ROBERT PENN WARREN

Invierno de moras

Estábamos ya en junio y eran más de las ocho de la mañana, pero había un fuego —no muy grande, sólo leña menuda— en el hogar de la gran chimenea de piedra del salón. Yo estaba allí de pie, casi metido en la chimenea, encorvado sobre la lumbre y jugueteando con los pies descalzos en la piedra caliente. Mientras me deleitaba con el hormigueo y la picazón que el calor producía en la piel de mis piernas desnudas, llamé a mi madre, que debía de estar en el comedor o en la cocina, y le dije:

—Pero si ya es junio, ¡no tengo que ponérmelos!

—Si has de salir, te los pones —dijo ella a voces.

Traté de calibrar el grado de autoridad y convicción que había en su voz, pero desde aquella distancia resultaba difícil. Intenté analizar su tono de voz y luego pensé que había sido una estupidez salir por la puerta de atrás y dejar que ella me viera descalzo. Si hubiera salido por delante o por la puerta lateral, ella no se habría enterado, al menos hasta la hora de cenar, y para entonces ya se estaría poniendo el sol y yo habría recorrido la finca para ver los destrozos causados por la tormenta y bajado al arroyo para ver la crecida. Pero no se me había ocurrido que pudieran impedirte ir descalzo en junio, por mucho temporal y ola de frío que hubiera habido.

Que yo recordara, nadie me lo había impedido siendo junio, y cuando tienes nueve años, lo que recuerdas te parece eterno; y es que te acuerdas de todo, y todo es importante y elemental y parece colmar el tiempo y es tan sólido que uno puede dar vueltas y vueltas a su alrededor, como si fuera un árbol, y contemplarlo. Eres consciente de que el tiempo pasa, de que tiene movimiento, pero el tiempo no es eso. El tiempo no es un movimiento, un fluir, qué sé yo, un viento; es más bien una especie de clima en el que existen las cosas, y cuando una cosa acontece, empieza a vivir y sigue viviendo y toma cuerpo en el tiempo como ese árbol alrededor del cual uno puede dar vueltas. Y si hay un movimiento, el movimiento no es el tiempo propiamente dicho, como tampoco la brisa es el clima, la brisa no hace más que agitar un poco las hojas de ese árbol que está vivo y es sólido. Cuando tienes nueve años, sabes que hay cosas que no sabes, pero sabes que cuando sabes algo es que lo sabes. Sabes cómo son las cosas y sabes que puedes andar descalzo en junio. No entiendes esa voz que te dice desde la cocina que no puedes salir de casa descalzo y corres a ver qué ha pasado y restriegas los pies sobre la hierba mojada y trémula y dejas la huella perfecta de tu pie en el barro liso, cremoso y rojo y luego meditas sobre ello como si te hubieras encontrado esa huella en la reluciente playa primordial del mundo. No has visto nunca una playa, pero has leído el libro y que esa huella estaba ahí.

La voz había dicho lo que había dicho, y yo miré furioso las medias negras y los robustos, desgastados zapatos marrones que había llevado desde el armario hasta la alfombra del hogar. Dije una vez más «Pero si ya es junio», y esperé.

—Sí —respondió la voz desde lejos—, pero es invierno de moras.

Acababa de levantar la cabeza para replicar, para evaluar de nuevo lo que implicaba ese tono, cuando vi casualmente al hombre.

El hogar estaba situado al fondo de la sala de estar, y es que la chimenea de piedra, como en tantas otras casas de Tennessee, estaba construida al extremo de un gablete, y a cada lado de la chimenea había una ventana. Vi al hombre por la ventana del lado norte del hogar. Al verle, no dije lo que tenía en mente sino que, embobado por aquella insólita visión, observé cómo se acercaba, todavía lejano, por el sendero que bordeaba el bosque.

Lo extraño era que hubiese allí una persona. Aquel sendero corría paralelo a la cerca del corral, entre la cerca y el bosque que llegaba hasta el corral mismo, y luego dejaba atrás los gallineros y seguía bordeando el bosque hasta perderse de vista allí donde el bosque invadía el campo de la parte de atrás. El camino se adentraba entonces en el bosque. Yo sabía que cruzaba el bosque en dirección al pantano, orillaba el pantano allí donde los árboles grandes daban paso a plátanos, robles de agua, sauces y juncos, y luego seguía hasta el río. Nadie iba por allí a menos que quisiera pescar ranas en el pantano o peces en el río o cazar en el bosque, y estas personas, si no tenían la autorización de mi padre, siempre venían a pedir permiso para cruzar la finca. Pero el hombre que yo estaba viendo ahora —lo supe incluso desde aquella distancia— no era cazador ni pescador. Y ¿qué podía hacer un cazador o un pescador por allí después de una tormenta? Además, venía de la parte del río, y nadie había bajado hasta allí aquella mañana. Lo sabía a ciencia cierta, porque si alguien hubiera pasado, desde luego si hubiera pasado un desconocido, los perros habrían armado alboroto y habrían salido a por él. Pero el hombre venía del río y había cruzado el bosque. De repente me lo imaginé avanzando por el camino herboso, en la verde penumbra de bajo los árboles, sin hacer el menor ruido en el sendero, mientras una gruesa gota de agua caía de vez en cuando de una hoja o una rama de roble y golpeaba una hoja inferior con un leve sonido hueco como cuando una gota de agua choca con hojalata. Ese sonido, en el silencio del bosque, sería muy significativo.

Cuando eres un muchacho y estás en medio del bosque, cuya quietud puede ser tan grande que tu corazón casi deja de latir y hace que quieras permanecer en la verde penumbra hasta que notas que los pies se te hunden y se aferran a la tierra como raíces y sientes que tu cuerpo respira lentamente por sus poros como las hojas; cuando estás allí y esperas que la siguiente gota caiga con su leve sonido opaco sobre una hoja inferior, ese sonido parece delimitar algo, poner fin a algo, empezar algo, y te impacientas y tienes miedo de que no ocurra, y cuando ocurre, vuelves a esperar otra vez, casi con miedo.

