Ojo privado
Prívate Eye
Numerosos escritores han intentado combinar la historia de misterio con la ciencia ficción y, aunque se han conseguido algunos éxitos, también surgieron problemas. El tipo de futuro científico, comúnmente admitido en ciencia ficción, facilitaría terriblemente el apresamiento de los criminales. Por eso no es de extrañar que algunas de las mejores fusiones de ciencia ficción y misterio no se basen en la captura del delincuente, sino más bien en la forma en que el criminal cometió el delito, bajo unas condiciones en las que escapar de la detención es casi imposible. Ojo privado es un ejemplo soberbio.
El sociólogo forense contempló atentamente la imagen en la pantalla de la pared. Aparecían dos figuras congeladas, una en el acto de apuñalar a la otra en el corazón con un abrecartas antiguo, como los utilizados en cirugía en el Johns Hopkins[9]. Antes de la ultramicrotomía, por supuesto.
—Un caso trapacero como pocos... —comentó el sociólogo—. Me llevaré una sorpresa si conseguimos culpar a Sam Clay de homicidio.
El operador hizo girar un dial y volvieron a contemplar las figuras repitiendo sus acciones en la pantalla. Una, la de Sam Clay, agarra el abrecartas de una mesa de escritorio y lo hunde en el corazón del otro hombre. La víctima cae muerta. Clay retrocede con aparente horror.
Entonces se derrumba de rodillas al lado del cuerpo contraído y dice apasionadamente que no se lo había propuesto. El cuerpo bate sus talones sobre la alfombra y se queda tranquilo.
—¡Este toque final fue estupendo! —dijo el operador.
—Bien, tengo que hacer la inspección preliminar —suspiró el sociólogo, instalándose en su silla de dictado y colocando sus dedos sobre el teclado—. Dudo que descubra alguna evidencia. Sin embargo, el análisis puede hacerse más tarde. ¿Dónde está ahora Clay?
—Su portavoz lo colocó en habeos mens.
—No creo que seamos capaces de agarrarle. Pero fue un mérito intentarlo. Imagine, con sólo un disparo de escopolamina nos habría dicho toda la verdad. Pero bueno... Lo haremos por el camino difícil, como es habitual. Comience con la marcha atrás, ¿quiere? No le encontraremos sentido hasta que hagamos un recorrido cronológico, pero tendremos que comenzar por alguna parte. ¡Bendito Blackstone![10] -exclamó el sociólogo forense, mientras en la pantalla Clay se pone en pie, contemplando cómo el cadáver revive, y se levanta y, a continuación, extrae la plegadera milagrosamente limpia de su corazón, en una secuencia totalmente invertida—. ¡Bendito Blackstone! —repitió—. Por una parte, a veces me gustaría vivir en la época de Jeffreys[11]. En aquel tiempo, el homicida era un homicida...
La telepatía nunca consiguió demasiado. Quizás el desarrollo de la facultad se soterró, como respuesta a una ley familiar y natural, después de que apareció la nueva ciencia, la omnisciencia. Por supuesto que no era exactamente eso. Se trataba de un invento para hurgar el pasado. Y estaba limitado a un lapso de cincuenta años. No había la probabilidad de ver las flechas de Agincourt[12]o el homúnculo de Bacon. Fue lo suficientemente sensible para captar las «huellas digitales» de la luz y las ondas de sonido impresas en la materia, seleccionarlas y recogerlas. Para a continuación reproducir la imagen de lo que había sucedido. Después de todo, la sombra de un hombre puede ser fotografiada sobre hormigón, si tiene la desgracia de ser cogido por una ráfaga atómica. Lo cual es algo. La sombra es todo lo que allí queda.
No obstante, abrir el pasado como un libro no resuelve todo el problema. Fueron necesarias generaciones para desentrañar el laberinto de complejidades, aunque finalmente una tentativa tuvo éxito y se alcanzó el equilibrio. El derecho a matar fue defendido tenazmente por la humanidad desde que Cain mató a Abel. Muchos idealistas alegaron: «La voz de la sangre de tu hermano está clamando desde la tierra». Pero eso no detuvo a los cabilderos y a los grupos de presión. Como réplica se citó la Carta Magna. El derecho al secreto y a la intimidad se defendió desesperadamente.
Y el curioso resultado de este desequilibrio llegó cuando el acto de homicidio se declaró no punible, a menos que exista deseo y premeditación. Naturalmente, se consideró por lo menos perverso el dejarse llevar de la rabia y asesinar a alguien bajo un impulso y existía para eso un castigo nominal, por ejemplo, la prisión, pero en la práctica la cosa jamás funcionó porque se hacían posibles muchas defensas. Locura temporal. Provocación indebida. Autodefensa. Homicidio casual, homicidio en segundo grado, en tercer grado, en cuarto grado y así sucesivamente. Correspondía al Estado demostrar que el asesino había planeado el crimen de antemano y, solamente entonces, un jurado lo declararía convicto. Y naturalmente, el jurado tenía que renunciar a la inmunidad y someterse a una prueba de escopolamina, para demostrar que las cosas no habían sido amañadas. Pero el acusado no renunciaba jamás a su inmunidad.
La casa de un hombre no era su castillo. No desde que el Ojo se había revelado capaz de entrar en ella y escudriñar su pasado. El invento no podía interpretar ni leer su mente. Sólo ver y escuchar. En consecuencia, lo único que seguía siendo una fortaleza de intimidad era la mente humana. Y estaba prohibida hasta el último extremo. Nada de suero de la verdad, nada de hipnoanálisis ni de tercer grado, nada de preguntas tendenciosas...
Si por medio de la contemplación de las acciones pasadas del acusado el fiscal probaba deseo y premeditación, perfecto.
De otra forma, Sam Clay quedaría impune. Superficialmente parecía como si Andrew Vanderman, durante una disputa, hubiese herido a Clay en la cara con el látigo de una raya. Cualquiera que haya sido atormentado en un buque de guerra portugués puede comprenderlo. Situado en este punto, Clay puede argüir locura temporal y autodefensa, así como provocación indebida y posible justificación. Solamente los practicantes del curioso culto de los Flagelantes de Alaska[13] que fabrican látigos de raya para su ceremonial, saben cómo soportar el dolor. Los Flagelantes incluso disfrutan, ya que la droga que beben en el ritual previo transforma el dolor en placer. Al no haber digerido la droga, Sam Clay tomó sus medidas para protegerse, quizás irracionales, pero bastante lógicas y defensivas.
Nadie más que Clay sabía lo que había pretendido al matar a Vanderman. Esa era la compilación. Clay no comprendía por qué se sentía tan desamparado.
La pantalla fluctuó. Se oscureció. El operador se rió entre dientes.
—¡Caramba! Encerrado en un armario oscuro a la edad de cuatro años. ¡Lo que hubiera hecho con eso uno de los psiquiatras de los viejos tiempos! ¿O debo decir encantadores? ¿O brujos? ¡Lo he olvidado! De todas formas interpretaban sueños.
—Está confundido... Eran...
—¡Astrólogos! No, tampoco. Me refiero a los que practicaban el simbolismo. Utilizaban una sarta de oraciones y decían «una rosa es una rosa». ¿No era así? ¡Para liberar la mente inconsciente!
—Está adoptando la típica actitud del profano hacia los antiguos tratamientos psiquiátricos.
—Bueno, quizás tenían algo, además... Como quinina y digitalina. Los nativos del Amazonas las utilizaban antes de que la ciencia las descubriera. Pero, ¿por qué utilizar el ojo de una lagartija o el dedo de una rana? ¿Para impresionar al paciente?
—No, para convencerse a sí mismos —contestó el sociólogo—. En aquella época el estudio de las aberraciones mentales atraía a los psicóticos potenciales, así que, naturalmente, se recurría al innecesario conjuro. Aquellos médicos intentaban fijar su propio desequilibrio mental mientras trataban a sus pacientes. Pero hoy día es una ciencia, no una religión. Hemos descubierto cómo admitir la desviación psicótica individual en el mismo psiquiatra, de forma que tenemos mayores probabilidades de encontrar el verdadero norte. Pero acabemos con eso. Intente el ultravioleta. ¡Oh, no importa! Alguien lo está sacando de ese armario. ¡Al demonio con todo! Creo que estamos repitiendo desde muy atrás... Aunque le hubiera asustado una tormenta a la edad de tres meses, puede archivarse dentro de La Gestalt e ignorarse. Sigamos un recorrido cronológico. Desvele... Vamos a ver. Incidentes que incluyan a estas personas, Vanderman, la señora Vanderman, Josephine Wells. Y a estos lugares, la oficina, el apartamento de Vanderman, el puesto de Clay...
—¡En marcha!
—Más tarde podemos volver a insistir en los factores más complicados. Pero ahora pasaremos una revista superficial. Primero el veredicto, después la evidencia. —Añadió con una sonrisa—: Todo lo que necesitamos es un motivo...
