CAPÍTULO PRIMERO

En una habitación elevada, bajo la buhardilla de la posada de Fontenay, Etzwane se agitó en su cama. Se levantó, se dirigió hacia la ventana y se puso a contemplar las estrellas, cuyo brillo había palidecido a la luz violácea del amanecer. Las lejanas pendientes de Ushkadel sólo mostraban el destello verde de alguna farola. Los palacios de los estetas estaban a oscuras.

En uno de aquellos palacios, pensó Etzwane, el Hombre sin Rostro no habría podido dormir mejor que él mismo.

Se apartó de la ventana y se dirigió hacia el lavabo. Un espejo de humo de carbón le devolvió su imagen; un rostro alterado, tanto por la penumbra del amanecer como por la mala calidad del espejo. Se acercó más. Aquella persona irreal y algo amenazadora podía ser él mismo: el rostro marcado por una expresión sardónica, la boca inclinada, las mejillas hundidas; la piel cetrina, con un brillo plomizo; los ojos, como dos agujeros negros, puntuados por un par de brillantes reflejos. Pensó: «Aquí está Gastel Etzwane, que primero fue un chilita puro, que luego perteneció a una compañía de músicos y que ahora es un hombre de enorme poder.» Habló con la imagen.

—Hoy es un día de acontecimientos importantes; Gastel Etzwane tiene que permitir ser asesinado.

Pero la imagen del espejo no le proporcionó ninguna confianza en sí mismo.

Se vistió y bajó a la calle. En un puesto que había junto al río comió pescado frito con pan y consideró sus proyectos para el día que empezaba.

En el fondo, su tarea era muy simple. Tenía que ir al palacio de Sershan y, una vez allí, obligar a Sajarano, el Anomo de Shant, a cumplir su orden. Si Sajarano se negaba, todo lo que necesitaba hacer era apretar un botón para hacer explotar su cabeza, pues Sajarano llevaba ahora un collar, y él no. Se trataba de una tarea que requería fortaleza y una brutal simplicidad… a menos que Sajarano adivinara que él estaba solo, que no contaba con ningún aliado o confederado, en cuyo caso su situación podría ser muy precaria.

Una vez finalizado el desayuno, ya no hubo nada que le pudiera disuadir; emprendió el camino por la avenida Galias. Sajarano, reflexionó, trataría desesperadamente de escapar de su intolerable situación. Etzwane se preguntó a sí mismo: si él estuviera en el lugar de Sajarano, ¿cuál sería su propia respuesta? ¿Escapar? Etzwane se detuvo. Aquélla era una contingencia que no había considerado. Sacó de la bolsa el emisor de impulsos, que antes fuera la herramienta básica con la que Sajarano obligaba a cumplir la ley. Etzwane descodificó los colores del collar de Sajarano. Ahora, y si lo creía necesario, podría apretar el botón amarillo, lo que haría detonar el collar, destrozando la cabeza de Sajarano. Pero Etzwane se limitó a apretar el botón rojo de «búsqueda». La caja zumbó y el sonido fluctuó al cambiar de dirección. Cuando el sonido estuvo al máximo, la caja señaló hacia el palacio de Sershan. Etzwane siguió su camino, más pensativo que nunca. Sajarano no había huido. Quizá hubiese desarrollado una estrategia mucho más activa.

