En la concavidad
In the bowl
Son varias las cualidades que hacen memorable una obra de ficción: personajes que atraigan las emociones del lector, una figuración viva, estilo literario, cuidadosa atención al detalle, un argumento lleno de imaginación, y que las cosas insólitas parezcan corrientes. «En la concavidad» tiene todas estas cualidades y más. Ofrece al lector adelantos científicos muy bien resueltos, fondos extraños muy convincentes, considerable tensión dramática y protagonistas atractivos. También es una de las historias de amor más interesantes y menos corrientes de la ciencia ficción.
Nunca compre nada en un banco de órganos de segunda mano. Y mientras yo le esté dando buenos consejos, no se equipe usted para un viaje a Venus hasta que llegue a Venus.
Ojalá yo hubiera esperado. Pero cuando iba de compras en Coprates unas semanas antes de mis vacaciones, casualmente entré en aquella tiendecita y me convencieron de que comprara aquel infraojo a muy buen precio. Lo que en primer lugar debí de preguntarme yo era: ¿qué estaba haciendo en Marte un infraojo?
Piense en ello. Nadie los usa en Marte. Si uno quiere ver de noche es más barato comprar un curiososcope. De ese modo uno puede quitarse esa maldita cosa cuando sale al sol. Así que este ojo debía de haber venido con algún turista de Venus. Y cualquiera sabe cuánto tiempo estuvo allá en la tina hasta que este tipo ya mayor de charla persuasiva me explicó que había pertenecido a un maestro de escuela bajito y viejo que nunca... ¡ Ah, bueno! Ustedes probablemente ya habrán oído eso antes.
Si aquella cosa maldita hubiera guiñado antes de que yo me marchara de Venusburg. Ya conocen ustedes a Venusburg: una ciudad de pantanos vaporosos y hoteles ligeros donde te puedes dejar retratar andando por la calle, perder una fortuna en las mesas de juego, comprar cualquier placer del universo conocido, cazar los monstruos prehistóricos que se revuelcan en los fétidos cenagales que se encuentran tras una travesía de los pantanos en las afueras de la población. ¿La conocen? Entonces ustedes deben de saber que al cabo de unas horas, cuando echan a todos los holos, y el lugar vuelve a ser un racimo ordinario de cúpulas plateadas posadas en la oscuridad y a ochocientos grados de temperatura y presión suficiente para producirle a usted un terrible dolor de cabeza solo de pensar en ello, cuando ya están cerrados todos los sitios para atraer y entretener a los turistas, no hay ninguna dificultad en encontrar el camino hasta una de esas agencias de arrendamientos que hay en torno al espaciopuerto y lograr que te hagan un buen trabajo medicánico. Aceptan moneda marciana. Su Solar Express Card será bien recibida. Sólo tiene que entrar, no hay que esperar.
Sin embargo...
Yo había tomado el dirigible que sale a diario de Venusburg sólo unas horas después de haber descendido, feliz como una almeja, con mi infraojo funcionando maravillosamente. Para cuando aterricé en la ciudad de Cui-Cui, empecé a sentir mis primeros indicios de molestias. Tan poca cosa eran que apenas se advertían; sólo que veía ligeramente borroso en el lado derecho de mi visión periférica. Me encogí de hombros. Sólo tenía tres horas en Cui-Cui antes de que el dirigible partiera para Última Oportunidad. Quería echar un vistazo a mí alrededor. No tenía intención de perder las pocas horas de que disponía en un taller corporal haciendo que me arreglaran el ojo. Si me seguía pasando lo mismo en Última Oportunidad, entonces ya me ocuparía de ello.
A mí, Cui-Cui, me gustó más que Venusburg. Uno no tenía esa impresión de que la gente derrochaba el dinero. En las calles de Venusburg había diez posibilidades contra una de que vieras a un verdadero ser humano; todos los demás eran holos puestos allí para dar un poco de animación y para que las calles no parecieran tan vacías. Yo pronto me cansé de aquellos alcahuetes con que me encontré que querían venderme muchachos y chicas de todas las edades. ¿Con qué objeto? Intenta sólo ponerte en contacto con una de esas hermosas personas.
En Cui-Cui la proporción se aproximaba más al mitad y mitad, y el ambiente no era de decadente corrupción, sino de frontera luchadora. En las calles había menos barro, y las portadas de madera de las tiendas estaban hechas con gusto. Yo no hice caso de los dragones de ocho patas con sus ojos antenas que constantemente iban torpemente de acá para allá, aunque comprendí que los dejan en recuerdo del individuo que dio nombre a la ciudad. Eso está muy bien; pero dudo que a él le hubiera gustado que le pasara por encima uno de esos malditos bichos como si fuera un carro de combate de doce toneladas hecho de polvo de hada.
Apenas tuve tiempo de «mojarme» los pies en los «charcos» antes de que mi dirigible estuviera listo de nuevo para partir. Y las molestias del ojo ya se me habían pasado. Así que marché para Última Oportunidad.
El nombre de la ciudad debió de haberme servido de indicación. Y allí tuve todas las oportunidades para tenerla. Estando allá, hice mi última compra de aprovisionamientos para andar por el monte. Iba a ir donde no hay estaciones de aire en cada esquina, así que decidí llevar un tagalong.
Puede que ustedes no hayan visto nunca uno. Son la respuesta de la ciencia moderna a la mochila. O quizás a la reata de muías, aunque cuando funcionan uno se acuerda de los porteadores de los safaris en las viejas películas, que siguen trabajosamente a pie al cazador blanco cargados con bultos de provisiones sobre sus cabezas. El cacharro consiste en un par de patas metálicas de la misma longitud que las piernas de uno, con el equipo arriba, y un cordón umbilical unido al dispositivo de la parte baja de tu espalda. Lo cual te proporciona la capacidad de vivir en la superficie durante cuatro semanas en vez de los cinco días que proporciona el pulmón venusino.
El médico que me vendió el mío me hizo permanecer tumbado sobre su mesa con mi espalda abierta de modo que pudiera instalar los tubos que llevan aire desde los tanques del tagalong hasta mi pulmón venusino. Era una oportunidad dorada para pedirle que echara un vistazo a mi ojo. Probablemente lo habría hecho, porque mientras estaba acoplándome inspeccionó y probó mi pulmón y no me cobró nada. Quería saber dónde lo había comprado yo, y yo le contesté que en Marte. Chasqueó la lengua, y me dijo que le parecía bien. Me advirtió que no dejara nunca que el nivel de oxígeno en el pulmón descendiera mucho, y que lo cargara siempre que yo saliera de una cúpula de presión, aunque sólo fuera por unos pocos minutos. Yo le aseguré que ya estaba enterado de todo eso y que tendría cuidado. Así que él conectó los nervios en un alvéolo metálico en la parte más estrecha de mi espalda, y enchufó en él el tagalong. Lo probó de varias maneras y dijo que su trabajo había terminado.
Y yo no le pedí que le echara un vistazo a mi ojo. Es que ni siquiera estaba pensando en el ojo entonces. Aún no había salido a la superficie, así que no había tenido una verdadera ocasión para verlo funcionar. ¡Oh! Las cosas parecían un poco diferentes, incluso a la luz visible. Había colores diferentes y muy pocas sombras, y la imagen que yo obtuve del infraojo era más borrosa que la del otro ojo. Podía cerrar un ojo, luego el otro, y ver una gran diferencia. Pero no, no estaba pensando en ello.
Así que subí al dirigible al día siguiente para el vuelo de una semana de duración hasta Lodestone, una ciudad de una compañía minera próxima al desierto de Fahrenheit. Aunque sigue siendo un misterio para mí cómo pueden distinguir en Venus un desierto de todo lo demás. Me puse furioso al ver que, aunque el dirigible había partido medio vacío, tenía que pagar dos billetes: uno para mí y el otro por el tagalong. Pensé por un instante llevar aquel maldito cacharro en mi regazo, pero desistí después de una experiencia de diez minutos en la estación. Tenía muchos bordes cortantes y ángulos sobresalientes, y el viaje iba a ser largo. Así que pagué. Pero aquel gasto extra había abierto un gran agujero en mi presupuesto.
A partir de Cui-Cui las etapas estaban más próximas y eran más difíciles de alcanzar. Cui-Cui está a dos kilómetros de Venusburg, y hay otros mil hasta Lodestone. Más allá el servicio al pasajero es irregular. Aunque descubrí cómo los venusinos definen a un desierto. Un desierto es un lugar que todavía no está habitado por seres humanos. En tanto a mi me fuera posible subir a un dirigible de línea, aún no había llegado allá.
Los dirigibles me dejaron en un pequeño lugar llamado Prosperidad, habitado por setenta y cinco humanos y una nutria. Yo pensé que la nutria era un holo jugando en una pileta en la plaza de la ciudad. El lugar no parecía lo suficientemente próspero como para tener una piscina como aquella con agua de verdad. Pero lo era. Se trataba de una ciudad transitoria creada para cuidar de los prospectores. Comprendí que una ciudad como ésa puede desaparecer de la noche a la mañana si los prospectores se van. Los dueños de las tiendas se limitan a embalar y marcharse con todo. La razón de las cosas que uno ve en una ciudad fronteriza en relación con lo que realmente hay es algo así como de ciento a uno.
Me enteré con gran alivio que los únicos dirigibles que yo podía tomar y que salieran de Prosperidad, tomaban la dirección de donde yo había venido. No había nada que fuera en la dirección contraria. Me sentí feliz al oír eso y me pareció que ya sólo era cosa de programar una incursión por el desierto. Entonces mi ojo dejó de ver por completo.
Recuerdo que me sentí fastidiado; no, más que fastidiado. Estaba verdaderamente furioso. Pero aún lo veía más como una molestia que como un desastre. Seria cuestión de tiempo perdido y de algún dinero gastado.
Pronto me enteré de que iba a ser todo lo contrario. Pregunté al vendedor de billetes (estaba en una cantina-drugstore-arcada, pues no había estación en Prosperidad), dónde podría hallar alguien que vendiera e instalara un infraojo. Se rió de mí.