—¿Y qué hay sobre eso?
Una muchacha hablaba con Sam Clay. El telón de fondo era un apartamento grado B-2.
—Lo siento, Sam. Es sólo que... Bien, esas cosas suceden.
—Ya... Vanderman consiguió algo que yo no conseguí.
—Estoy enamorada de él.
—¡Es cómico! Siempre he creído que estabas enamorada de mí.
—También yo... Durante algún tiempo.
—Bien, olvídalo. No, no estoy enfadado, Bea. Incluso te deseo suerte. Pero deberías estar medianamente segura de cómo reaccionaría ante una cosa así...
—Lo siento...
—Aunque pensándolo bien, siempre dejé que dirigieras los tiros. Siempre...
Secretamente, y eso la pantalla no lo podía mostrar, Clay pensaba: «¿Permitírselo? Lo quise así. Era más fácil que tomase ella las decisiones. Cierto que es dominante, pero supongo que yo soy todo lo contrario. Y ahora esto vuelve a suceder...
«Siempre sucedía. Desde el comienzo cargué con la peor parte. Y siempre sentí que tenía que someterme a la disciplina o cosa por el estilo. Vanderman, ese fanfarrón con su aire arrogante... Me recuerda algo. Estaba cerrado en un armario oscuro; no podía respirar. Lo he olvidado. ¿Cómo? ¿Quién? ¿Mi padre? No, no lo recuerdo. Pero mi vida siempre ha sido así. Siempre me estaba vigilando y yo pensaba que algún día haría lo que quería hacer. Pero nunca lo hice. Ahora es demasiado tarde. Ya está muerto desde hace mucho.
«Siempre estaba seguro de que yo me sometería. ¡Si lo hubiese desafiado tan sólo una vez...!
«Alguien está empujando siempre y me cierra la puerta. Así que no puedo utilizar mis habilidades. No puedo probar que soy competente. Demostrármelo a mí mismo, a mi padre, a Bea, a todo el mundo... Si pudiera... Me gustaría meter a Vanderman en un armario oscuro y cerrar la puerta. Un lugar oscuro como un ataúd. Me daría por satisfecho sorprendiéndole de esa manera. Sería estupendo si consiguiese matar a Andrew Vanderman.»
—Bien, ese es el comienzo de un motivo —comentó el sociólogo—. Sin embargo, mucha gente recibe calabazas y no se vuelven homicidas. Siga manejando...
—En mi opinión, Bea le atrajo porque quería que lo dominasen —hizo observar el operador—. Tenía que entregarse...
Las cintas metálicas giraban por el aparato. Una escena nueva apareció en el panel oblongo. Era el Bar Paradise.
En cualquier sitio que elija usted para sentarse en el Bar Paradise aparece un competente robot analista que inmediatamente estudia su complexión y sus ángulos faciales, maneja la luz, variando matices e intensidades, para mostrarle en la mejor de sus facetas. La coyuntura era apreciada en las reuniones de negocios. Allí, cualquier estafador podía parecer un hombre honrado. También el local era popular entre f1 las mujeres y algún que otro talento televisivo ligeramente pasado. Sam Clay daba la impresión de un santo ascético y joven. Andrew Vanderman parecía noble, de una forma torva, como Ricardo Corazón de León ofreciéndole su libertad a Saladino, aunque sabía que no iba a hacer nada realmente brillante. Nobleza obliga, parecía decir su firme quijada, mientras levantaba la garrafa de plata y servía. Bajo una luz corriente, Vanderman semejaba ligeramente un apuesto bulldog. También, fuera del Bar Paradise, con las mejillas enrojecidas, parecía un hombre colérico.
—Referente al negocio que estamos discutiendo —dijo Clay—, se puede ir a...
La juke —box lanzó al aire un sonido de trompetas que de pronto cubrió el bar.
La contestación de Vanderman se quedó sin oír, mientras la música se hizo más ruidosa y las luces giraron rápidamente para mantener el paso con su repentina agitación.
—Es perfectamente fácil despistar a esas máquinas —dijo Clay—. Están afinadas para términos familiares de abuso profano, no para circunloquios. Si le dijese que el arreglo de sus cromosomas habría sorprendido a su padre... ¿Me comprende? No acusarían nada.
Tenía razón. La música se suavizó.
Vanderman tragó saliva.
—Tómelo con tranquilidad —dijo—. Puedo ver por qué está contrariado. Antes de todo déjeme que le diga...
- Hijo...
Vanderman estaba versado en insultos y no quería oír otro.
—... que le ofrecí ese trabajo porque lo considero un hombre capaz. Tiene potencialidades. No se trata de un soborno. Nuestros asuntos personales quedan fuera de esto...
—Es igual. Bea está comprometida conmigo.
—Clay, ¿está borracho?
—Sí —contestó Clay y lanzó su copa a la cara de Vanderman.
La música comenzó a lanzar música de Wagner a todo volumen. Pocos minutos después cuando los camareros intervinieron, Clay estaba tendido boca arriba y ensangrentado, con la nariz magullada y un puñetazo en el pecho. Vanderman se había despellejado los nudillos.
—Ese es un motivo —dijo el operador.
—Sí, lo es. ¿Verdad? ¿Pero por qué Clay esperó un año y medio? Y recuerde lo que sucedió después. Me pregunto si el asesinato no fue sólo un símbolo. Si Vanderman representaba, ¿cómo diría?, lo que Clay consideraba la fuerza tiránica y opresiva de la sociedad en general, sintetizada en la imagen representativa... ¡Oh, no tiene sentido! Obviamente, Clay estaba intentando.probarse algo a sí mismo. Me imagino que ahora cortará hacia delante. Quiero verlo dentro de una cronología normal, no hacia atrás. ¿Cuál es la próxima acción?
—Muy sospechosa. Clay se fue a componer la nariz y luego acudió a un juicio por asesinato.
Pensaba: «No puedo respirar». Demasiado gentío. Encerrado en una caja, en un armario, en un ataúd, ignorado por los espectadores y por la autoridad investida del tribunal. ¿Qué pasaría si me encontrara en el banquillo como ese tipo? ¿Supongo que lo declararán convicto? Eso lo estropearía todo. Otro lugar oscuro. Si hubiera heredado los genes apropiados seria lo bastante fuerte para darle una paliza a Vanderman. Pero estuve dominado mucho tiempo...
«Todavía recuerdo esta canción:
»Descarríado del rebaño y el patrón dijo mátalo.
Así que lo golpeé en la rabadilla con el mango de una cacerola.
»Un arma mortal que es de uso corriente no puede parecer peligrosa. Pero si se consigue utilizar de forma homicida... ¡No! ¡El Ojo podría indagar sobre ello! Todo lo que uno puede ocultar ahora es el motivo. ¿No se podría invertir el truco? Supongamos que consigo que Vanderman me ataque con lo que cree que es el mango de una cacerola, pero que yo sé que es un arma mortal...»
El juicio que Clay estaba observando era pura rutina. Un hombre había matado a otro. Aconsejado por la defensa sostenía que el homicidio había sido cuestión de instigación y eso, en realidad, sólo podía considerarse como culpable de violencia y negligencia, en el peor de los casos, y más tarde cancelarse la pena por un caso de fuerza mayor.
El fiscal de la acusación mostraba películas de lo que había sucedido antes del hecho. La verdad era que la víctima no había quedado muerta con el golpe, simplemente aturdida. Pero el hecho había sucedido en una playa aislada y cuando subió la marea...
La defensa repetía apresuradamente: «caso de fuerza mayor».
La pantalla mostraba al acusado, algunos días antes del crimen, consultando una tabla de mareas. También, según parece, había visitado el lugar y preguntado a uno de los transeúntes si la playa solía estar muy concurrida.
—No cabe ni un botón —había contestado el hombre—. Solamente está vacía después de la puesta del sol. Para entonces hace demasiado frío. Aunque ya no le serviría de nada. No se puede nadar con tanto frío.
Un lado competía: Actus nonfacit reuní, nisi tnens sit rea, el acto no hace al hombre culpable, a menos que la mente sea también culpable; contra: Acta exteriora indicant interiora secreta, por los actos exteriores se juzgan los pensamientos interiores. Las máximas legales latinas seguían siendo válidas. El pasado de un hombre permanecía sacrosanto a condición de que —y aquí surgía la broma— poseyese el derecho de ciudadanía. Y cualquier acusado de un delito capital perdía automáticamente la ciudadanía hasta que se estableciese su inocencia.
Por consiguiente, ninguna evidencia de huella del pasado se podría introducir en un juicio, a menos que se probase que estaba en conexión directa con el crimen. El ciudadano medio tenía un derecho al secreto de toda su vida anterior. Solamente al perder legalmente ese derecho por ser acusado de un delito serio, se podrían utilizar las evidencias encubiertas, pero solamente en relación con el inmediato cargo. Existían varios subterfugios, por supuesto, pero teóricamente un hombre estaba a salvo de ser espiado mientras permaneciese dentro de la ley.