La avenida Galias terminaba en la plaza Marmione, donde una fuente de agua blanca como la leche hacía que los chorros jugaran sobre artefactos de cristal purpúreo. Frente a ella, las Escaleras Koronakhe, construidas por el rey Caspar Pandamon, se elevaban hasta las terrazas de Ushkadel. Una vez llegado al Camino Central, Etzwane dejó las escaleras y se dirigió hacia el este, rodeando el Ushkadel. El palacio prismático de Xhiallinen se elevaba sobre él; allí vivía Jurjin, la benevolente del Hombre sin Rostro. Entre otros muchos misterios, se encontraba éste: ¿por qué Sajarano había seleccionado a una mujer tan visiblemente hermosa para este cargo…? En este caso, el misterio podría ser más aparente que real. Éstas eran, al menos, las especulaciones de Etzwane. El Anomo, como cualquier otro hombre, podía sufrir las punzadas del amor. Quizá Jurjin de Xhiallinen reaccionó con frialdad a las atenciones de Sajarano, que no era ni elegante, ni gallardo, ni distinguido. Quizá ella quedó asombrada cuando el Hombre sin Rostro ordenó que entrara a su servicio y que no tuviera amantes. A continuación, el Hombre sin Rostro podría haberle ordenado que considerara a Sajarano con amabilidad. Éstas eran las conjeturas de Etzwane. Llegó al palacio de Sershan, que no era ni más ni menos espléndido que los otros; allí se detuvo para repasar todas las circunstancias. La siguiente media hora sería decisiva para el futuro de Shant; cada minuto pesaba mucho más que todos los días de la vida normal de un hombre. Observó arriba y abajo la fachada del palacio de Sershan. Columnas de cristal, más lúcidas y transparentes que el mismo aire, y que fragmentaban los rayos de los tres soles; las cúpulas violeta y verde, sobre cámaras protegidas, donde sesenta generaciones de Sershan habían vivido, celebrado sus festivales y dejado de existir.

Etzwane continuó adelante. Cruzó el vestíbulo, aproximándose al pórtico, para detenerse allí. Su camino se vio cortado por seis puertas de grueso cristal, de unos cinco metros de altura cada una. Detrás de ellas no se observaba ninguna luz o movimiento. Etzwane vaciló, sin saber qué hacer. Empezó a considerarse como un tonto, y después se sintió cada vez más irritado. Pasó la mano por el cristal y lo golpeó; pero sus nudillos desnudos produjeron muy poco ruido; golpeó con los puños. Entonces, observó un movimiento en el interior; un momento después, apareció un hombre por la puerta lateral del palacio. Era el propio Sajarano.

—Éstas son las puertas de ceremonial —dijo Sajarano con un suave tono de voz—. Raramente las abrimos; ¿quieres venir por este otro camino?

En un sombrío silencio, Etzwane siguió a Sajarano por una entrada lateral. Sajarano le empujó suavemente para que entrara. Etzwane se detuvo y observó el rostro de Sajarano, que le devolvió una débil sonrisa, como si la cautela que podía observar le resultara divertida. Manteniendo la mano sobre el botón amarillo, Etzwane entró en el palacio.

—Te he estado esperando —dijo Sajarano—. ¿Has desayunado ya? Quizá quieras tomar una taza de té. ¿Te parece bien que subamos a la sala matinal?

Indicó el camino hacia una sala soleada con un suelo de baldosas de jade verde y blancas. La pared de la izquierda estaba cubierta por un emparrado de color verde oscuro; la de la derecha era de un claro alabastro blanco. Sajarano condujo a Etzwane hacia un sillón de mimbre situado junto a una mesa, también de mimbre; se sirvió unos bocados de comida y después sirvió el té en un par de tazas de madera plateada.

Etzwane tomó asiento con precaución. Sajarano se echó sobre el sofá, frente a él, con la espalda hacia las ventanas del elevado techo. Etzwane estudió su rostro sombríamente y, una vez más, Sajarano le devolvió una débil sonrisa. No era un hombre físicamente imponente; sus rasgos eran menudos; bajo una frente alta y ancha, su nariz y su boca casi parecían las de un niño, y su mentón no era muy pronunciado. El Anomo que se imaginaba la gente vulgar difería mucho de este hombre de aspecto apacible.

Sajarano bebió su té a pequeños sorbos. Etzwane pensó que sería mejor tomar la iniciativa. Habló con un tono de voz cuidadosamente monótono.

—Como ya te he dicho anteriormente, represento a ese sector de público que se siente hondamente preocupado en relación con las actividades de los roguskhoi. Creemos que si no se toman acciones decisivas, dentro de cinco años ya no quedará nada de Shant… sólo una gran horda de roguskhoi. Como Anomo, tu obligación consiste en destruir a esas criaturas; ésa es la confianza que la población de Shant ha depositado en ti.

Sajarano asintió con un gesto de cabeza, aunque sin ningún énfasis, y siguió sorbiendo su té. Etzwane dejó intacta su taza.

