PRÓLOGO
Cuentos norteamericanos
por Richard Ford
Este volumen contiene sesenta y cinco relatos escritos entre los años 1820 y 1999 por escritores nominalmente americanos —es decir, escritores en posesión de la ciudadanía de los Estados Unidos— y pretende mostrar no sólo lo mejor de la cuentística estadounidense, sino también la diversidad y la riqueza continuada de la prosa norteamericana durante los últimos ciento setenta y cinco años.
Razonablemente esta introducción podría concluir tras haber dicho sólo esto; ya que leer los siguientes relatos es más importante que cualquier cosa que pudiéramos añadir como prólogo. Yo también soy escritor, y mi mayor deseo siempre ha sido, sencillamente, que el lector lea mi narración, y que lo haga con la menor cantidad de obstáculos posibles. Según un criterio más bien francés, un relato no es del todo un relato hasta que alguien lo lee; aunque, mientras permanece sin ser leído, puede sufrir toda clase de extraños y asombrosos tratamientos.
Hace poco una californiana me escribió una carta en la que detallaba las razones por las cuales ella creía que un relato mío debía tirarse a la basura, sobre todo debido a lo que ella consideraba sus múltiples contenidos censurables: la infidelidad matrimonial, la violencia conyugal, la desesperanza, la confusión moral, la ambigüedad sexual. Por supuesto, no me gustó enterarme de su disgusto. Preferiría que todos los que lean un relato mío encuentren algo que les guste o que admiren o que pueda resultarles útil. Pero enseguida le escribí a esa lectora insatisfecha para acusar recibo de sus sentimientos, pero también para expresarle mi satisfacción fundamental de que hubiera leído mi relato de cabo a rabo. A lo mejor, supuse (aunque no se lo dije), su experiencia desagradable al leerme le había clarificado algo importante; quizá le había mostrado precisamente la clase de persona que ella no era, ahorrándole así algún quebranto importante en el futuro. De todos modos, no iba a discutir la actitud que ella había adoptado después de leer mi cuento, pues eso seguía siendo secundario comparado con el hecho más importante: que había leído lo que yo había escrito.
Para un relato y para su autor el hecho de ser leído lo es todo. Por eso, como he indicado, si el lector desea pasar por alto mis comentarios ahora mismo, y empezar a leer a Hawthorne, a Poe, a Fitzgerald, a O’Connor, a Welty, a Carver —o incluso a Ford—, por favor, que no dude en hacerlo, y considere este pequeño ensayo como un epílogo.
Para una visión más general, crítica y detallada del relato norteamericano a lo largo de la historia —es decir, un tratado sobre la forma en que ha sido elaborado por los estadounidenses con el paso de los años— hay que leer otros libros. Tales disquisiciones incluirían debates acerca de las distinciones taxonómicas del género: qué es (o no es) un relato. ¿En qué se diferencia un relato auténtico de un «boceto», un «cuento», «una historia», una «fábula», un «trozo de la vida tal cual es»? ¿Cuán corto ha de ser un relato para que no deje de ser un relato y se convierta en otra cosa: una novella o una novela? ¿Exige el relato ciertas características formales: unos personajes verosímiles, un solo punto de vista, un ambiente geográfico verídico, una estructura cronológica sumamente comprimida, un solo efecto?
Para mí —que desde hace más de treinta años escribo lo que alegremente denomino «relatos»— esas distinciones formales tan complicadas sólo resultan interesantes después de haber leído muchas obras fundamentales, de manera voluntaria. Pero en una introducción del relato norteamericano, estas preocupaciones son banales, y, en el peor de los casos, irrelevantes y agobiantes, para establecer la relación principal entre el lector y la gran variedad y amenidad del género. Nos gusta leer un soneto de Shakespeare antes de estudiar las complejidades del pentámetro yámbico. Por lo tanto, como definición preliminar, os ruego que aceptéis mi criterio, aunque es opcional, de que un relato es simplemente una obra de ficción, escrita en prosa y no en verso (aunque estoy dispuesto a ser flexible), cuya extensión oscila entre un párrafo y un número de páginas o palabras más allá de las cuales la palabra «corto» parezca poco convincente para una persona en su sano juicio. Ese «relato» será norteamericano si su autor es norteamericano. Probablemente estará escrito en inglés, pero también podría estar escrito en español, en sioux o en francés. Cualquier intento de alcanzar otra definición —escrutar el número de personajes, o la cantidad de incidentes narrativos; evaluar las limitaciones en la dimensión histórica; requerir la presencia (o la ausencia) de una revelación psicológica penetrante en la vida interior de los personajes; enfocar (o no) a personajes que pertenecen a grupos de población «marginal»; pedir un contenido «edificante» o un consejo humano—, todos estos aspectos podrían constituir maneras de describir o de examinar de forma más cercana tal o cual relato en particular, pero no definen la esencia del relato como género, ni tampoco formulan en qué medida el relato será bueno, y ni siquiera si será bueno.