—No se moleste en buscarlo por ahí fuera —me dijo—. Nunca ha habido nada parecido aquí. Solía haber una médico en Elisworth, tres etapas más allá por el dirigible de línea; pero se fue a Venusburg hace un año. El más cercano ahora está en Última Oportunidad.
Me quedé asombrado. Sabía que me dirigía hacia las tierras desiertas; pero nunca se me ocurrió que hubiera algún sitio que careciera de algo tan elemental como un médico. ¡Vaya! También podrían dejar de mandar; víveres o aire o prestar servicios medicánicos. La gente se podría morir allí. Me pregunté si el gobierno planetario estaba enterado de esta desagradable situación.
Lo estuviera o no, me di cuenta de que dirigirles una carta encolerizada no me iba a servir de nada. Estaba atado. Sumando mentalmente con rapidez, descubrí pronto que el costo de un vuelo de regreso a Última Oportunidad y de compra de un ojo nuevo me dejaría sin el dinero suficiente para regresar a Prosperidad y luego volver a Venusburg. Todas mis vacaciones iban a ser estropeadas sólo porque traté de ahorrar un poco comprando un ojo usado.
—¿Qué le pasa a su ojo? —me preguntó aquel hombre.
—¿Eh? ¡Oh! No lo sé. Ha dejado de funcionar. Estoy ciego por él, eso es lo malo —me agarré a un clavo ardiendo, viendo el modo como él estaba observando mi ojo—. Dígame, ¿sabe usted algo acerca de ello?
Negó con la cabeza y me miró de modo compasivo.
—No. Sólo un poco de esto y de lo otro. Estaba pensando si serían los músculos los que le causan la molestia. Si no estuvieran desviados o algo así...
—No. No tengo nada de visión.
—Malo. Eso me parece a mí que será un nervio cerrado. Yo no trataría de tontear con ello. Yo sólo soy un chapucero —chasqueó la lengua con un tono de simpatía—. ¿Quiere un billete para volver a Última. Oportunidad?
Yo no sabia lo que quería en aquel momento. Había estado planeando este viaje durante dos años. Casi compré el billete, luego pensé por qué demonios yo estaba aquí, y que al menos debía de echar un vistazo alrededor antes de decidir qué es lo que iba a hacer. Quizás hubiera alguna persona que pudiese ayudarme. Me volví para preguntar al empleado si conocía a alguien; pero él me contestó antes de que yo le dijera nada:
—No quiero darle muchas esperanzas —declaró, frotándose la barbilla con una mano ancha—. Como le dije no es seguro, pero...
—Sí, de qué se trata.
—Bueno, hay una chica que vive a la vuelta de la esquina y que está chiflada por eso de la medicina. Siempre está haciendo chapuzas, y cosas raras para la gente, le gusta arreglarse, ya conoce el tipo. Lo malo es que es muy libre en su modo de actuar. Puede que cuando ella termine con usted esté peor que cuando empezó.
—No veo por qué —contesté—. Esto no me funciona, ¿qué puede hacer ella para empeorarlo?
El otro se encogió de hombros.
—Es su funeral. Probablemente la encuentre por ahí por la plaza. Si no está ahí, mire en los bares. Se llama Ember. Tiene una nutria como animal favorito que lleva siempre con ella. La conocerá en cuanto la vea.
Encontrar a Ember no fue ningún problema. Me limité a volver a la plaza y allá estaba, sentada en el borde de piedra de la fuente, metiendo los dedos pulgares de sus pies en el agua. Su nutria estaba jugueteando en un regato de agua, pareciendo inmensamente complacida de haber encontrado la única extensión de agua al aire libre en mil kilómetros.
—¿Es usted Ember? —le pregunté sentándome a su lado.
Alzó la mirada hacía mí con esa fijeza inquieta que un venusiano puede infligir a un forastero. Ello viene de tener un ojo azul o castaño y otro que es todo rojo sin blanco. Yo tema ese aspecto, pero no tenía que mirarlo.
—¿Y qué si lo soy?
Su edad aparente era la de diez u once años. Intuitivamente me pareció que eso sería muy aproximadamente su verdadera edad. Como se suponía que era mañosa en medicánica, podía haberme equivocado. Ella había hecho algunos trabajos en sí misma, mas por supuesto no había modo de decir qué alcance habían tenido. La mayor parte parecía ser cosmética. No tenía pelo en la cabeza. Lo había reemplazado con un abanico de plumas de pavo real que le caían sobre 4os ojos. Su cuero cabelludo había sido trasplantado a la parte baja de sus piernas y antebrazos, donde el pelo era largo, rubio y colgante. Por los rasgos de su cara me convencí de que su cráneo era una masa de marcas de lima y masilla de hueso de donde ella fijaba la subestructura para reflejar el rostro que deseaba usar.
—Me dijeron que usted sabía un poco de medicánica. Ya ve, este ojo tiene...
Ella soltó un bufido.
—No sé quién le habrá dicho eso. Sé muchísimo de medicina. Y no soy una torpe chapucera. Vamos, Malibu.
Empezó a levantarse, y la nutria miró primero a uno, luego a la otra. No creo que ella estuviera dispuesta a dejar la charca.
—Espere un momento. Perdone si he herido sus sentimientos. Sin saber nada de usted admito que debe saber más de ello que nadie en la ciudad.
Volvió a sentarse y finalmente me hizo una mueca.
—¿Así que usted se halla en un aprieto, eh? Se trata de yo o de nadie. Déjeme adivinar: usted está de vacaciones, eso es evidente. Y bien la falta de tiempo o de dinero le impide volver a Última Oportunidad en busca de un profesional —se me quedó mirando de arriba abajo—. Yo diría que se trata de dinero.
—Lo ha acertado. ¿Me ayudará?
—Eso depende —se acercó y miró de soslayo mi infraojo. Puso sus manos en mis mejillas para mantener mi cabeza firme. Yo sólo podía mirar a su cara. No había cicatrices visibles en ella; por lo menos tenía eso de bueno. Sus caninos superiores eran por lo menos cinco milímetros más largos que el resto de sus dientes.
—Estése quieto. ¿Dónde consiguió esto?
—En Marte.
—Me lo imaginé. Es un Gloom Piercer, hecho por Northern Bio. Un modelo barato; lo venden en los puestos callejeros mayormente a los turistas. Puede que tenga diez o doce años.
—¿Es el nervio? El hombre con quien hablé...
—No —se echó hacia atrás y siguió chapoteando con sus pies en el agua—. Es cosa de la retina. El lado derecho está despegado, y se halla caído sobre la fóvea. Probablemente no lo ajustaron bien, en primer lugar. No hacen esas cosas para que duren más de un año.
Suspiré y golpeé mis rodillas con las palmas de mis manos. Me levanté y le alargué mi mano.
—Bueno, supongo que será eso. Gracias por su ayuda.
Quedó sorprendida.
—¿A dónde va usted?
—Me vuelvo a Última Oportunidad, y luego a Marte para denunciar a cierto banco de órganos. Hay leyes que castigan eso en Marte.
—Y aquí también. Pero, ¿por qué volver? Yo se lo arreglaré.
Estábamos en su taller, que también le servía de dormitorio y cocina. No era más que una simple cúpula sin ningún holo. Era refrescante después de las casas estilo rancho que parecían causar furor en Prosperidad. No quiero parecer chauvinista, y me doy cuenta de que los venusianos necesitan cierta clase de estímulo visual, viviendo como viven en un desierto cubierto por una nube. Con todo, el énfasis que allí se daba a la ilusión nunca fue de mi gusto. Ember vivía al lado de un hombre que habitaba en una copia perfecta del palacio de Versalles. Ella me contó que cuando él cerraba sus generadores holo el residuo de sus posesiones verdaderas habría cabido en una mochila. Incluyendo el generador holo.
—¿Y qué le ha traído a usted a Venus?
—Turismo.
Se me quedó mirando con el rabillo del ojo mientras limpiaba mi rostro con amortiguador de nervios. Yo estaba tendido en el suelo, ya que no había mobiliario en la habitación exceptuando algunas mesas de trabajo.
—Bien. Pero hasta aquí no llegan muchos turistas. Si eso es cosa que a mí no me importa, dígalo.
—Es cosa que no le importa.
Se incorporó.
—Estupendo. Ajústese su propio ojo —esperó con una semisonrisa en su rostro.
Yo finalmente tuve que sonreír también. Ella volvió a su trabajo, escogiendo una herramienta en forma de cucharilla de un montón revuelto que tenía en sus rodillas.
—Yo soy un geólogo aficionado. En realidad soy un buscador de piedras. Trabajo en una oficina, y los fines de semana salgo al campo y doy caminatas. Creo que eso de las piedras es una excusa para salir por ahí.
Sacó el ojo de su cuenca y alargó un dedo para desenganchar habilidosamente la conexión de metal a lo largo del nervio óptico. Alzó el globo del ojo contrastándolo a la luz y miró fijamente a la lente.
—Ahora puede levantarse, Vierta algo de esto en la cuenca del ojo y tuerza la vista hacia abajo —hice lo que me decía y la seguí hasta el banco de trabajo.
Se sentó en un taburete y examinó el ojo más de cerca. Luego le clavó una jeringa y extrajo todo su humor acuoso, dejando que la órbita pareciera como un huevo de tortuga que se secara al sol. Lo cortó y lo abrió por la mitad y empezó a tentarlo cuidadosamente. Los largos pelos de sus antebrazos le estorbaban, así que hizo una pausa y se los sujetó con bandas de goma.
—Buscador de piedras —musitó—. Debe de haber venido aquí a echar un vistazo a las joyas de las explosiones.
—Exacto. Como ya le he dicho, soy un geólogo aficionado. Pero leí acerca de ellas y vi una en una joyería de Phobos. Así que ahorré y vine a Venus a probar si podía encontrar alguna.
—Eso no debería ser problema. Son las gemas más fáciles de encontrar en el universo conocido. Lo malo es que la gente de aquí esperó hacerse rica con ellas —se encogió de hombros—. Pero no hay que pensar en hacer dinero con tales piedras. Desde luego no la fortuna que todo el mundo esperaba. Tiene gracia; son tan raras como antes eran los diamantes, y para su ventaja no se pueden duplicar en laboratorios como éstos. ¡Oh! Yo creo que podrían fabricarlas; pero sería muy difícil —estaba empleando una diminuta herramienta para sujetar de nuevo con grapas la retina separada en la superficie trasera del ojo.
