CAPÍTULO V

El Campo Tres dejó de existir. Los primeros hombres rescatados, libres de toda deuda, provisto cada uno de ellos de una letra de cambio de quinientos florines contra el Banco de Shant, marcharon por el camino, cantando y gritando, en dirección a Orgala. Los custodios y guardias, temiendo por su vida, permanecieron en el interior de los recintos, tras los muros.

El Iridixn fue bajado hasta el suelo. Etzwane subió a la góndola, seguido de Finnerack, a quien Casallo observaba con estupefacción y con fastidiosa consternación. El aspecto de Finnerack era bastante desaseado. No se había bañado ni tampoco cambiado de ropa; su pelo estaba sucio y era demasiado largo; sus vestidos estaban rasgados y mugrientos.

El Iridixn se elevó en el aire y los guías emprendieron el camino hacia el norte. Etzwane se sentía como un hombre que acaba de despertar de una pesadilla. Su mente estaba preocupada por dos cuestiones: ¿cuántos otros campos como aquél existían en Shant? ¿Quién había avisado a Shirge Hillen de su visita?

En Orgala, el Iridixn volvió a enganchar con el cable y, aprovechando una brisa fresca, navegó hacia el noroeste. A últimas horas de la tarde del día siguiente penetraron en el cantón de Gorgash, y a la mañana siguiente llegaron a la ciudad Sueño de Lord Benjamín. Etzwane no encontró ningún fallo en la milicia de Gorgash, aunque Finnerack hizo una crítica sardónica respecto a la pomposa dirección, cuyo número era casi igual al de los propios soldados rasos.

—Éste sólo es un principio —le comentó Etzwane—. No tienen experiencia alguna en estas cuestiones. Si los comparamos con las poblaciones de Dithibel, de Burazhesq o de Shker, estas gentes están procediendo con inteligencia y rapidez.

—Quizá sea así… ¿pero lucharán contra los roguskhoi?

—Eso sólo lo sabremos cuando llegue el momento. ¿Cómo vas a poder cambiar las cosas ahora?

—Les quitaría los uniformes y los sombreros de plumas a los oficiales y los pondría a todos a cocinar. En cuanto a las tropas, las dividiría en cuatro grupos y haría que cada día mantuvieran escaramuzas unos contra otros, con objeto de enfurecerles y encolerizarles.

Etzwane pensó que un proceso similar había convertido a un bondadoso joven rubio en el recalcitrante hombre moreno que ahora le acompañaba.

—Puede que eso llegue a ser así antes de lo que pensemos. Pero, por el momento, me alegra ver que se lo toman en serio.

—Cuando se den cuenta de contra quiénes tienen que luchar, se les bajarán los humos —observó Finnerack, echándose a reír con aquella risa sarcástica.

Etzwane frunció el ceño; no deseaba que nadie expresara tan abiertamente sus más secretos temores. Finnerack, pensó, no mostraba tener ningún tacto. Etzwane le observó con una mirada crítica.

—Ya es hora de que nos dediquemos a mejorar tu aspecto, que, por el momento, hace que se expresen comentarios adversos.

—No necesito nada —musitó Finnerack—. No soy una persona vanidosa.

—Puede que no seas vanidoso, pero eres un ser humano —le dijo Etzwane, sin hacerle caso—. Consciente o inconscientemente, estás afectado por tu aspecto exterior. Si tienes un aspecto desarreglado, sucio y desaseado, harás lo mismo con tus pensamientos y con tu modo general de vida.

—Eso no son más que teorías psicológicas —gruñó Finnerack.

A pesar de todo, Etzwane se dirigió hacia las Baronial Arcades, donde, de mala gana, Finnerack permitió que le cortaran el pelo, le afeitaran, le bañaran, le hicieran la manicura y le vistieran con ropas nuevas.

Finalmente, regresaron al Iridixn, con un Finnerack convertido en un hombre delgado, de poderosos músculos, con un rostro duro de profundas líneas, una cabeza con rizos ligeramente broncíneos, una mirada abierta y una boca contraída en lo que a primera vista parecía ser una débil sonrisa de bondad.

En Maschein, en el cantón de Maseach, el Iridixn llegó al término de la ruta Crepúsculo Violeta en Calma.

Etzwane se despidió de Casallo, mientras Finnerack se mantenía sombríamente a su lado; después los dos se dirigieron a la ciudad.

