RICHARD BAUSCH

Valentía

Después de que todo terminara, Aldenburg se oyó a sí mismo decir que nunca se había considerado de esos hombres que saben qué hacer en una emergencia y que tampoco era particularmente valiente. Más bien había creído siempre todo lo contrario. Era una verdad que dolía pero era así. Los problemas de su vida privada lo debilitaban y no tenía agallas para hacer nada para cambiarlos, y además lo sabía, en el fondo, en ese nivel donde uno no puede enmascarar las cosas mediante la racionalización, la distracción o la bravata; tampoco mediante la bebida. De hecho, no habría sido capaz de llevar a cabo ninguna heroicidad si no hubiera pasado la noche sentado en el mismo bar en cuya puerta tuvo lugar el accidente.

El bar se llamaba Sam’s. Por la noche el letrero de neón de Budweiser del escaparate era la única luz encendida en aquel extremo de la calle. Aldenburg se había quedado después de cerrar y la borrachera se le había pasado jugando al blackjack con monedas de un centavo en compañía de Mo Smith, el dueño, un señor muy agradable que había perdido a un hijo en la guerra del Golfo, estaba solo, tenía insomnio y agradecía la compañía.

Había sido un invierno muy triste: días grises y fríos como huesos, noches oscuras sin estrellas, tormentas de hielo incesantes y un viento que azotaba la faz del mundo como la desolación encarnada. Hablaron un poco de esto y de todas las aberraciones que los rodeaban. Aberración era una palabra de Smitty. La usaba en casi todos los contextos para referirse de forma imprecisa a las cosas que no podía entender o para las que no encontraba un nombre de inmediato. «Pásame esa… aberración de ahí, ¿quieres?», decía, refiriéndose a una jarra de agua. O decía: «La presidencia de Reagan fue una aberración», y a veces parecía que significaba lo mismo en todos los casos. A Smitty le gustaba sobre todo hablar del fin del mundo. Constantemente estaba encontrando indicios de la decadencia de todo, en todas partes donde miraba. Todo era una aberración.

A Aldenburg le gustaba escucharlo a veces, y si en alguna ocasión se empezaba a cansar de sus augurios tétricos simplemente dejaba de escucharlo. Aquella noche le dejó hablar sin hacerle mucho caso. Había estado luchando por llegar a fin de mes y por resolver los problemas de su matrimonio, sintiéndose deprimido la mayor parte del tiempo porque había tenido un matrimonio feliz e intentando resolverlo todo, aunque la verdad era que seguía portándose mal y resultaba obvio que no se esforzaba por resolver nada: volvía tarde a casa y le daba que pensar a su mujer.

Los problemas actuales tenían que ver principalmente con su cuñado, Cal, que había regresado de la gran victoria en la guerra del Golfo necesitando un bastón para caminar. Ahora Cal vivía con ellos y la victoria no significaba gran cosa. Estaba completamente amargado. Había quedado herido en una explosión en Riyadh —los dos hombres que iban con él murieron en el acto— menos de una semana antes del final de las hostilidades y había tenido que pasar por tres operaciones quirúrgicas sucesivas y once meses de terapia en un hospital militar de Washington. Había perdido gran parte de la rodilla izquierda, parte del pie y el tobillo izquierdos y la terapia no le había servido de mucho. Iba a necesitar el bastón durante el resto de su vida. Ni siquiera tenía veinticinco años y ya caminaba como un hombre de ochenta, inclinado sobre el bastón y arrastrando la pierna mala.

La mujer de Aldenburg, Eva, no podía soportarlo, no soportaba el ruido ni la mera idea del bastón. Y mientras que Aldenburg opinaba que Cal tenía que salir y buscar algún trabajo, Eva parecía pensar que no había que pedirle nada. Aldenburg se sentía prácticamente un estorbo en su propia casa. Tenía más de cuarenta años y los aparentaba. Tenía problemas de espalda y los pies planos, y el dinero que sacaba vendiendo zapatos no bastaba para mantener a tres personas adultas, por no mencionar a los amigos de Cal que siempre estaban de visita: la mayoría amigos del instituto, donde Cal había sido la estrella cuando jugaba de quarterback. La novia de Cal, Diane, regentaba un pequeño salón de belleza en el pueblo y acababa de comprarse una casa que estaba reformando, así que también estaba siempre de visita. Parecía que nunca hubiera una parte de la casa donde uno pudiera estar solo. Y últimamente Eva había empezado a hacer insinuaciones a toda aquella gente acerca de las dificultades de su matrimonio: catorce años con Aldenburg sin tener hijos. Como si el hecho de que no hubieran tenido hijos fuera culpa de alguien.

Solamente Dios sabía lo que Eva contaba cuando él no estaba en casa.

