CAPÍTULO IV

El globo Iridixn, requisado por Etzwane, se balanceó en la plataforma de despegue, formada por un bloque segmentado de mimbre, cuerda y película brillante. Casallo atendía su manejo, un joven gracioso y de aire simpático, que realizaba las acciones más importantes de su trabajo con un aburrido desdén. Etzwane subió a la góndola. Casallo, que ya se encontraba en su compartimiento, preguntó:

—¿Cuáles son tus órdenes, señor?

—Deseo visitar Jamilo, Vervei y la Colina Sagrada, en Erevan, así como Lanteen, en Shade. Después nos dirigiremos directamente a través de Shant hacia el este.

—Como quieras, señor —dijo Casallo, lanzando un bostezo.

Sobre su oreja llevaba una ramita de arasma púrpura, recuerdo de la fiesta de la noche anterior. Etzwane le observó recelosamente mientras Casallo comprobaba la acción de las cabestrantes, las válvulas de gas y el mecanismo para soltar lastre; después, soltó el semáforo y dijo:

—Allá vamos.

La entrada de la estación se abrió, dejando al descubierto una ranura. El globo se elevó un poco. Negligentemente, Casallo ajustó la inclinación para situarlo en una posición favorable al viento. Las guías de dirección se separaron de los soportes y después se soltó el cable de sujeción. El globo se deslizó en el aire, hacia arriba, pasando por la abertura. Casallo ajustó las guías, con la actitud del hombre que está inventando un nuevo proceso. El globo aceleró notablemente su marcha y navegó hacia el este, pasando sobre Jardeen Gap. La zona de Ushkadel se convirtió en una mancha borrosa, aún visible por la parte de atrás, y no tardaron en encontrarse sobre Wild Rose, donde entre altozanos boscosos, valles, estanques y plácidos prados, se encontraban las propiedades campesinas de los estetas de Garwiy.

Así comenzó para Etzwane la inspección de los cantones del sur. Su primera parada se hizo en la ciudad de mercado de Jamilo, en la zona central de la proclamación de emergencia. En Vervei, en el cantón de Maiy, los negociantes declararon ser incapaces de reconocer la emergencia hasta no haber cumplido con su cuota anual de producción de juguetes, candelabros, cuencos de madera y bandejas. En Conduce, Etzwane se encontró simplemente con la mayor confusión. En Shade, donde los roguskhoi eran conocidos y temidos, los aristócratas habían organizado una milicia a base de hombres contratados, muy poco práctica.

Etzwane organizó, presionó, aconsejó y amenazó, y se preguntó si sesenta y dos cantones dispersos podrían ser convencidos de la necesidad de actuar unidos.

La ruta de los globos se introducía después en las zonas salvajes. El Iridixn navegaba ahora a gran altura, captando directamente las ráfagas de viento. En Angwin, un cable sin fin condujo al Iridixn a través de Angwin Gorge hasta Angwin Junction, una isla en el cielo, de la que hacía ya mucho tiempo escapara Etzwane con la ayuda inconsciente de Jerd Finnerack.

El Iridixn continuó su viaje hacia el sudeste, cruzando las zonas más dramáticas de las regiones salvajes. Casallo observaba el paisaje con ayuda de unos binoculares. Al cabo de un rato, señaló hacia un valle montañés.

—¿Estás preocupado por los roguskhoi? ¡Mira allá abajo! Tienes a toda una tribu ante tus ojos.

Tomando los binoculares, Etzwane observó un gran número de puntos oscuros junto a una empalizada hecha con arbustos. Eran quizá unos cuatrocientos. De debajo de una docena de grandes calderos salía humo, que se alejaba por el valle. Etzwane examinó la zona situada en el interior de la empalizada. Observó unos bultos que le parecieron imprecisos, pero que, según pudo descubrir al fin, era un grupo de mujeres que posiblemente llegaba al centenar. En la parte trasera de la empalizada, bajo el abrigo de una tosca barraca, había posiblemente otras… Etzwane examinó otras zonas del campamento. Cada roguskhoi iba solo, con toda tranquilidad; unos cuantos remendaban pieles, otros se extendían grasa sobre el cuerpo y otros se encargaban de echar leña al fuego, bajo los calderos. Por lo que pudo observar Etzwane, ninguno de ellos levantó la mirada hacia el globo mientras éste pasaba, ni tampoco hacia el cable, que rodaba, chirriando sobre la polea, a unos cuatrocientos metros de distancia… El Iridixn pasó sobre un saliente de roca y ya no se pudo divisar el valle. Etzwane colocó los binoculares sobre la estantería.