Pero el hombre a quien yo veía mentalmente cruzar el bosque no se detenía y esperaba, creciendo hacia el suelo y respirando con la enorme y silenciosa respiración de las hojas. En cambio, me lo imaginaba avanzando por la verde penumbra tal como lo hacía en ese momento por el camino junto al lindero del bosque, en dirección a la casa. Avanzaba ininterrumpidamente pero no deprisa, con los hombros un poco encorvados y la cabeza echada hacia el frente, como alguien que ha caminado mucho y tiene todavía mucho que recorrer. Cerré los ojos unos segundos, pensando que cuando los abriera, él ya no estaría allí. No podía haber venido de ningún sitio, y no había motivo para que viniera por donde lo hacía, camino de nuestra casa. Pero abrí los ojos y allí estaba, y seguía acercándose por el lindero del bosque. Aún no había llegado a la altura del corral de atrás.

—Mamá —dije en voz alta.

—Ponte los zapatos —dijo la voz.

—Viene un hombre —dije—, por la parte de atrás.

Ella no respondió, e imaginé que habría ido a mirar por la ventana de la cocina. Estaría mirando al desconocido, preguntándose quién era y qué quería, como uno hace siempre en el campo, y si yo entraba allí mi madre no notaría enseguida si iba descalzo o no. De modo que volví a la cocina.

Estaba junto a la ventana.

—No le conozco —dijo, sin mirarme.

—¿De dónde vendrá? —pregunté.

—No lo sé —respondió ella.

—¿Qué estaría haciendo allá en el río? Y de noche. Con la tormenta…

Ella se quedó mirando un rato por la ventana y luego dijo:

—Oh, supongo que habrá pasado por la finca de los Dunbar.

Comprendí que era una explicación totalmente lógica. El hombre no había estado en el río de noche, durante la tormenta. Había venido esta misma mañana. Podías atajar por la finca de los Dunbar si no te importaba abrirte paso entre los saúcos, sasafrases y zarzamoras que invadían prácticamente el camino viejo, que ya nadie utilizaba. Eso me satisfizo momentáneamente, pero nada más.

—Mamá —dije—, ¿qué estaría haciendo anoche en la finca de los Dunbar?

Entonces ella me miró, y supe que había cometido una equivocación, pues mi madre estaba mirando mis pies descalzos.

—No te has puesto los zapatos —dijo.

Me salvaron los perros. En ese instante sonó un ladrido que yo supe era de Sam, el collie, y luego un ladrido más ronco y agitado, que era de Bully, y vi un relámpago blanco en el momento en que Bully salía disparado del porche de atrás y corría hacia el hombre. Bully era un bulldog grande de color hueso, de esos que llamaban bulldog de granja pero que ya no se ven, grueso de pecho y de cabeza, pero con bonitas patas largas. Podía saltar una cerca con la agilidad de un podenco. Acababa de salvar la empalizada blanca en dirección al bosque cuando mi madre salió corriendo al porche de atrás y empezó a gritar:

—¡Ven, Bully! ¡Aquí!

Bully se detuvo en el camino, esperando al hombre, pero todavía soltó varios de aquellos salvajes y gorgoteantes gañidos suyos que parecían salir del fondo de un pozo de piedra. Pude verle el torso salpicado de fango rojo, un fango de aspecto excitante, como la sangre.

El hombre, empero, no había dejado de andar incluso cuando Bully saltó la cerca y se lanzó hacia él. No había dejado de avanzar en ningún momento. Sólo había cambiado, de la derecha a la izquierda, el pequeño paquete de papel que llevaba en la mano, y se había sacado algo del bolsillo del pantalón. Entonces vi el resplandor y supe que tenía un cuchillo en la mano, probablemente una de esas navajas hechas solamente para perpetrar maldades, con una hoja larga que sale disparada cuando se acciona un botón de la empuñadura. Aquella navaja debía de tener un botón en la empuñadura, ¿cómo, si no, podía haber sacado tan rápido aquella hoja reluciente y con una sola mano?

Enseñarles la navaja a los perros fue una cosa bien curiosa, porque Bully era un animal grande y poderoso, y Sam no le iba a la zaga. Si los perros hubieran ido en serio, habrían tumbado al hombre y la habrían emprendido a dentelladas con él antes de que pudiera asestar una sola cuchillada. Debería haber agarrado un palo grueso, algo con que atizarles y que a los perros les hubiera causado respeto. Pero daba la impresión de que no sabía gran cosa de perros. Manteniendo la hoja de la navaja pegada a la pierna derecha, el hombre siguió avanzando por el camino.

Entonces mi madre había dado una voz y Bully se había detenido. En vista de lo cual, el hombre dejó que la hoja retrocediera nuevamente hacia la empuñadura y se guardó la navaja en el bolsillo. Siguió acercándose. Muchas mujeres habrían tenido miedo de un desconocido a quien sabían en posesión de un cuchillo. Es decir, si hubieran estado solas en casa sin nadie más que un niño de nueve años. Y mi madre estaba sola, pues mi padre se había marchado y Dellie, la cocinera, estaba en su cabaña porque no se encontraba muy bien. Pero mi madre no tuvo miedo. No era una mujer corpulenta pero sí muy decidida en todo cuanto hacía, y miraba fijamente a todos y a todo con aquellos ojos azules que tenía. Había sido la primera mujer del condado en montar un caballo a horcajadas (ella era entonces una muchacha y yo no había nacido aún), y la he visto agarrar una escopeta de pistón y aplastar a un gavilán como si fuera un mosquito cuando el pájaro apareció en el corral. Era una mujer constante y segura de sí misma, y cuando pienso en ella ahora, muchos años después de su muerte, recuerdo sus manos morenas y no muy grandes, pero bastante cuadradas para ser manos de mujer, las uñas cortadas rectas. A decir verdad, más parecían manos de chico que de mujer adulta. Pero en aquel entonces a mí no se me ocurría que mi madre pudiera morir.

Ella lo vio entrar desde el porche por la verja de atrás, donde los perros (Bully había saltado de nuevo al corral) bailaban y gruñían y miraban de soslayo a mi madre para ver si su orden era en firme. El hombre pasó entre los perros, casi rozándolos, y no les hizo el menor caso. Vi que llevaba un viejo pantalón caqui, una chaqueta oscura de lana a rayas y un sombrero de fieltro gris. Llevaba puesta una camisa gris con rayas azules, sin corbata. Pero luego vi que asomaba una corbata, azul y rojiza, del bolsillo lateral de su chaqueta. Todo su atuendo estaba fuera de lugar. Debería haber llevado tejanos o un mono, un sombrero de paja o uno viejo de fieltro negro, y en cuanto a la chaqueta, aun concediendo que llevara una pelliza de lana y no un jubón, no debería haber tenido esas rayas. Eran prendas que, pese a ser lo bastante viejas y sucias para cualquier vagabundo, no cuadraban en el patio de nuestra casa, viniendo por el camino, en el centro de Tennessee, muy lejos de cualquier ciudad grande y a más de un kilómetro de la carretera.