Una barca de pasajeros que cruzaba los numerosos canales de Maschein les llevó a la posada de River Island, que, con sus terrazas, jardines, árboles y pérgolas, ocupaba toda una isla rocosa en el Jardeen. Durante sus visitas a la ciudad como miembro de la compañía de músicos, Etzwane había observado a menudo esta posada, la más agradable de la ciudad. Ahora, pidió una suite de cuatro habitaciones que daba a un jardín privado, rodeado de ciclamen, lentejuelas azules y lurlinta.

Etzwane pidió vino helado y copias de los periódicos locales. Finnerack aceptó una copa de vino, pero no mostró ningún interés por conocer las noticias, que no eran muy buenas. Los titulares, en colores negros, marrón y ocre, informaban que los roguskhoi habían empezado a moverse en los cantones de Lor-Asphen, Bundoran y Surrume, mientras que el cantón de Shkoriy había caído por completo bajo su control.

Otro artículo, rodeado por una orla escarlata oscura, describía la milicia de Maschein, con tantos detalles que Etzwane, decidió no hacer representaciones personales. Leyó las últimas frases con una expresión de incomodidad en su rostro:

«Nuestros valientes hombres se han reunido; ahora, se familiarizan con las minucias de la vida militar, ya casi olvidada. Esperan con ansia y esperanza las poderosas armas que prepara el Anomo; inspirados por su majestuoso liderazgo, castigarán a los depravados bandidos rojos y les harán huir, aullando, como ahulphs escaldados.»

—Así es que esperan mis «poderosas armas» y mi «majestuoso liderazgo» —musitó Etzwane.

Si ellos le conocieran, tal y como era, un simple músico, serían menos sanguinarios en sus esperanzas… Su mirada se posó entonces sobre una noticia rodeada por una orla gris y azul marino. Leyó:

«La pasada noche hizo su aparición en el Samarsanda de Plata el druitino Dystar. Se le trajo la comida antes de que él la pidiera y ante su desinteresada atención se le presentaron diversos regalos anónimos. Al igual que siempre, deleitó a los presentes con un asombroso hurusthra[5] y habló de lugares a los que muy pocos privilegiados pueden ir. Dystar puede volver esta misma noche al Samarsanda de Plata.»

El Samarsanda de Plata estaba situado en la parte alta del Jardeen, tras una fila de altos cipreses: era un edificio irregular de ladrillos, enyesado y pintado de blanco, con un techo inclinado de tejas cubiertas de musgo. Junto a la entrada colgaban cinco linternas de colores formando una línea vertical: verde oscuro, escarlata intenso, verde claro, violeta y otro escarlata, aún más fuerte. Al fondo, y ligeramente a un lado, había otra pequeña lámpara amarilla. El significado de todo esto era: Nunca rechaces la maravilla de la existencia consciente, que termina demasiado pronto.

Etzwane y Finnerack penetraron en la abovedada sala, que aún estaba casi vacía, y tomaron asiento en una mesa situada cerca del puesto del músico. Frente a ellos, sobre la mesa, colocaron un plato de pastillas ácidas, amargas, picantes y saladas. Estimulado en parte por el malicioso deseo de confundir a Finnerack, Etzwane pidió la comida tradicional de cuarenta y cinco platos, y también dio instrucciones al camarero para que preparara lo mejor para Dystar cuando éste apareciera, si es que venía.

Les fue servida la comida, un plato tras otro; Finnerack al principio se quejó de lo pequeños que eran los platos y las raciones, hasta que Etzwane le recordó que hasta el momento sólo había consumido doce de los cuarenta y cinco platos. Cuando estaban comiendo el que hacía el número veintiocho, Dystar apareció en la entrada. Era un hombre alto y enjuto, de rasgos acentuados, que llevaba unos pantalones grises y una túnica suelta de color gris y negro. Llevaba consigo el khitan y una pequeña caja de jade verde destinada a los pequeños utensilios que necesitaba para tocar; lo dejó todo sobre la tarima y tomó asiento a una mesa situada solamente a unos dos metros de distancia de donde se encontraban Etzwane y Finnerack. Etzwane sólo le había visto en otra ocasión, y ya entonces quedó fascinado por la naturalidad, la fuerza y la segundad de Dystar.

El camarero le comunicó que su comida ya había sido ordenada, ante lo que Dystar sólo hizo una indiferente inclinación de cabeza. Etzwane le estudió desde donde se encontraba, tratando de leer la corriente de sus pensamientos. Aquí estaba su padre, la mitad de él mismo. Quizá su deber fuera anunciarse… Dystar podría tener una docena de hijos, aquí y allá, repartidos por todo Shant, reflexionó Etzwane. Puede que la revelación sólo contribuyera a irritarle.

