. En la relación figuraba que tenía veintinueve años, que utilizaba barba y patillas en forma de boca de hacha, chistera, chaqueta oscura y pantalones a cuadros. Esto es todo lo que decía. No hablaban ni del cuello duro ni de los botones en los zapatos. Su nombre era Rudolph Fentz y vivía en la Quinta Avenida. En aquel tiempo debía haber sido una vivienda. El caso concluía: no localizado.
Dejó de hablar durante un rato y de repente me preguntó casi de forma agresiva:
—Ahora bien, odio este caso. Lo odio y no quiero que me vuelvan a hablar de él. Pero, ¿qué opina usted? ¿Cree que un tipo se puede desvanecer en el aire en 1876 y volver a aparecer en 1950?
Me encogí de hombros, sin querer comprometerme. El capitán la tomó como una negación.
—No, por supuesto que no —dijo—. Por supuesto que no. Pero, ¿qué otra explicación puede darme?
Y podría seguir así. Podría contar varios cientos de casos por el estilo.
Una muchacha de dieciséis años que una mañana se levantó de su cama, llevando su ropa en la mano, porque le quedaba grande, ya que volvía a tener unos once años. Y otros sucesos más, demasiado horribles para ser impresos. Todos han sucedido en la zona de Nueva York y en el espacio de unos pocos años. Pero sospecho que otros casos han ocurrido y están ocurriendo en todo el mundo. Podía dedicarme a encontrarlos, pero el punto capital es el siguiente: ¿Qué está sucediendo y por qué? Aunque creo que tengo la contestación.
Quizás habrán advertido, dentro del círculo de gentes que ustedes conocen, una creciente rebelión contra el presente. Y una creciente añoranza del pasado. Yo por supuesto que lo he notado. Jamás en mi vida había oído decir a tanta gente que desearían vivir a comienzos de siglo o «cuando la vida era más sencilla» o «cuando se vivía mejor» o «cuando se traían hijos al mundo y se podía contar con el futuro», o simplemente «en los felices tiempos pasados». ¡La gente no hablaba así cuando yo era joven! El presente era una época gloriosa. Pero ahora sí, se añora el pasado.
Por primera vez en la historia del hombre, los humanos se desesperan por evadirse del presente. Revistas enteras están dedicadas a las historias de fantasía y a la literatura de evasión, a otras épocas, al pasado y al futuro, a otros mundos y planetas. Pero en resumidas cuentas, evasión de aquí y de ahora. Incluso nuestras editoriales más famosas y el mismo Hollywood están padeciendo la creciente demanda de ese tipo de evasión. Sí, el mundo padece una sed. Casi se puede sentir la presión de una terrible masa, el empuje de millones de mentes debatiéndose contra las barreras del tiempo. Últimamente me he llegado a convencer de que esa terrible presión de la masa de millones de mentes, de una manera silenciosa pero definitiva, está afectando ya al tiempo en sí. Mis incidentes ocurren en los momentos en que esto sucede, cuando es mayor el anhelo de evasión casi universal. El hombre está trastornado la exactitud del tiempo y temo que llegue a quebrantarla. Cuando esto llegue a suceder, dejo a la imaginación de ustedes las últimas horas de locura que nos afectarán. Todos los innumerables momentos que ahora construyen nuestras vidas, repentinamente deshilvanados y caóticamente enmarañados en el tiempo.
Bien, yo ya he vivido la parte principal de mi vida. Sólo me pueden robar unos cuantos años. Pero encuentro terrible ese universal deseo de escapar de lo que podría ser un mundo feliz, rico y productivo. Vivimos en un planeta muy capaz de proporcionar una vida decente a cada alma, lo cual es lo que el noventa y nueve por ciento de los seres humanos piden. ¿Por qué no podemos conseguirlo?