—¿De dónde sacan sus espadas? Esos calderos también son de metal… Se necesitaría una verdadera fortuna para comprarlos.

—Calderos de metal —dijo Casallo echándose a reír—, y cocinan hierbas, hojas, escarabajos negros, ahulphs muertos y vivos y todo lo que pueden pasar por sus gargantas. Los he observado muchas veces con los binoculares.

—¿Han mostrado alguna vez interés por el globo? Causarían muchos problemas si dañaran el cable.

—Nunca se han preocupado lo más mínimo por el cable —dijo Casallo—. Parece que no se dan cuenta de muchas cosas. Cuando no están comiendo o copulando, se pasan todo el tiempo sentados. ¿Piensan en algo? No lo sé. Una vez hablé con un montañero que pasó junto a una veintena de ellos tranquilamente sentados en una sombra. «¿Estaban durmiendo?», le pregunté, y me contestó que no. Al parecer, no sintieron ninguna necesidad de matarle. Hay una cosa cierta: nunca atacan a un hombre a menos que él intente mantenerles alejados de una mujer, o a menos que estén hambrientos… En tal caso, el hombre en cuestión irá a parar al caldero, junto con todo lo demás.

—De haber llevado una bomba —dijo Etzwane—, habríamos matado a quinientos roguskhoi.

—No es una buena idea —dijo Casallo, que tendía a contestar o contradecir cada una de las observaciones de Etzwane—. Si las bombas fueran arrojadas desde los globos, acabarían por cortar el cable.

—A menos que utilizásemos globos de desplazamiento libre.

—¿Sí? En un globo sólo se puede bombardear lo que está directamente debajo. No es frecuente que el viento le arrastre a uno sobre un campamento. Si tuviéramos motores para impulsar los globos, sería diferente; pero no se pueden construir motores con mimbre y cristal, aun cuando alguien recordara las antiguas habilidades.

—Un planeador —dijo Etzwane— puede volar allí donde un globo sólo es impulsado por el viento.

—Por otra parte —observó Casallo con aspecto preocupado, y al parecer interesado en objetar—, un planeador tiene que aterrizar, mientras que un globo será llevado por el viento a lugar seguro.

—Nuestra misión es matar roguskhoi —espetó Etzwane—, y no ir de un lado para otro con garantías de seguridad.

Casallo se limitó a sonreír y se metió en su compartimiento, para tocar allí el khitan, una habilidad de la que él se sentía muy orgulloso.

Habían llegado al corazón de las zonas salvajes. Riscos de roca gris se elevaban por todas partes hacia el cielo. El cable seguía un camino y después doblaba por otro, y más adelante por otro, oscilando entre variaciones horizontales y verticales, la primera de las cuales exigía un manejo nada fácil de la aeronave, mientras que la segunda exigía toda la habilidad del conductor. Siempre que era posible, los cables seguían la dirección de los vientos predominantes para permitir que los globos pudiesen viajar en ambas direcciones. En las montañas, los vientos cambiaban y se arremolinaban, soplando a veces en dirección contraria al avance del cable. Entonces, el conductor podía orzar y ponerse de lado, torciendo el globo hacia un lado y hacia abajo, minimizando así el vector inverso de la corriente. Ante malas condiciones atmosféricas, se podía estirar del cable de frenado, calzando las ruedas que giraban sobre él. En condiciones aún peores, cuando el viento soplaba con fuerza excesiva y aullaba por todas partes, se podía abandonar la idea de seguir adelante y regresar por el cable hasta la estación o el apartadero más próximo.

Cuando se hallaban sobre el circo Conceil, el Iridixn se encontró con una de aquellas tormentas de viento. Volaban entre una gran hondonada llena de nieve, de la que surgía más adelante el río Mirk. La mañana mostraba una neblina de color rosado hacia el sur y, a una considerable altura, hacia el este, se veía una buena combinación de cirros, a través de los cuales asomaban débilmente los tres soles, creando zonas de color rosa, blanco y azul. Casallo predijo que tendrían viento y poco después las ráfagas se desataron sobre ellos. Casallo utilizó todos los elementos que tenía a su disposición: orzó, elevó el globo y lo hizo bajar, lo frenó, lo hizo avanzar dando un gran rodeo en forma de arco y después soltó el freno en un momento preciso para permitir que el globo avanzara unos pocos cientos de metros más, con la esperanza de alcanzar, a un kilómetro y medio de distancia, una curva donde había una estación. A unos trescientos metros de su objetivo, el viento sopló con gran fuerza, haciendo crujir la estructura del Iridixn. Casallo volvió a soltar el freno, situó el globo frente al viento y lo dejó deslizar por el cable.