El camarero presentó a Dystar una ensalada de puerros con aceite, la costra de un pan, una salsa oscura hecha de carnes y legumbres, y un jugo de vino. Era una comida modesta. Dystar se había saciado con comidas excelentes, pensó Etzwane; la riqueza no era ninguna novedad para él, ni la atención de mujeres hermosas…

Plato tras plato, Finnerack, que quizá nunca había probado un buen vino en su vida, se relajó ahora mucho más y examinó el local con algo menos de reserva.

Dystar terminó la mitad de su comida, apartó el resto y se arrellanó en el asiento, dejando los dedos de una mano alrededor de su copa de vino. Sus ojos se encontraron con el rostro de Etzwane, de paso, pero después, frunciendo ligeramente el ceño, le volvió a mirar, como si un nebuloso recuerdo flotara en su mente… Cogió entonces su khitan y, por un momento, lo examinó como sintiéndose sorprendido de encontrarse entre las manos con un instrumento tan desgarbado y complicado. Lo tocó ligeramente aquí y allá, poniendo en consonancia las diversas partes y afinando su sonido; después, se colocó el artilugio de uñas para tocar. Tocó una escala suave, con silbidos y zumbidos perfectamente ajustados. Después tocó un baile ligero y festivo, al principio con armonía simple y después con dos voces para terminar con tres; era ésta una capacidad de virtuosos que él se las arreglaba para realizar sin esfuerzo alguno e incluso sin mostrar un gran interés. Bajó finalmente el instrumento y sorbió un poco de vino… Las mesas cercanas ya habían quedado ocupadas con la gente más refinada y sensible de Maschein.

Etzwane y Finnerack examinaron el contenido de su plato treinta y nueve: médula de calabacín en pequeños trozos tostados, condimentados con un jarabe de color verde pálido, con una bola de gel de color púrpura, todo ello bastante dulce. El vino con que acompañaban la comida era de unos efectos sutilmente rápidos, y su gusto recordaba la luz del sol y el aire. Finnerack miró a Etzwane con una expresión de incertidumbre.

—Nunca he comido tanto en mi vida. Y, sin embargo, sigo teniendo apetito.

—Tenemos que terminarnos los cuarenta y cinco platos —dijo Etzwane—. De otro modo, no les está permitido aceptar nuestro dinero. Se mantiene entonces la agradable ficción de que los cocineros no han preparado bien los platos, o de que los han servido de modo vulgar. Así que debemos comer.

—Si es así, yo soy la persona adecuada para seguir.

Dystar empezó a tocar su khitan: unos compases suaves, que no seguían un modelo evidente, pero que, a medida que fueron sonando, permitieron al oído empezar a anticipar la música que luego se confirmaba al escucharla. Hasta entonces, no había tocado nada que Etzwane no se sintiera capaz de interpretar él mismo… Dystar pulsó una serie de cuerdas extrañamente suaves y comenzó a tocar la melodía unos tonos más bajos, como si se tratara de tristes campanas marinas… Etzwane quedó maravillado por la naturaleza del talento de Dystar. Una parte de él, pensó, se derivaba de su naturalidad y de su simplicidad; otra parte, de su profundidad; otra parte, de la objetividad que le hacía ser indiferente a sus oyentes; y finalmente, otra parte se debía a su destreza para tocar siguiendo los dictados de su capricho. Etzwane sintió una oleada de envidia; por su parte, él evitaba a veces pasajes cuya resolución final no podía prever, conociendo muy bien la frágil separación que podía existir entre la felicidad y la frustración. La música terminó, sin ningún acento o énfasis notable, como si los gongs del fondo del mar se desvanecieran poco a poco. Dystar dejó a un lado el instrumento. Cogió su copa y atravesó la sala y, de pronto, como si hubiera recordado algo, se volvió, cogió de nuevo el khitan y tocó una serie de notas. A continuación, volvió a tocarlas con una alteración armónica, y las notas se convirtieron en una rápida y excéntrica melodía. La moduló de otra manera, y la música se alteró; después, sin ningún esfuerzo, Dystar tocó la primera y la segunda, formando un irónico contrapunto. Por un momento, pareció sentirse interesado por la música, e inclinó la cabeza sobre el instrumento… Tocó entonces más despacio, y los tonos dobles se convirtieron en uno, como si se tratara de un par de imágenes de colores que se unían para crear una ilusión de perspectiva…

A Etzwane y a Finnerack se les sirvió el último de los cuarenta y cinco platos: un helado con salsa dulce en bolas de color púrpura, y acompañado por el vino llamado Néctar de los Mil Años.