—Como ya sabes, estas consideraciones —siguió diciendo Etzwane— nos han obligado, a mí y a mis amigos, a llegar muy lejos.

Sajarano volvió a asentir con la cabeza, como para alentarle amablemente, y preguntó:

—¿Quiénes son esos amigos?

—Ciertas personas que se han sentido muy impresionadas por los actos cometidos por los roguskhoi.

—Comprendo. Y en cuanto a tu posición, ¿eres su líder?

—¿Yo? —Etzwane lanzó una risa de incredulidad—. De ningún modo.

—¿Puedo suponer que conozco personalmente a los demás miembros de tu grupo? —preguntó Sajarano, frunciendo el ceño.

—Ésa es una cuestión que, en el fondo, no tiene ninguna importancia —contestó Etzwane.

—Quizá no, excepto por el hecho de que siempre me gusta saber con quién estoy tratando.

—Sólo necesitas tratar conmigo; sólo necesitas reunir un ejército y arrojar a los roguskhoi a Palasedra.

—Lo planteas de un modo muy simple —observó Sajarano—. Una pregunta más: Jurjin de Xhiallinen habló de un tal Ifness, quien demostró una notable capacidad. Confieso que siento curiosidad con respecto a ese Ifness.

—Ifness es, desde luego, un hombre notable —dijo Etzwane—. Y volviendo al asunto de los roguskhoi ¿qué piensas hacer al respecto?

Sajarano comió lentamente una rodaja de fruta.

—He considerado cuidadosamente esa cuestión. El Anomo es lo que es únicamente porque controla las vidas de todos los habitantes de Shant, sin que él esté sujeto a dicho control. Ésa es la definición del Anomo. Pero ahora, esa definición ya no se me puede aplicar a mí; yo llevo ahora un collar. Por lo tanto, no puedo aceptar responsabilidades propias ni en cuanto a acciones, ni en cuanto a política. En resumen, propongo no hacer nada.

—¿Nada de nada? ¿Y qué ocurre con tus deberes normales?

—Renuncio a ellos y te los paso a ti y a tu grupo. Ahora que tienes el poder, debes soportar también las cargas —Sajarano se echó a reír ante la abatida expresión de Etzwane—. ¿Por qué debo realizar un histérico esfuerzo político de cuyo acierto dudo? ¡Sería una insensatez!

—¿Quieres decir con eso que ya no te consideras como Anomo?

—Exacto. El Anomo debe actuar anónimamente. Yo ya no puedo hacerlo. Tú, Jurjin de Xhiallinen y otras personas de tu grupo conocéis mi identidad. Ya no soy efectivo.

—En tal caso, ¿quién será el Anomo?

—Tú —contestó Sajarano, encogiéndose de hombros—, o Ifness, o cualquier otro miembro de tu grupo. Tú controlas el poder y, por lo tanto, debes aceptar la responsabilidad.

Etzwane frunció el ceño. Aquélla era una contingencia para la que no se había preparado. Obstinación, amenazas, desdén, ira, sí. Débil renuncia, no. Era demasiado fácil. Ifness le observó con recelo. La sutilidad de Sajarano era muy superior a la suya. Prudentemente, preguntó:

—¿Cooperarás con nosotros?

—Obedeceré tus órdenes, desde luego.

—Muy bien. Primero, se ha de proclamar un estado de emergencia nacional. Identificaremos el peligro y después dejaremos bien claro que se tiene que realizar un esfuerzo de grandes proporciones.

—Eso es relativamente fácil —dijo Sajarano con amabilidad—. Recuerda, sin embargo, que la población de Shant es superior a los treinta millones de personas, y que ponerlas a todas en estado de emergencia es una cuestión muy grave.

—Estoy de acuerdo; pero no hay ninguna discusión al respecto. En segundo lugar, las mujeres tendrán que ser evacuadas de todas las zonas situadas cerca de las áreas de los salvajes.

Sajarano le lanzó una mirada de amable perplejidad.

—Evacuarlas, ¿hacia dónde?

—A los cantones costeros.