—Continúe.
—¿Eh?
—¿Por qué no las pueden hacer en laboratorio?
Se echó a reír.
—Usted es un geólogo aficionado. Como ya le he dicho, podrían hacerlo; pero costaría demasiado. Se necesita una mezcla de muchos elementos diferentes. Creo que mucho aluminio. A ello se debe que los rubíes sean rojos, ¿no es cierto?
—Sí.
—Son las otras impurezas las que los hacen tan bellos. Y hay que hacerlos con alta temperatura y presión, y son tan inestables que generalmente explotan antes de que uno consiga la mezcla adecuada. Así que sale más barato salir y recogerlos.
—Y el único sitio donde se les encuentra es en el centro del desierto de Fahrenheit.
—Exacto —pareció como si ella estuviera terminando su labor de grapado. Se irguió para observar su trabajo con mirada crítica. Frunció el ceño, luego cerró la incisión que había hecho y le inyectó de nuevo el líquido. Lo montó en un calibrador y lo apuntó con un láser, y luego movió negativamente la cabeza cuando leyó algunas cifras en la cinta lectora junto al láser.
—Funciona —dijo—. Pero a usted lo que le vendieron en verdad fue un limón. El iris no es tal iris. Es una elipse, excéntrica más o menos 0,24. Y va a empeorar. ¿Ve esa decoloración marrón en el lado izquierdo? Eso es podredumbre progresiva en el tejido del músculo, por la acumulación de venenos. Y seguro que usted tendrá cataratas en unos cuatro meses.
No pude comprender de lo que me estaba hablando, pero apreté los labios mientras ella hablaba.
—Pero, ¿me servirá todo ese tiempo?
Me sonrió de un modo fatuo y afectado.
—¿Busca usted una garantía de seis meses? Lo siento. Yo no soy miembro de la Asociación de Vendedores de Marte. Pero si eso no está prohibido por la ley, creo que puedo asegurar que le durará todo ese tiempo. Quizás.
—Usted no quiere comprometerse.
—Es una buena costumbre. Nosotros, los futuros médicos siempre estamos alerta ante los juicios por negligencia en la práctica de la profesión. Apóyese aquí y se lo volveré a colocar.
—Lo que yo me estaba preguntando —dije mientras ella lo enganchaba y lo soltaba dentro de la cuenca—, es si será seguro ir al desierto a pasar cuatro semanas con este ojo.
—No —contestó ella inmediatamente, y yo sentí el gran peso de la desilusión—. Ni con ningún ojo —añadió rápidamente— si piensa ir solo.
—Comprendo. ¿Pero usted cree que el ojo aguantaría?
—¡Oh, claro! Pero usted no. Por eso es por lo que usted me va a llevar a una asombrosa oferta y dejará que sea su guía por el desierto.
Solté un bufido.
—¿Cree usted eso? Lo siento, esta va a ser una expedición de uno solo. Lo planeé así desde el principio. En primer lugar es por eso por lo que salgo a buscar piedras: para estar solo —saqué mi medidor de crédito del bolsillo y le pregunté—: Y ahora, ¿cuánto le debo?
No me estaba escuchando, sino que apoyaba su barbilla sobre la palma de la mano y miraba de modo pensativo.
—Sale para poder estar solo, ¿has oído eso, Malibu? —la nutria se la quedó mirando desde el lugar en que estaba en el suelo—. Mírame a mí, por ejemplo. A mí. Sé lo que es estar sola. Son las multitudes y las grandes ciudades lo que yo ansío. ¿Verdad, vieja amiga? —la nutria siguió mirándola, evidentemente dispuesta a mostrarse de acuerdo con todo.
—Supongo que es así —dije—. ¿Le parecerían bien cien?
—Eso sería la mitad de lo que un médico colegiado me habría cobrado; pero como ya he dicho, estaba escaso de dinero.
—¿No me va a dejar que yo sea su guía? ¿Es su palabra definitiva?
—No. Definitivamente. Escuche. No se trata de usted, es sólo que...
—Lo sé. Quiere estar solo. No le cobro nada. ¡Vamos, Malibu! -se levantó y se dirigió hacia la puerta. Luego se volvió—. Le veré de nuevo —dijo y me guiñó.
No tardé mucho en comprender lo que aquel guiño había significado. Lo vi de modo obvio a la tercera o cuarta vuelta.
El hecho era que Prosperidad estaba considerablemente aturdida por tener a un turista en su seno. No había una agencia de alquileres ni un hotel en toda la ciudad. Yo ya había pensado en eso, pero no me había imaginado que fuera tan difícil encontrar a alguien deseoso de alquilar su cielociclo privado si el precio era justo. Yo había estado ahorrando mucho dinero con el propósito de hacer frente a demandas exageradas por ese lado. Estaba seguro de que los habitantes de la ciudad lo único que querían era sacar lo más posible de un turista.
Pero no se trataba de eso. Todo el mundo tenía un cielociclo, y absolutamente todos los que lo tenían no estaban interesados en alquilarlo. Eran una necesidad para todos los que trabajaban fuera de la ciudad, y todos trabajaban fuera, y eran muy difíciles de conseguir. Los servicios de transporte de mercancías eran tan raros como los servicios de transporte de pasajeros. Y toda persona que rechazó mi petición tenía una sugerencia útil que hacerme. Y al cabo de la cuarta o quinta de tales sugerencias me hallé de nuevo de vuelta en la plaza de la ciudad. Ella seguía sentada como antes, surcando con los pies el agua. Malibu no parecía cansarse nunca del regato.
—Sí —dijo sin alzar la mirada—. Da la casualidad que yo tengo un cielociclo para alquilar.
Estaba exasperado, pero tenía que disimularlo. Me tenía en sus manos.
—¿Siempre está usted haraganeando por aquí? —le pregunté—. La gente me dice que venga a verla aquí para tratar de un cielociclo, casi como si usted y esta fuente fueran dos palabras unidas con un guión. ¿Qué más hace usted?
Me lanzó una mirada altanera y furiosa.
—Reparo ojos a turistas torpes. También hago trabajo corporal para todos los de la ciudad sólo por el doble de lo que les costaría en Última Oportunidad. Y lo hago estupendamente bien, aunque esos patanes serian los últimos en reconocerlo. No me cabe duda de que el señor Lamara, el de la estación de billetes le ha contado a usted escandalosas mentiras acerca de mis habilidades. Están resentidos porque yo saco ventaja del coste y tiempo que necesitarían si fuesen a última Oportunidad y pagasen precios sólo inflacionados en vez de los ultrajantes que yo les cobro.
Tuve que sonreír, aunque estaba seguro de que iba a convertirme en el objeto de precios ultrajantes. Era una operadora muy astuta.
—¿Qué edad tiene usted? —se me ocurrió preguntarle, y luego, casi me mordí la lengua. La última cosa de que quiere hablar una niña orgullosa e independiente es la edad. Pero ella me sorprendió.
—En el tiempo meramente cronológico, once años terrestres. Eso es poco más de seis de sus años. En el tiempo verdadero e interno, por supuesto, no tengo edad.
—Claro. Bueno, ahora acerca de ese ciclo...
—Claro. Pero yo he evadido su pregunta anterior. Lo que yo haga además de estar sentada aquí es algo ajeno al asunto, porque mientras estoy sentada aquí yo me dedico a contemplar la eternidad. Me sumerjo en mi ombligo, esperando averiguar la verdadera profundidad de la matriz. En resumen, hago mis ejercicios de yoga —miró pensativamente por encima del agua a su animal favorito—. Además es la única pileta en mil kilómetros —me hizo una mueca y se zambulló de vientre en el agua, que cortó como la hoja de un cuchillo y fue como un torpedo hacia la nutria, la cual armó una feliz barahúnda de ladridos.
Cuando ella salió a la superficie cerca del centro de la piscina, entre chorros y salpicaduras, la llamé.
—Bueno, ¿qué pasa con su ciclo?
Ahuecó su mano sobre su oído, aunque sólo estaba a quince metros de distancia.
—Le he preguntado que qué pasa con su ciclo.
Me metí en la piscina, refunfuñando para mí mismo. Me di cuenta que su precio incluía algo más que dinero.
—No sé nadar —le advertí.
—No se preocupe, no se meterá a más profundidad que ésa —el agua me llegaba hasta el pecho. Chapoteé hasta que me puse de puntillas, y luego me agarré a un saliente de la fuente. Me incorporé y me senté en el húmedo mármol venusiano mientras el agua me chorreaba por las piernas.
Ember estaba sentada en el borde del regato, jugueteando con sus pies en el agua. Se apoyaba de plano contra la suave roca. El agua que caía como una cortina sobre la roca formaba una ondulación como un arco en la coronilla de su cabeza. Chorreones de gotas se escurrían de las plumas de su cabeza. De nuevo me hizo sonreír. Si el encanto pudiera venderse, ella sería rica. ¿De qué estoy hablando? Nadie vende nunca otra cosa más que encanto, de un modo u otro. Sentí un dolor punzante antes de que ella tratara de venderme el polo norte y el sur. En seguida pude verla de nuevo como una pilluela avariciosa y astuta.
—Mil millones de marcos solares por hora, ni un penique menos.
No había ni que pensar en negociar con una oferta como aquella.
—¿Me ha traído aquí para oír eso? De veras me desilusiona. No pensé que usted fuera una persona frívola. Pensé que podríamos hacer negocios. Yo...
—Bueno, si esa oferta no es satisfactoria, a ver qué le parece esta otra. Gratis, excepto oxígeno, comida y agua —esperó sacudiendo el agua con sus pies.
Claro, ahí podría clavar los dientes. En un salto intuitivo de escala verdaderamente cósmica, una conjetura digna de un Einstein, yo vi la cuerda. Ella me vio dar aquel salto, comprendió que no me gustaba el sitio donde había aterrizado y me enseñó los dientes. Así que una vez más, y no por última vez, tuve o bien que estrangularla o sonreírle. Sonreí. No sé cómo, pero tenía la habilidad de volver a sus oponentes como ella aún cuando los estrujara.