Hacia el final de aquella larga noche Smitty dijo:

—Por supuesto, un hombre no pasa tanto tiempo en un bar si tiene un hogar feliz al que volver.

Aldenburg solamente tuvo que escuchar el final de la frase para saber que estaba hablando de él.

—Smitty —dijo—, a veces miro a mi alrededor y te juro que no sé cómo he llegado hasta aquí.

—Pensaba que habías venido andando —dijo Smitty.

Los dos se rieron.

Pasadas las tres de la mañana, Smitty hizo café y dejaron de beber. Un café fuerte y oscuro, para contrarrestar los efectos de la indulgencia nocturna, como decía Smitty. Había roto una vieja norma y también había bebido un montón de whisky. Cada vez resultaba más duro estar solo, dijo.

Aldenburg lo entendía.

—Aquella maldita aberración no duró lo bastante para crear ningún héroe por debajo del rango de general —dijo Smitty—. Mi hijo fue un héroe.

—Es cierto —dijo Aldenburg—. Pero piensa en alguien como mi cuñado. El tipo está en un cruce mirando el paisaje y de pronto le explota un quemador de petróleo. ¿Me entiendes? El tipo está por la calle con un par de compañeros del parque de automóviles, hablando de fútbol, y plaf. Un accidente idiota.

—No creo que importe mucho la forma en que suceda —dijo Smitty, negando con la cabeza. A su hijo le habían disparado en el corazón.

—Lo siento, colega —le dijo Aldenburg.

—Mierda —dijo Smitty, se rascó el pescuezo y miró a otro lado.

En la ventana empezó a verse luz. Encima de la mesa barnizada a la que estaban sentados había un cenicero de metal abarrotado con los cigarrillos que se había fumado.

—¿Qué día es hoy, a todo esto? —preguntó Smitty.

—Viernes. Entro a trabajar a las once. Tengo una reunión de vendedores. No voy a dormir.

—Deberías quedarte ahí detrás e intentar dormir un poco.

Aldenburg se lo quedó mirando.

—¿Y tú cuándo duermes, por cierto?

—Echo alguna cabezada por las tardes —dijo Smitty—. Nunca mucho más que eso.

—Estoy hecho una mierda —le dijo Aldenburg—. Me duele el hígado. Creo que es el hígado.

—Ve adentro y duerme un rato.

—Me encontraré peor si lo hago.

Oyeron voces y portezuelas de coches cerrándose.

—Ah, oye —dijo Smitty—. He invitado a unos muchachos de la fábrica a que se pasen para tomar café y comerse unos huevos. —Fue a abrir la puerta, moviéndose despacio, como si le dolieran los huesos. Se le veía la curva de la columna vertebral por debajo de la camisa. Solamente tenía cincuenta y tres años.

Aldenburg se quedó en el reservado, con las cartas y el cenicero lleno delante. Encendió un cigarrillo y expulsó el humo hacia el techo, deseando haberse ido a casa. Entraron Brad y Billy Pardee con Ed Crewly. Los tres llevaban chaquetas de cazador y cajas de herramientas y el frío les daba un aspecto rubicundo y saludable. Brad tenía cuatro años más que Billy pero parecían gemelos, con el mismo pelo azabache, las narices chatas idénticas y los dientes blanquísimos. Ed Crewley había sido tiempo atrás el delantero que recibía los pases largos de Cal en los partidos del instituto; era un tipo alto y flaco, de brazos y piernas larguiruchos, de aspecto desgarbado pero ágil cuando se movía. Era uno de los que siempre estaban de visita en su casa desde que Cal había vuelto de la guerra. Cuando regresaba de la tienda por las noches, Aldenburg se los encontraba a todos en su sala de estar, viendo un partido de baloncesto o alguna telecomedia, con todas las sillas ocupadas, cerveza y patatas fritas y una bandeja de queso para ellos, como si todavía durara la fiesta de bienvenida del héroe.

Nunca había tenido agallas para decir nada acerca de aquello. Alguna vez le había sugerido algo a su mujer pero ella no quería oír hablar del tema.

Ahora Brad se estaba jactando de que él, Billy y Ed habían llamado para decir que no iban a trabajar porque estaban enfermos. Estaban planeando ir en coche al monte a cazar aves. Billy se volvió y vio a Aldenburg sentado en el reservado.

—Eh, Gabriel —dijo—. Has llegado temprano, ¿no?

—Pues sí —le dijo Aldenburg, mirando de reojo a Smitty, cuya cara permaneció inexpresiva.

—Sentaos en la barra —les dijo Smitty—. Voy a freír el beicon. Serviros el café vosotros mismos.

—Anoche estuve en tu casa —dijo Crewly—. No te vi.

—Llegué bastante tarde, Ed.