—La cuestión no es tan simple —objetó Sajarano, frunciendo su pequeña boca—. ¿Dónde vivirán? ¿Serán acompañadas por sus hijos? ¿Qué ocurrirá con sus hogares, con sus obligaciones normales? Los cantones afectados serán entre veinte y treinta, y eso significa una gran cantidad de mujeres.

—Que es precisamente la razón por la que hay que evacuarlas —dijo Etzwane—. Una cantidad así de mujeres, preñadas por los roguskhoi significaría una vasta horda de roguskhoi.

—¿Y qué me dices de las otras dificultades que te he mencionado? —preguntó Sajarano encogiéndose de hombros—. Son dificultades muy reales.

—Se trata sólo de una cuestión de tipo administrativo —contestó Etzwane.

—¿Quién se hará cargo de esa tarea? ¿Yo? ¿Tú? ¿Tu grupo? —la voz de Sajarano había adoptado un tono paternalista—. Debes pensar en términos prácticos.

«Su estrategia empieza a aclararse —pensó Etzwane—. No se opondrá, pero tampoco estará dispuesto a ayudar, y hará todo lo que esté en su mano para producir indecisión.»

—En tercer lugar —prosiguió Etzwane—, el Anomo creará, por orden ejecutiva, una milicia nacional.

Etzwane esperó amablemente las objeciones de Sajarano, quien no tardó en confirmar sus pensamientos.

—Siento tener que jugar el papel de derrotista. Sin embargo, debo señalar que una cosa es emitir decretos y otra muy distinta imponerlos. No creo que te des cuenta de toda la complejidad de Shant. Existen sesenta y dos cantones, que únicamente tienen en común el lenguaje.

—Sin mencionar la música y la ciencia del color[1]. Además, cada ciudadano de Shant, con la excepción de ti mismo, odia y teme a los roguskhoi. Los cantones están más unidos de lo que te imaginas.

Sajarano sacudió sus pequeños dedos de un modo extraño.

—Permíteme que te enumere las dificultades; quizá entonces comprendas por qué he preferido apartarme de una confusión intolerable. Integrar a sesenta y dos milicias distintas, cada una de las cuales posee una versión propia de la vida, es una tarea realmente formidable. Además, se necesita personal experimentado. Y para eso sólo estamos yo mismo y mi único benevolente…, una mujer.

—Si consideras improcedentes mis proposiciones —observó Etzwane—, ¿cuáles eran entonces tus propios planes?

—He llegado a saber —contestó Sajarano—, que no todo problema requiere una solución. Muchos dilemas, aparentemente urgentes, acaban por reducirse y desaparecer si se los ignora… ¿Quieres más té?

Etzwane, que no había bebido aún, hizo un gesto negativo con la cabeza.

Sajarano se sentó entonces en una silla, arrellanándose cómodamente en ella. Habló con un tono de voz meditabundo.

—El ejército que propones crear es impracticable por otra razón…, quizá la más convincente de todas. Sería inútil.

—¿Qué te hace pensar eso?

—Es algo realmente obvio. Cuando se tiene que resolver algún problema, cuando se tiene que realizar alguna tarea molesta, la gente se dirige siempre al Hombre sin Rostro. Cuando la población se queja de los roguskhoi —¿les has escuchado?—, siempre pide acción por parte del Hombre sin Rostro. ¡Como si el Anomo sólo necesitara publicar un decreto para eliminar todos los problemas! Ha conseguido mantener la paz durante mil años, pero se trata simplemente de la paz de un padre sobre una cantidad de hijos.

Etzwane guardó silencio durante largo rato; Sajarano le observaba con una peculiar intensidad. Su mirada se dirigió hacia la taza de té de Etzwane. Un mal pensamiento cruzó por la mente de Etzwane, pero lo rechazó; sin duda alguna, Sajarano no se atrevería a envenenarle.

—Tus opiniones son interesantes —dijo Etzwane—, pero sólo conducen a la pasividad. Mi grupo insiste en que se tomen medidas definitivas: primero, una declaración de emergencia nacional; segundo, evacuación de todas las mujeres de aquellas regiones situadas alrededor de Hwan; tercero, cada cantón debe movilizar y entrenar una milicia. Cuarto, debes designarme como tu primer ayudante, con toda la autoridad que tú mismo ostentes. Si has terminado de desayunar, podemos redactar ahora mismo todos esos decretos.