—¿Cree usted en el amor a primera vista? —le pregunté, esperando pillarla con la guardia bajada. Nada de eso.
—Eso son sensiblerías en el mejor de los casos —contestó—. Usted no me ha causado una impresión irresistible, señor...
—Kiku.
—Magnífico. ¿Es un nombre marciano?
—Supongo que sí. Nunca he pensado en ello. Yo no soy rico, Ember.
—Claro que no. Si lo hubiera sido no se hubiera puesto en mis manos.
—Entonces, ¿por qué se siente atraída por mí? ¿Por qué está tan decidida a ir conmigo, cuando todo lo que yo quiero de usted es alquilarle su ciclo? Si yo fuera tan encantador, a estas alturas ya me habría dado cuenta de ello.
—¡Oh! No lo sé —repuso, enarcando una ceja—. Hay algo en Usted que yo encuentro absolutamente fascinante, incluso irresistible —y fingió que iba a desmayarse.
—¿Quiere decirme qué es?
Negó con la cabeza.
—Dejemos que ese sea mi pequeño secreto por ahora.
Estaba empezando a sospechar que se sentía atraída hacia mí por la forma de mi cuello, en el que podría clavar sus dientes y chuparme la sangre. Decidí que era mejor no tocar ese punto. Esperaba que me contase más cosas en los días siguientes. Porque parecía como si fuéramos a pasar algunos, muchos días juntos.
—¿Cuándo podrá estar usted lista para partir?
—Empaqueté después de que le arreglara el ojo. Vámonos.
Venus es horripilante. Me lo pensé una y otra vez, y ese es el mejor modo como puedo describirlo.
Es horrible en parte por el modo como uno lo ve. Tu ojo derecho, el que ve lo que se llama la luz visible, te muestra tan sólo un pequeño círculo de luz que es iluminado por tu linterna. De vez en cuando hay un lugar reluciente de metal fundido en la distancia, pero es demasiado mortecino para que te permita ver. Tu infraojo penetra aquellas sombras y te da una imagen borrosa de lo que hay más allá de la luz de la linterna, mas para mí mejor hubiera sido casi ser ciego.
No hay ninguna manera buena de describir cómo esta dicotomía te afecta la mente. Un ojo te dice que todo lo que hay más allá de cierto punto es sombras, mientras que el otro te muestra lo que hay en dichas sombras. Ember dice que al cabo de cierto tiempo tu cerebro puede mezclar ambas imágenes tan fácilmente como lo hace con la visión binocular. Yo nunca llegué hasta ese punto. Todo el tiempo que pasé allí estuve tratando de reconciliar las dos imágenes.
A mí no me gusta estar en el fondo de una concavidad de mil kilómetros de diámetro. Eso es lo que uno ve. No importa por muy alto que trepes o lo muy lejos que vayas, sigues estando en el fondo de esa concavidad. Tiene algo que ver con la curvatura de los rayos de luz en la espesa atmósfera, si yo interpreto a Ember correctamente.
Luego está el sol. Cuando yo estuve allí era de noche, lo cual significa que el sol era una elipse aplastada que colgaba justo encima del horizonte por el este, donde se había quedado hacía semanas y semanas. No me pidan que lo explique. Todo lo que sé es que el sol no se pone nunca en Venus. Nunca, no importa donde tú estés. Simplemente se va haciendo más y más aplastado y más y más ancho hasta que se agota poco a poco alrededor del norte o del sur, dependiendo de donde uno esté, convirtiéndose en una línea plana y brillante de luz hasta que comienza a tirar de sí misma recomponiéndose hacia el oeste, en donde se elevará al cabo de unas semanas.
Ember dice que en el ecuador se convierte en un círculo completo en una fracción de segundo cuando está verdaderamente a ras del suelo. Como las luces de un estadio terrible. Todo esto sucede en el borde de la concavidad en la que uno se halla de pie, a unos diez grados-por encima del horizonte teórico. Es otro efecto de refracción.
Eso no lo puedes ver con tu ojo izquierdo. Como ya he dicho las nubes impiden ver virtualmente toda la luz visible. Está en tu ojo derecho. El color es el que yo llegué a pensar como infraazul.
Todo está tranquilo. Uno empieza a echar de menos el sonido de su propia respiración, y si uno piensa mucho en ello, empieza a preguntarse por qué no está respirando. Uno lo sabe, excepto el rombencéfalo, al que nunca le ha gustado eso en absoluto. A tu sistema nervioso automático no le importa que tu pulmón venusino lleve oxigeno directamente a tu corriente sanguínea; esos circuitos no están hechos para comprender cosas; son primitivos y tienen muy escasas mejoras. Así que yo tuve que sufrir una sensación de sofoco, que yo creo que era mí médula desquitándose de mí, supongo.
Mantuve mi pensamiento apartado de eso. Ember estaba allí y sabía de esas cosas.
Lo que ella no pudo explicarme adecuadamente era por qué el cielociclo no tenía motor. Pensé mucho en ello, sentado en la silla y pedaleando hasta que me dolieron las nalgas, sin nada que ver más que las nalgas plateadas de Ember.
Ella tenía un ciclo con tándem, lo cual significaba cuatro asientos; dos para nosotros y dos para nuestros tagalongs. Me senté detrás de Ember, y los tagalongs lo hicieron en los dos asientos que había a nuestro lado derecho. Dado que ellos imitaban los movimientos de nuestras piernas con la misma fuerza exactamente que nosotros aplicábamos, teníamos un ciclo impulsado por la potencia de cuatro humanos.
—Por mi vida que no entiendo —dije el primer día que pasamos fuera—, por qué habría sido tan difícil ponerle motor a este cacharro y utilizar el sobrante de energía para nuestros paquetes.
—Eso no tiene nada de difícil, perezoso —dijo ella sin volverse—. Acepte mi consejo como médico novato; esto es mucho mejor para usted. Si utiliza los músculos que lleva, le durarán mucho más tiempo. Ello le hará sentirse más sano y le mantiene lejos de las garras délos médicos rapaces. Lo sé bien. La mitad de mi trabajo es quitar grasa de traseros lacios y sacar venas varicosas de las piernas. Incluso aquí fuera, la gente no puede usar sus piernas durante más de veinte años antes de comprarse otras. Eso es un derroche.
—Creo que yo debía de haber entregado las mías a cuenta de otras nuevas antes de partir. Estoy rendido. ¿Qué. le parece si damos por terminada la jornada?
Contestó: «¡Bah!», pero apretó un botón de control y empezó a soltar gas caliente del globo que había sobre nuestras cabezas. Las paletas de dirección que sobresalían a nuestros lados se inclinaron, e iniciamos un lento movimiento en espiral hacia el suelo.
Aterrizamos en el fondo de la concavidad, mi primera experiencia en ella, ya que siempre había visto a Venus desde el aire donde no es tan visible. Me la quedé mirando mientras me rascaba la cabeza, en tanto que Ember instalaba la tienda y desinflaba el globo.
Los venusianos utilizan los campos nulos para casi todo. Mejor que intentar dominar una tecnología que haga frente a las temperaturas y presiones extremas, revisten todo con un campo nulo y lo dejan así. El globo del ciclo no era más que campo globular corriente con una discontinuidad en el fondo para el calentador de aire. La carrocería del ciclo estaba protegida por la misma clase de campo que Ember y yo utilizábamos, la clase que sigue a la superficie a una distancia establecida. La tienda era un campo hemisférico con un suelo plano.
Eso simplificaba muchas cosas, las cámaras intermedias, por ejemplo. Lo que nosotros hicimos fue simplemente penetrar andando en la tienda. Los campos de nuestros trajes se desvanecieron ya que fueron absorbidos por el campo de la tienda. Para marcharse uno necesita simplemente atravesar de nuevo la pared, y el traje se formará en torno a uno.
Me dejé caer en el suelo haciendo un ruido de plof y traté de apagar mi linterna de mano. Para mi sorpresa descubrí que no estaba fabricada para apagarse. Ember encendió el fuego de campamento y se dio cuenta de mi aturdimiento.
—Sí, ya sé que es un derroche —reconoció—; pero los, venusianos odian tener que apagar la luz. No encontrará usted un conmutador de luz en todo el planeta. Puede que no lo crea, pero hace años cuando a mí me hablaron por primera vez de conmutadores me pareció increíble. Nunca se me había ocurrido. ¿Ve lo provinciana que soy?
Eso no sonaba a cosa propia de ella. Busqué en su cara alguna indicación de qué es lo que le había obligado a decir tal cosa; pero no vi nada. Estaba sentada frente al fuego del campamento con Malibu en su regazo, arreglándose sus plumas.
Indiqué con un gesto al fuego, que era un buen montón de leños que crujían y crepitaban con calentador en el centro.
—¿No le parece que esto es poco característico? ¿Por qué no se ha traído una casa de fantasía como las de la ciudad?
—Me gusta el fuego, y no las cosas de pega.
—¿Por qué no?
Se encogió de hombros. Estaba pensando en otras cosas. Cambie el tema de la conversación:
—¿Y a su madre no le importa que vaya al desierto con extraños?
Me echó una mirada que yo no supe interpretar.
—¿Cómo voy a saberlo? Yo no vivo con ella. Me he emancipado. Creo que ella vive en Venusburg.
Evidentemente había tocado un tema sensible, así que proseguí cuidadosamente:
—¿Diferencia de caracteres?
Se volvió a encoger de hombros, no queriendo seguir con aquello.
—No. Bueno, sí, en cierto modo. Ella no quería emigrar a Venus. Yo quería marcharme y ella quería quedarse. Nuestros intereses no coincidían. Así que cada una siguió su camino. Estoy tratando por mis propios medios de conseguir un pasaje para salir del planeta.
—¿Le falta mucho todavía?
—Estoy más cerca de ello de lo que usted podría creer —pareció estar sopesando algo en su pensamiento, como midiéndome. Pude oír los mecanismos rechinar y las campanillas de la caja registradora tintinear mientras ella estudiaba mi rostro. Luego sentí que volvía a tener encanto, como el chasquido de uno de esos conmutadores de luz no existentes.