Ahora el acusado tenía que hacer frente a su pasado abierto. El fiscal mostraba grabaciones de una rubia barata chantajeándolo, y eso M confirmaba el motivo y el veredicto: culpable. El hombre condenado se echó a llorar. Clay se levantó y salió de la sala. Por su aspecto, parecía estar pensando.
Y lo estaba. Había decidido que sólo había una forma de matar a Vanderman y salir airoso. No podía ocultar la muerte en sí, ni las acciones tendentes a su consumación, ni ninguna palabra escrita o hablada. Lo único que podía ocultar eran sus propios pensamientos. Y, sin traicionarse a sí mismo, tenía que matar a Vanderman de forma que su acto pareciese justificado, lo que quería decir ocultando sus huellas de ayer para el día de mañana.
«Esto puede resumirse así —pensaba Clay— si yo me sitúo de forma que pierdo con la muerte de Vanderman en lugar de ganar, me ayudaría considerablemente.
»Tengo que fingir eso de alguna manera. Pero no debo olvidar que en el momento presente, tengo un motivo obvio. Primero, me roba a Bea. Segundo, me golpea.
»De forma que tendré que conseguir que parezca como si de algún modo me hiciese un favor...
»Tengo que encontrar una oportunidad para estudiar a Vanderman cuidadosamente y tiene que ser una oportunidad normal, lógica e impermeable. Secretario privado. Algo por el estilo. El Ojo está ahora en el futuro, después del hecho, pero me está vigilando...
»Debo recordarlo. ¡Ahora me está vigilando!
«Correcto. Normalmente he tenido que pensar en el asesinato en las condiciones que ahora me encuentro. Y, después, liberarme de esa disposición de ánimo gradualmente. Pero mientras tanto...»
Sonrió.
Yendo a comprar una pistola se sentía incómodo, como si ese presciente Ojo, años en el futuro, pudiese hacer un guiño para avisar a la policía. Pero estaba separado de él por una barrera de tiempo que sólo el proceso natural podía acortar. Y de hecho lo había estado vigilando desde su nacimiento. Había que considerarlo de esa forma.
Podía desafiarlo. El Ojo no era capaz de leer los pensamientos.
Compró la pistola y se quedó esperando a Vanderman en una oscura callejuela. Pero primero se emborrachó a conciencia. Lo suficientemente borracho como para satisfacer al Ojo.
Después de eso...
—¿Se encuentra ahora mejor? —preguntó Vanderman, sirviendo otro café.
Clay enterraba su cara bajo sus manos.
—Estuve loco —dijo con voz apagada—. Tuve que estarlo... Sería mejor que me entregase a la policía.
—Podemos olvidarlo y acabar de una vez... Clay. Estaba borracho, eso fue todo. Y yo... Bueno, yo...
—Apreté una pistola contra usted... Intenté matarlo... Y usted me trajo a su casa y...
—No utilizó esa pistola, recuérdelo, Clay. No es ningún asesino. Todo fue culpa mía. No necesitaba haber sido tan malditamente duro con usted —dijo Vanderman mirando como Ricardo Corazón de León, a despecho de la anacrónica luz de neón.
—No soy bueno. Soy un fracasado. Cada vez que intento algo, aparece un hombre y lo hace mejor. Soy un segunda categoría...
—Clay, deje de hablar así. Estaba trastornado, eso es todo. Escúcheme. Se va a enderezar. Veré lo que puedo hacer por usted. Comenzaremos mañana, encontraremos algo. Ahora beba su café.
—¿Sabe? —dijo Clay—. Usted es todo un tipo...
«El magnánimo idiota picó» —pensó Clay, mientras se preparaba felizmente para dormir—. «¡Estupendo!»
Era el comienzo para custodiar al Ojo. Sin embargo, también suponía el comienzo de rodar la pelota con Vanderman. Deja que un hombre te haga un favor y será tu compañero. Bueno, Vanderman va a hacerme un montón de favores. De hecho, antes de lo que había supuesto. Tendré todos los motivos para conservar su vida.»
Motivos visibles para el Ojo desnudo.
Probablemente Clay no había empleado con anterioridad todos sus talentos en la dirección apropiada, porque no conducía su plan de homicidio como un segunda categoría. Necesitaba un canal adecuado a su habilidad y probablemente también necesitaba un patrón. Vanderman rellenaba esa función; seguramente eso aliviaba su conciencia por haberle robado a Bea. Siendo el hombre que era, Vanderman necesitaba evitar incluso la apariencia de bajeza. Naturalmente fuerte y cruel, se dice a sí mismo que es un sentimental. Su sentimentalismo jamás alcanza el punto de que le molesten y Clay lo sabe demasiado bien y tratará de permanecer dentro de los límites.
No obstante, supone una tortura de nervios saber que uno está viviendo bajo el escrutamiento de un Ojo extratemporal.
Cuando un mes más tarde caminaba por el vestíbulo del V Edificio, Clay se dio cuenta de que vibraciones de luz reflejaban su propio cuerpo, de manera irrecuperable, en el pulido ónice de las paredes y del suelo, quedando fotografiadas allí, en espera de que una máquina las liberase algún día, alguna vez, por medio de un hombre que todavía no conocía ni siquiera el nombre de Sam Clay. Entonces, sentado en su asiento relajador del ascensor, que se movía suavemente en espiral en el interior de las paredes, supo que aquellos muros estaban capturando su imagen, hurtándola, como alguna superstición que recordaba... ¿Cuál?
La secretaria privada de Vanderman le agradó. Clay dejó que su mirada vagara libremente por la elegante figura y la cara suavemente atractiva de la joven. Ella le dijo que el señor Vanderman había salido y que la cita era para las tres, no para las dos. ¿No era así?
Clay consultó su agenda. Hizo chascar los dedos.
—¡Las tres! Tiene razón, señorita Wells. Estaba tan seguro de que era a las dos que no me molesté en mirarlo. ¿Cree que regresará más temprano? Quiero decir, ¿ha salido o se encuentra en una reunión?
—Ha salido, señor Clay —contestó la señorita Wells—. No creo que vuelva antes de las tres. Lo siento.
Le sonrió eficientemente.
—Bueno, ¿puedo esperar aquí?
—Por supuesto. El equipo estereofónico y las revistas están ahí.
La muchacha volvió a su trabajo y Clay examinó superficialmente un artículo referente al cuidado y manejo de la mariposa luna. Esto le dio la oportunidad de comenzar una conversación preguntando a la señorita Wells si le gustaban las mariposas luna. La joven le respondió que no sabía nada de tales mariposas, pero el hielo ya se había roto.
«Este es el aperitivo del conocimiento —pensó Clay—. Quizás tenga el corazón roto, pero, naturalmente, estoy solitario.»
La baza no era comprometerse con la señorita Wells, sino enamorarse de ella de forma convincente. El Ojo no dormía.
Clay estaba empezando a despertarse por las noches, con un comienzo de crisis nerviosa y se quedaba allí, mirando el techo. Pero la oscuridad no era un escudo.
—La cuestión es —dijo el sociólogo al llegar a este punto—, si Clay está actuando o no para una audiencia...
—¿Quiere decir para nosotros?
—Exactamente. Se me acaba de ocurrir. ¿Le parece que se está comportando de forma natural?
El operador reflexionó:
—Diría que sí. Un hombre no se casa con una chica solamente para sacar adelante otro plan, ¿lo haría él? Después de todo, se está envolviendo en toda una red de responsabilidades nuevas.
—Sin embargo, Clay aún no se ha casado con Josephine Wells-hizo observar el sociólogo—. Además, esa faceta de la responsabilidad se podría aplicar hace unos cientos de años, ahora no... —comentó al azar—. Imagine una sociedad donde, después del divorcio, un hombre se veía forzado a soportar a una mujer perfectamente saludable y competente. Era degenerado, lo sé, un retorno a los días en que solamente los machos podían ganarse la vida. Pero también imagine el tipo de mujeres que se complacían en aceptar tal soporte. Eso fue un atavismo de la infancia, por no decir...
El operador tosió.
El sociólogo se dio cuenta de su divagación y dijo:
—Oh... Si. La cuestión es si Clay sería capaz de comprometerse con una mujer a menos que realmente...
—Los compromisos se pueden romper.
—Éste aún no se rompió, hasta donde sabemos. Y sabemos...
—Un hombre normal no planearía casarse con una muchacha que no le importase nada, a menos que tuviese una razón muy poderosa. Insisto.
—Bueno, ¿y hasta qué punto Clay es normal? —preguntó el sociólogo—. ¿Sabía de antemano que indagaríamos en su pasado? ¿No se da cuenta que está trampeando en solitario?
—¿Pruebas?
—Hay todo un tipo de cosas que usted no hace si piensa que le están mirando. Recoger una moneda en la calle, beber sopa fuera de la taza, posar ante un espejo. El tipo de locuras o de pequeñas cosas que todo el mundo hace cuando está solo. O Clay es inocente o es un hombre muy diestro...