—¿Qué sucederá si me niego?

Etzwane sacó la caja de metal y dijo:

—Te volaré la cabeza.

Sajarano mordisqueó una galleta.

—Tus argumentos son convincentes —bebió un sorbo más de té e indicó la taza de Etzwane—. ¿Lo has probado? Lo cultivo en mi propia plantación.

Etzwane empujó su taza sobre la mesa, hacia Sajarano.

—Bébetelo.

—Pero si yo ya tengo mi propia taza —observó Sajarano, elevando sus cejas.

—Bébetelo —volvió a decir Etzwane con voz dura—. Si no lo haces, pensaré que has tratado de drogarme.

—¿Acaso crees que intentaría un juego tan banal? —preguntó Sajarano con un tono de voz metálico.

—Si crees que puedo considerar ese truco como banal, es porque la cuestión es más sutil. De todos modos, puedes rebatir mis argumentos bebiéndote el contenido de esa taza.

—¡Me niego a ser intimidado con bravatas! —espetó Sajarano.

Tabaleó con los dedos sobre la mesa. Desde el ángulo de uno de sus ojos, Etzwane notó cómo se movía la parra de color verde oscuro. Sacó de la manga el tubo de amplio efecto que le quitara a Sajarano y lo dirigió hacia la parra. Sajarano lanzó un terrible chirrido. Etzwane apretó el botón. Desde detrás de la parra sonó una explosión. Sajarano saltó sobre la mesa hacia Etzwane.

—¡Asesino! ¡Asesino! ¡Oh, qué horror! ¡La sangre de mi querida!

Etzwane golpeó a Sajarano con el puño y el hombre cayó sobre la alfombra, gimiendo. De debajo de la parra comenzó a brotar un charco rojo, que se extendía sobre el jade.

Etzwane hizo esfuerzos para controlar su estómago. Su mente comenzó a dar vueltas y él se tambaleó. Le dio una patada a Sajarano, que le miró con el rostro amarillento y la boca húmeda.

—¡Levántate! —gritó Etzwane ásperamente—. Si Jurjin está muerta, la culpa es tuya. ¡Tú eres el asesino! También eres el asesino de mi madre. Si hubieses controlado a los roguskhoi hace tiempo, no tendríamos ahora este problema —volvió a pegarle una patada—. ¡Levántate! ¿O quieres que te vuele la cabeza?

Sajarano emitió un gemido y se levantó.

—Así es que diste instrucciones a Jurjin para que se ocultara detrás de la parra y me matara a una señal tuya, ¿verdad? —preguntó Etzwane sombríamente.

—¡No! ¡No! Sólo llevaba un arma de ampolla para drogarte.

—¡Estás loco! ¿Acaso te imaginas que no le habría volado la cabeza? Y el té… ¿está envenenado?

—Sólo contiene un soporífero.

—¿De qué te serviría drogarme? ¡Contéstame!

Sajarano sacudió la cabeza. Había perdido su compostura por completo; se golpeó la frente, como si tratara de hacer desaparecer sus pensamientos.

Etzwane le sacudió el hombro.

—¿Qué ganarías con drogarme? ¡Mis amigos te habrían matado!

—Actué tal y como me dictó mi conciencia —murmuró Sajarano.

—¡A partir de ahora, yo soy tu conciencia! Llévame a tu despacho. Quiero saber cómo me puedo poner en contacto con los discriminadores[2] y con los gobiernos cantonales.

Sajarano, con sus redondeados hombros caídos, indicó el camino a través de su estudio privado, hasta llegar a una puerta cerrada. Tocó unas llaves codificadas y la puerta se abrió; subieron por una escalera de caracol hasta una sala desde la que se dominaba toda la ciudad de Garwiy.

En una estantería situada a lo largo de la pared había una serie de cajas de cristal. Sajarano hizo un gesto vago.