Otras cuestiones —principalmente eruditas—, y que aquí no consideramos relevantes, serían el desarrollo del relato a través de las sucesivas modas del estilo literario norteamericano y a lo largo de las concepciones de cada época acerca de cómo retratar la realidad y qué constituye un tema adecuado: desde los cuentos de austera moralidad de Hawthorne y las fantasmagorías de Poe, pasando por el «naturalismo» de Williams Dean Howell o el realismo psicológico de Henry James, y las narraciones llenas de color local y los «cuentos chinos» de Bret Harte y Mark Twain, hasta llegar a la amalgama del siglo XX de «todo-lo-que-hubo-antes» comprimida por el escepticismo del trastorno que sobrevino a la primera guerra mundial —una estética que puede definirse más o menos como «experimentación» formal, pero que en realidad era solamente el principio de la permisividad: es decir, todo lo que se pueda convertir en un buen relato está permitido. (No tengo nada contra este asunto «del desarrollo», sólo que primero hay que leer los relatos.)
Los especialistas en cuentística también estudian la «utilidad» o el valor —como reflejo de sucesos o movimientos (demográficos, políticos, raciales)— de un relato dentro de la cultura estadounidense. Y, no obstante, como escribió una vez el poeta Howard Nemerov, en la práctica es imposible saber, a partir de la lectura de un relato, cómo y en qué circunstancias se compuso. Y del mismo modo que suele ser imposible saber con certeza qué partes de un relato (si es que hay alguna) provienen directamente de las vivencias del autor, resulta dudoso «emplear» una obra de ficción como informe fiable de sucesos reales (aunque se hace con regularidad). Sí, por supuesto, es verdad que a partir de Hemingway podemos imaginar lo que fue una guerra mundial; y a partir de la prosa de Cheever, el hecho de que Norteamérica en los años cuarenta y cincuenta se desangraba en los suburbios; y leyendo a Faulkner podemos advertir la existencia de un problema racial que probablemente nunca desaparezca. Los comentaristas pueden distorsionar los relatos para retratar el «espíritu» de una época, tal como dijeron que las narraciones de Fitzgerald describían la «era del jazz» o los años veinte. Pero, como sucede con todo arte —y la ficción norteamericana sería arte si pudiera renovar nuestra vida sensual y emocional y enseñarnos una conciencia nueva— lo más probable es que cuando examinemos cualquier período histórico no nos impresione lo bien que la obra reflejó el acontecimiento, sino qué conflicto de voluntades se desencadenó dentro de la misma: cuán inevitablemente dentro, y sin embargo, cuán impávidamente fuera del dominio aparente de la historia puede estar el arte. Si una de las funciones de la literatura es devolver al lector a la vida mejor equipado para vivirla, dueño de una nueva conciencia, entonces el contenido de la literatura ha de hacer algo más inmortal que comentar y certificar lo que ya ha pasado. Como escribió Salman Rushdie: «En la literatura no hay monopolio exclusivo sobre ciertos temas para ciertos grupos [hubiera podido añadir: ciertos períodos históricos]… el verdadero riesgo para todo artista tiene lugar en la obra, al empujarla hasta los límites de lo posible, tratando de incrementar la suma de lo que es posible pensar».