—¿Sabe? Estoy más cerca que nunca de salir de Venus. En pocas semanas estaré fuera. Tan pronto como hayamos vuelto con algunas joyas de las explosiones. Porque usted va a adoptarme.
Creo que ya me estaba acostumbrando a ella. No me sentí tranquilizado por ello, si bien yo no había esperado oír nada parecido. Yo había estado pensando vagamente en las joyas de las explosiones. Ella y yo recogeríamos algunas, las venderíamos y compraríamos un billete para salir del planeta, ¿de acuerdo?
Eso era una tontería, claro. Ella no me necesitaba a mí para conseguir piedras de las explosiones. Ella era la guía, no yo, y el ciclo era suyo. Ella podría conseguir tantas joyas como quisiera, y probablemente ya las tenía. Este plan tenía algo que ver conmigo, personalmente, como ya lo había sabido allá en la ciudad y luego olvidado. Había algo que ella quería de mí.
—¿Por eso es por lo que quería ir conmigo? ¿Esa es la atracción irresistible? No comprendo.
—Su pasaporte. Estoy enamorada de su pasaporte. En el espacio en blanco para «ciudadanía» dice «Marte». En el de edad dice, ¡oh!... Unos setenta y tres —ella no tenía más que un año, aunque yo conservaba mi aspecto de unos treinta.
—¿Y bien?
—Así que, mi querido Kiku, usted está visitando un planeta que va andando a tientas hacia la Edad de Piedra. Un planeta medieval, señor Kiku, que ha establecido la mayoría de edad a los trece años, una cifra caprichosa y arbitraria, en lo que estoy segura que usted se mostrará de acuerdo. Las leyes de este planeta especifican que ciertos derechos de los ciudadanos libres les son retenidos a los menores. Entre esos están la libertad, la búsqueda de la felicidad ¡y la capacidad para salir de este maldito lugar!
Me sorprendió su furia, que venía inmediatamente detrás pisando los talones a su usual locuacidad. Había cerrado los puños. Malibu, sentada en su regazo, elevó.una mirada triste a su amiga, y luego a mí.
Se calmó rápidamente y se levantó de un salto para preparar la cena. No quiso responder más a mis preguntas. El tema quedaba zanjado por aquel día.
Estaba dispuesto a volverme al día siguiente. ¿Se le han agarrotado a ustedes alguna vez las piernas? Seguramente, no; si usted se dedica a ello (un trabajo físico fuerte), probablemente será uno de esos necios saludables y se mantendrá en buena forma. Yo no estaba en forma, y pensé que me iba a morir. En un momento de pánico creí que me estaba muriendo.
Afortunadamente, Ember se había anticipado a ello. Sabía que yo era un chupatintas, y sabía de qué modo lamentable los marcianos tienden a ser subacondicionados. Añadido al estilo de vida sedentario de la mayoría de las personas modernas, nosotros los marcianos salimos peor librados que la mayoría porque la gravedad de Marte no nos supone un desafío demasiado grande por mucho que lo intentemos. Los músculos —de mis piernas eran como blandos tallarines.
Me hizo un masaje a la antigua y me puso una inyección con una jeringuilla nueva que eliminó los venenos acumulados. Al cabo de una hora empecé a sentir un débil interés por el viaje. Así que ella me ayudó a subir al ciclo e iniciamos otra etapa.
No hay modo de medir el paso del tiempo. El sol se vuelve más aplanado y ancho; pero eso es demasiado lento para verlo. A alguna hora de aquel día pasamos por un tributario del río Reynolds cubierto. Aparecía como una línea brillante en mi ojo derecho, y como la costra de un semiglaciar indolente en mi izquierdo. Aluminio fundido, según me dijeron. Malibu sabía lo que era y ladró quejicosamente para que nosotros nos detuviéramos a fin de que ella pudiera ir en busca de un resbaladero para deslizarse; pero Ember no se lo permitió.
Uno no puede perderse en Venus, si aún puede ver. El río había sido visible desde que dejamos Prosperidad, aunque yo no sabía lo que era. Todavía podíamos ver la ciudad detrás nuestro y la cordillera enfrente de nosotros e incluso el desierto. Estaba un poco más arriba en la ladera de la concavidad. Ember dijo que eso quería decir que se hallaba todavía a unos tres días de viaje por delante de nosotros. Hay que tener práctica para calcular la distancia. Ember no dejaba de señalar hacia Venusburg, que estaba a varios miles de kilómetros por detrás de nosotros. Dijo que era claramente visible como un punto diminuto en un día claro. Yo nunca lo vi.
Hablamos mucho mientras íbamos pedaleando. No había otra cosa que hacer y, además, tenía gracia hablar con ella. Me contó más cosas de su plan para salir de Venus y me llenó la cabeza con sus ideas ingenuas sobre lo que eran otros planetas.
Era una sutil campaña de ventas. Empezamos con ella abogando en favor de su loco plan. En cierto punto ello implicaba una suposición. Daba por seguro que yo la adoptaría y me la llevaría a Marte conmigo. Yo también me lo creía a medias.
En el cuarto día empecé a darme cuenta de que la concavidad se estaba elevando enfrente de nosotros. No supe qué era lo que causaba aquello hasta que Ember decidió que hiciéramos un alto y quedamos allí suspendidos en el aire. Dábamos cara a una sólida línea de roca que se elevaba gradualmente hasta un punto a unos cincuenta metros por encima de nosotros.
—¿Qué pasa? —pregunté, contento por lo demás.
—Las montañas son más altas —contestó como si tal cosa—. Giremos a la derecha y veamos si podemos encontrar un paso.
—¿Más altitud? ¿De qué está hablando?
—Más altitud. Ya sabe, más alto, que sobresale más que la última vez que estuve por aquí, de una magnitud en elevación ligeramente superior, más grande que...
—Ya conozco la definición de altitud —le contesté—. Pero ¿por qué? ¿Está segura?
—Claro que estoy segura. El calentador de aire del globo está bajo de nivel; hemos llegado tan alto como podemos. La última vez que yo pasé por aquí hubo suficiente para hacerme pasar. Pero hoy no.
—¿Por qué?
—Por la condensación. La topografía puede variar mucho aquí. Ciertos metales y rocas se hallan fundidos en Venus. Hierven en un día caluroso, y pueden condensarse en las cimas de las montañas cuando enfría. Luego se derriten cuando vuelve a hacer calor y fluyen hacia los valles.
—¿Quiere decir que me ha traído en pleno invierno?
Me lanzó una mirada que me dejó confundido.
—Usted es el que compró un pasaje para el invierno. Además, es de noche, y ni siquiera es aún medianoche. No había pensado que las montañas tuvieran esta altura durante otra semana.
—¿No podemos rodearlas?
Ella observó la ladera con mucha atención.
—Hay un paso permanente a unos quinientos kilómetros hacia el este. Pero eso nos llevaría otra semana. ¿Quiere que vayamos?
—¿Cuál es la alternativa?
—Dejar el ciclo estacionado aquí y seguir a pie. El desierto está más allá de esa cordillera. Con un poco de suerte veremos nuestras primeras joyas de hoy.
Me daba cuenta de que sabía demasiado poco acerca de Venus para tomar una buena decisión. Finalmente tuve que admitir para mi mismo que tenía suerte de tener a Ember conmigo para sacarme de dificultades.
—Haremos lo que usted crea mejor.
—Muy bien, pues gire hacia la izquierda y aparquemos.
Sujetamos el ciclo con un largo cable de una aleación de tungsteno. La razón para ello, según me enteré, era impedir que fuera enterrado en caso de que hubiera más condensación mientras nosotros estuviéramos fuera. Flotaba en el extremo del cable con sus calentadores a pleno chorro. Comenzamos la ascensión de la montaña.
Cincuenta metros no parecen mucho. Y no son nada en suelo llano. Pero pruebe a subirlos por una ladera de sesenta y cinco grados. Afortunadamente para nosotros, Ember había pensado en esta posibilidad y vino provista de equipo alpino. Clavó armellas aquí y allá y nos mantuvo juntos con cuerdas y poleas. Yo la seguía, situándome ligeramente detrás de su tagalong. Era fantástico cómo aquel artefacto la seguía hacia arriba, colocando sus patas precisamente en los mismos sitios en donde ella había puesto sus pies. Detrás de mí, mi tagalong estaba haciendo lo mismo. Luego venía Malibu, casi corriendo a nuestro lado, y regresando en carrera para ver qué tal íbamos, subiendo hacia la cumbre y charlando sobre lo que había en el otro lado.
No creo que aquello hubiera supuesto mucho para un montañero profesional. Personalmente habría preferido deslizarme ladera abajo de la montaña como compensación. Lo habría hecho; pero Ember se empeñó en seguir caminando hacia arriba. No creo haber estado nunca tan cansado como cuando llegamos a la cima y me quedé mirando al desierto.
Ember señaló por delante de nosotros.
—Allí hay una de las joyas que está saliendo ahora —dijo.
—¿Dónde? —pregunté apenas interesado. No veía nada.
—Se lo ha perdido. Está más abajo. No se forman a esta altura. No se preocupe, verá más al pasar.
Descendimos. Ahora no era tan difícil. Ember dio el ejemplo sentándose en un sitio suave y dejándose ir. Malibu la siguió de cerca, chillando feliz mientras daba botes y volteretas al descender por la resbaladiza superficie rocosa. Vi a Ember dar un topetazo y salir volando por el aire para descender cabeza abajo. Su traje ya se le había puesto rígido. Continuó dando botes en su descenso, helada en una posición sedente.
Los seguí hacia abajo de la misma manera. A mi no me hacía mucha gracia la idea de ir dando botes de aquella manera, aunque me habría gustado menos un descenso lento y doloroso. Aquello no era tan malo. Uno no siente mucho después de que el traje se te hiela a modo de impacto. Se expande ligeramente apartándose de tu piel y se vuelve más duro que el metal, protegiéndote como un amortiguador contra todo excepto los más fuertes golpes que podrían hacer rebotar a tu cerebro contra tu cráneo y producirte lesiones internas. Pero nosotros nunca fuimos tan rápidos como para eso.
Ember me ayudó a incorporarme en el fondo cuando mi traje se desheló. Al parecer a ella le había gustado aquella bajada. A mi no. Un rebote me había dado un ligero golpe en la espalda. No le dije nada sobre eso, y proseguí mi camino tras ella, sintiendo dolor a cada paso.