Finnerack comió el helado y probó el vino. Su rostro moreno parecía chupado y las feas ojeras azuladas habían desaparecido de sus ojos. De repente, le preguntó a Etzwane:

—¿Cuánto costará esta comida?

—No lo sé… Supongo que unos doscientos florines.

—En el Campo Tres un hombre podía necesitar más de un año para reducir su rescate en doscientos florines —observó Finnerack, quien parecía más triste que enojado.

—El sistema es arcaico —dijo Etzwane—. El Anomo introducirá cambios. No habrá más Campos Tres, ni más Angwin Junctions.

—Pareces estar muy seguro de las intenciones del Anomo —comentó Finnerack, mirándole con severidad.

Por no querer darle una respuesta apropiada, Etzwane no comentó nada sobre aquella observación. Elevó un dedo, pidiéndole al camarero que se acercara. Éste lo hizo, y trajo una botella de loza, de la que sirvió un vino frío y pálido, suave como el agua.

Etzwane bebió y Finnerack le imitó prudentemente. Entonces, Etzwane hizo una referencia tangencial a la observación de Finnerack.

—En mi opinión, el nuevo Anomo no es un hombre atado a la tradición. Una vez que hayan sido destruidos los roguskhoi creo que se introducirán cambios muy importantes.

—¡Bah! —exclamó Finnerack—. Los roguskhoi no representan un problema tan grave. El Anomo sólo necesita concentrar todo el poder de Shant contra ellos.

—¿Qué poder? —preguntó Etzwane, riendo, irónicamente—. Shant es débil como un niño. El último Anomo le volvió la espalda al peligro. Es todo muy misterioso, porque no era débil ni estúpido.

—No veo ningún misterio en eso —comentó Finnerack—. Simplemente, le gustaba más la comodidad que el ejercicio del poder.

—Estaría de acuerdo con eso —dijo Etzwane—, si no existieran también otros misterios: los roguskhoi, en primer lugar.

—Tampoco veo misterio en eso; son el producto de la malicia de Palasedra.

—No sé… ¿Quién informó a Hiller de mi llegada? ¿Quién dio órdenes de que me mataran?

—¿Acaso puede haber alguna duda? ¡Los mismos magnates de la empresa de globos!

—Eso también es posible. Pero siguen existiendo otros misterios menos explicables.

Etzwane recordó entonces el suicidio del benevolente Garstang, y la peculiar mutilación realizada en su cuerpo, como si una rata le hubiera abierto un agujero en el pecho.

Alguien se sentó entonces en su mesa. Era Dystar.

—He estado estudiando tu rostro —le dijo a Etzwane—. Es un rostro que recuerdo del lejano pasado.

Etzwane sosegó inmediatamente todos sus pensamientos.

—Te oí tocar en Brassei; quizá te dieras cuenta allí de mi presencia.

Dystar intentó examinar el collar de Etzwane para enterarse del código de localidad.

—Bastern —dijo—. Un cantón algo extraño.

—Los chilitas ya no adoran a Galexis —dijo Etzwane—. Bastern ya no es un lugar tan extraño como antes —se dio cuenta entonces de que Dystar llevaba la rosa y el azul pálido de Shkoriy—. ¿Quieres compartir nuestro vino? —preguntó.

Dystar accedió amablemente y Etzwane hizo una seña al camarero, que trajo otra copa de diorita, muy fina, pulida hasta alcanzar el color y el brillo del peltre. Etzwane sirvió el vino. Dystar elevó un dedo.

—Basta, por favor… Ya hace tiempo que no disfruto de la comida ni de la bebida. Supongo que es una característica innata en mí.

Finnerack se echó a reír entonces, de repente, con aquella risa suya tan dura. Dystar se le quedó mirando con curiosidad. Etzwane dijo:

—Mi amigo ha estado durante varios años en un campo de trabajos forzados para recalcitrantes, y ha conocido tiempos muy amargos. Al igual que tú, no tiene ningún aprecio por la buena comida y la buena bebida, pero por razones opuestas a las tuyas.

Dystar sonrió. Su rostro, que parecía un paisaje invernal, se iluminó repentinamente con un rayo de sol.

—La saciedad no es enemiga mía. Más bien me siento preocupado por lo que yo llamaría una aversión a los placeres adquiridos.

—Me alegro de que sea por eso —comentó Finnerack—. Se encuentran muy pocas actitudes así.

Etzwane miró con tristeza la cara botella de vino.

—Entonces, ¿cómo gastas tu dinero?