A lo largo del siglo XIX y principios del XX, la influyente definición de Edgar Allan Poe de lo que es (y no es) un relato seguramente hizo que los jóvenes que se esforzaban por escribir creyeran no sólo en la existencia eficaz de modelos formales para elaborar los relatos, sino también, implícitamente, que de algún modo el cuento requería que unas reglas lo rigieran —como si fuera más volátil que el resto de los géneros literarios. En su crítica del primer libro de relatos de Nathaniel Hawthorne —Twice Told Tales (1837)—, Poe se convirtió, si no en el primer escritor americano, sí en el más elocuente y famoso a la hora de exponer su definición de lo que eran la naturaleza, la estructura y los efectos esenciales del relato. Una de estas características era que un cuento tiende a dejarse leer de una sentada. Otra, que todas las características formales del relato (de nuevo: los personajes, las peripecias, la estructura narrativa, el tono) debían conservar la unidad y subordinarse a conseguir un único efecto preconcebido por el autor. «… y con estos medios», escribió Poe, «con ese cuidado y habilidad, se logra por fin una imagen que deja en la mente del contemplador un sentimiento de plena satisfacción.» La preocupación evidente de Poe radica en que los relatos son valiosos de acuerdo con la impresión que causan en el lector, y no por ser una réplica perfecta de una forma abstracta. En términos prácticos, cuanto mayor sea el efecto, cuanto más se realice el plan del escritor, mejor será el relato, mejor para el lector, y mejor en general. Poe defiende las virtudes del oficio —lo que a mediados del siglo XX se denominaba un relato «bien hecho»— cuyos principios son: la concisión, la proporción, el control, y el relato concebido como un artificio que actúa sobre otra persona.
En mis primeros tiempos como narrador —los remotos orígenes del «taller de escritura universitario»— fui testigo de cómo muchos esfuerzos creativos, serios y conmovedores, eran descartados por jóvenes críticos-autócráticos simplemente porque «no eran relatos». Y no porque no fueran interesantes, sino porque al parecer no conseguían cumplir con la antigua preceptiva de Poe en cuanto a extensión, proporción y composición —un conjunto de normas críticas que quizá aquellos defensores modernos en realidad nunca habían leído, pero que, no obstante, de algún modo «conocían», como por instinto. En realidad, fue en parte como reacción a las viejas máximas de Poe —o al menos a su nueva y rígida aplicación por parte de los escritores y críticos de mediados del siglo XX— que la era del «antirrelato» tuvo lugar dentro de la narrativa norteamericana en los años cincuenta y sesenta. La innovación europea y latinoamericana desempeñó un papel vigorizador en esta pseudo-época literaria, lo cual felizmente continúa hoy. Pero algunos relatos aquí incluidos como «El levantamiento indio», de Donald Barthelme —y en los que las normas formales de la técnica narrativa son violadas de manera provocadora, si bien algo fría—, supuestamente rechazaban en parte la noción del relato «bien hecho» inspirada por Poe y su incapacidad para comprender la experiencia variada de la vida moderna.
Naturalmente, desde aquellos días de talleres literarios —también en los sesenta— la percepción cultural fluctuante en Norteamérica, la subjetivización cada vez mayor de la realidad percibida, los avances de la ciencia y la tecnología, las repercusiones de la guerra de Vietnam, la explosión demográfica y el cambio en las relaciones humanas conocido como diversidad y globalización han obrado conjuntamente, evitando que el cuento norteamericano siga siendo una entidad precisa, practicada a partir de un conjunto de reglas definidas. La tendencia formal en la narrativa estadounidense mientras escribo este prólogo en las navidades del año 2000, consiste en no tener ninguna tendencia estable —lo que hace que el relato parezca vibrante y que el resultado de la historia parezca bueno. Los escritores escriben y publican, los lectores leen y disfrutan de unos relatos que Poe habría defendido, y de otros que él no habría entendido en absoluto. Por tanto, parece que lo más sabio es concebir la historia del relato en Norteamérica más bien como la historia de una actitud que se manifiesta en distintas formas: siendo que la actitud es algo crucial acerca de la vida que puede ser imaginado y expresado mejor —más claramente, más provocadoramente, más bellamente— en los relatos más bien breves que en los que son un poco largos.
Cuando Marcel Duchamp —padre del arte conceptual— llegó a Nueva York procedente de Francia en la década de los veinte, dijo de los escritores y de la literatura de este país: «En París los jóvenes de cualquier generación siempre actúan como los nietos de algunos grandes hombres… de modo que cuando llegan a producir algo propio, hay una especie de tradicionalismo que es indestructible. Pero a vosotros, los americanos, os importa un carajo Shakespeare. No sois sus nietos. De modo que éste es un terreno perfecto para nuevos desarrollos».