Una vez en la estación de Conceil, el personal hizo bajar el globo y lo aseguró con cables. Casallo y Etzwane descansaron aquella noche en la estación, fortificada mediante un muro de piedra y unas torres situadas en las esquinas. Etzwane se enteró allí de que los roguskhoi se mostraban cada vez con mayor frecuencia. El tamaño de los grupos había aumentado notablemente durante el último año, según le informó el superintendente de la estación.

—Antes, podíamos ver a veinte o treinta en un grupo; pero ahora aparecen en bandas de doscientos o trescientos y a veces llegan a rodear el muro. Sólo nos atacaron en una ocasión, cuando un grupo de monjas Whearn se vieron obligadas a bajar a causa del viento. No había ningún roguskhoi a la vista y, de pronto, surgió un grupo de unos trescientos que intentaron escalar el muro. Estábamos preparados para recibirles… Toda la zona había sido minada. Matamos por lo menos a doscientos de ellos, a veces en grupos de veinte o treinta. A la mañana siguiente nos apresuramos a meter a las monjas en el globo, las alejamos de aquí y no volvimos a tener problemas. Ven, te enseñaré algo.

En una de las esquinas del muro habían construido una especie de corral con palos de madera-hierro; dos pequeñas criaturas de un color bronce rojizo miraban con ojos muy abiertos por entre los huecos.

—Los cogimos la semana pasada. Habían estado rondando nuestros cubos de basura. Echamos una red sobre ellos y les atrapamos, aunque tres pudieron escapar. Sólo pudimos retener a estos dos, que ya son tan fuertes como hombres adultos.

Etzwane estudió a los dos diablillos, que le miraron fijamente, con los ojos en blanco. ¿Eran humanos? ¿Procedían del género humano? ¿Eran organismos nuevos y extraños? Estas preguntas se las había planteado muchas veces, sin haber hallado respuestas satisfactorias. La estructura ósea de los roguskhoi se parecía, en general, a la del ser humano, aunque era algo más simplificada en el pie, la muñeca y las costillas.

—¿Son amables? —preguntó Etzwane al superintendente.

—Al contrario. Si extiendes el dedo hacia ellos, te lo arrancarán de un mordisco.

—¿Hablan o producen algún sonido?

—Por la noche se quejan y gimotean, pero el resto del día lo pasan en silencio. Parecen ser poca cosa más que animales. Supongo que habría sido mejor matarlos, antes de que cometan alguna diablura.

—No, mantenlos sanos y salvos. El Anomo querrá que se les estudie. Quizá podamos aprender a controlarlos.

—Supongo que con ellos es posible cualquier cosa —dijo el superintendente, mirando recelosamente a los dos diablillos.

—En cuanto regrese a Garwiy, enviaré a buscarles y, desde luego, serás gratificado por tus esfuerzos.

—Eso es muy amable por tu parte. Espero poder mantenerles sujetos. A cada día que pasa crecen más.

—Trátalos con amabilidad e intenta enseñarles unas pocas palabras.

—Haré todo lo que pueda.

El Iridixn continuó su viaje a través de las tierras salvajes hasta llegar a los espléndidos bosques del cantón de Whearn. Durante algún tiempo, el viento se detuvo por completo; con objeto de pasar el tiempo, Etzwane se dedicó a observar las aves del bosque con los binoculares; ondulantes anémonas aéreas, vibradores de un verde pálido, aves-dragón de color negro y lavanda… A últimas horas de la tarde se levantó de nuevo el viento con una repentina ráfaga, y el Iridixn siguió su camino por el cable hacia la ciudad de Pelmonte, centro de comunicaciones.

En Pelmonte, el agua del río Fahalusra proporcionaba energía para seis enormes aserraderos. Los troncos, que bajaban flotando por el Fahalusra procedentes de los bosques eran limpiados, aserrados y cortados finalmente en tablones mediante grandes sierras de acero. Después, la madera era puesta a secar y pasaba por los procesos de pulido, impregnación con aceites, pinturas y ungüentos; más tarde, era cargada en barcazas o bien era cortada en piezas que después podían ser ensambladas. Etzwane había visitado Pelmonte cuando trabajaba en la compañía de músicos y recordaba muy bien la fragancia de la madera cortada, de la resina, el barniz y el humo que impregnaban el aire. El superintendente del cantón recibió muy amablemente a Etzwane.

Los roguskhoi eran muy bien conocidos en el norte de Whearn; desde hacía años, los hombres de los aserraderos habían vigilado el Fahalusra, rechazando docenas de pequeñas incursiones mediante la utilización de ballestas y picas, que en los bosques resultaban armas mucho más ventajosas que las cimitarras arrojadizas de los roguskhoi.