Era un hombre muy diestro. Jamás proyectó el compromiso con la intención de llegar hasta el matrimonio, aunque sabía que, en cierto modo, el matrimonio podía ser una precaución. Si un hombre habla en sueños, ciertamente su mujer mencionará el hecho. Clay se consideró a sí mismo amordazándose durante la noche si surgía la necesidad. Entonces se dio cuenta de que si hablaba en sueños, no tendría ninguna garantía de no hablar demasiado la primera vez que tuviese auditor. No podía correr el riesgo de semejante apertura. Aunque después de todo, no existía tal peligro. Pensándolo con detenimiento, el problema de Clay era simple: ¿cómo estar seguro de no hablar durante el sueño?
Lo resolvió con bastante facilidad, alquilando un curso narcohipnótico suplementario de idiomas comerciales. Implicaba el estudio mientras se estaba despierto y la repetición de la información al oído durante el sueño. Como una necesaria preparación para el curso fue instruido para instalar un registro gráfico de la profundidad de su sueño, así la narcohipnosis se ajustaría a sus ritmos individuales. Lo hizo varias veces, repitiendo la prueba un mes después. V quedó satisfecho.
Por la noche se alegraba de dormir con tal de no tener sueños. Tenía que tomar sedantes desde hacía tiempo. Durmiendo se sentía aliviado de la sensación de que un Ojo lo estaba vigilando siempre, un Ojo que podría entregarle a la justicia, un Ojo que no podía desafiar en pleno día. Pero siempre soñaba con el Ojo.
Vanderman le había encargado de un trabajo dentro de la organización, lo que ya era mucho. Clay era simplemente un diente del engranaje, lo que de momento le satisfacía bastante. Todavía no quería más favores. No hasta que no conociese la extensión de las habilidades y obligaciones de la señorita Wells.
Vanderman probablemente se seguía sintiendo culpable a causa de Bea. Se sabía casado con ella y actualmente Bea se encontraba en la Antártida, en el casino. Vanderman tuvo que reunirse con ella, de forma que garabateó un memorándum, deseó a Clay buena suerte y se fue a la Antártida, molesto por no experimentar remordimientos de conciencia. Clay aprovechó la oportunidad para cortejar ardientemente a Josephine.
Por lo que había oído de la nueva señora Vanderman, se sentía secretamente aliviado. Aún no hacía mucho, cuando se encontraba contento de permanecer pasivo, el creciente dominio de Bea le había satisfecho, pero ahora no. Estaba aprendiendo la autoseguridad y le gustaba. En estos momentos, el comportamiento de Bea era más bien malo. Con todo el dinero y la libertad de que disponía, tenía demasiado tiempo entre las manos. De vez en cuando Clay oía rumores que le hacían sonreír en secreto. Vanderman no estaba en una postura muy cómoda. Bea tenía un carácter dominante, pero Vanderman no podía decirse que fuera un cobarde.
Al cabo de algún tiempo Clay le dijo a su jefe que quería casarse con Josephine Wells.
—Supongo que así quedamos en paz —dijo a Vanderman—. Usted me quitó a Bea y yo le voy a quitar a Josie.
—¡Espere un minuto! —exclamó Vanderman—, supongo que no...
—Mi novia, su secretaria... Eso es todo. La realidad es que Josie y yo estamos enamorados.
Lo soltó, pero con cuidado. Era más fácil engañar a Vanderman que al Ojo. Técnicos competentes y sociólogos forenses miraban a su través. A veces pensaba en esas pinturas medievales con un inmenso ojo y eso le recordaba algo vago y angustiante.
"Después de todo, ¿qué podía hacer Vanderman? Convino en ascender a Clay. Josephine, siempre consciente, se ofreció a continuar en su trabajo durante algún tiempo, hasta que la rutina de la oficina siguiese su curso normalmente. Pero por una cosa u otra siempre surgían problemas. La joven no tenía que llevar trabajo a su apartamento, pero lo llevaba. Clay, diestramente, vio que era lo mejor para mantener ocupada a Josephine y gradualmente comenzó a ayudarla cuando caía por allí. Su trabajo, más los cursos narcohipnóticos, lo habían entrenado ya para esa especie de habilidad en el trabajo de organización. Los negocios de Vanderman eran altamente especializados, importaciones y exportaciones a todo lo ancho del planeta, manteniendo relaciones con grupos específicos, giras estacionales y observando las festividades sectarias, etc. Josephine, como una especie de libro de memorias para Vanderman, tenía trabajo de sobra.
Clay y la joven pospusieron el matrimonio por algún tiempo. Clay, justo lo suficiente, claro, comenzó a aparentar sentirse celoso del trabajo de Josephine y la joven dijo que lo dejaría pronto. Pero una noche se quedó en la oficina y Clay se agarró un berrinche y se emborrachó. Aquella noche estaba lloviendo. Clay consiguió estar lo suficientemente borracho para caminar desprotegido bajo la lluvia y caer dormido en su casa con la ropa mojada. Cayó con gripe. Cuando se estaba recuperando, Josephine enfermó también.
Bajo esas circunstancias, Clay regresó al trabajo y se hizo cargo de las tareas de su novia, de forma puramente temporal. Aquella semana el trabajo rutinario de la oficina era extremadamente complicado y solamente Clay conocía los pros y los contras. Esta solución evitó a Vanderman una gran cantidad de inconveniencias y, cuando la situación se resolvió por sí misma, Josephine tenía un trabajo subsidiario y Clay era el secretario privado de Vanderman.
—Me gustaría saber más sobre él —dijo Clay a Josephine—. Después de todo, debe tener un montón de costumbres y de puntos flacos que se necesitan tener en cuenta. Si, por ejemplo, pide la comida en su despacho, no quiero encargarle lengua ahumada y descubrir que es alérgico a ella. ¿Cuáles son sus hobbies?
Aunque tenía cuidado de no sonsacar a Josephine demasiado, a causa del Ojo. Y todavía necesitaba sedantes para dormir.
El sociólogo se frotó la frente.
—¡Hagamos una interrupción! —sugirió—. ¿Por qué un tipo quiere cometer un asesinato?
—De una forma o de otra por provecho.
—Yo diría que sólo parcialmente. La otra parte es un deseo inconsciente de que le castiguen. Normalmente por algo también. Por eso usted busca accidentes propensos. ¿No se le ha ocurrido pensar en lo que les sucede a los asesinos que se sienten culpables y que, sin embargo, no son castigados por la ley? Viven una forma de vida podrida. Siempre caminando hacia precipicios, accidentalmente. Cortándose a sí mismos con un hacha, accidentalmente. Y también, por accidente, tocando cables de alta tensión.
—La conciencia, ¿no?
—Hace tiempo la gente pensaba que Dios estaba sentado en el cielo con un telescopio y que vigilaba todo lo que hacían. En realidad, en la Edad Media, y me refiero al comienzo de esa época, la gente vivía con mucho cuidado. Después vino la era de la incredulidad, cuando la gente no creía en nada con demasiada fuerza, y finalmente esto... —señaló la pantalla—. La memoria universal. Por extensión es como una conciencia social universal, una conciencia externa. Es exactamente lo mismo que el concepto medieval de Dios, la omnisciencia.
—Pero no la omnipotencia.
—¡Hum...!
Todopoderoso, el Ojo se mantuvo en la mente de Clay durante año y medio. Antes de decir o de hacer algo, se recordaba a sí mismo la existencia del Ojo y se aseguraba de que no estaba revelando su motivo con vistas a un futuro juicio. Naturalmente, también había que contar con un Oído, pero eso era demasiado absurdo. Uno no podía visualizar a un amplio e incorpóreo Oído decorando la pared como un plato en un portaplatos. Con todo, lo que dijese tendría una evidencia importante, a veces tanto como lo que hacía. Así que Sam Clay era en realidad muy puntilloso y su comportamiento semejaba al de la mujer del César. No desafiaba a la autoridad, sino que trataba de enredarla...
Superficialmente Vanderman se parecía más al César, y su mujer, por aquel entonces, no estaba sin tacha. Tenía demasiado dinero para divertirse. Y encontraba a su marido demasiado inflexible para ser una persona completamente satisfactoria. Bastaba el matriarcado de Bea para iniciar una rebelión contra Andrew Vanderman y, además, existía una carencia de romance. Vanderman tenía poco tiempo para dedicarle. Estaba muy ocupado aquellos días, envuelto en una completa sarta de negocios que le exigían mucho tiempo. Naturalmente Clay también participaba en la cuestión. Su interés por su nuevo trabajo era laudable. Pasaba noches enteras maquinando y planeando, como si esperase que Vanderman lo convirtiese en su socio. De hecho incluso sugirió esa posibilidad a Josephine. Quería conseguirlo por medio de un documento. Habían establecido la fecha del matrimonio y Clay quería obtener antes su ascenso. No tenía intención de ser arrastrado a un matrimonio que se pensaba de conveniencia, ahora que la necesidad se había alejado.