Eso en parte pudiera ser verdad, y en parte, no. Pero lo que sí es útil para la lectura de los relatos que integran esta antología, al tiempo que intentamos encuadrar una concepción nacional norteamericana del género, es la noción de Duchamp de la literatura americana como una búsqueda constante de nuevos desarrollos. El inicio de la producción narrativa en Norteamérica tuvo lugar en el primer cuarto del siglo XIX, cuando Thomas Jefferson, el gran espíritu renacentista de la independencia americana, aún vivía, tanto literalmente como en su capacidad de influir. Jefferson era contemporáneo de Washington Irving, cuyos relatos reunidos en The Sketch Book se publicaron en 1820. De hecho, la idea en sí de un estado nacional americano con un carácter consistente seguía siendo rudimentaria y era objeto de continuas redefiniciones y amenazas. Incluso la propia independencia, una idea tan crucial para los padres fundadores americanos, había sido concebida por ellos como algo en cierto modo variable —tanto una ruptura con una historia opresiva y un dominio arbitrario como también una oportunidad de crear nuevas configuraciones, enlaces, identidades. Estos colores de la independencia —literarios, gubernamentales, religiosos, morales— combinados una y otra vez todavía se observan en Norteamérica al iniciarse el nuevo milenio. De modo que, aunque pudiera ser verdad que los estadounidenses no somos nietos de Shakespeare, eso no significa que seamos huérfanos desprovistos de una historia de identidad significativa, artística o de otra clase. De hecho, si hay algo típico en los escritores y la literatura norteamericana contemporánea, es que cuando intentamos imaginar nuestros antepasados literarios y encontrar la conexión crucial con Irving y Hawthorne, Herman Melville o Mark Twain, Sarah Orne Jewett en el frío Maine rural, no lo hacemos para crear a imitación de ellos, sino para encontrar aliento en individuos como nosotros mismos: mujeres y hombres cercanos a la vida, con pocas ideas preconcebidas, que experimentaron lo cotidiano más como un conjunto de sensaciones impredecibles que como una suma de certezas demostrables. Al igual que ellos, pensamos que nuestra literatura y cultura no son categorías absolutas destinadas a mantenerse y a estabilizarse, sino nociones para inventar de nuevo a través de un proceso de cesión y de revalorización. Un escritor norteamericano (sin duda al igual que uno letón o uno noruego) ofrece el aspecto de un hombre o una mujer bastante perplejo ante el maremágnum de acontecimientos más que el de una criatura escudada detrás de una barricada de obras y certezas. Por supuesto, una de las concepciones erróneas de la historia es creer que las grandes figuras del pasado eran esencialmente diferentes de nosotros. Y una de las convicciones principales de la democracia es el hecho de que no lo eran.
Estoy casi seguro de que escribí mi primer cuento porque había leído un relato —uno muy bueno— del escritor americano de los años veinte y treinta Sherwood Anderson, titulado «Quiero saber por qué». Lo he incluido en este libro. (Se rumorea que a Hemingway este relato le había impresionado tanto como a mí, y que él escribió su cuento «Mi viejo» inspirándose en el de Anderson.) En mi caso, concebí la forma del relato como una especie de liberación. Que yo recuerde, empecé a vivir como un chico fundamentalmente iletrado en Mississippi, allá por los años cincuenta. La literatura —de hecho, la gran literatura— flotaba en la atmósfera donde yo vivía. William Faulkner estaba cerca, en Oxford; y la genial narradora Eudora Welty residía a sólo unas calles de mi casa, en la ciudad de Jackson, de la que somos coterráneos. Sabíamos de estas personas, lo cual a fin de cuentas importaba. Sin embargo, yo no leía ni con afán de competencia ni con rapidez. Las novelas largas me desmoralizaban. Mis padres casi no leían nada, y no me animaban mucho a hacerlo. Y sumada a estos obstáculos circunstanciales, estaba la sensación generalizada de la insuficiencia de la vida, sin duda un sentimiento común entre muchos adolescentes, y quizá aún más común entre los que tenían dificultades para leer, y posiblemente todavía más marcadamente común entre los adolescentes blancos poco capacitados para la lectura del Sur americano de los años cincuenta; un lugar y un tiempo en que los ciudadanos estaban aislados de sus vecinos, pues en realidad todo nuestro terruño estaba separado de la vida cultural a gran escala de la nación americana debido a los prejuicios raciales. (Así pues, no es de extrañar que se dieran unas condiciones muy fértiles para la gran escritura, tal como evidencian los relatos de Welty, de Faulkner, de Flannery O’Connor, de Truman Capote, de Carson McCullers y de Peter Taylor. Era como si la literatura articulara las palabras que el habla convencional prohibía.)