Recientemente, los roguskhoi habían empezado a atacar de noche y en grandes bandas. Los habitantes de Whearn fueron empujados mucho más allá del Fahalusra, lo que perturbó todo su trabajo. Etzwane no había encontrado mayor entusiasmo en todo Shant. Las mujeres ya habían sido enviadas hacia el sur, mientras que la milicia se entrenaba diariamente.

—¡Lleva este mensaje al Anomo! —le dijo el superintendente—. ¡Dile que nos envíe armas! Nuestras picas y ballestas son inútiles en campo abierto. Necesitamos dardos de energía, luces relámpago, cuernos de la muerte y todo tipo de artilugios efectivos. Si el Anomo, con su poder, nos proporciona las armas, las utilizaremos.

—Los mejores técnicos de Shant están trabajando en Garwiy con ese propósito —dijo Etzwane—. Mientras tanto, si vuestras ballestas matan roguskhoi construidlas más grandes y con mayor alcance —recordó entonces el campamento de roguskhoi situado en la parte alta del Hwan y añadió—: Construid planeadores capaces de transportar a uno, dos y seis hombres; entrenad a los pilotos. Acudid a Haghead y Azume, y pedidles sus mejores planeadores. Desmontadlos y utilizad sus piezas como modelos para construir otros. En cuanto a la fabricación y película, acudid en demanda de ayuda a Hinthe, Marestiy y Purple Stone; pedidles lo mejor que tengan, en nombre del Anomo. En cuanto a cuerdas, conseguid las más finas en Cathriy y en Frill. Los obreros del acero de Ferriy deben construir nuevos tanques; aunque pierdan su secreto, tendrán que entrenar a nuevos hombres… Solicitad todos los recursos de Shant, en nombre del Anomo.

Desde Pelmonte, el Iridixn se dirigió a Luthe y a los cantones del sudeste: Bleke, Esterland, Morningshore e Ilwiy. Después, el Iridixn regresó a Pelmonte y, a través de la Gran Línea del Sur, pasó por aquellos cantones salvajes situados frente al Pantano de Sal. En cada cantón, Etzwane se encontró con una situación diferente y con un punto de vista distinto. En Dithibel, por ejemplo, las mujeres, que eran las propietarias y directoras de todas las tiendas y comercios se negaron a abandonar las zonas montañosas, pues tenían la completa seguridad de que los hombres saquearían sus existencias. En la ciudad de Houvannah, Etzwane explotó, lleno de ira, y gritó:

—¿Estáis fomentando la violación? ¿Es que no tenéis ningún sentido de la acción a largo plazo?

—Una violación se olvida pronto, pero una pérdida de bienes dura mucho tiempo —contestó la matriarca—. No temas, conocemos remedios contundentes contra cualquier molestia.

Sin embargo, se negó a especificar cuáles eran aquellos remedios, indicando simplemente que «los malos se arrepentirán del día en que han nacido y los ladrones, por ejemplo, se encontrarán con que han perdido los dedos».

En Burazhesq, Etzwane se encontró con una secta pacifista, la de los aglústidos, cuyos miembros sólo llevaban adornos y vestidos hechos con su propio pelo, del que decían que era natural, orgánico e inofensivo para cualquier otro organismo viviente. Los aglústidos respetaban la vitalidad en todos sus aspectos, y no comían carne animal, legumbres, almendras, ni nueces; se alimentaban de frutas, siempre y cuando la semilla hubiese sido plantada y se le hubiera ofrecido una oportunidad para existir. Los aglústidos afirmaban que los roguskhoi al ser más fecundos que el hombre, producían más vida y que, en consecuencia, se les debía preferir a ellos. A causa de esto, proclamaron una resistencia pasiva a «la guerra del Anomo». «Si el Anomo quiere guerra, que la haga él», era su eslogan, y con sus vestidos de pelo trenzado se manifestaron por las calles de Manfred, cantando y protestando.

Etzwane no sabía cómo tratarles. El contemporizar iba en contra de su propio temperamento. Sin embargo, ¿qué debía hacer? Hacer desaparecer las cabezas de tantos desgraciados le resultaba una idea intolerable. Por otra parte, ¿por qué a ellos se les iba a permitir ciertas indulgencias mientras que otros hombres sufrían por el bien común?

Al final, Etzwane se llevó las manos a la cabeza en un gesto de disgusto y se marchó a Shker, donde encontró una situación nueva y distinta que, a pesar de todo, tenía cierta semejanza con la de Burazhesq. Los shker eran diabolistas y adoraban a un panteón de demonios conocido con el nombre de golse. Estaban adheridos a una intrincada y saturnina cosmología, cuyos preceptos se basaban en el siguiente silogismo.