—¿En qué lugar de Marte vive usted? —me preguntó animadamente.
—¿Cómo? ¡Ah, sí! En Coprates. Está en la ladera norte del desfiladero.
—Sí, ya lo sé. Cuénteme algo de ese lugar. ¿Dónde viviremos nosotros? ¿Tiene usted un apartamento de superficie, o vive usted pegado en el subsuelo? Apenas si puedo esperar a ver ese sitio.
Me estaba poniendo nervioso. Quizás era sólo el dolor en la parte baja de la espalda.
—¿Qué le hace pensar que se va a venir conmigo?
—Pues claro que me va a llevar. Usted me dijo...
—Yo no he dicho nada de eso. De haber tenido una grabadora se lo podría demostrar a usted. No, nuestras conversaciones de los últimos días han sido una serie de monólogos. Dígame qué divertido le va a parecer a usted cuando lleguemos a Marte y yo empiece a gruñir. Por eso es por lo que no tuve el valor o no he tenido el valor, de decirle que usted estaba hablando de un plan atolondrado.
Creo que finalmente había logrado clavarle un dardo. Como fuera, ella no me dijo nada durante un rato. Se daba cuenta de que se había excedido y que estaba cantando victoria antes de que la batalla hubiera terminado.
—¿Qué tiene el plan de atolondrado? —preguntó al final.
—Pues todo.
—No, venga, dígamelo.
—¿Qué le hace a usted creer que yo quiero una hija?
Pareció aliviada.
—¡Oh! No se preocupe por eso. No le causaré ninguna molestia. Tan pronto como aterricemos, ya puede registrar los documentos de disolución. Yo no voy a impugnarlos. De hecho, puedo firmarle un documento por el que me comprometo a no impugnar nada, incluso antes de que usted me adopte. Este será un arreglo estrictamente de negocios, Kiku. Usted no tendrá que preocuparse de ser una madre para mí. No necesito ninguna. Yo...
—Y ¿qué le hace creer que ello será para mí tan sólo un arreglo estrictamente de negocios? —contesté furioso—. Puede que sea anticuado y que tenga ideas divertidas; pero no voy a entrar en una adopción de conveniencia. Ya tuve un hijo y fui un buen padre. No voy a adoptarla sólo porque usted quiera ir a Marte. Y no tengo más que añadir.
Ella estaba observando mi cara, y creo que llegó a la conclusión de que hablaba en serio.
—Le puedo ofrecer veinte mil marcos.
Yo tragué un nudo en la garganta.
—¿Dónde ha conseguido esa clase de dinero?
—Ya le dije que se lo había estado sacando a las buenas gentes de Prosperidad. ¿Qué demonios de sitio hay allí en donde me lo pueda gastar? Lo he estado guardando para un caso de urgencia como éste. Contra un neanderthal insensible con ideas graciosas sobre lo que es justo e injusto, quien...
Me avergüenzo al reconocer que estuve a punto de decirle: «Basta ya». Es desagradable descubrir que lo que uno había tenido por escrúpulos morales de repente no parecían tan importantes ante un montón de dinero. Pero me ayudaron mi dolor de espalda y el mal humor que por él sentía.
—Usted piensa que puede comprarme. Bueno, no estoy en venta. Ya le dije que creo que eso es algo equivocado.
—Bien, pues maldito sea usted, Kiku, váyase al infierno —y dio un fuerte pisotón en el suelo, y su tagalong repitió el gesto. Iba a seguir maldiciéndome, pero sentimos la ráfaga de una fuerte explosión cuan—, do su pie golpeó el suelo.
Todo había estado tranquilo antes, como ya he dicho. No había viento, ni animales, apenas nada que hiciera ruido en Venus. Pero cuando se produce un sonido, ¡cuidado! Esta densa atmósfera es asesina. Creí que se me iba a saltar la cabeza. Las ondas sonoras batieron contra nuestros trajes, endureciéndolos parcialmente. La única cosa que nos salvó de la sordera fue el milímetro de aire a baja presión que había entre el campo del traje y nuestros tímpanos, los cuales amortiguaron el choque lo bastante como para que sólo sintiéramos un tintineo en nuestros oídos.
—¿Qué ha sido eso? —pregunté.
Ember se sentó en el suelo, y agachó su cabeza, desinteresada de todo excepto de su propia desilusión.
—Joyas de las explosiones —dijo—. Por allá —señaló y pude ver un deslucido punto reluciente a cosa de un kilómetro. Había docenas de puntos más pequeños de luz (infraluz) esparcidos por todo aquel lugar.
—¿Quiere decir que ha provocado eso al pisotear el suelo?
Ella se encogió de hombros.
—Son inestables. Están llenas de nitroglicerina, hasta un punto que nadie puede imaginar.
—Bueno, recojamos los pedazos.
—Adelante.
Ella iba cojeando y apoyada en mi. Y siguió así, a pesar de los halagos que le hice. Para cuando finalmente conseguí que anduviera por su propio pie, los puntos relucientes habían desaparecido, enfriados. Ahora no podríamos encontrarlos. Ella no quiso hablar conmigo mientras continuamos valle abajo. Todo el resto del día fuimos acompañados por distantes escopetazos.
No hablamos mucho al día siguiente. Trató varias veces de volver a abrir las negociaciones; pero yo puse bien en claro que mi decisión estaba tomada. Le hice ver que yo le había alquilado su ciclo y contratado sus servicios de acuerdo con las condiciones que ella había puesto. Absolutamente gratis, había dicho ella, exceptuando artículos de consumo, por los cuales yo había pagado. No se había hablado para nada de una adopción. De haberse hablado, le aseguré, la habría rechazado tal como la rechazaba ahora. Puede que incluso me lo creyera.
Después de nuestra discusión por la mañana, hubo un breve rato en que pareció que ella ya no iba a tener nada más que ver con el viaje. Permaneció sentada allí en la tienda mientras yo preparaba el desayuno. Cuando llegó el momento de irse, ella puso mala cara y declaró que no iba a salir en busca de joyas de explosión, y que a lo mejor se quedaba allí o daba media vuelta.
Después de que yo le recordara nuestro contrato verbal, se levantó de mala gana. No le gustó, pero hacía honor a su palabra.
La búsqueda de joyas de explosiones demostró pronto ser una fuente de desengaños. Yo había tenido visiones en las que me veía recorriendo detenidamente el país durante días. Luego llegó el momento emocionante de encontrar una. ¡Eureka!, había gritado. En realidad no hubo nada de eso. He aquí cómo es la búsqueda de las joyas de explosión: uno da un fuerte pisotón en el suelo, espera unos segundos, luego continúa y da otro pisotón. Cuando uno ve y oye una explosión, simplemente camina hasta donde ocurrió y las recoge del suelo. Están esparcidas por todas partes, iluminadas en las bandas infrarrojas del calor de la explosión. Pueden tener también flechas de neón relampagueando sobre ellas. Una gran aventura.
Cuando encontrábamos una, la recogíamos y la tirábamos a un refrigerador montado en nuestros tagalongs. Están formadas por la presión de la explosión, pero ciertas partes de ellas son volátiles a las temperaturas de Venus. Estos elementos entrarán en ebullición y te dejarán un polvo grisáceo en cosa de tres horas si no los enfrías. Yo no sé cómo duraron tanto. Estaban mucho más calientes que el aire cuando las recogimos, así que pensé que se debían de haber fundido inmediatamente.
Ember dijo que era la impacción del entramado cristalino lo que daba a las joyas la fuerza temporal para resistir a la temperatura. Las cosas se portan de un modo diferente con las extremadas temperaturas y presiones de Venus. Al enfriarse, el entramado se debilitaba I empezaba un agrietamiento progresivo. Por eso era tan importante recogerlas lo antes posible después de la explosión para lograr gemas sin imperfecciones.
Pasamos todo el día dedicados a eso. Finalmente reunimos unos diez kilos de gemas, que iban desde la que tenía el tamaño de un guisante hasta la que era tan grande como una manzana.
Me senté junto al fuego del campamento y las examiné aquella noche. Noche según mi reloj, por supuesto. Otra cosa que estaba empezando a echar de menos era el ciclo de veinticinco horas de noche y día. Y ahora que pensaba en ello, también lunas. ¡Cuanto me habría alegrado ver a Deimos o Phobos aquella noche! Pero el sol estaba agazapado allá en el horizonte, moviéndose lentamente hacia el norte, en preparación de su tránsito hacia el cielo matinal.
Las joyas eran hermosas, debo decirlo. Tenían un color de vino tinto con un matiz marrón. Pero cuando la luz les daba de lleno, no se podía predecir lo que podía ver. La mayoría de las gemas en su estado natural estaban revestidas de una sustancia deslustrada que ocultaba toda su hermosura. Lo experimenté al desconchar algunas de ellas. Lo que apareció detrás cuando yo escamé la pátina era una superficie resbaladiza que centelleaba aun a la luz de una vela. Ember me mostró cómo suspenderlas de una cuerda y golpearlas. Entonces sonaban con un sonido argentino como campanitas, y de vez en cuando una se desprendía de todas sus imperfecciones y surgía como un equilátero de ocho lados perfectos.
Estaba guisando para mí aquel día. Ember había guisado para mí desde el principio; pero ya no parecía interesada en lisonjearme.
—Yo he sido contratada como guía —me indicó, con bastante veneno—. El diccionario Webster define al guía como...
—Ya sé lo que es un guía.
—Y no dice nada de guisar. ¿Se casará usted conmigo?
—No —ni siquiera me sentí sorprendido.
—¿Por las mismas razones?
—Yo no haría un acuerdo así a la ligera. Además, usted es muy joven.
—La edad legal es doce años. Cumpliré doce dentro de una semana.
—Es demasiado joven. En Marte usted debería tener catorce años.
—¡Qué dogmático! ¿No estará bromeando, verdad? ¿Es realmente catorce años?
Eso era típico de su falta de conocimientos del lugar al que ella estaba esforzándose tanto por ir. Yo no sé dónde habría aprendido ella sus ideas sobre Marte. Finalmente llegué a la conclusión de que se las había imaginado todas en sus fantasías.