Cuando el hombre llegó a los escalones, sin haber abierto la boca, mi madre, en un tono muy desapasionado, dijo:

—Buenos días.

—Buenos días —dijo él, y se detuvo y la examinó detenidamente. Bajo el ala del sombrero, que no se había quitado, se veía el rostro nada memorable, ni joven ni viejo tampoco, ni grueso ni delgado. Era un rostro grisáceo, a lo que contribuía la barba de dos o tres días. Sus ojos eran de un indefinido color avellana fangoso, o algo así, inyectados en sangre. Cuando abrió la boca, vi que tenía los dientes amarillos y desparejos. Un par de ellos se los habían saltado. Era fácil adivinarlo porque lucía una cicatriz, no muy antigua, en el labio inferior, justo debajo de la brecha.

—¿Está buscando trabajo? —le preguntó mi madre.

—Sí —respondió él (no «sí, señora»), y tampoco entonces se quitó el sombrero.

—No sé lo que dirá mi marido porque no está —dijo mi madre, y no le importó nada informar al vagabundo, si es que eso era, de que no había un hombre en la casa—, pero puedo encargarle un par de cosas. La tormenta me ha matado muchas gallinas. Tres jaulas llenas. Entiérrelas bien hondo para que los perros no empiecen a escarbar. En el bosque. Y arregle los gallineros que ha tirado el viento. Y allá junto al lindero del bosque hay algunos pollos ahogados. Salieron del corral y no pude hacerlos entrar. Y eso que llovía mucho: los pollos no tienen sentido común.

—¿De qué clase de pollos está hablando? —inquirió él, escupiendo sobre la acera de ladrillo. Restregó el pie sobre el lugar donde había caído la saliva y vi que llevaba unos zapatos negros, puntiagudos y planos, muy destrozados. A quién se le ocurría llevar esos zapatos en el campo.

—Ah, son de pavo —estaba diciendo mi madre—. No tienen el menor sentido común. De todos modos, no sé por qué crío pavos habiendo tantas gallinas aquí. No crecen bien cuando hay gallinas cerca, ni siquiera en corrales separados. Y yo, a mis gallinas, no pienso renunciar. —Calló un momento y volvió a adoptar el tono profesional—. Cuando termine eso, puede usted arreglar mis arriates. La tormenta ha arrastrado mucho barro, desperdicios y cascajos. Si va con cuidado, a lo mejor me salva algunas flores.

—Flores —dijo el hombre con una voz grave e impersonal que parecía preñada de significado, pero de un significado que no atiné a descifrar. Ahora que pienso en ello, creo que no fue mero desprecio. Más bien diría que el hombre se admiró, de un modo impersonal y distante, de la inminente posibilidad de hurgar en un arriate. Dijo aquella palabra y luego desvió la vista hacia el patio.

—Sí, flores —replicó mi madre con aspereza, como si no quisiera que nadie dijese o insinuase nada contra las flores— Este año estaban preciosas. —Calló y miró al desconocido—. ¿Tiene usted hambre? —preguntó.

—Sí —dijo él.

—Le prepararé alguna cosa —dijo ella— antes de que se ponga a trabajar. —Se volvió hacia mí—. Enséñale dónde puede lavarse —me ordenó, y entró en la casa.

Llevé al hombre al final del porche, donde había una bomba y un par de jofainas sobre una repisa baja para que la gente pudiera lavarse antes de entrar en casa. Me quedé allí de pie mientras él dejaba su paquete envuelto en papel de periódico y se quitaba el sombrero y buscaba con la vista un clavo donde colgarlo. Bombeó agua y metió las manos en ella. Eran unas manos grandes, y parecían fuertes, pero no tenían los surcos ni el color terroso de las manos de quienes trabajan al aire libre. Pero estaban sucias, con una mugre negra metida bajo las uñas e incrustada en la piel. Una vez se hubo limpiado las manos, llenó otra jofaina de agua y se lavó la cara. Se la secó y, con la toalla colgando todavía de sus manos, se aproximó al espejo que había en la pared de la casa. Pasó una mano por su barba crecida y luego se examinó detenidamente la cara, girándola primero a un lado y después al otro. Finalmente, retrocedió unos pasos y se echó sobre los hombros la chaqueta a rayas. Por sus ademanes, por el modo en que se alisó la chaqueta y se examinó en el espejo, se habría podido pensar que iba a la iglesia o a una fiesta.

Entonces me pilló mirándole. Clavó en mí sus ojos inyectados en sangre e inquirió con voz grave y áspera:

—¿Qué estás mirando?

—¿Yo? Nada —acerté a decir, y retrocedí un paso.

Arrojó la toalla, arrugada, a la repisa y entró en la cocina sin llamar antes a la puerta.

Mi madre le dijo algo que no pude oír bien. Me disponía a entrar de nuevo cuando recordé que iba descalzo, y decidí volver por el corral, adonde el hombre tendría que ir para recoger las gallinas muertas. Me quedé detrás del gallinero hasta que le vi salir.

El hombre cruzó el corral con mucho escrúpulo, casi melindroso, contemplando el lodo compacto salpicado de excrementos de gallina. El barro se le pegaba a las suelas de sus zapatos negros. Yo estaba a menos de dos metros de él cuando le vi recoger la primera gallina ahogada. La levantó por una pata y la inspeccionó un momento.

Nada parece más muerto que una gallina ahogada. Las patas se encogen endebles y como desinfladas, cosa que a mí, aun siendo un niño de campo al que no le daba miedo matar cerdos ni pescar ranas con anzuelo, me producía siempre un vahído en el estómago. El cuerpo de la gallina, en vez de rollizo y esponjoso, es fibroso y flácido, con el plumón apegotado, y el cuello queda flojo como un jirón de trapo. Y los ojos están cubiertos por una membrana azulina que te hace pensar en un viejo muy viejo a punto de morirse.

El hombre inspeccionó la gallina. Luego miró a su alrededor como si no supiera qué hacer con el cadáver.

—En el cobertizo hay un canasto muy grande —dije, y le señalé el alpende contiguo al gallinero—. Y también hay una pala —añadí.