«La maldad prevalece ante todo Durdane.

»Los golse son evidentemente más poderosos que sus adversarios de la bondad.

»En consecuencia, lo más lógico y simple es satisfacer y glorificar a los golse

Consideraban a los roguskhoi como descendientes de los golse y, por lo tanto, como seres a los que había que reverenciar. Al llegar a la ciudad de Banily, Etzwane se enteró de que no se había cumplido ninguna de las órdenes dictadas por el Anomo y que más bien se había actuado en contra de ellas. El valido de Shker le dijo, con un triste fatalismo:

—El Anomo puede destrozar nuestras cabezas. Y, sin embargo, no podemos luchar contra criaturas tan sublimes en su capacidad diabólica. Nuestras mujeres se muestran dispuestas a irse con ellos; les entregamos alimentos y vino para saciar su apetito; no ofrecemos ninguna resistencia a su magnífico horror.

—Esto tiene que terminar —declaró Etzwane.

—¡Nunca! ¡Es la ley de nuestras vidas! ¿Acaso vamos a poner en peligro nuestro futuro, simplemente a causa de vuestros irracionales caprichos?

Una vez más, Etzwane sacudió la cabeza, sin ver solución al problema, y se dirigió al cantón de Glaiy, una región algo primitiva, habitada por un pueblo atrasado. Allí no encontró problemas; las legiones situadas cerca del Hwan estaban deshabitadas, a excepción de unos pocos clanes feudales que no sabían nada sobre las instrucciones del Anomo. Las relaciones que mantenían con los roguskhoi no eran muy buenas. Siempre que tenían una oportunidad, acechaban y mataban a algún roguskhoi solitario, con objeto de conseguir el precioso metal de las cachiporras y cimitarras.

Cuando llegó a Orgala, la ciudad principal, Etzwane echó en cara a los tres altos jueces su fracaso en la organización de la milicia. Los jueces se limitaron a sonreír.

—En cuanto quieras disponer de una banda de hombres capaces para llevar a cabo tus propósitos, sólo nos lo tienes que decir con dos horas de antelación. Mientras no nos proporciones armas y órdenes definitivas, ¿para qué molestarnos con inconvenientes? Al fin y al cabo, la emergencia puede pasar.

Etzwane no pudo oponerse a la lógica de aquellas observaciones.

—Está bien —dijo—. Aseguraos de que, cuando llegue el momento, podréis cumplir lo prometido… ¿Dónde está el Campo Tres, de la agencia de trabajo del sistema de globos?

Los jueces le miraron con curiosidad.

—¿Qué piensas hacer en el Campo Tres?

—Tengo órdenes del Anomo.

Los jueces se miraron entre sí y acabaron por encogerse de hombros.

—El Campo Tres está a cuarenta kilómetros hacia el sur, a lo largo de la carretera del Pantano de Sal. ¿Piensas utilizar tu globo?

—Naturalmente. ¿Por qué voy a ir andando?

—No hay ninguna razón. Pero debes contratar un remolque-guía, porque no hay cable.

Una hora después, Etzwane y Casallo, en el Iridixn, siguieron su viaje hacia el sur. Las guías del globo estaban sujetas a los extremos de una gran asta, que contrastaba el balanceo del globo. Uno de los extremos del asta estaba sujeto a las espaldas de dos guías; el otro extremo se sujetaba mediante un par de ruedas ligeras, con un asiento sobre el que iba montado el conductor. A un trote rápido, los guías emprendieron su marcha por el camino, mientras Casallo ajustaba la posición del globo con objeto de producir la mínima tensión posible. El viaje resultaba notablemente diferente del movimiento del globo a impulsos del viento, pues ahora, a través de las guías, se le comunicaba un impulso de avance menos rítmico.

El movimiento y una creciente tensión hicieron que Etzwane se sintiera algo mal del estómago. Mientras tanto Casallo, sin otra preocupación que matar su propio aburrimiento, sacó su khitan; seguro de su propia capacidad y de la admiración de Etzwane, empezó a tocar una mazurka de repertorio clásico que Etzwane conocía en una docena diferente de variaciones. Casallo interpretó la pieza sin mucha imaginación, aunque casi con toda exactitud, pero en una de las modulaciones utilizaba insistentemente una cuerda incorrecta. Esto llegó a exasperar a Etzwane, quien al fin acabó por decir:

—¡No, no, no! Si quieres tocar ese instrumento, utiliza al menos las cuerdas correctas.

Casallo elevó las cejas, con una expresión divertida.