Para mí, sin embargo, la insuficiencia algo banal de mi vida como joven se expresó en la forma de una pregunta ingenua, cuya urgencia debía intuir sin darme cuenta y sin intentar siquiera contestarla de manera tentativa. La pregunta era: «¿Esto que estoy experimentando es todo lo que hay en la vida?». Más tarde comprendí que era simplemente otra manera de decir que la vida me parecía insignificante y, por consiguiente, carente de importancia.
No es una manera insólita de sentir cuando se es joven. Y las vidas de los jóvenes alimentadas de la materia prima emocional del aislamiento, de la alienación, de la absurdidad cultural, del amor de los padres y de la suficiencia material pueden tener desenlaces buenos, y no devenir fatales. Hay muchas ocupaciones en la vida que pueden neutralizar las partes malas satisfactoriamente al tiempo que animan hacia algo mejor. Uno no tiene que acabar siendo escritor.
Sin embargo, en mi caso, a los diecinueve años y pico, en mi primer año de universidad, un maestro me entregó el relato de Anderson como parte del material de estudio de una asignatura. Y por primera vez sentí que podía identificar y al mismo tiempo enfocar aquella hasta entonces no expresada sensación de la insuficiencia de la vida. Súbitamente sentí como si la vida —mi vida— necesitase algo así como otro ritmo, un gesto más trascendental, algo que ni yo ni mis circunstancias podíamos producir. Pero el relato que leí, «Quiero saber por qué», de algún modo me proporcionó una sensación de que sí, de que en aquella vida que no me satisfacía totalmente —en esa vida sumamente subjetivizada, desordenada y arbitraria que vivíamos— había una historia añadible, cuyo tema era la vida, y cuyo objetivo era crear un orden provisional para ella, enfocar sus preguntas e insuficiencias más profundas, y quedar satisfecho tras haberlo hecho. Fue un descubrimiento importante.
Anderson escribió «Quiero saber por qué» en 1919, y el relato está ambientado en algún momento cercano a aquella época, en el Ohio rural y también en Saratoga, Nueva York, donde hay un hipódromo famoso (nota bene: en vez de uno, hay dos ambientes principales en un relato que es bastante breve). Las anécdotas del relato están «contadas» en un tono coloquial directo, o como un discurso aparentemente dirigido al lector, a través de la voz del personaje, un adolescente de un pueblo pequeño que se ha enamorado de los caballos, de las carreras de caballos, de la vida en el hipódromo, y más particularmente, de un joven entrenador de caballos llamado Jerry Tillford, quien parece encarnar todas las pasiones, el idealismo y el afán de tener experiencias en el amplio mundo que experimenta el joven narrador. El tono retórico del relato —que tiene menos de cuatro mil palabras, y, no obstante, es muy poderoso— es, como sugiere su título, una súplica algo lastimera del joven narrador en busca de comprensión. Un viaje desde Ohio hasta Saratoga, inspirado por su amor a todo lo relacionado con los caballos y que huela a cuero, concluye en una carrera de caballos ganada que afirma la vida de manera fabulosa. Pero en algún momento, el joven e ingenuo narrador espía al muy estimado Jerry Tillford mientras éste tiene tratos con una prostituta, de modo que —en opinión del narrador— el entrenador parece andar en malos pasos y estar, de hecho, moralmente derrotado, convirtiéndose así en la causa de una gran decepción y confusión. «Quiero saber por qué» es el grito de dolor del narrador cuando choca de frente con esta manifestación de la triste insuficiencia de la vida. Y su historia —para el lector— no sólo sirve como una prueba de lo inquietante que en realidad puede ser la vida, sino que también —debido a que el relato es una obra concisa, expuesta claramente, elegantemente depurada— actúa como un antídoto contra la propia decepción que la anécdota del relato pone de manifiesto. El relato, en esencia, proporciona el ritmo extra que la vida de algún modo omite. Y podríamos considerar ese ritmo extra como algo dotado de varios atributos: como un comentario útil sobre la vida; como un bálsamo para la vida; como un agradable entretenimiento; como una consecuencia natural y necesaria de la insuficiencia de la vida —un consuelo del arte—; como una lección sobre la vida —cuyas consecuencias debemos imaginar a veces. Hay muchas posibilidades. Todo podría existir simultáneamente e intensificar el impacto del relato en nosotros.