El hombre fue a por el canasto y empezó a retirar gallinas muertas, cogiéndolas por una pata para lanzarlas acto seguido a la cesta con un gesto enérgico y desagradable. De vez en cuando me lanzaba miradas con sus ojos inyectados. Cada vez parecía que iba a decirme algo, pero no. Quizá estaba tratando de decir alguna cosa, pero no esperé a que eso ocurriera. Su mirada me hacía sentir tan incómodo que decidí irme del corral.

Además, acababa de recordar que el arroyo se había desbordado y que la gente habría ido a verlo. Crucé el terreno camino del puente. Cuando llegué al tabacal, vi que los desperfectos no eran grandes. La tierra estaba bien y pocas tabaqueras habían sido arrancadas del suelo. Pero yo sabía que el tabaco había sufrido mucho en toda la región. Así lo había dicho mi padre en el desayuno.

Mi padre estaba en el puente. Cuando salí al camino por la brecha que había en el seto vivo, le vi montado en su yegua dominando las cabezas de los otros hombres que estaban allí de pie, contemplando la crecida. En ese punto, el arroyo era grande incluso sin crecida; apenas tres kilómetros más abajo desembocaba en el río, y cuando había una riada de las buenas el agua llegaba roja hasta la carretera a su paso por el puente, que era un puente de hierro, y saltaba por encima del tablero e incluso del pretil del puente. Sólo la parte superior del herraje quedaba a la vista, con el agua arremolinada y espumeando roja y blanca a su alrededor. El arroyo crecía tan deprisa y con tanta fuerza porque, unos kilómetros antes, bajaba de las colinas por gargantas que se colmaban de agua en un santiamén cada vez que llovía. El cauce corría por un lecho profundo flanqueado de farallones de caliza hasta que llegaba a unos mil doscientos metros del puente, y cuando salía de entre aquellos riscos y venía crecido, el agua hervía y silbaba y echaba humo como si saliera de una manguera de bomberos.

Siempre que había crecida, gente de medio condado venía a ver el espectáculo. Al fin y al cabo, después de un temporal no se podía trabajar. Cuando no estropeaba la cosecha, no podías arar y te daban ganas de tomarte unas vacaciones para celebrarlo. Y si estropeaba la cosecha, entonces sólo quedaba tratar de no pensar en la hipoteca —si eras lo bastante rico para tener una—, y el que no podía permitirse una hipoteca necesitaba algo que le distrajera para no pensar en el hambre que iba a pasar en Navidad. Por eso bajaban muchos hasta el puente, a mirar la crecida. Era una forma de romper la monotonía del trabajo diario.

No se solía hablar mucho tras unos primeros minutos especulando hasta dónde había subido el agua esta vez. Hombres y chavales se quedaban allí de pie o a lomos de caballos y mulas, según el caso, o subidos a la plataforma de un carro. Se admiraban de la crecida durante un par de horas, y entonces alguien anunciaba que volvía a casa a cenar y se alejaba por la encharcada carretera gris de piedra caliza, o metía piernas a su montura y echaba a andar. Todo el mundo sabía con exactitud lo que iba a ver cuando llegara al puente, pero la gente acudía igual. Era como ir a un funeral o a la iglesia. Acudían, eso sí, siempre que fuera verano y la crecida repentina. Nadie iba a ver una riada en invierno.

Cuando salí por la brecha en el seto vivo, vi a una veintena de hombres y un montón de chiquillos, y vi a mi padre montado en su yegua, Nellie Gray. Era un hombre alto y cimbreño y tenía buena presencia. Yo siempre me enorgullecía de verle a caballo, tan recto y tranquilo, y cuando salí por la brecha del seto, lo primero que pasó fue, lo recuerdo bien, esa agradable sensación que siempre experimentaba al verle así, descansando sin desmontar del caballo. No fui hacia donde estaba él, sino que di un rodeo para buscar un buen punto de observación. De entrada, no estaba seguro de qué diría mi padre de que yo estuviera descalzo. Pero un instante después oí su voz que me llamaba: «¡Seth!».

Caminé hacia él pasando con gestos de disculpa entre los hombres, que volvieron hacia mí sus rostros grandes, cetrinos, colorados o flacos. Yo conocía a algunos de ellos, y sabía sus nombres, pero como los que me eran conocidos estaban inmersos en la multitud, mezclados con caras desconocidas, me parecían extraños y poco amistosos. No levanté los ojos para mirar a mi padre hasta que estuve casi al alcance de sus espuelas. Entonces le miré e intenté leer en su rostro si estaba enfadado por ir yo descalzo. Antes de que pudiera interpretar la expresión de su cara de pómulos salientes, él se había inclinado hacia mí y me ofrecía la mano.

—Agárrate —me ordenó.

Lo hice, di un saltito y él dijo «¡Aaaarriba!», y me izó, ligero como una pluma, al borrén de su silla de montar McClellan.

—Desde aquí lo verás mejor —dijo. Me hizo sitio en el arzón echándose un poco hacia atrás y luego, mirando sobre mi cabeza la turbulenta corriente, pareció olvidarse de mí. Pero su mano derecha estaba en mi costado, un poco más arriba del muslo, para impedir que me cayera.

Estaba yo allí sentado, sintiendo en mis hombros el leve subir y bajar del pecho de mi padre, cuando vi la vaca. Al principio, la tomé por madera de deriva que bajaba a toda velocidad entre los pliegues del cauce, pero de repente un chico bastante corpulento que había trepado a un poste de teléfono próximo a la carretera, para ver mejor, gritó:

—¡Demonios, mirad esa vaca!

Todo el mundo miró. Era una vaca, en efecto, pero habría podido ser madera de deriva porque estaba más tiesa que un tronco, dando vueltas y vueltas arroyo abajo, sacando ora las patas ora la cabeza, a la superficie del agua.

La vaca puso a hablar de nuevo a los hombres. Alguien se preguntó en voz alta si el animal iría a parar a uno de los espacios despejados que había bajo la viga superior del puente y pasaría sin más, o si quedaría enganchado en los desperdicios que la crecida había amontonado junto a las vigas de apoyo y las riostras. Alguien recordó que hacía diez años el puente había sido arrancado de sus cimientos por la gran acumulación de madera de deriva. Entonces llegó la vaca. Chocó con los desperdicios amontonados al pie de una de las vigas y allí se quedó. Durante unos segundos pareció que se iba a soltar, pero entonces vimos que había quedado enganchada. Subía y bajaba sobre el costado de una manera lánguida, insegura, agobiante. Llevaba al cuello un yugo de esos que hacen con una rama ahorquillada; sería una vaca aficionada a saltar barreras.