—Amigo mío, estás escuchando la balada de la Flor solar; tradicionalmente, se toca así. Me parece que no tienes buen oído para la música.

—En general sí, así se toca. Se puede reconocer la melodía, aunque la he escuchado bien tocada en numerosas ocasiones.

Lánguidamente, Casallo extendió el khitan hacia él.

—Entonces, sé tan amable de instruirme y te quedaré sumamente agradecido —dijo, con una sonrisa irónica.

Etzwane cogió el instrumento, afinó el tono, que era demasiado agudo, y tocó correctamente el pasaje. Quizá, con una brillantez innecesaria. Después, empleando una segunda modulación, tocó una variación del tema; cuando terminó, volvió a emplear una nueva modulación y atacó una improvisación basada en un excitado staccato de la melodía original, lo que concordaba más o menos con su propio estado de ánimo. Tocó finalmente una coda de doble mano y terminó por entregar el khitan al alicaído Casallo.

—Así se toca esa melodía, con una o dos variaciones.

Casallo apartó la mirada de Etzwane, para dirigirla al khitan y, con un gesto sombrío, lo dejó sobre una estantería y se dedicó a engrasar sus cables. Etzwane se quedó mirando por la ventanilla de observación.

El paisaje había adquirido un aspecto salvaje, casi hostil. Los fragmentos de bosque blanco y negro aparecían como islas en un mar de hierba. A medida que avanzaron hacia el sur, la jungla se hizo cada vez más oscura y densa, la hierba empezó a mostrar manchas de rojo, hasta dar paso a bancos de lava azul y blanca. Por delante de ellos brillaban las aguas del río Brunai; el camino se apartaba luego un poco hacia el oeste, cruzaba una zona llena de rocas volcánicas de color gris enrojecido, y después rodeaba un vasto campo de ruinas llenas de maleza: la ciudad de Matrice, vencida y destruida por los palasedranos hacía dos mil años y habitada ahora por un gran grupo de ahulphs azules y negros del sur de Glaiy, que llevaban una vida medio cómica, medio horripilante, imitación del urbanismo humano. Las ruinas de Matrice estaban situadas sobre una planicie cubierta por mil y una charcas y pantanos; allí crecían los mimbres más altos de Shant, en matas que alcanzaban de diez a catorce metros de altura. Los trabajadores del Campo Tres cortaban, limpiaban, curaban y empaquetaban el mimbre; luego lo enviaban en barcazas por el Brunai hasta Port Palas, desde donde las goletas costeras lo transportaban hasta las factorías de globos de Purple Fan.

El camino pasaba por un bosque de negros y bajos sambales. El viento del norte hizo que el globo se adelantara algo a los guías; por un momento, la atención de Casallo se centró en controlar el globo para evitar que la sirga chocara contra los árboles. Después, el globo pasó al espacio abierto y Casallo reanudó su tarea de engrasar los cables. El viaje fue entonces tan suave como el terciopelo. De repente, Casallo abandonó su trabajo y se dirigió al puesto de observación.

—¡Nos hemos soltado!

Agarró una palanca y dejó caer el ancla de emergencia; ésta cayó hacia el suelo, soltando doscientos metros de filamento trenzado de Cathry. Se fue arrastrando sobre el suelo y acabó por quedar enganchada en unas grandes matas de mimbre. El Iridixn se detuvo con un fuerte balanceo hacia abajo.

—Hemos estado muy cerca —dijo Casallo—. Diez segundos más y hubiésemos estado demasiado altos y lejos de tierra firme, sobre el pantano… No puedo imaginarme lo que ha ocurrido. Pero pronto lo descubriré.

Casallo se deslizó por la sirga hacia el suelo y Etzwane le siguió. Después, Casallo examinó el extremo de la sirga.

—No se ha roto. La han cortado. Alguien nos ha gastado una mala pasada. ¿Para qué querrían enviarnos hacia el Pantano de Sal… como no fuera para matarnos?

Escrutaron el bosquecillo de sambales, pero no observaron ningún movimiento. Avanzaron cuidadosamente hacia el camino y se aproximaron con lentitud hacia los sambales. Los guías, sin el conductor, se encontraban de pie, esperando, ocultos entre las sombras de los árboles.

Paso a paso, Etzwane y Casallo avanzaron por el camino, observando y escuchando. Vieron en él la cabina de conducción y al conductor en ella; los dos se detuvieron, consternados.

Se produjo un débil sonido. Etzwane se lanzó al suelo y sobre su cabeza escuchó el silbido de un proyectil. Entonces apretó el botón de su tubo de amplio efecto; la maleza situada ante él se estremeció con una doble explosión.