Una cosa que tenía que hacer, y moverse con toda discreción, era conseguir el látigo. Vanderman era un especialista de la digitación. Le gustaba tener siempre algo entre las manos mientras hablaba. Normalmente solía ser un pisapapeles cristalino con una miniatura de una tormenta en su interior, que se iluminaba al ser agitada. Clay lo colocó donde pensó que Vanderman lo haría saltar y lo rompería Entretanto, había concertado un negocio con Callisto Ranches con el único propósito de conseguir un látigo para la mesa de escritorio de Vanderman. Los nativos estaban orgullosos de sus trabajos sobre cuero y de sus trabajos de orfebrería y en cada trato que cerraba siempre se incluía un regalo nominal. En este caso, un bonito látigo en miniatura con las iniciales de Vanderman. Actualmente se encontraba sobre su mesa de escritorio, sirviendo de pisapapeles, excepto cuando Vanderman lo cogía para juguetear con él mientras hablaba.
La otra arma que Clay necesitaba ya estaba allí, era un abrecartas antiguo, utilizado anteriormente en cirugía como escalpelo. Jamás dejaba que su mirada se detuviese demasiado sobre él, a causa del Ojo.
También llegó el otro látigo. Negligentemente lo colocó en su mesa de escritorio y pretendió olvidarlo. Era una muestra de los látigos fabricados por los Flagelantes de Alaska, para ser utilizados en sus ceremonias y lo necesitaba en su empresa a causa de una investigación que se estaba realizando acerca de las drogas que los Flagelantes empleaban para neutralizar el sufrimiento. Por supuesto, Clay también había manejado este nuevo contrato.
En todo esto no había nada sospechoso, la firma retiraba un saneado provecho de aquellas negociaciones y Vanderman le había prometido un porcentaje de beneficios a finales de año de cada contrato que consiguiese. Había pasado año y medio desde que Clay se dio cuenta por vez primera de que el Ojo lo buscaba.
Se encontraba estupendamente. Era parsimonioso con los sedantes, y sus nervios, aunque excitados, no se encontraban en absoluto en el punto de saltar. Había hecho un esfuerzo, pero se había entrenado para no tener deslices. Visualizaba al Ojo en las paredes, en el techo y en el cielo. Dondequiera que estuviera. Era la única forma de obrar con completa seguridad. Y muy pronto se iba a considerar pagado. Pero tenía que hacerlo enseguida, aquel esfuerzo nervioso no. podía continuar indefinidamente.
Quedaban unos cuantos detalles. Arregló las cosas —bajo el Ojo está la nariz, para que nos entendamos— de forma que le ofrecieron una posición bien pagada en otra firma. La desdeñó.
Una noche, surgió una emergencia y Clay, muy lógicamente, tuvo que ir al apartamento de Vanderman.
Vanderman no estaba allí. Sólo encontró a Bea. Acababa de reñir violentamente con su esposo. Había bebido, cosa que también Clay esperaba. Si la situación no hubiera resultado exactamente como quería, lo habría intentado otra vez. Pero no hubo necesidad.
Clay fue un poco más cortés de lo necesario. Quizás demasiado cortés. El incipiente matriarcado de Bea la estaba obligando a descarriarse y su marido trataba de sujetarla, cosa a la que no estaba dispuesta. Después de todo, se había casado con Vanderman por su dinero y ahora lo veía tan dominante como ella misma, mientras que miraba a Clay como un símbolo exagerado de romance y sumisión masculina.
El objetivo de una cámara, oculto en la pared en un decorativo bajorrelieve, rechinaba atareadamente, devanando su cinta grabadora de una forma que indicaba que Vanderman era un esposo celoso y suspicaz. Pero Clay también conocía la existencia del artilugio. En el momento oportuno se dejó caer contra la pared de tal forma que el aparato se rompió.
Entonces, siendo espiado tan sólo por el otro Ojo, se hizo tan virtuoso que era una lástima que Vanderman no pudiese ser testigo de su volte-face.
—Escucha, Bea —dijo-Lo siento, pero no comprendo. No es conveniente. Ya no estoy enamorado de ti. Cierto que lo estuve una vez, pero eso fue hace mucho. También existe otra persona y es menester que lo sepas.
—Todavía me sigues amando —dijo Bea con intoxicante firmeza—. Nos pertenecemos.
—Por favor, Bea. Odio tener que decir esto, pero le estoy agradecido a Andrew Vanderman por haberse casado contigo... Yo...
Bueno, ya has conseguido lo que querías y yo estoy logrando lo que deseaba. Dejémoslo así...
—Estoy acostumbrada a conseguir lo que quiero, Sam. La oposición es algo que no me gusta. Especialmente cuando sé que tú, en realidad...
Dijo bastantes cosas más y Clay también. Quizás estuvo innecesariamente duro. Pero tenía que marcarse un tanto con el Ojo y demostrar que no tenía celos de Vanderman.
Y se marcó el tanto.
La mañana siguiente fue a la oficina antes que Vanderman, limpió su cajón y descubrió el látigo de raya todavía en su caja. «¡Jo!», se dijo chascando los dedos. El Ojo vigilaba y era un momento crucial. Quizás todo iba a ocurrir dentro de una hora. Cada movimiento tenía que ser calculado de antemano y no podía producirse la más ligera desviación. El Ojo estaba en todas partes. Literalmente en todas partes.
Abrió la caja, sacó fuera el látigo y se fue al sancta sanctorum interior. Tiró el látigo encima de la mesa del escritorio de Vanderman, con tan poco cuidado que uno de los objetos que contenía se vino abajo. Clay lo ordenó todo, dejando el látigo de raya más cerca del borde de la mesa y colocando el látigo de cuero Callistan al final, medio oculto detrás del intervisor del despacho. No se permitió más que una casual mirada para asegurarse de que el abrecartas seguía estando allí.
A continuación, se fue a tomar café.
Media hora después estaba de vuelta, recogió unas cuantas cartas para llevar a firmar y se encaminó al despacho de Vanderman. Vanderman había cambiado bastante. Parecía más viejo, menos noble y más como un bulldog adulto. Clay pensó fríamente: «Este hombre me robó la novia y me golpeó.»
Cautelosamente recordó al Ojo.
No tenía que hacer nada más que seguir el plan y dejar que los acontecimientos siguieran su curso. Vanderman había visto las películas espías, seguro, hasta el momento en que se habían vuelto blancas, cuando Clay cayó contra la pared. Obviamente, no esperaba que Clay se mostrara por allí aquella mañana. ¡Y al ver a aquel piojo diciéndole hola, mientras caminaba a través de la habitación y dejaba unas cartas encima de su mesa de escritorio...!
Clay contaba con el temperamento exaltado de Vanderman, que desde luego no había mejorado con los meses. Naturalmente, el hombre había estado allí sentado, pensando toda clase de cosas desagradables y justo, como Clay sabía que iría a suceder, cogió el látigo y comenzó a juguetear con él. Pero esta vez era el látigo de raya...
—¡Buenos días! —dijo Clay alegremente a su asombrado patrón. Su sonrisa se torció un poco—. Estuve esperando para que diera su visto bueno a esta carta de los criaderos kirguises. Podemos encontrar un mercado para esos dos mil cuernos ornamentales...
Al llegar a ese punto, Vanderman, rugiendo, dio un salto, balanceó el látigo y cruzó la cara de Clay. Posiblemente no existe nada más doloroso que el mordisco de un látigo de raya.
Clay se tambaleó. No sabía que doliese tanto. Por un momento el choque y el golpe borraron cualquier otra idea de su cabeza y sólo quedó una ciega irritación.
«¡Recuerda el Ojo!»
Lo recordó. Había docenas de hombres entrenados vigilando todo lo que hacía en aquel momento. Literalmente se encontraba de pie sobre un escenario rodeado de observadores que tomaban notas de cada expresión de su cara, de cada flexión muscular y de cada soplo de su respiración.
Dentro de un momento Vanderman moriría, pero Sam Clay no estaría solo. Una invisible audiencia procedente del futuro se estaba fijando en él con ojos fríos y calculadores. Sólo le quedaba una cosa y el trabajo se habría concluido. Tenía que hacerlo cuidadosamente, mientras todos lo vigilaban.
El tiempo se detuvo. El trabajo habría concluido.
Era muy curioso. Había revisado esta serie de acciones tantas veces en lo más secreto de su mente que su cuerpo funcionaba ahora sin nuevas instrucciones. Su cuerpo se tambaleó a causa del golpe, recuperó el equilibrio, miró a Vanderman sacudido por la furia y luego deslizó los ojos hacia el abrecartas a plena vista sobre el escritorio.
Eso era lo que el Sam Clay visible y superficial estaba haciendo. El Sam Clay íntimo y espiritual estaba pasando por una serie de acciones diferentes.
El trabajo habría concluido.