—Habrá saltado una cerca —dijo uno de los hombres.

Y otro:

—Pues es la última que salta, eso seguro.

Entonces se pusieron a hablar de quién podía ser el dueño de la vaca, y decidieron que probablemente era Milt Alley. Decían que tenía una vaca de las que salta y que la guardaba en una parcela vallada, río arriba. Yo no conocía a Milt Alley personalmente, pero sabía quién era, un intruso que vivía en una cabaña en una hazuela perdida entre las colinas. Era un blanco muy pobre. Tenía muchos hijos. Yo los había visto en la escuela, cuando les daba por ir. Estaban demacrados, tenían el pelo de un rubio sucio, lacio y apelmazado, y olían a algo como suero de leche pasado, no porque bebieran mucho suero de leche sino porque ése es el olor que suelen despedir los niños de esas cabañas. El mayor de los Alley dibujaba cosas guarras y las enseñaba a los más pequeños de la escuela.

La vaca era de Alley. Parecía la clase de vaca que él podía tener, una vaca escuálida, vieja, de lomo arqueado y con un yugo alrededor del pescuezo. Me pregunté si Milt Alley tendría alguna más.

—Papá —dije—, ¿tú crees que Milt Alley tiene otra vaca?

—Se dice el señor Alley —dijo mi padre en voz baja.

—¿Crees que sí?

—Ni idea —respondió.

Un chico larguirucho, de unos quince años, que estaba mirando la vaca montado en un mulo viejo y esquelético con un trozo de arpillera sobre su dentada espina dorsal, dijo de pronto sin dirigirse a nadie:

—¿Alguien ha comido alguna vez carne de vaca ahogada?

Era la clase de chaval que podría muy bien haber sido hijo de Milt Alley, con su mono raído y descolorido, los bajos del pantalón hechos harapos y los zapatones tiesos de barro colgando de sus huesudos tobillos sin calcetines a la altura de la tripa del mulo. Después de decir lo que dijo, se le vio enfurruñarse cuando todas las miradas giraron hacia él. No lo había dicho en serio, estoy casi seguro. Era demasiado orgulloso para decir una cosa así, como lo habría sido Milt Alley. Sólo había expresado en voz alta un pensamiento, nada más.

Había un hombre de pie en la carretera, un viejo de barba blanca.

—Hijo —le dijo al avergonzado chico del mulo—, cuando seas mayor sabrás que un hombre puede comer cualquier cosa cuando le es preciso.

—Pues este año a más de uno le va a tocar hacerlo —dijo otro hombre.

—Hijo —prosiguió el viejo—, en mi época comí cosas que nadie se atrevería a imaginar. Fui soldado en las tropas del general Forrest, y no sabes las cosas que comimos cuando nos hizo falta. Comí carne de animales que echaban a correr cuando sacabas el cuchillo para cortar un pedazo y ponerlo al fuego. Había que darles un culatazo con la carabina, imagínate cómo se movían. Esa carne saltaba como los sapos, de tantos insectos como tenía.

Pero nadie estaba escuchando al viejo. El chico de la mula dejó de mirarle con expresión malhumorada, hincó los talones al mulo y echó a andar por la carretera con un movimiento que hacía pensar que en cualquier momento oirías partirse los huesos de la bestia dentro de su descarnado y escrofuloso pellejo.

—El chico de Cy Dundee —dijo un hombre, y señaló hacia la silueta que se alejaba por la carretera montado en su mulo.

—Yo creo que los hijos de Cy Dundee no le habrán hecho ascos a una vaca ahogada en más de una ocasión —dijo otro hombre.

El viejo de la barba los miró con sus ojos débiles y torpes, primero a uno y luego a otro.

—Si uno vive lo suficiente —dijo—, es capaz de comerse cualquier cosa.

Se hizo el silencio otra vez. La gente siguió contemplando la roja corriente salpicada de espuma.

Mi padre alzó la brida con la mano izquierda y la yegua giró para enfilar la carretera después de rodear al grupo. Cabalgamos hasta llegar a la verja grande, y allí mi padre desmontó para abrirla y me dejó guiar a Nellie Gray. Cuando llegó al sendero que partía del camino particular a unos doscientos metros de nuestra casa, mi padre dijo «Agárrate». Me agarré y él me hizo bajar al suelo.

—Voy a seguir a caballo para ver el maíz —dijo—. Vete a casa.

Tomó por el sendero y yo me quedé allí viéndolo alejarse. Mi padre llevaba unas botas de pelleja y una vieja pelliza de cazador, y yo pensé que tenía un aspecto muy marcial, como en un grabado. Por eso y por el modo en que montaba.

No fui a casa, sino que pasé por el huerto y por detrás del establo para ir a la cabaña de Dellie. Quería jugar un rato con Jebb, el hijo pequeño de Dellie, que era dos años mayor que yo. Además, tenía frío. Tiritaba al andar, y se me había puesto carne de gallina. El barro que se me colaba entre los dedos de los pies al caminar estaba frío como el hielo. Dellie habría encendido fuego, pero no me haría poner zapatos ni calcetines.

Era una cabaña de troncos, con uno de sus lados, puesto que estaba en una pendiente, apoyado en unas piedras de caliza, con un pequeño porche al lado, y tenía alrededor una pequeña cerca encalada y una verja con puntas de arado sobre un alambre para que sonaran cuando entraba alguien, y tenía dos robles enormes en el patio y algunas flores y un bonito excusado en la parte de atrás con madreselvas que trepaban a él. Dellie y el viejo Jebb, que era el padre de Jebb y que vivía con Dellie desde hacía veinticinco años aunque no se habían casado, procuraban tenerlo todo bonito. Se habían ganado fama en la comunidad de ser unos negros limpios e inteligentes. Dellie y Jebb eran lo que antes se llamaba «negros de gente blanca». Había una gran diferencia entre su cabaña y las otras dos que había más abajo y donde vivían otros inquilinos. Mi padre procuraba que las otras cabañas estuvieran siempre a prueba de intemperie, pero no podía encargarse de bajar a recoger toda la basura que dejaban por allí. Sus inquilinos no se molestaban en tener un pequeño huerto como Dellie y Jebb ni hacían conserva de ciruelas silvestres y confitura de maíllas, como hacía Dellie. Eran unos holgazanes, y mi padre siempre los amenazaba con echarlos. Pero nunca lo hacía. Cuando por fin se marcharon, lo hicieron por su propia cuenta y sin ningún motivo, para seguir siendo unos holgazanes en alguna otra parte. Luego vinieron otros. Pero mientras tanto vivían allá abajo, Matt Rawson y su familia y Sid Turner y la suya, y yo jugaba con sus hijos por todo el terreno cuando no estaban trabajando. Pero cuando yo no estaba por allí, a veces se portaban mal con el pequeño Jebb. Y era porque esos otros inquilinos tenían celos de Dellie y de Jebb.