Comimos en silencio la comida que yo había preparado, jugando con nuestra colección de joyas. Estimé que yo tendría por valor de unos mil marcos en piedras sin tallar. Y ya me estaba cansando del monte venusino. Me imaginé que pasaría otro día dedicado a la recogida, y luego regresaría hacia el ciclo. Probablemente ello sería un alivio para nosotros dos. Ember podría volver a tender trampas para el próximo turista estúpido que llegara a la ciudad, o incluso dirigirse a Venusburg y buscar allí ávidamente.
Pensando en ello, me pregunté cómo es que ella estaba aún aquí. Si tenía el dinero para pagar el enorme soborno que me había ofrecido, ¿por qué no estaba en la ciudad donde los turistas eran tan numerosos como las moscas? Iba a preguntarle eso; pero ella se me acercó y se sentó muy cerca de mí.
—¿Querría-usted hacer el amor? —me preguntó.
Yo ya había tenido bastante con las insinuaciones. Solté un bufido, me levanté y crucé la pared de la tienda.
Una vez fuera, lo sentí. La espalda me dolía terriblemente, y con retraso me di cuenta de que mi colchón in fiable no pasaría a través de la pared de la tienda. Si lo lograba hacer pasar, como fuera, se quemaría. Pero no podía retroceder después de haber salido de aquel modo. Me sentí comprometido. Quizás no podía pensar ordenadamente debido a mi dolor de espalda; no lo sé. De todos modos escogí un trozo de terreno que parecía blando y me tumbé.
No se puede decir que fuera blando.
Me desperté dolorido. Sabía, sin ni siquiera intentarlo, que si me movía sería como si me clavasen un cuchillo en mi espalda. Naturalmente no tenía la menor gana de comprobarlo.
Mi brazo descansaba sobre algo suave. Moví mi cabeza —confirmando mi sospecha acerca del cuchillo— y vi que era Ember. Estaba dormida, echada de espaldas. Malibu se hallaba acurrucada en su brazo.
Era como una muñeca plateada, con la boca abierta y un aspecto de vulnerabilidad relajada en su rostro. Sentí que una sonrisa empezaba a aparecer en mis labios, como aquellas con las que ella me había engatusado allá en Prosperidad. Me pregunté por qué yo la había tratado tan malamente. Por lo menos a mi me parecía aquella mañana que la había estado tratando mal. Claro que ella me había utilizado, había trampeado conmigo y parecía querer utilizarme de nuevo. Pero, ¿qué es lo que la había herido? ¿Quién sufría por ello? Yo no podía pensar de nadie por el momento. Decidí excusarme ante ella cuando se despertara y tratara de volver a lo mismo. Puede que incluso alcanzáramos alguna especie de acomodo sobre ese asunto de la adopción.
Y mientras yo estaba allí, quizás pudiera enderezarme lo suficiente para pedirle que echara un vistazo a mi espalda. Yo ni siquiera le había hablado de ello, probablemente por temor a estar más endeudado con ella. Estaba seguro de que ella no habría aceptado el pago en dinero.
Ya me disponía a despertarla cuando casualmente miré hacia mi otro lado. Había algo allí. Casi no reconocí lo que era.
Se hallaba a unos tres metros de distancia, aumentando en tamaño a partir de una hendidura entre dos rocas. Era globular, de medio metro de largo y reluciendo con un apagado color rojizo. Parecía como una blanda gelatina.
Era una joya de las explosiones antes de la explosión.
Tenía miedo de hablar, y luego recordé que hablar no afectaría a la atmósfera a mí alrededor y no provocaría la explosión. Tenía un transmisor de radio en mi garganta y un receptor en mi oído. Así es como se puede hablar en Venus: uno subvocaliza y la gente te oye.
Moviéndome con mucho cuidado, alargué la mano y toqué suavemente a Ember en el hombro.
Se despertó poco a poco, se desperezó y empezó a incorporarse.
—No se mueva —le dije, en lo que esperaba fuera un susurro. Eso es difícil de hacer cuando uno está subvocalizando, pero quería darle a entender que ocurría algo malo.
Ella se alertó, pero no se movió.
—Mire por encima hacia su derecha. Muévase muy despacio. No arañe el suelo ni nada. Yo no sé qué hacer.
Miró y no dijo nada.
—No está usted solo, Kiku —susurró ella finalmente—. Esto es algo de lo que nunca oí hablar.
—Y ¿cómo ha ocurrido?
—Debe de haberse formado durante la noche. Nadie sabe mucho acerca de cómo se forman o cuánto tiempo necesitan. Nadie estuvo nunca más cerca de quinientos metros de una. Siempre explotan antes de que se pueda llegar tan cerca. Incluso las vibraciones del chasis de un ciclo podrían hacerlas estallar antes de que uno se acercara lo suficiente para verlas.
—Bueno, y ¿qué hacemos?
Se me quedó mirando. Es difícil leer expresiones en un rostro reflexivo, pero creo que estaba asustada. Sé que lo estaba.
—Yo me estarla quieta.
—¿Tan peligroso es?
—Hermano, no lo sé. Se oirá un gran estruendo cuando ese monstruo estalle. Nuestros trajes nos protegerán en buena parte. Pero eso nos va a levantar y a acelerar muy rápidamente. Esa clase de aceleración brusca puede revolver sus entrañas. Yo diría que producirá una contusión como mínimo.
Tragué saliva.
—Entonces...
—Estése quieto. Estoy pensando.
Yo también pensaba. Estaba helado allí con un cuchillo caliente clavado en mi espalda. Sabía que me tendría que retorcer en cualquier momento.
Aquella maldita cosa se estaba moviendo.
Parpadeé, temeroso de frotarme los ojos, volví a mirar. No, ya no estaba. Por lo menos en el exterior. Era parecido al movimiento que uno puede ver dentro de una célula viva bajo un microscopio. Flujos internos, cambios de fluidos de acá para allá. Lo contemplé y quedé hipnotizado.
Había mundos en aquella joya. Estaba el antiguo Barsoom de los cuentos de hadas de mi infancia; estaba la Tierra Media con sus melancólicos castillos y sus bosques sensitivos. La joya era una ventana hacia algo inimaginable, un lugar donde no había cuestiones ni emociones, sino una amplia consciencia. Estaba oscuro y húmedo sin amenazas. Era algo creciente y sin embargo completo cuando llegó al ser. Era mayor que esta bola de barro caliente llamada Venus y tenía sus raíces profundas en el corazón del planeta. No había rincón del universo que no alcanzara.
Se daba cuenta de mí. Sentí que me tocaba y no sentí sorpresa. Me examinó al pasar pero estaba totalmente desinteresado. No planteé preguntas por ello, fuera lo que fuese. Ya me conocía y siempre me había conocido.
Sentí una atracción todopoderosa. Aquella cosa no ejercía influencia sobre mí; la atracción era un anhelo en mí. Yo estaba intentando alcanzar una plenitud que la joya poseía y que comprendí nunca podría tener. La vida sería siempre una serie de misterios para mí. Para la joya sólo había consciencia. Consciencia de todo.
Retorcí mis ojos al apartarlos en el último instante posible. Estaba cubierto de sudor y comprendí que volvería a mirar hacia atrás en un instante. Fue la cosa más bella que nunca miraré.
—Kiku, escúchame.
—¿Qué?
Recordé a Ember como si estuviera a una enorme distancia. —Escuche. Despierte. No mire a eso.
—Ember, ¿ve algo? ¿Siente algo?
—Veo algo. No quiero hablar de ello. No puedo hablar de ello. Despiértese, Kiku, y no mire hacia atrás.
Me sentí como si ya fuera una estatua de sal, si no ¿por qué no mirar hacia atrás? Sabía que mi vida no volvería a ser nunca lo que había sido. Era como una especie de conversión religiosa involuntaria, como si supiera de repente para qué existía el universo. El universo era un hermoso estuche forrado de seda para el despliegue de la joya que yo acababa de ver.
—Kiku, esa cosa ya debe de haberse ido. Si no, nosotros no estaríamos aquí. Me moví cuando me desperté. Una vez traté de llevarme una a hurtadillas y fui a parar a quinientos metros de ella. Y eso que pisé con tanta suavidad como si fuera sobre agua; pero estalló. Así que esa cosa no puede estar aquí.
—Estupendo —dije—. Y ¿cómo hacemos frente al hecho de que está aquí?
—Muy bien, muy bien, está aquí. Pero no debe de estar acabada. No debe de tener el nitro suficiente para volar todavía. Puede que logremos escapar.
Volví de nuevo la mirada hacia aquello, y luego Ja aparté. Era como si mis ojos estuvieran soldados con gomas elásticas; se alargaban lo suficiente para permitirme que me volviera, pero siempre tiraban de mí hacia atrás.
—No estoy seguro de querer.
—Lo sé —susurró—. Yo... agárrese, no mire atrás. Tenemos que escapar.
—Escuche —le dije mirándola en un acto de voluntad—. Puede que uno de nosotros pueda escapar. Quizás los dos. Pero es más importante que usted no resulte herida. Si yo soy herido, usted quizá pueda arreglarme. Si usted es herida, probablemente morirá, y si los dos resultamos heridos, moriremos.
—Sí, ¿y qué?
—Bueno, pues que yo estoy más cerca de la joya. Usted puede empezar a retroceder apartándose de ella primero, y yo la seguiré. Le serviré de escudo contra los efectos peores de la explosión, si explota, ¿Qué le parece?
—No es muy halagüeño —pero se lo pensó y no pudo encontrar defectos a mi razonamiento. Creo que no le hacia gracia ser la protegida en vez de la heroína. Infantil, aunque natural. Demostró su madurez inclinándose ante lo inevitable.
—Muy bien. Trataré de alejarme diez metros de eso. Ya le haré saber cuando llegue allí para que usted pueda retroceder. Creo que podremos sobrevivir a los diez metros.
—Veinte.
—Pero... ¡Oh! Está bien. Veinte. Buena suerte, Kiku. Creo que le amo —hizo una pausa—. ¿Eh, Kiku?
—¿Qué? Debería ponerse en movimiento. No sabemos cuánto I tiempo va a permanecer la cosa estable.