Etzwane se adelantó para examinar los dos cuerpos sin cabeza. Uno de ellos llevaba una túnica impermeable, pantalones grises, botas de cuero chumpa[4] y una ballesta. El otro llevaba una bata gris y unas sandalias de mimbre.

El conductor estaba muerto y una flecha de madera negra le salía de la frente.

Etzwane y Casallo condujeron la cabina a lo largo del camino, mientras el Iridixn se balanceaba ante ellos, impulsado por el viento. Etta, Sassetta y Zael lanzaban sus rayos, formando zonas de color diverso; el aire se estremeció sobre la zona desértica. Los espejismos no se podían diferenciar ahora de las miríadas de charcas y pantanos.

Horas después, los dos hombres llegaron ante los muros del Campo Tres. Tres hombres se adelantaron lentamente hacia ellos; uno era alto, entrado en carnes y tenía unos amargos ojos grises; el otro era robusto, calvo y ostentaba una enorme barbilla; el tercero, que parecía más joven, era ligero y flexible como un lagarto, con unos inadecuados rizos negros y unos ojos brillantes y también negros. Parecían formar parte del mismo paisaje; eran hombres duros, sin ningún humor y en los que no se podía confiar. Llevaban sombreros de paja de ala ancha, túnicas blancas, pantalones grises y botas de chumpa; de sus cinturones colgaban las ballestas, capaces de lanzar pequeños dardos. Todos ellos se quedaron mirando fríamente a Etzwane, quien no pudo comprender la casi palpable hostilidad que observó en sus rostros y que, por un instante, le hizo sentirse desconcertado.

—Soy Gastel Etzwane, ayudante ejecutivo del Anomo. Hablo con la voz del Anomo. ¿Quién es el director del campo?

—Shirge Hillen es el custodio jefe —contestó el primero de los hombres—. No está aquí ahora.

—¿Es esto propiedad de Shirge Hillen? —preguntó Etzwane, sacando la ballesta que había recogido antes.

—Sí, lo es —contestó el hombre tras un breve momento de duda.

—Entonces, Shirge Hillen está muerto —dijo Etzwane—. ¿Dónde está Jerd Finnerack? Traedlo aquí.

—No está aquí.

Etzwane sintió un terrible y repentino presentimiento.

—¿Se marchó con Shirge Hillen?

—No. Está confinado en el campo de penados.

—Llevadme allí inmediatamente.

En Angwin Junction, Finnerack había sido un joven robusto y rubio, de carácter pacífico y en quien se podía confiar. Impulsado por su bondad, o así se lo pareció al menos entonces, Finnerack había insistido en que Etzwane escapara, ofreciéndole incluso su ayuda. Desde luego, Etzwane nunca comprendió que su acto, una vez realizado, costó muchas penalidades a Finnerack. Ahora se daba cuenta de que había conseguido su libertad a costa del sufrimiento de Finnerack.

Del edificio-prisión surgió, tambaleándose, un hombre delgado y encorvado, de edad indefinida. Su pelo blanco-amarillento le colgaba por debajo de las orejas. El custodio ayudante señaló con un dedo hacia Etzwane. Finnerack se volvió a mirar y a través de la distancia de cincuenta metros que les separaba, Etzwane sintió la cálida mirada azul-blanca. Lenta y dolorosamente, como si le dolieran las piernas al andar, Finnerack se acercó por el camino.

—¿Qué quieres de mí? —preguntó, deteniéndose ante Etzwane.

Etzwane observó atentamente el rostro moreno y nudoso, buscando la plácida expresión de otros tiempos. Sin duda alguna, Finnerack no le reconoció.

—¿Eres el Jerd Finnerack que sirvió en Angwin Junction? —le preguntó.

—Lo soy y lo fui.

—¿Desde cuándo estás aquí? —preguntó Etzwane, indicando el edificio-prisión.

—Desde hace cinco días.

—¿Por qué te han traído aquí?

—Para poder matarme. ¿Para qué otra cosa si no?

—Pero aún sigues con vida.

—Cierto.

—Finnerack, ahora eres un hombre libre.

—¿De verdad? ¿Quién eres?

—Hay un nuevo Anomo en Shant. Yo soy su ayudante ejecutivo. ¿Qué me dices de los otros prisioneros? ¿Cuáles son sus delitos?

—Tres asaltos a un guardia. Yo sólo he cometido ese delito dos veces. Pero Hillen ya ni siquiera sabe contar hasta tres.

—Hillen está muerto —dijo Etzwane—. El nuevo Anomo está a punto de declarar los trabajos forzados como algo contrario al interés público. Dejad en libertad a los otros prisioneros.