A mí, por supuesto, me encantó el cuento. Recién había salido de la adolescencia cuando lo leí. Me había enfrentado a algunas de las pequeñas y confusas decepciones de la vida. El estilo coloquial directo me pareció un medio perfecto para enfrentarme a aquellas decepciones; el tratamiento directo e informal del relato me pareció auténtico, convincente y agradable. Admití la intensidad y la importancia de que el conocimiento derrotara a la inocencia. El relato, por su exactitud, parecía darle a mi vida el ritmo extra que necesitaba, no sólo como emoción, sino para vivirla de una manera útil. Me descubrió la vida de una manera bastante directa, pero también me protegió de la dureza de la vida por su propia condición de ficción; su existencia como artificio, su distanciamiento, su brevedad, su moderación, su promesa implícita de que sean cuales sean las cosas importantes que la vida nos exige, un relato las puede contener y comentar, haciéndolas tolerables e incluso bastante agradables. Y a mí no me molestaba en absoluto el hecho de que el relato tuviera lugar en una época y en un lugar muy distantes y distintos de donde yo estaba: la distribución especial del relato como arte neutralizó ese extrañamiento.
No todos los relatos —y seguramente no todas las historias de esta recopilación tan diversa— impresionarán a los lectores tanto como a mí la narración de Anderson cuando yo era joven. En cierto sentido, yo era el lector perfecto para «Quiero saber por qué». Pero todos los relatos aquí reunidos, desde los más antiguos hasta los más contemporáneos, desde Washington Irving hasta la sorprendente y joven Lorrie Moore, impresionarán a los lectores con su esencia narrativa: sus cualidades en tanto que «hechura»; la urgencia de dirigirse al lector; sus contornos esmerados, su brevedad y capacidad de moderación contra la urgencia de decir más cuando es mejor decir menos; su convicción fundamental de que la vida puede —y quizá debería— ser minimizada, y al mismo tiempo ser enfatizada en un solo gesto, y de este modo juzgada moralmente. Estos relatos afirman que en medio del gran tumulto aparentemente indistinguible de la vida, se puede encontrar lo primordial.
Poe, por supuesto, hubiera preferido que los relatos fueran más breves de lo que yo acepto. Él habría contado rigurosamente los efectos que contenían y los que faltaban. Pero de 1837 a nuestros días, la vida quizá sea menos abreviable a causa de la sensibilidad moderna, que es más sobrecogedora, y ya no tan fácilmente sumisa a la necesidad de cohesión superficial y de unidad. De cualquier manera, no todos creen que una exagerada brevedad resulte tan virtuosa. Un siglo después de Poe, el crítico Walter Benjamin se lamentaba de que «el hombre moderno ya no se dedica a lo que no se puede abreviar». Y treinta años después de la época de Benjamin, el poeta Nemerov observaba que «los relatos no son nada más que trucos de salón […] unos aparatitos para inducir a producir reconocimientos y cambios de opinión […] Que tanta de nuestra experiencia, o el estereotipo que se hace pasar por ella, sea tratada por medio del relato es quizá un síntoma, que se puede percibir en otras partes del dominio público, de un cinismo desagradable con respecto al carácter humano…».