¿Y qué iba a hacer después de eso?
El asesino íntimo y espiritual permanecía quieto con desmayo y sorpresa, contemplando un futuro perfectamente vacío. Jamás había echado una mirada al otro lado de aquel momento. No había hecho planes para su vida después de la muerte de Vanderman. Pero ahora no tenía otro enemigo más que Vanderman. Cuando Vanderman muriese, ¿cómo iba a orientar su vida? ¿En qué trabajaría entonces? Su trabajo también habría concluido. Y su trabajo le gustaba...
De repente se dio cuenta de que le gustaba mucho. Era bueno en ese terreno. Por primera vez en su vida había encontrado un trabajo donde triunfaba.
Uno puede vivir año y medio en un nuevo entorno sin adquirir nuevas metas. El cambio se había producido imperceptiblemente. Era un buen agente comercial. Había descubierto que podía tener éxito. No había tenido que matar a Vanderman para demostrarse eso a sí mismo. Lo había probado sin cometer un asesinato.
En ese momento de éxtasis que había roto con todo para una detención total, miró la cara roja de Vanderman y pensó en Bea. Y también pensó en Vandermar tal y como lo había llegado a conocer, y no quería ser un asesino.
No quería que Vanderman muriese. No quería ya a Bea. Sólo pensar en ella lo ponía enfermo. Quizás eso era porque el mismo había cambiado de pasivo a activo. Ya no quería o necesitaba una mujer dominante. Podía tomar sus propias decisiones. Si ahora tenía que elegir, elegiría a alguien más parecida a Josephine...
Josephine. Su imagen le resultaba de pronto muy agradable. Josephine con su suave y tranquila belleza y con su admiración hacia Sam Clay, el hombre de negocios con éxito, el joven y progresista importador de la Compañía Vanderman. Josephine, con quien se iba a casar. Porque desde luego se iba a casar con ella. Quería a Josephine. Le gustaba su trabajo. Todo lo qué deseaba era el statu quo que había conseguido. Ahora todo era perfecto, por lo menos hasta hacía treinta segundos...
Pero treinta segundos era mucho tiempo. Pueden suceder un montón de cosas en medio minuto. Había sucedido. Vanderman se estaba acercando de nuevo con el látigo en alto. Los nervios de Clay se erizaron frente a la anticipación de su ardiente trallazo por segunda vez.
Si pudiese conseguir agarrar la muñeca de Vanderman antes de que volviese a golpear. Si pudiese hablar con la suficiente rapidez...
La curvada sonrisa seguía aún en su cara. Formaba parte del patrón, aunque en cierta forma oscura no lo comprendía demasiado bien. Estaba actuando como respuesta a unos reflejos condicionados asentados en un período de muchos meses de rígido autoentrenamiento. Su cuerpo estaba ya en acción. Todo lo que había ocupado un lugar en su mente estaba sucediendo de forma tan rápida que no existía solución de continuidad. Su cuerpo conocía su trabajo y lo estaba haciendo. Estaba dirigiéndose hacia el escritorio y hacia la plegadera, y no podía detenerlo.
Todo esto había sucedido antes. Había sucedido en su mente, el único lugar donde Sam Clay había conocido real libertad en el transcurso de año y medio. Durante todo ese tiempo, se había estado forzando a sí mismo a tener conciencia de que el Ojo estaba vigilando cada movimiento externo que hacia. Había planeado cada acción de antemano y se había adiestrado para realizarla. Apenas si se permitió a sí mismo actuar una vez de forma impulsiva. La seguridad sólo consistía en seguir el plan con toda exactitud. Estaba adoctrinado. Quizás demasiado...
Algo no marchaba bien. Aquello no era lo que quería. Seguía asustado, débil, caído...
Acechó la mesa de escritorio, aferró la plegadera y, conociendo su error, la llevó hacia el corazón de Vanderman.
—Es un caso embrollado... —dijo el sociólogo forense al operador—. Muy embrollado.
—¿Quiere que lo volvamos a pasar?
—No, ahora no. Me gustaría pensar el asunto con detenimiento. Clay... esa firma que le ofreció otro trabajo. La oferta ahora se retiró, ¿verdad? Sí, ya lo recuerdo, son muy celosos de la moral de sus empleados. Era algo de seguros. El motivo... Quiero el motivo.
El sociólogo miró al operador.
El operador dijo:
—Hace año y medio tenía un motivo. Pero hace una semana tenía todo que perder y nada que ganar» Ha perdido su trabajo y esa bonificación. Ya no quiere a la señora Vanderman y en cuanto a la paliza que Vanderman le dio una vez... ¿Qué?
—Bueno, intentó disparar a Vanderman en una ocasión y no consiguió herirlo, ¿recuerda? Aunque estaba lleno de valor de alcohol... Pero algo marcha mal. Clay estuvo evitando incluso la apariencia de depravado con demasiada cautela. Sólo que no puedo colocar el dedo encima de nada...
—¿Qué hay sobre las huellas de los primeros años de su vida...? Nos hemos remontado sólo a aquellos cuatro años...
—No encontraríamos nada útil en una época tan lejana. Está claro que temía a su padre, lo odiaba... Las típicas niñerías, tema para la psicología. El padre simbólica para él un juez... Me temo que Sam Clay va a salir impune.
—Pero si usted cree que existe algo desarreglado... —El peso de la prueba nos rebasa —dijo el sociólogo. El visor sonó. Una voz habló suavemente. —No. Aún no tengo la respuesta. ¿Ahora? Correcto. Lo haré —se puso en pie—. El Fiscal quiere hacerme una consulta. Aunque no tengo esperanzas. Me temo que el Estado perderá el caso. Eso es lo que tiene de malo la conciencia externa...
No especificó más. Salió, moviendo la cabeza y dejando al operador que contemplase especulativamente la pantalla. Pero dentro de cinco minutos le fue asignado otro caso, el negociado estaba atascado, y no tuvo la oportunidad de investigar sobre aquel asunto hasta una semana después. Entonces ya no importaba.
Porque una semana después, Sam Clay salió de la sala del tribunal como un hombre libre. Bea Vanderman le estaba esperando en la escalinata. Vestía de luto, pero su corazón no estaba enlutado.
—Sam —dijo.
La miró.
Se sintió algo ofuscado. Todo estaba solucionado. Su plan se había desarrollado a la perfección. Y ya nadie lo vigilaba ahora. El Ojo estaba cerrado. La invisible audiencia se había colocado sus sombreros y sus abrigos dejando de amenazar la vida privada de Sam Clay. A partir de ahora haría y diría precisamente lo que le gustase, sin la omnipresencia de un vigilante censor que lo estuviera investigando. Actuaría siguiendo sus impulsos.
Había engañado a la sociedad. Había engañado al Ojo y a todos los esbirros de su tecnológica gloria. Él, Sam Clay, un ciudadano corriente. Era una cosa maravillosa y no comprendía por qué lo dejaba tan insensible.
Seguramente se debía al momento desatinado que se había producido antes del asesinato. El momento del relenting. Ellos habían dicho que cualquiera conocería el mismo instante de frenético rechazo al borde de una decisión importante. Por ejemplo, antes del matrimonio, ¿o no había sido así? Había oído un montón de ejemplos por el estilo. Por el espacio de un segundo trató de eludir la decisión. Después se había recuperado. La hora antes —del matrimonio y el instante después del suicidio... El momento de franca repulsión cuando se va a hacer algo irrevocable. Solamente que ya no se puede. Es demasiado tarde. Todo está hecho.
Bueno, había sido un necio. Afortunadamente, ya era demasiado tarde. Su cuerpo había tomado la delantera y lo había forzado al éxito para el que estaba entrenado. El asunto del trabajo era lo de menos. Encontraría otro. Se había demostrado capaz. Si había vencido al Ojo, ¿cómo no iba a poder intentar conseguir cualquier trabajo? Excepto que nadie sabía exactamente lo bueno que era. ¿Cómo iba a demostrar sus capacidades? Se sentía furioso por haber llevado a cabo un éxito tan fenomenal después de una vida llena de fallos y no poder conseguir que le dieran crédito. ¿Cuántos hombres habrían fallado lo que él había intentado con éxito? Hombres ricos, hombres brillantes y hombres audaces que fracasaron al final de un test absoluto. El enfrentamiento con el Ojo, sus propias vidas al desnudo. Solamente él, Clay, había superado la prueba mundial más importante y no podía solicitar que se lo reconocieran...
—Sabía que no te declararían culpable —decía Bea con voz complacida.
Clay la miró torvamente.
—¿Qué?
—Dije que estoy contenta de que estuvieras libre, cariño. Sabía que no te declararían convicto... Lo supe desde el comienzo.
Le sonrió y por primera vez se le ocurrió que Bea parecía algo así como un bulldog. Era la parte baja de la mandíbula. Pensó que cuando sus dientes estuvieran encajados, las piezas inferiores quedarían por encima de las superiores. Por un momento estuvo a punto de preguntárselo. Después decidió que era mejor que no lo hiciera.