Tenía tanto frío que los últimos cincuenta metros hasta la casa los hice corriendo. No bien hube cruzado la puerta del patio, vi que la tormenta había castigado mucho las flores de Dellie. El patio, como he dicho, estaba en una pendiente, y el agua había arrancado los macizos y arrastrado toda la estupenda tierra de bosque que Dellie había traído. La poca hierba que quedaba en el patio estaba como pegada al suelo, tal como la había dejado el agua de crecida. Me hizo pensar en el plumón pegado a la piel de las gallinas ahogadas que el desconocido había estado recogiendo en el corral de mi madre.

Di unos pasos en dirección a la cabaña y entonces vi que el agua drenada había sacado de debajo de la casa un montón de desperdicios e inmundicia. Más cerca del porche, el suelo ya no estaba limpio. Trapos viejos, dos o tres latas oxidadas, pedazos de cuerda podrida, restos de caca de perro, cristales rotos, papel viejo y cosas por el estilo que habían salido de bajo la casa dejando el patio de Dellie hecho una pena. Estaba tan feo como los patios de las otras cabañas, por no decir más. En realidad, más, porque no te lo esperabas. Yo nunca había imaginado que debajo de la casa de Dellie podía haber tanta porquería. No era una crítica contra ella, que debajo de su cabaña hubiera todo aquello. La basura se mete debajo de cualquier casa. Pero no fue eso lo que pensé cuando vi la inmundicia que había invadido el suelo que Dellie barría a veces con una escoba de ramitas para que estuviera limpio y bonito.

Sorteé los desechos como pude, cuidando de no pisarlos con los pies descalzos, y me llegué hasta la puerta. Cuando llamé, oí su voz diciéndome que entrara.

Dentro de la cabaña estaba oscuro, viniendo yo de afuera, pero distinguí a Dellie acurrucada en la cama bajo una colcha, y al pequeño Jebb sentado frente al hogar, donde borboteaba una lumbre baja.

—Hola —le dije a Dellie—. ¿Cómo te encuentras?

Sus grandes ojos, con aquel deslumbrante blanco que te sorprendía en su cara negra, quedaron fijos en mí, pero Dellie no respondió. No parecía ella ni actuaba como ella; Dellie siempre estaba trajinando en la cocina, murmurando para sí, riñéndonos a mí o a Jebb, haciendo toda clase de ruidos innecesarios con los cacharros y rezongando como una de esas anticuadas trilladoras de vapor cuando va sobrada de presión y hace que el regulador petardee y toda ella gruñe y se sacude. Pero Dellie estaba tumbada en la cama, bajo la colcha de patchwork, con su cara negra, que yo apenas reconocía, vuelta hacia mí y el blanco de los ojos deslumbrante.

—¿Cómo te encuentras? —repetí.

—Estoy enferma —graznó la voz, saliendo de la extraña cara negra que no estaba acoplada al corpachón menudo de su dueña, sino que emergía de un lío de sábanas. Y añadió la voz—: Muy enferma.

—Lo siento —acerté a decir.

Los ojos quedaron posados en mí un momento más, y luego la cabeza volvió a apoyarse en la almohada. «Lo siento», dijo la voz en un tono que no era de pregunta ni de afirmación. Fue un poner en el aire esas palabras sin el menor significado, un dejarlas allí flotando como una pluma o un poco de humo, mientras los grandes ojos, con el blanco como clara de huevo duro recién pelado, miraban fijamente al techo.

—Dellie —dije al cabo de un rato—, arriba en la casa hay un vagabundo. Tiene un cuchillo.

Dellie no me escuchaba. Cerró los ojos.

Fui de puntillas a donde estaba Jebb y me acurruqué a su lado, frente al hogar. Empezamos a hablar en voz baja. Le pregunté por qué no sacaba el tren y jugábamos a trenes. El viejo Jebb había acoplado unas bobinas, a modo de ruedas, a tres cajas de puros y unos eslabones de alambre entre caja y caja para hacerle un tren a Jebb. La caja que hacía de locomotora tenía la tapa cerrada y un trozo de mango de escoba a guisa de chimenea. Jebb no quería sacar el tren, pero yo le dije que me iría a casa si no lo sacaba. Finalmente fue a buscarlo, además de las piedras de colores, los fósiles de crinoideo y demás cosas que utilizaba como carga, y nos pusimos a jugar, hablando como pensábamos que hacía la gente del ferrocarril, imitando en voz baja el ruido de la locomotora y emitiendo de vez en cuando flojos y cautos tu-tuts a modo de silbato. Tan enfrascados estábamos jugando a trenes, que los silbidos fueron subiendo de volumen. Y entonces, sin darse cuenta, Jebb lanzó un tu-tut a grito pelado avisando de que venía un cruce.

—Ven —dijo la voz desde la cama.

Jebb, que estaba a gatas, se levantó despacio y me lanzó una repentina y explícita mirada hostil.

—¡Ven! —repitió la voz.

Jebb se acercó a la cama. Dellie se incorporó a duras penas sobre un codo y musitó:

—Acércate.

Jebb obedeció.

—Lo haré aunque sea lo último que haga —dijo Dellie—. Te había avisado de que no hicieras ruido.

Entonces le abofeteó. Fue un bofetón horrible, más aún por la debilidad de la cual procedía y que ponía de manifiesto. Yo la había visto pegar a Jebb otras veces, pero siempre con esa clase de bofetada que cabe esperar de una negra refunfuñona y de buen corazón como Dellie. Pero esta vez fue distinto: un cachete horrible. Tanto, que Jebb no emitió sonido alguno. Las lágrimas le saltaron de golpe y bañaron su rostro, y su respiración se volvió entrecortada, como a jadeos.

Dellie se tumbó otra vez.

—No se puede ni estar enferma —clamó hacia el techo—. Te pones mala y no te dejan en paz. Te pisotean de mala manera. Ni enferma puede estar una. —Luego cerró los ojos.