—Muy bien. Pero tengo que decirle una cosa: mi oferta de la pasada noche, esa que le puso a usted tan enfadado...,
—¿Sí?
—Bueno, no se trataba de un soborno. No era como lo de los veinte mil marcos. Yo justamente... bueno, aún no sé mucho acerca de eso. ¿Le parece que lo dije en mal momento?
—Sí, pero no se preocupe por ello. Póngase en marcha.
Se puso en marcha, un centímetro cada vez. Suerte que ninguno de los dos tuviera que preocuparse de contener el aliento. Creo que la tensión habría sido insoportable.
Miré hacia atrás. No pude evitarlo. Estaba en el santuario de una iglesia cósmica cuando oí que ella me llamaba. No sé qué clase de poder empleaba para alcanzarme donde yo estaba. Ember lloraba.
—Kiku, por favor, escúcheme.
—¿Eh? ¡Oh! ¿Qué pasa?
Sollozó aliviada.
—¡Por amor de Dios hace una hora que lo estoy llamando! Por favor, venga. Por aquí, ya estoy lo bastante apartada.
En mi cabeza había aturdimiento.
—¡Oh, Ember! No hay que precipitarse. Sólo quiero mirarla otro minuto. Quédese ahí.
—¡No! Si no se pone en marcha ahora mismo, volveré y lo sacaré a usted a rastras.
—No puede hacerlo... ¡Oh! Está bien. Ya voy —miré por encima y la vi sentada de rodillas. Malibu estaba a su lado. Su pequeña nutria miraba fijamente en mi dirección. Me la quedé mirando y resbalé al dar un paso, escurriéndome de espaldas. Mi espalda, en la que era mejor no pensar.
Retrocedí dos metros, luego tres. Tuve que detenerme para descansar. Miré la joya, y luego de nuevo a Ember. Era difícil decir qué era lo que me atraía con más fuerza. Debía de haber alcanzado un punto de equilibrio. Podía haberme dirigido a cualquiera de los dos sitios.
Entonces una pequeña raya plateada se acercó a mí, corriendo todo lo rápidamente que podía. Llegó hasta mí y dio un salto de través.
- ¡Malibu!-le gritó Ember. Me volví. La nutria parecía sentirse más feliz que nunca, incluso que en aquel regato de la ciudad. Y dio un salto, justo hacia la joya...
Sólo de un modo muy consciente recobré el conocimiento. No había línea divisoria entre los diferentes estados de consciencia por dos razones: Estaba sordo y ciego. Así que no puedo decir cuándo pasé de los sueños a la realidad; la mezcla era demasiado uniforme, y no había cambio suficiente para observarlo.
No recuerdo que me enterara de que estaba sordo y ciego. No recuerdo que aprendiera a hablar con las manos, lenguaje con el cual Ember me hablaba. El primer momento racional que puedo recordar como tal fue cuando Ember me contó sus planes para volver a Prosperidad.
Le respondí que hiciera lo que le pareciera mejor, ya que ella tenía el control absoluto. Me sentí desolado al darme cuenta de que yo no estaba donde había creído estar. Había soñado con Barsoom. Pensé que me había convertido en una joya de las explosiones y que había estado aguardando en una especie de éxtasis desprendido en el momento de la explosión.
Ella operó mi ojo izquierdo y logró restaurar algo de la visión. Podía ver borrosamente las cosas que estaban a un metro de mi rostro. Todo lo demás eran sombras. Por lo menos ella podía escribir cosas en hojas de papel y alargármelas para que yo las viera. Eso hacia las cosas más rápidas. Así me enteré de que ella estaba también sorda. Y que Malibu había muerto, o que podía estar muerta. Había metido al animal en el refrigerador y pensó que podría remendarlo al regresar. Si no, siempre podría hacerse otra nutria.
Le conté lo de mi espalda. A ella le sobresaltó enterarse de que yo me había lastimado al deslizarme montaña abajo; pero tuvo el suficiente sentido común como para no regañarme por ello. No le costaría mucho trabajo arreglármelo. Me dijo que no era más que un disco magullado.
Sería muy aburrido describir todo nuestro viaje de regreso. Fue muy difícil porque ninguno de los dos sabía mucho acerca de la ceguera. Pero yo pude acostumbrarme a ella con bastante rapidez. Dejarse llevar de la mano era bastante fácil, aunque tropecé muy pocas veces después del primer día. En el segundo día escalamos las montañas y mi tagalong funcionó mal. Ember lo desechó y nos arreglamos con el de ella. Podíamos utilizarlo sólo cuando yo estaba sentado y quieto, pues el de ella había sido hecho para una persona mucho más baja. Si yo trataba de caminar con él, rápidamente se quedaba atrás y de una sacudida me hacía perder el equilibrio.
Luego estaba la cuestión de subirse al ciclo y pedalear. No había otra cosa que hacer más que pedalear y eché de menos la charla que tuvimos a la ida. Echaba de menos la joya de las explosiones, y me pregunté si alguna vez me ajustaría a la vida sin ella.
Pero el recuerdo se había desvanecido cuando regresamos a Prosperidad. No creo que la mente humana pueda contener realmente algo de tal magnitud. Se escabullía de mí a cada hora, como un sueño se desvanece por la mañana. Me resultó difícil recordar qué es lo que había sido tan grande en el experimento. Hasta ahora lo único que puedo decir es en acertijos. Me he quedado en sombras. Me siento como una lombriz a la que han mostrado una puesta de sol y no tiene sitio para almacenar el recuerdo.
De vuelta en la ciudad fue cosa fácil para Ember restaurar nuestro oído. Lo que ocurrió fue que ella no llevaba tímpanos de repuesto en su botiquín.
—Fue un descuido —me dijo—. Pensándolo ahora, parece evidente que la lesión más probable de una joya de las explosiones sería en los tímpanos del oído. Sólo que no pensé en ello.
—No se preocupe. Lo hizo muy bien.
Esbozó una mueca.
—Sí, lo hice bien, ¿verdad?
La visión fue un problema mayor. No tenía ojos de repuesto y nadie en la ciudad quería vender uno de los suyos a ningún precio. Me dio uno de los suyos como medida temporal. Se quedó con su infraojo y se puso un parche sobre el otro, lo cual le dio un aspecto de mujer sedienta de sangre. Me dijo que comprara otro en Venusburg, ya que nuestros tipos sanguíneos no eran muy parecidos. Mi cuerpo lo rechazaría al cabo de tres semanas.
Llegó el día de la partida semanal del dirigible para Última Oportunidad. Estábamos sentados en su taller, el uno enfrente de la otra con nuestras piedras y el montón de joyas de las explosiones entre ambos.
Tenían un aspecto horrible. ¡Oh! No habían cambiado. Las habíamos pulido hasta que centellearon tres veces más que antes a la luz del fuego en nuestra tienda. Pero ahora las podíamos ver como los fragmentos rotos de hueso podridos y amarillentos que eran. No habíamos dicho a nadie lo que habíamos visto en el desierto de Fahrenheit. No había manera de comprobarlo y toda nuestra experiencia había sido puramente subjetiva. Nada que durara en un laboratorio. Nosotros éramos los únicos que conocíamos su verdadera naturaleza, y probablemente seguiríamos siendo los únicos. ¿Qué podíamos decir a los demás?
—¿Qué cree usted que ocurrirá? —le pregunté.
Me miró de un modo mordaz:
—Me parece que usted ya lo sabe.
—Sí.
Fueran lo que fuesen, aunque sobrevivieran y se reprodujeran, el único hecho que dábamos por seguro era que no podían sobrevivir dentro de un radio de cien kilómetros de una ciudad. Hubo una vez en que existieron joyas dé las explosiones en el mismo lugar en donde nosotros estábamos sentados ahora. Y los seres humanos se expansionan. Una vez más no sabríamos lo que estábamos destruyendo.
No pude conservar las joyas. Me sentía como un demonio que se alimentara de cadáveres. Traté de dárselas a Ember; pero ella tampoco las quiso.
—¿No deberíamos decírselo a alguien? —preguntó Ember.
—Claro, dígaselo a quien quiera. No espere que la gente se ponga a andar de puntillas hasta que pueda demostrarles algo. Y quizás ni siquiera entonces.
—Bueno, eso suena como si yo fuera a pasarme algunos años más andando de puntillas. Me parece que ya no seré capaz de dar un puntapié en el suelo.
Estaba desconcertado.
—¿Por qué no? Usted irá a Marte. No creo que las vibraciones lleguen de tan lejos.
Se me quedó mirando fijamente.
Hubo una breve confusión; y luego me encontré dándole un montón de excusas, mientras ella se echaba a reír y me decía que yo era una sucia rata, y luego volviendo a lo de antes le dije que le gastaría esa broma cada vez que quisiera.
Fue un malentendido. Honradamente creí que le había dicho lo de mi cambio de sentimientos mientras estaba sordo y ciego. Debió de haber sido un sueño porque ella no estaba enterada y yo había supuesto que la respuesta era un no permanente. Ella no había hablado para nada de adopción desde la explosión.
—No quiero importunarle más acerca de ello después de lo que usted hizo por mí —dijo, conteniendo la respiración por la excitación—. Yo le debo mucho, quizás mi vida. Y me aproveché de usted muy malamente cuando vino aquí.
Negué eso y le contesté que había pensado que ella no quería hablar del asunto porque lo daba como cosa segura.
—¿Cuándo cambiaste de idea? —me preguntó, ya tuteándome.
Reflexioné.
—Al principio creía que fue mientras me cuidabas —ahora la tuteé yo— y me encontraba tan impedido; pero ahora recuerdo cuándo fue: Poco después de que yo saliera de la tienda, aquella última noche que pasamos en el suelo.
No. supo qué contestarme. Simplemente me dedicó una amplia sonrisa, y empecé a preguntarme qué clase de papeles firmaría cuando los dos llegáramos a Venusburg: adopción o contrato de matrimonio.
No me preocupé mucho por eso. Son las incertidumbres de esta clase las que hacen que la vida sea interesante. Nos levantamos a la vez, dejando el montón de joyas de las explosiones en el suelo. Caminando suavemente, nos apresuramos a tomar el dirigible.