—Éste es el equipo de radio. Envía una señal de onda corta hasta una estación transmisora situada en la parte más alta de Ushkadel, sin que pueda ser interceptada. Aprieto este botón para transmitir mensajes a la Oficina de Proclamaciones; éste, para ponerme en contacto con el discriminador jefe; éste para el ayuntamiento de cantones y este otro para la Oficina de Peticiones. Mi voz se disfraza mediante un equipo de filtrado.

—¿Qué sucedería si hablase yo? —preguntó Etzwane—. ¿Se daría cuenta alguien de la diferencia?

Sajarano parpadeó. Sus ojos estaban llenos de dolor.

—Nadie se daría cuenta. ¿Tienes intención de convertirte en el Anomo?

—No me siento inclinado a hacerlo —contestó Etzwane.

—La realidad es que yo me niego a aceptar cualquier otra responsabilidad.

—¿Cómo contestas las peticiones?

—Ése era el trabajo realizado por Garstang. Yo comprobaba regularmente sus decisiones en el tablero de exposiciones. A veces, creía necesario consultarme, pero no lo hacía muy a menudo.

—Cuando utilizas la radio, ¿cuál es tu rutina? ¿Qué dices?

—Es muy simple. Digo: el Anomo ordena que se realice tal cosa. Eso es todo.

—Muy bien, llama ahora a la Oficina de Proclamaciones y todo lo demás. Esto es lo que tienes que decir: «En respuesta a los ataques de los roguskhoi proclamo el estado de emergencia. A partir de ahora, Shant tiene que movilizar todas sus fuerzas contra esas criaturas y destruirlas.»

—No puedo hacer eso —contestó Sajarano, sacudiendo la cabeza—. Lo tienes que hacer tú mismo.

El hombre parecía estar desorientado. Sus manos temblaban; sus ojos se movían de un lado a otro y su piel mostraba un feo tinte amarillento.

—¿Por qué no lo puedes decir? —preguntó Etzwane.

—Porque es contrario a mi conciencia. No puedo participar en tu aventura. ¡Eso significa el caos!

—Si no destruimos a los roguskhoi eso significará el final de Shant, que es algo mucho peor —observó Etzwane—. Enséñame a utilizar la radio.

La boca de Sajarano tembló; Etzwane pensó por un momento que se negaría, pero finalmente dijo:

—Aprieta ese conmutador. Gira el botón verde hasta que se encienda la luz verde. Aprieta después el botón de la agencia con la que quieras ponerte en contacto. Aprieta el botón púrpura para dar la señal al monitor. Cuando se encienda la luz púrpura ya puedes hablar.

Etzwane se acercó a la instalación. Sajarano retrocedió unos pasos. Etzwane hizo como si estuviera estudiando el equipo. Sajarano se volvió hacia la puerta, la atravesó y empezó a cerrarla. Etzwane se abalanzó entonces hacia la abertura y los dos hombres forcejearon. Etzwane era joven y fuerte; Sajarano empujó con un frenesí histérico. Las dos cabezas, cada una a un lado de la puerta, estaban sólo a unos pocos centímetros de distancia. Los ojos de Sajarano se hincharon y tenía la boca abierta. Sus pies resbalaron y la puerta se abrió.

—¿Quién vive aquí, además de ti mismo? —preguntó Etzwane con amabilidad.

—Sólo mi personal —murmuró Sajarano.

—La radio puede esperar —decidió Etzwane—. Primero tengo que tratar contigo.

Sajarano estaba ante él, con los hombros temblorosos. Etzwane le dijo:

—Vamos. Deja estas puertas abiertas. Quiero que instruyas a tu personal, diciéndole que yo y mis amigos viviremos aquí a partir de ahora.

Sajarano emitió un suspiro fatalista.

—¿Cuáles son tus planes respecto a mí? —preguntó.

—Si cooperas, puedes llevar la vida que te plazca.

—Haré lo que pueda —dijo Sajarano con voz de viejo—. Tengo que intentar, tengo que intentar… Llamaré a Aganthe, mi mayordomo. ¿Cuántas personas vendrán? Normalmente llevo una vida solitaria.

—Tendré que hablar con mis amigos.