Salí de la habitación. Casi corrí para llegar a la puerta delantera, y de hecho crucé el porche, bajé los escalones y atravesé el patio a la carrera, sin preocuparme de si pisaba o no la porquería. Corrí casi hasta llegar a casa. Entonces recordé que mi madre se iba a enfadar por ir yo descalzo, y bajé a las cuadras.

Oí un ruido en el establo y abrí la puerta. Allí estaba Big Jebb sentado sobre un cuñete de clavos, tirando hollejas de maíz a un cuévano grande. Entré, cerré la puerta y me agaché a su lado en el suelo. Estuve así un par de minutos, antes de que uno de los dos hablara, viéndole deshollejar el maíz.

Big Jebb tenía las manos muy grandes, nudosas y con las articulaciones grisáceas, y unas palmas calludas que parecían rayadas de herrumbre, una herrumbre que se le metía entre los dedos y asomaba por el dorso. Tan fuertes y robustas eran sus manos, que con un movimiento de la palma podía coger una espiga grande de maíz y arrancar los granos de la mazorca, como una máquina. «Si trabajas tanto como yo», solía decir, «el buen Dios te dará unas manos duras como el hierro forjado.» Y, en efecto, sus manos parecían de hierro forjado, hierro viejo con rayas de herrumbre.

Era muy viejo, setenta y tantos años, treinta o más que Dellie, pero fuerte como un toro. Aparte de eso era un poco achaparrado, cargado de espaldas y con unos brazos larguísimos, el tipo que por lo visto tienen los nativos del río Congo de tanto remar en sus embarcaciones. Su cabeza era como una bala redonda, sus hombros poderosos. Tenía la piel muy negra, y el escaso cabello que conservaba exhibía mechones grises como el algodón viejo después de espadarlo. Tenía los ojos pequeños y la nariz chata, pero no grande, y el rostro más afable y más sabio del mundo, el rostro franco, triste y sabio de un animal viejo que contempla tolerante las idas y venidas de las pobres criaturas humanas que pasan ante él. Era un buen hombre, y yo le quería mucho. Acuclillado en el piso del establo, le observé deshollejar el maíz con aquellas herrumbrosas manos de hierro, mientras él me miraba con sus ojillos incrustados.

—Dellie dice que está muy enferma —dije.

—Sí.

—¿De qué está enferma?

—De pena femenina —dijo Jebb.

—¿Y eso qué es?

—Una cosa que les entra —dijo—. Una cosa que les viene cuando llega el momento.

—¿Y qué es?

—Es el cambio —dijo—. El cambio de la vida y del tiempo.

—¿Qué es lo que cambia?

—Eres demasiado pequeño para esas cosas.

—Quiero saberlo.

—Cuando llegue el momento, lo sabrás todo.

Era inútil seguir preguntando, yo lo sabía muy bien. Cuando le preguntaba cosas y él me respondía así, sabía que no me lo iba a decir. Seguí observándole en cuclillas. Ahora que llevaba un rato allí quieto, empecé a sentir frío otra vez.

—¿Por qué tiemblas? —me preguntó.

—Tengo frío. Tengo frío porque es invierno de moras… —dije.

—Quizá sí y quizá no —dijo él.

—Mi madre dice que sí.

—Yo no digo que miss Sallie tenga razón o deje de tenerla. Pero la gente no lo sabe todo.

—¿Por qué no es invierno de moras?

—Ya ha pasado el momento. Todas las zarzamoras están floridas.

—Pues ella dice que sí.

—El invierno de moras no es más que una ola de frío. Tal como viene se va, y hete aquí que llega el verano, rápido como un escopetazo. No hay manera de saber si esta vez se marchará.

—Estamos en junio —dije.

—Junio —replicó él con desdén—. Eso es lo que la gente dice. Qué significa junio, ¿eh? Puede que el frío ya no desaparezca.

—¿Por qué?

—Porque esta tierra está cansada y vieja. Está cansada y no quiere producir más. El Señor dejó que una vez lloviera cuarenta días y cuarenta noches porque estaba harto de los pecadores. Quizá esta vieja tierra le diga al Señor, Oh Señor, estoy harta, déjame descansar, Señor. Y el Señor le diga, Tierra, has dado lo mejor de ti misma, has dado maíz y has dado patatas, y ellos sólo piensan en su tripa. Sí, Tierra, puedes descansar.

—¿Qué pasará entonces?

—La gente arrasará con todo. La tierra no producirá más. La gente cortará los árboles y los quemará para no pasar frío, y la tierra no dará más cosechas. Yo hace tiempo que lo vengo diciendo, que tal vez ha llegado la hora, este mismo año. Pero la gente no escucha, no quiere saber que la tierra está cansada. Puede que este año se enteren de una vez.

—¿Todo morirá?

—Todo y todos, así ha de ser.

—¿Este año?

—Eso nadie lo sabe. Quizá sí.

—Pues mi madre dice que es invierno de moras… —sentencié confiado, y me puse en pie.

—Yo no he dicho nada contra miss Sallie —dijo.

Fui hacia la puerta del establo. Tenía frío de verdad. Al correr había sudado, y ahora era peor. Me quedé allí un momento mirando a Jebb, que volvía a deshollejar maíz.

—Ha venido un vagabundo a casa —dije. Casi me había olvidado de él.

—¿Sí?

—Por el camino de atrás. ¿Qué estaría haciendo allá abajo con la tormenta?

—La gente viene y va —dijo—, no hay forma de saberlo.

—Tenía una navaja.

—Vienen y van, los buenos y los malos. Con tormenta o con sol, de día o de noche. Son gente, y como gente que son vienen y se van.

Me agarré a la puerta, tiritando. Él me miró un momento y luego dijo:

—Vete a casa, vas a coger una pulmonía. ¿Y qué dirá entonces tu madre?

Dudé un poco.

—Vete ya —dijo Jebb.

Cuando llegué al patio de atrás, vi que mi padre estaba junto al porche y que el vagabundo caminaba hacia él. Se pusieron a hablar antes de que yo llegara, pero tuve tiempo de oír que mi padre le decía:

—Lo lamento, no hay trabajo para usted. Ahora mismo tengo todos los peones que necesito. No voy a necesitar más jornaleros hasta que empiece la trilla.

El desconocido no dijo nada, se limitó a mirar a mi padre.