Finnerack y Etzwane regresaron a las dependencias del Campo Tres. Finnerack estudió a Etzwane desde el ángulo de sus ojos.

—Ya te he visto antes en alguna parte —dijo Finnerack—. ¿Dónde? ¿Por qué has venido a verme precisamente a mí?

Antes o después, tendría que contestar a aquellas preguntas. Etzwane dijo:

—Hace mucho tiempo me hiciste un servicio que ahora, al fin, te puedo recompensar. Ésa es la primera razón.

Los ojos de Finnerack brillaron como hielo azul en su nudoso rostro moreno.

—Un nuevo Anomo ha llegado al poder —siguió diciendo Etzwane—. Yo soy su ayudante ejecutivo. Tengo muchas necesidades. Necesito un ayudante propio, una persona en la que pueda confiar plenamente.

Finnerack habló entonces con una voz llena de respeto y admiración, como si dudara del sano juicio de Etzwane, o del suyo propio.

—¿Me has elegido a mí para ese puesto?

—Así es.

Finnerack lanzó una risita divertida, como si ahora hubiera visto resueltas todas sus dudas: tanto él como Etzwane estaban locos.

—¿Y por qué a mí, a quien apenas conoces?

—Por capricho. Quizá porque te recuerdo lo bondadoso que fuiste con un desesperado muchacho en Angwin.

—¡Ah!

La exclamación brotó desde lo más profundo del alma de Finnerack. La expresión de diversión y asombro desapareció como si nunca hubiera existido. Aquel cuerpo huesudo pareció contraerse sobre sí mismo.

—Me escapé —siguió diciendo Etzwane—. Me convertí en un músico. Hace un mes, el nuevo Anomo llegó al poder e instantáneamente declaró la guerra contra los roguskhoi. Me pidió que apoyara y reforzara su política y me dio el poder que necesitaba para ello. Me enteré de tu situación, aunque no conocía en absoluto la dureza del Campo Tres.

—¿Puedes imaginarte el riesgo que corres al contarme esa historia? ¿Puedes imaginarte mi rabia contra quienes han hecho que mi vida sea lo que es ahora? ¿Sabes lo que me han hecho, al obligarme a pagar por unas deudas que nunca contraje? ¿Sabes que me considero a mí mismo como un ser malo, como un animal que se ha visto obligado a ser un salvaje? ¿Sabes lo poco que me falta para lanzarme sobre ti y hacerte pedazos?

—Tranquilízate —dijo Etzwane—. El pasado es el pasado. Ahora, estás vivo y los dos tenemos mucho trabajo que hacer.

—¿Trabajo? —repitió Finnerack con una sonrisa de desprecio—. ¿Y por qué razón voy a ponerme a trabajar?

—Por la misma razón que yo: para salvar a Shant de los roguskhoi.

Finnerack lanzó una risa terrible.

—Los roguskhoi no me han hecho ningún daño. Que hagan lo que quieran.

Durante un rato, el vehículo en el que regresaban al campo rodó por el camino, en dirección al norte. Finalmente, Etzwane se decidió a hablar.

—¿Nunca has pensado en lo mucho que podrías mejorar el mundo si tuvieras el poder necesario para ello?

—Claro que lo he pensado —contestó Finnerack, con un tono de voz algo más suave—. Destruiría a todos aquellos que han destrozado mi vida: a mi padre, al superintendente Dagbolt en Angwin, al desgraciado muchacho que conquistó su libertad y me hizo pagar a mí el coste, a los magnates de los globos, a los custodios del campo. Hay muchas personas así.

—Estás hablando con la voz de tu rabia —observó Etzwane—. Destruyendo a esas personas no haces nada real; el mal continúa y en alguna otra parte otro Jerd Finnerack ansiará destruirte a ti por no haberle ayudado cuando pudiste tener el poder.

—Eso es cierto —convino Finnerack—. Todos los hombres están llenos de maldad, incluso yo mismo. Dejemos que los roguskhoi nos maten a todos.

—Es una tontería dejarse encolerizar por un hecho que proviene de la misma naturaleza —replicó Etzwane—. Los hombres son como son y en Durdane más aún. Nuestros antepasados llegaron aquí para satisfacer sus idiosincrasias; nuestra herencia ha sido un exceso de extravagancias. Eso lo comprendió muy bien Viana Paizafiume, al colocarnos a todos collares alrededor de nuestro cuello para domesticarnos.

Finnerack tiró con tanta insistencia de su collar, que Etzwane se apartó ligeramente por temor a que se produjera una explosión.

—Yo no he sido domesticado —observó Finnerack—. Yo sólo he sido esclavizado.