—¿De forma que lo sabías? —dijo.
La mujer apretó su brazo. Indudablemente tenía una mandíbula feísima.
¡Qué raro que no se hubiera dado cuenta antes! Y detrás de las espesas pestañas, sus ojos resultaban muy pequeños. Mediocres.
—Vayamos a donde podamos estar solos —dijo Bea, pegándose a él—. Tenemos tantas cosas que decirnos...
—Ya estamos solos... —dijo Clay, volviendo sin darse cuenta a sus anteriores pensamientos—. Nadie nos vigila.
Lanzó una mirada al cielo y luego hacia abajo, hacia el pavimento. Respiró y repitió lentamente:
—Nadie...
—Mi coche deportivo está aparcado aquí. Podemos...
—Lo siento, Bea...
—¿Qué quieres decir?
—Tengo asuntos que resolver.
—Olvida los negocios —le aconsejó la mujer—. ¿No comprendes que ahora estamos libres? Los dos...
Tuvo la horrible sensación de que sabía lo que la joven quería decir con aquello.
—Espera un minuto —dijo, porque le pareció que aquella era la forma más sencilla de acabar con todo—, yo maté a tu marido, Bea. No lo olvides..
—Pero te han absuelto. Fue en defensa propia. El jurado lo dijo...
—Es que... —hizo una pausa, miró rápidamente los altos muros del Palacio de Justicia y después sonrió con su especial sonrisa de medio lado. Todo estaba correcto. No se veía el Ojo. Nunca lo volvería a ver. No lo vigilaban.
—No debes sentirse culpable. Ni dentro de ti mismo... —le dijo Bea con firmeza—. No tuviste la culpa. Tienes que recordar eso. No podías matar a Andrew a no ser por accidente, Sam, de forma que...
—¿Qué? ¿Qué quieres decir con eso?
—Pues bien... Sé que el fiscal intentaba probar que tú habías planeado matar a Andrew desde hacía mucho tiempo, pero no debes dejar que esas cosas se te metan en la cabeza. Te conozco, Sam. Y conocía a Andrew. No podrías haber planeado una cosa así aunque lo hubieras hecho, no te habría salido bien...
La media sonrisa murió.
—¿Qué no me saldría bien?
La mujer lo miró fijamente.
—No. No habrías conseguido desenvolverte —dijo—, Andrew era el mejor y ambos lo sabemos. Era demasiado astuto para caer en algo así.
—¿En algo que se le hubiera ocurrido a una segunda categoría como yo? —preguntó Clay con lentitud. Sus labios estaban apretados—. ¿Y entonces cuál es ahora tu idea? ¿Cuál es tu punto de vista? ¿Que tú y yo, dos segundas categorías, debemos seguir juntos?
—Ven... —dijo Bea y deslizó su brazo a través del suyo.
Por un momento se dejó ir. Después arrugó el entrecejo, miró hacia atrás para volver a contemplar el Palacio de Justicia y siguió a Bea hasta su automóvil.
El operador tuvo un momento libre. Por fin pudo investigar la infancia de Sam Clay. Ahora era una cuestión puramente académica, pero le gustaba satisfacer su curiosidad. Siguió la pista de Clay hasta el armario oscuro cuando el muchacho tenia cuatro años, utilizando los rayos ultravioletas. Sam estaba encogido en un rincón, llorando silenciosamente y mirando con ojos asustados hacia un estante que tenia encima.
El operador no podía ver lo que había en el estante.
Mantuvo la onda enfocada en el armario y retrocedió en el tiempo. El armario se abría y se cerraba con frecuencia y a veces Sam Clay era encerrado en su interior como castigo, pero el estante de encima guardaba su misterio hasta que...
Recorrió el camino a la inversa. Una mujer llevó la mano a aquel estante, sacó un objeto y caminó hacia atrás, desde el armario hasta el cuarto de Sam Clay, entrando por la puerta. Aquello era anormal, porque, generalmente era el padre de Sam quien custodiaba el armario.
La mujer colgó un cuadro que representaba un ojo solitario flotante en el espacio. Encima había una leyenda. Las letras decían: «Dios me ve».
El operador siguió la misma huella. Al cabo de un rato se hizo de noche. El niño estaba en la cama, sentado y mirando asustado con los ojos muy abiertos. En la escalera resonaron los pasos de un hombre. El aparato explorador estaba revelando todos los secretos menos los de la mente. El hombre era el padre de Sam Clay, que acudía a la habitación para castigar al niño por algún delito cometido con anterioridad. La luz de la luna entraba por la habitación y mostraba cómo la pared contigua al pasillo temblaba con los pasos que se acercaban. El Ojo en su cuadro también oscilaba un poco. El muchacho parecía abrazado a sí mismo. Una semisonrísa desafiante aparecía en su boca, torcida e insegura.
Aquella vez mantendría su sonrisa, sucediera lo que sucediera. Aguantaría para que su padre la viese y para que el Ojo la viese y así sabrían que no se iba a entregar. Que no...
La puerta se abrió.
Ya no pudo aguantar más. La sonrisa se marchitó y desapareció.
—Bueno, ¿qué era lo que le consumía? —preguntó el operador.
El sociólogo se encogió de hombros.
—Diría que jamás llegó a crecer... Es axiomático que los muchachos atraviesen una fase de rivalidad con sus padres. Normalmente consiguen llegar a sublimarla. Los chicos crecen y salen airosos de una forma o de otra. Pero Sam Clay no lo consiguió. Sospecho que desarrolló una conciencia externa desde muy pronto. Tal conciencia simbolizaba a su padre, a Dios. El Ojo y la sociedad... Ya sabe, los padres que desempeñan el papel protector, pero también que castigan, que vigilan...
—No creo que se pueda considerar aún una evidencia...
—No vamos a llegar jamás a una evidencia con Sam Clay. Pero eso no quiere decir que vaya a salir adelante en ningún terreno, entiéndame. Siempre le asustará asumir las responsabilidades de la madurez. Jamás superará un reto. Le asustará triunfar en algo porque su simbólico Ojo podría echársele encima. Cuando era niño pudo haber resuelto todo el problema dándole una patada en la espinilla a su viejo... Sin duda habría recibido una buena tunda, pero supondría un movimiento para afirmar su individualidad. Pero esperó demasiado. Y entonces desafió lo que no debía, aunque básicamente no se trataba de un desafío. Ya era demasiado tarde. Sus años constructivos se habían ido. Lo único que podía resolver el problema de Clay era su convicción de poder asesinar, pero fue absuelto. Y si lo absolvieron lo dejaron sin poder demostrar al mundo que había acertado desde mucho más atrás... Había dado una patada en la espinilla a su padre, había conservado su sonrisa retadora y había matado a Andrew Vanderman. Creo que, realmente, todo lo que quería era un reconocimiento... La prueba de su habilidad para afirmarse. Trabajó mucho para cubrir sus huellas, si es que había cometido algún desliz, pero eso formaba parte de la apuesta. Ganando, perdió. Las formas normales de escapar están cerradas para él. Siempre tendrá un Ojo mirándolo.
—¿Y los tribunales de absolución?
—Todavía no 16 considero una evidencia... El Estado perdió su caso. Pero no creo que Sam Clay haya ganado el suyo. Algo sucederá... —suspiró—. Es inevitable. Lo temo. Ya verá, primero la sentencia. Después el veredicto. La sentencia de Clay hace tiempo que se emitió...
Sentada frente a él, en el Bar Paradise, detrás de una botella de plata llena de brandy, Bea parecía encantadora y odiosa a la vez. Las luces provocaban su encanto. Se las componían para lanzar sus sombras sobre su barbilla de bulldog y bajo sus espesas pestañas, los pequeños e inquisitivos ojos adquirían la ilusión de la belleza. Pero seguía pareciendo odiosa. Las luces no podían solucionarlo. No podían arrojar sombras en la mente privada de Sam Clay ni distorsionar sus imágenes interiores.
Pensaba en Josephine. Todavía no se había mentalizado en ese aspecto. Pero si bien no sabía lo que quería, no existía sombra de duda acerca de lo que no quería...
—Me necesitas, Sam —decía Bea inclinándose sobre las copas.
—Puedo sostenerme con mis propios pies. No necesitó a nadie.
Era la forma indulgente de mirarle. Y también la sonrisa que mostraba sus dientes... No podía soportarlo. Veía con toda claridad, como si dispusiese de Rayos X, que sus dientes inferiores se montaban sobre los superiores cuando cerraba la boca. Semejante mandíbula debía tener un montón de fuerza. Contemplaba su cuello y veía su fortaleza. La forma de tenderse hacia él como dispuesta a engancharlo de nuevo con su mandíbula de bulldog.
—Ya sabes que me voy a casar con Josephine —dijo.