—Me encantaría empezar el día con una cerveza —dijo Brad.

—A mí también —dijo su hermano. Tenían el fin de semana por delante y estaban eufóricos.

Smitty puso las cervezas en la barra.

—Me fui de tu casa bastante tarde —le dijo Ed Crewly a Aldenburg—. Eva supuso que estarías aquí.

—Anoche estuve aquí, Ed. Es verdad.

—Te quedaste hasta tarde, ¿eh? —Crewly tenía una cara adusta y deprimente y la nariz muy larga. Su piel era de un rojo oscuro, del color de la arcilla cocida.

Aldenburg negó con la cabeza, fumando su cigarrillo.

—Apuesto a que Gabriel se ha pasado la noche aquí —dijo Billy Pardee.

—Toda la noche —dijo Aldenburg sin mirarlos.

—Joder, Gabriel —dijo Brad Pardee—. ¿Y para qué pagas el alquiler?

Aldenburg se lo quedó mirando.

—Lo pago para mi mujer, mi cuñado y todos sus amigos.

Billy dejó su cerveza y sacudió la mano como si acabara de tocar algo muy caliente.

—¡Uau! —dijo—. Me parece que alguien acaba de soltar la cruda realidad. Me parece que huele a quemado.

Aldenburg los miró y deseó haberse ido a casa antes de que llegaran. Se había quedado por pura inercia.

—Problemas con su mujer —dijo Smitty. Estaba apoyado en el marco de la puerta para vigilar el beicon y sostenía un cigarrillo entre el índice y el pulgar, como si fuera un puro. El humo se le arremolinaba delante de la cara y tenía un ojo guiñado. Lo más raro de Smitty era que siempre que tenía delante a aquellos tipos desaparecía todo rastro de su amabilidad genuina. Había algo en la adustez despreocupada de aquellos hombres que lo afectaba; cuando se juntaba con ellos parecía presidir las reuniones, como un observador o un científico, interesado pero sin involucrarse. Los otros actuaban para él; intentaban superarse mutuamente delante de él.

—Eh, Gabriel —dijo Brad Pardee—, venga. ¿Es verdad que has pasado la noche aquí?

—¿Vas a ir a trabajar hoy, Gabriel? —dijo Billy—. Necesito unas botas.

Aldenburg levantó su taza vacía de café, como si les ofreciera un brindis.

—Vendemos botas, en efecto.

—¿Qué estás bebiendo, Gabriel?

—Ya no hay nada —dijo Aldenburg—. Fuera lo que fuera.

—Tienes mal aspecto, colega. Tienes cara de sueño y muy mala pinta. —Billy se dirigió a los demás—. ¿Verdad que tiene mal aspecto?

Se estaban divirtiendo a su costa, tal como él podía prever que iban a hacer. Apagó su cigarrillo y encendió otro. Debido a que Ed Crewly pasaba un montón de tiempo en su casa, sabían muchas cosas de él y probablemente no le tenían mucho respeto, aunque tampoco le deseaban ningún mal. Todo era bastante amable. Cuando se levantó, moviéndose despacio, cruzó el bar hasta llegar a la barra y se sirvió un whisky, los demás reaccionaron como si hubiera llevado a cabo una proeza, silbando y aplaudiendo. Vio que Smitty se había ido a la cocina y lo sintió; por alguna razón quería tenerlo como público.

Lo miraron un momento mientras se bebía el whisky —casi con respeto— y luego se olvidaron de él. Smitty les trajo el desayuno y ellos se lo zamparon. Al cabo de unos minutos salieron por la puerta, riendo y llenos de energía. Como chavales saliendo de la escuela.

No hacía cinco minutos que se habían ido cuando tuvo lugar el accidente.

Había vuelto a la barra para servirse otro whisky, tras decidir que le daba igual los problemas que aquello pudiera causarle, incluyendo la pérdida de su empleo. Estaba pasando por delante de la puerta abierta, con el whisky en la mano, cuando un movimiento en el exterior le llamó la atención. Vio un autobús escolar acercándose lentamente desde la izquierda, con el sol matinal reflejándose en su superficie metálica de color amarillo anaranjado, y en el preciso instante en que Aldenburg estaba mirando aquel reflejo brillante, el autobús fue embestido de lado por un coche blanco y alargado que venía lanzado, un Cadillac. El Cadillac pareció surgir de la nada, como un misil, y se hundió en el costado del autobús con un estruendo terrible, un ruido de cristales rotos. Aldenburg dejó caer el vaso de whisky y salió corriendo al frío de la calle, con el whisky chapoteándole en los ojos. En lo que pareció un abrir y cerrar de ojos llegó al espacio encharcado entre el morro aplastado del Cadillac y la portezuela del autobús, que debía de haberse abierto de golpe como resultado del choque; allí había una mujer joven tendida de espaldas, con medio cuerpo en la calle y los brazos extendidos como si hubiera dado un salto desde el asiento del conductor. Había algo atrozmente fuera de lugar en una mujer hermosa tirada en la calle de aquella forma. Aldenburg se encontró a sí mismo levantándola; se agachó sin pensarlo, reunió fuerzas, se la apoyó en las piernas y le pasó los brazos por debajo de los hombros. Le costó bastante no caerse él mismo de espaldas. De alguna forma había conseguido llegar allí y levantarla. En el escalón metálico que tenía delante vio a un niño tumbado sobre las pantorrillas de la mujer, con un brazo sobre los tobillos de ella, inconsciente, con el pelo oscuro ensangrentado y un temblor nervioso en el cuello y los hombros. Se oyó un gemido, luego un grito. Aldenburg sostuvo a la mujer, intentó dar un paso y recobrar el equilibrio. Ella lo miró de arriba abajo pero no pareció verlo.