Mi padre sacó el monedero de piel y extrajo una moneda de medio dólar. Se la tendió al vagabundo.

—Esto es por media jornada —dijo.

El hombre miró la moneda, miró a mi padre, pero no hizo ademán de coger el dinero. La cantidad, sin embargo, era justa. En 1910 se pagaba un dólar al día. Y aquel hombre no había trabajado siquiera la media jornada.

Entonces el vagabundo alargó la mano, cogió la moneda y se la guardó en el bolsillo derecho de la chaqueta. Después, pausadamente y sin la menor emoción, dijo:

—Yo no quería trabajar en su (      ) granja.

A mí me habrían molido a palos por emplear esa palabra.

Miré a mi padre. Su rostro estaba rayado de blanco bajo las quemaduras del sol.

—Lárguese de aquí —dijo—. Lárguese o no me hago responsable.

El hombre metió la mano derecha en el bolsillo del pantalón. Era el bolsillo donde guardaba la navaja de resorte. Yo iba a gritarle a mi padre lo del cuchillo cuando vi que la mano salía sin nada. El hombre esbozó una sonrisa torva, mostrando el boquete que tenía encima de la cicatriz. En ese instante pensé que tal vez había intentado atacar a alguien con la navaja y por eso le habían saltado los dientes.

La cara inmemorable y gris mostró aquella torva, nauseabunda sonrisa suya, y luego el hombre escupió al piso enladrillado. El escupitajo aterrizó a unos quince centímetros de la puntera de la bota derecha de mi padre. Mi padre lo miró, y yo también. Tuve la certeza de que si el escupitajo hubiera tocado su bota, algo habría sucedido. Vi el escupitajo brillante, y a un lado las recias botas de pelleja de mi padre, con sus cordones de piel y sus ojales de latón, botas gruesas salpicadas del buen lodo rojizo y bien asentadas en los ladrillos, y al otro lado los destrozados y puntiagudos zapatos negros, en los que el barro se veía triste y fuera de lugar. Entonces vi que uno de los zapatos se movía, apenas un poco, para dar finalmente un paso atrás.

El hombre describió un cuarto de circunferencia hasta el extremo del porche, con la mirada de mi padre siguiéndole en todo momento. Al llegar al extremo, el hombre alcanzó el paquete de papel de periódico que había dejado en la repisa de las jofainas y desapareció al doblar la esquina de la casa. Mi padre subió al porche y entró en la cocina sin decir palabra.

Rodeé la casa para ver qué hacía el vagabundo. Ya no le tenía miedo, por más que guardara un cuchillo. Cuando llegué a la parte delantera, le vi salir por la verja y echar a andar por el camino en dirección a la carretera. Corrí. Había recorrido unos sesenta metros del camino particular cuando yo le alcancé.

Al principio no me puse a su altura sino que le seguí, como haría cualquier chiquillo, a unos dos o tres metros de distancia, corriendo de vez en cuando para no rezagarme mucho pues él andaba a grandes trancos. Cuando llegué por primera vez a su altura, el hombre volvió la cabeza y me miró sin expresión, luego fijó la vista en el camino y siguió andando como si nada.

Cuando hubimos doblado el recodo del camino particular que dejaba la casa fuera de la vista, e íbamos ya junto al lindero del bosque, decidí ponerme a su altura. Corrí unos cuantos pasos y casi estaba a su lado, sólo unos palmos a su derecha. Seguí andando un rato en esa posición, pero él no me hacía el menor caso. Continué hasta que estuvimos a la vista de la verja grande que daba a la carretera.

Entonces le dije:

—¿De dónde viene?

Él me miró como si le sorprendiera mi presencia.

—Eso no es asunto tuyo —dijo.

Seguimos andando otros quince metros y entonces pregunté:

—¿Adónde va?

El hombre se detuvo, me estudió desapasionadamente durante unos segundos y de pronto dio un paso hacia mí y acercó su cara a la mía. Los labios se separaron, pero no como para sonreír, enseñándome los dientes que le faltaban y haciendo que la cicatriz del labio inferior se pusiera blanca de tensión.

—Deja de seguirme —dijo—. Si no paras de seguirme te rebanaré el pescuezo, hijo de puta.

Luego siguió hacia la verja y enfiló la carretera.

De eso hace treinta y cinco años. En este tiempo mi padre y mi madre han muerto. Yo era aún un muchacho, pero bastante crecido, cuando mi padre murió del tétanos a resulta de un corte que se hizo con la hoja de una segadora mecánica. Mi madre vendió la finca y se fue a vivir a la ciudad con su hermana. Pero ya no se recuperó de la muerte de mi padre, y tres años después falleció, en la plenitud de su vida. Mi tía siempre decía: «Sallie se murió de pena, tanto quería a su marido». Dellie también ha muerto, pero bastante después de que vendiéramos la granja, según he oído decir.

En cuanto al pequeño Jebb, se convirtió en un negro malo y violento. Mató a otro negro en una pelea y fue enviado a la penitenciaría, donde sigue aún, por lo que yo sé. Supongo que acabó siendo malo y pendenciero de tanto como le fastidiaban los hijos de los otros inquilinos, que tenían celos de Dellie y Jebb porque eran listos y les iba bien, y por ser negros de gente blanca.

El viejo Jebb vivió y vivió. Le vi hace diez años y ya era centenario, aunque nadie lo hubiera dicho. Residía en la ciudad, viviendo del socorro estatal —eran los tiempos de la Depresión— cuando fui a verle. Esto fue lo que me dijo:

—Soy demasiado fuerte para morir. Cuando era apenas un jovencito y vi de qué iba la cosa, recé al Señor y le dije: Oh, Señor, dame fuerzas y hazme fuerte para soportarlo todo. El Señor escuchó mi plegaria. Me dio fuerzas. Yo me sentía orgulloso de mi fortaleza y de ser muy hombre. El Señor me lo dio todo. Pero ahora se ha olvidado de mí y me ha dejado a solas con mi fuerza. Uno ya no sabe qué rezar, y no se muere ni a tiros.

Según mis noticias, Jebb seguramente vive todavía.

Esto es lo que ha pasado desde la mañana en que el vagabundo acercó su cara a la mía y me enseñó los dientes, diciendo: «Deja de seguirme. Si no paras de seguirme, te rebanaré el pescuezo, hijo de puta». Eso fue lo que dijo, que no le siguiera. Pero yo le he seguido, año tras año.

Traducción de Luis Murillo Fort