—Tontamente —contestó Dystar—. El año pasado compré un terreno en Shkoriy. Un valle alto, con un huerto, un estanque y una casa, donde pensaba pasar mi vejez… Ésa es la tontería de la previsión humana.

Finnerack probó el vino, dejó la copa sobre la mesa y se quedó observando la sala.

Etzwane empezó a sentirse incómodo. Se había imaginado cientos de veces su encuentro entre Dystar y él mismo, viéndolo siempre en términos dramáticos. Ahora, los dos estaban sentados a la misma mesa y el encuentro estaba cayendo en la insipidez. ¿Qué podía decir? ¡Dystar! Eres mi padre; lo que ves en mi rostro son tus propias facciones. Sintiéndose desesperado, Etzwane dijo:

—En Brassei, tu estado de ánimo era mucho mejor que el de esta noche. Recuerdo que tocaste con entusiasmo.

Dystar le lanzó una rápida mirada.

—¿Es tan evidente la situación? Esta noche me siento muy firme, pero estoy distraído por ciertos acontecimientos.

—¿Te refieres a lo ocurrido en Shkoriy?

Dystar guardó silencio un instante y asintió.

—Los salvajes se han apoderado de mi valle, al que acudía a menudo y en el que nunca cambiaba nada —sonrió entonces—. Un sentimiento de melancolía impulsa hoy mi música. En ocasiones de verdadera tragedia me vuelvo bastante insípido… Soy, por reputación, un hombre que sólo toca por capricho. Sin embargo, aquí hay doscientas personas que han venido a escuchar y no deseo desilusionarlas.

Finnerack, que ahora ya estaba bebido, abrió la boca, mostrando una sonrisa torcida y dijo:

—Mi amigo Etzwane también fue músico; deberías tomarle a tu servicio.

—¿Etzwane? ¿El músico maestro del viejo Azume? —preguntó Dystar—. ¿Lo sabía?

—Mi madre vivía en el Rhododendron Way —dijo Etzwane, asintiendo—. Yo nací sin nombre y yo mismo me di el nombre de Gastel Etzwane.

Dystar se quedó pensativo un instante, ocupado quizá con sus propios recuerdos sobre el Rhododendron Way. Pero hacía ya demasiado tiempo de aquello, pensó Etzwane; no recordaría nada.

—Debo tocar algo —dijo Dystar, dirigiéndose hacia la tarima.

Cogió el instrumento y empezó a tocar una serie de melodías triviales, como las que se podían escuchar en cualquier sala de baile de Morningshore. Cuando Etzwane empezaba a perder interés por la música, Dystar alteró el conjunto de sus melodías, para construir un nuevo y repentino ambiente: eran las mismas melodías, y el mismo ritmo, pero ahora hablaban de trágicas separaciones y de risas burlonas, de demonios y pájaros-tormenta. Dystar pulsó las cuerdas, manipuló las válvulas y tocó con mayor lentitud. La música adquirió la fragilidad de todo lo que nos parece agradable y luminoso, mientras que el triunfo de la oscuridad se convirtió en un acorde desmayado que se fue perdiendo… Se produjo una pausa y después sonó una repentina coda con la que se pretendía dar a entender que las cosas podían invertirse con una gran facilidad.

Dystar descansó un momento. Tocó unas pocas cuerdas y después interpretó una complicada antífona, con los glisandos ondulándose sobre una plácida melodía. La expresión de su rostro era abstraída y sus manos se movían sin ningún esfuerzo. Etzwane pensó que aquella música era más el producto del cálculo que de la emoción. Los párpados de Finnerack se estaban cerrando; había bebido y comido demasiado. Etzwane llamó al camarero y pagó la cuenta; después, él y Finnerack abandonaron el Samarsanda de Plata y volvieron a la posada de River Island.

Etzwane se dirigió al jardín y se quedó allí, quieto, de pie, mirando hacia arriba, hacia Schiafarilla, detrás de la cual, según la leyenda, se encontraba la Tierra… Cuando regresó a su habitación, Finnerack ya se había acostado. Etzwane tomó una pluma y escribió un cuidadoso mensaje sobre una tarjeta, imprimiéndole el sigilo propio del Anomo. Después, llamó a un muchacho.

—Lleva este mensaje al Samarsanda de Plata; entrégalo personalmente en las manos de Dystar, el druitino, y a nadie más. No respondas a ninguna pregunta; limítate a entregar el mensaje y marcharte. ¿Has comprendido?

—Comprendo.

El muchacho cogió el mensaje y se marchó. Después, Etzwane se acostó… Al recordar la comida de los cuarenta y cinco platos, dudó de que nunca más volviera a comer con tal derroche.