—No, no te vas a casar. No eres el hombre para Josephine. Conozco a esa muchacha, Sam. Durante algún tiempo quizás consigas convencerla de que eres un superclase. Pero descubrirá la verdad. Seréis desgraciados juntos. Tú me necesitas a mí, Sam, querido. No sabes lo que quieres... Mira en los líos que te metes cuando intentas actuar por tu propia cuenta. ¡Oh, Sam! ¿Por qué no dejas de fingir? Sabes que jamás fuiste un proyectista... Tú... ¿Qué te pasa, Sam?
Su repentino estallido de risa Lah asustó. Intentó contestarle pero la risa no lo dejaba. Se recostó en su asiento y comenzó a agitarse. Parecía que se iba a ahogar. Había estado muy cerca, terriblemente cerca de reventar con una baladronada que habría sido una confesión. Sólo para convencer a la mujer. Sólo para que cerrase la boca. Debía dejar de preocuparse por la buena opinión que la mujer tuviese de lo que había hecho hasta ahora. Pero aquella última absurdidez era demasiado. Era ridícula. ¡Que Sam Clay no era un proyectista!
¡Qué estupendo resultaba poder reírse abiertamente! Dejarse ir sin pensar en lo que sucedería más adelante. Volver a actuar según sus impulsos, después de meses de rígida represión... Ninguna audiencia futura se reunía alrededor de aquella mesa para analizar su risa, para observarle en aquel estallido histérico, para contrastar su explosión con las posibles ocasiones del pasado que no habían podido explicarse...
Bueno. ¿Era histeria? ¿Y qué le importaba? Había arriesgado tanto y había conseguido tanto..., que a final de cuentas no había ganado nada, excepto gloria para su propia mente. Realmente no había ganado nada, tan sólo la libertad de mostrarse histérico si sentía así...
Se reía, se reía y no dejaba de reírse, oyendo la nota estridente del perdido control de su propia voz sin importarle.
La gente se volvía parar mirarlos. El propietario del bar lo estaba observando, incómodo, listo para intervenir si hacía falta. Bea se puso en pie y se inclinó por encima de la mesa, agarrándole de los hombros.
—Sam, ¿qué te pasa, Sam?, ¡domínate! Estás dando un espectáculo, Sam. ¿De qué te ríes?
Con un tremendo esfuerzo, la risa retrocedió en su garganta. Su respiración se había hecho entrecortada y no podía hablar. Pero iba a decir unas palabras. Eran las primeras palabras que diría sin una rígida censura desde que había iniciado su plan. Y las palabras llegaron.
—Me estoy riendo de cómo te engañé. Engañé a todo el mundo. ¿Crees que no sabía lo que estaba haciendo, minuto por minuto? ¿Crees que no planeé cada paso que di? Me llevó dieciocho meses, pero maté a Andrew Vanderman con premeditación y alevosía y nadie lo puede probar. Sólo quería que lo supieras...
Cuando recuperó el aliento y su respiración se hizo normal, experimentó la increíble y deliciosa sensación de saber con certeza lo que había hecho y poder decírselo a Bea.
La mujer le miraba sin mover un músculo de su rostro. Estaba totalmente blanca. Hubo un silencio durante un cuarto de minuto. Clay tenía la sensación de que sus palabras se habían marchado por el tejado y que la policía iba a llegar para llevárselo. Pero las palabras apenas se habían oído. Nadie las había oído a no ser Bea.
Por fin, Bea se movió. Le contestó, pero no con palabras. La cara de bulldog sufrió una convulsión y de repente asomó en ella una sonrisa.
Mientras la escuchaba, Clay sentía que todo su alivio y todo su placer se esfumaba. Porque vio que no le creía. Y no había forma de probar la verdad.
—¡Oh, pobre hombrecillo! —soltó por fin Bea, cuando las palabras le vinieron a la boca—. Casi me has convencido por un minuto... Casi te creí...
Volvió a reír y la risa la hizo callar. Su consciente carcajada argentina atrajo la atención de los que les rodeaban, que volvieron las cabezas. Esa nota de consciencia le previno de que la mujer tramaba algo. Bea había tenido una idea. Sus pensamientos se anticiparon a los
de ella y supo, un instante antes de que hablara, la idea que se le había ocurrido y cómo iba a aplicarla. Dijo: —Voy a casarme con Josephine. Casi al mismo momento, Bea aseguró machaconamente: —Te vas a casar conmigo. Tienes que hacerlo. No conoces tu propia mente, Sam. Yo sé lo que es mejor para ti y conseguiré que lo hagas. ¿Me comprendes, Sam? La policía no creerá que se trata de una baladronada —dijo—. Ellos te creerán. ¿No querrás contarles lo que me dijiste a mí, verdad, Sam?
Sam la miró en silencio, no viendo la forma de salir de aquello. Aquel dilema era la cornada más dura de todas las que había tenido que sortear. Bea no creía que lo había hecho por más que se esforzase en convencerla, mientras que la policía indudablemente lo creería, echando a perder su doble inversión, esfuerzo y asesinato. Lo había dicho. Estaba grabado en las paredes y lo repetía el eco del aire, esperando que la invisible audiencia del futuro lo observase. Ahora nadie lo escuchaba, pero una palabra de Bea les haría abrir de nuevo el caso.
Una palabra de Bea.
La miró, todavía en silencio, pero con cierto frío cálculo asentándose en el fondo de su mente.
Por un instante Sam Clay se sintió realmente cansado. En ese instante abarcó un buen tramo del tentador tiempo futuro. En su mente dijo que sí a Bea, que se casaba con ella y vivía un período indefinido como su esposo. Y vio cómo sería su vida. Vio a los inquisitivos ojillos vigilándole, a la implacable mandíbula aferrándolo y la tiranía que iría emergiendo lentamente, o no demasiado, según el grado de su servilismo, hasta que posteriormente quedaba a merced de la mujer que había sido la viuda de Andrew Vanderman.
Más pronto o más tarde. Sus pensamientos eran claros. La mataré...
Tenía que matarla. Esa especie de vida con ese tipo de mujer no era una vida que pudiese llevar indefinidamente. Y ya había probado su capacidad para matar y había salido airoso.
¿Y qué sucedería entonces con la muerte de Andrew Vanderman?
Porque en tal caso tendría otra acusación contra él. Esta vez había sido cualitativa. La próxima vez, la balanza se inclinaría hacia lo. cuantitativo. Si la mujer de Sam Clay moría acosarían a Sam Clay sin importar la forma en que muriese. Cuando una vez se caía en sospechas, se seguía siendo siempre sospechoso a los ojos de la ley. El
Ojo de la ley. Darían marcha atrás e investigarían el pasado. Retornarían al momento en que estaba allí, revolviendo en su mente pensamientos de muerte. Y retornarían a los cinco minutos anteriores para oírle decir que había matado a Vanderman.
Un buen abogado podía sacarle del trance. Clamaría que no había dicho la verdad. Diría que se había visto obligado a mostrarse bravucón por las cosas que Bea había dicho. Quizás pudiera salir airoso. La escopolamina era la única prueba y no podían obligarle a tomar escopolamina.
Pero no. Esa no era la respuesta. Esa no era la salida. Alegaría enfermedad, sensación de frustración. Sólo había tenido un momento de gloriosa relajación después de hacer su confesión a Bea y, a partir de entonces, todo parecía ir de nuevo cuesta abajo.
Pero ese momento había sido la meta a la que había tendido durante todo este tiempo de preparación. No sabía en qué consistía ni porqué lo quería. Pero reconoció el sentimiento cuando se produjo. Le gustaría volverlo a experimentar.
¿Y ahora esta sensación de desvalidez y de impotencia era la suma total de lo que había conseguido? Entonces había fracasado, después de todo. De algún modo, y de una forma extraña, comprendía sólo parcialmente que había fracasado. El matar a. Vanderman no había sido la respuesta a todo. No había tenido éxito. Era un segunda categoría, un pasivo y desvalido gusano que Bea manejaría y controlaría a su antojo... A menos que...
—¿Qué te pasa, Sam? —preguntó Bea solícitamente.
—Crees que soy un segunda categoría, ¿no es así? —quiso saber—. Jamás creerás que no lo soy. Crees que no podría haber matado a Vanderman a no ser por accidente. Nunca se te ocurrirá pensar que posiblemente se trataba de un reto...
—¿Cómo? —preguntó Bea, mientras él se callaba.
Había una nueva nota de sorpresa en su voz.
—Pero no se trató de un reto —dijo lentamente—. Sólo de una ocultación y de un regate... Trampeé. Le puse cristales oscuros al Ojo porque le temía. Lo que realmente estaba intentando probar...
Bea le dirigió una mirada incrédula y asustada mientras el hombre se ponía de pie.
—¡Sam! ¿Qué vas a hacer? —su voz se quebró.
—Probar algo... —dijo Clay, sonriendo de través y mirando primero a Bea y después al techo—. ¡Echa un buen vistazo! —le dijo al Ojo, mientras aplastaba el cráneo de la mujer con la garrafa.