El criterio de Nemerov es que, debido a su severa economía, los relatos siempre omiten demasiado de la vida: las partes atenuantes, indistinguibles, grises, humanas, pero muy importantes, hubiera podido decir. Muchos detalles, una abundancia aún más grande, es, según este razonamiento, más verdadero; mientras que, ofrecer menos, equivale a creer que basta con menos, lo cual, desde el punto de vista de Nemerov, no sólo no era verdad, sino que estaba falto de moralidad. Nemerov habría estado de acuerdo con Benjamin, quien dijo a favor de la novela —ese género más largo que Benjamin tampoco aprobaba mucho—: «escribir una novela significa llevar al extremo lo inconmensurable en la representación de la vida humana […] En medio de la plenitud de la vida, y mediante la representación de esa plenitud, la novela evidencia la perplejidad profunda de los seres vivos». Todo parece indicar que lo que Nemerov consideraba como verdad absoluta era la perplejidad.
Desde luego, los relatos —si sus autores así lo desean— no necesitan escatimar las perplejidades de la vida. De nuevo, léase «El levantamiento indio» o «No hay lugar para ti, amor mío», de Eudora Welty, o el relato de Fitzgerald de los años veinte, «Regreso a Babilonia». La perplejidad abunda, aunque cada uno proporciona ese importante ritmo extra, gracias al cual no nos perdemos.
Tampoco deberíamos, en tanto que lectores, suponer que vamos a echar en falta la plenitud de la vida en los relatos. De nuevo remitimos al lector a Welty, a Henry James y a Stanley Elkin. Es cierto, los relatos no compiten con la vida en duración y extensión. La vida siempre será más larga que un relato o una novela. Pero el propósito formal de un relato —devolvernos a la vida con más de lo que teníamos cuando empezamos su lectura— no se diferencia en nada de la intención de una novela. Con una novela simplemente recibimos más, de la vida y del arte. Pero no necesariamente recibimos algo mejor.
Los relatos son buenos, o pueden ser buenos, por las mismas razones que al final esperábamos, y que en general están asociadas con su brevedad. Desde luego, los relatos no siempre han de ser tremendamente cortos. Pueden ser muy lentos, y parecer largos y elaborados (léase a Peter Taylor). Sin embargo, su declarada intención es ser cortos, no largos, ocupar un período breve del tiempo del lector en vez de uno dilatado. Parecen ser sumamente más selectivos que las novelas, y, por tanto, potencialmente son más dramáticos. Y debido a que son, en mayor medida, un extracto de la vida, resultan objetos inquietos, más cercanos al silencio, más próximos a la inexistencia formal que los géneros literarios más largos. Por estas razones, los relatos tienen la posibilidad de crear un efecto de urgencia; unas características que Poe hubiera percibido en su afán de regirlas mediante reglas. Y ya sean innovadores o tradicionales (con argumento, pintorescos y con personajes verosímiles, con diálogos sensatos y estructuras temporales convencionales), el hecho de que una cantidad relativamente breve de vida se refiera precisamente a esa vida más larga y más grande —más importante, e incluso misteriosa— hace que los relatos carguen con la responsabilidad de ser perfectos, so pena de correr el riesgo de carecer virtualmente de todo interés. A las novelas se les perdona su superfluidad, y tienen muchas más posibilidades de acertar. Por otra parte, los relatos que fracasan, extrañamente dejan de existir por completo.
Se podría decir más, incluso después de haber argumentado que deberíamos decir menos. Pero el trabajo del editor es hacer que el lector vuelva a su verdadera actividad; en este caso, a una espléndida constelación de relatos. Si ingenuamente he molestado al lector desviándolo de las preocupaciones del género, o de una atención demasiado grande a las características de la nación-estado, o de un deseo de conectar los relatos con su ambiente histórico; o si en este prólogo he ignorado los temas sexuales, los asuntos relacionados con la orientación sexual y la etnicidad, o si he omitido definir con precisión en qué consiste un buen relato —si en esencia he dejado estos relatos casi al desnudo frente al lector—, entonces estoy satisfecho, y he hecho el mínimo de daño. Concuerda con mi idea de la idiosincrasia norteamericana permitir al lector tanta libertad como sea posible, y se ajusta a mi noción de la libertad artística permitir que los escritores escriban como les plazca y que llamen al producto final como quieran. Me satisface que una selección de relatos tan diversamente elegidos defina el carácter norteamericano (además del carácter del relato de este país) tan bien, tan cabal y tan libremente como es debido. Aparte de eso, no hay nada más que decir.
Traducción de Manuel Pereira