—Tranquila —se oyó decir a sí mismo Aldenburg.

El niño ya no se movía. El grito se prolongó en otra parte del autobús. ¿Eran realmente gritos? Algo emitía un gemido agudo y terrible. Miró a la mujer y pensó, absurdamente, en el whisky que había bebido y en su aliento.

—¿Todo el mundo está bien? —gimió ella, pero no parecía que se estuviera dirigiendo a él.

Él hizo el gesto de levantarse y ella dijo: «No».

—Aguante —le dijo él—. La ayuda está en camino.

Pero la mujer ya no respiraba. Aldenburg notó el cambio. Pesaba demasiado para él. Aldenburg movió una pierna hacia atrás, retrocedió lentamente, alejándose del autobús, y todo el peso de la mujer recayó sobre él. Los pies de ella golpearon el escalón abollado, saliendo de debajo del brazo del niño, y cayeron con un ruido sordo sobre la acera. Aldenburg empezó a arrastrarla lejos de allí. Dio un paso tambaleante, luego otro, y por fin consiguió dejarla tendida sobre la calle. El suelo estaba frío y mojado y él se sacó la chaqueta, la dobló y se la puso debajo de la cabeza; luego se acordó de que tenía que levantarle los pies por el shock. Le levantó la cabeza con cuidado y le puso la chaqueta doblada debajo de los pies. Era como si ya no existiera nada ni nadie salvo aquella mujer y él, a cámara lenta. Y ella no respiraba.

—Se ha ido —dijo una voz desde alguna parte.

Era Smitty. Smitty se acercó al autobús pero de pronto retrocedió, renqueante. Algo se le había debilitado en las rodillas—. Hay fuego —dijo—. Dios mío, creo que va a explotar.

Aldenburg puso las manos sobre el pecho de la mujer con suavidad. Le daba miedo que pudiera tener los huesos del pecho rotos. Intentó apretar un poco pero luego lo pensó mejor y se inclinó para insuflarle aire en la boca. De nuevo fue consciente de su aliento y se sintió como si estuviera actuando mal: de alguna forma estaba invadiendo la privacidad de la mujer. Vaciló, pero enseguida volvió a soplarle en la boca. No tuvo que hacerlo más que unas pocas veces antes de que ella empezara a respirar por su cuenta. Ella tragó saliva, lo miró a la cara y pareció que intentaba gritar. Pero estaba respirando.

—Está herida —le dijo Aldenburg—. Se va a poner bien.

—Los niños —dijo ella—. Cuatro…

—¿Puede respirar bien? —dijo él.

—¿Qué ha pasado? —Ella empezó a llorar.

—No se mueva —le dijo él—. No intente moverse.

—No —dijo ella.

Aldenburg se puso en pie. Se oyeron sirenas a lo lejos y le vino a la cabeza la idea un poco cruel de que probablemente se dirigieran a otro accidente en otra parte de la ciudad. Vio la cara de Smitty y comprendió que en aquel momento se encontraba solo y fascinantemente apartado de todo lo que había sido su vida hasta entonces.

—¡Llama a la ambulancia! —le gritó a Smitty.

—Va a explotar —dijo Smitty. Luego fue a la puerta del bar y entró.

Aldenburg se dirigió al espacio que quedaba entre el Cadillac, con el radiador humeante y los fluidos derramados, y el autobús, en donde el niño yacía sobre un charco cada vez más grande de sangre junto a la puerta abierta. Allí había un hombre de pie con las manos extendidas como si tuviera miedo de tocar algo.

—Fuego —dijo el hombre. Tenía una herida en la frente y parecía perplejo. Aldenburg comprendió que era el conductor del Cadillac. Olía a alcohol.

—Apártese de en medio —dijo Aldenburg.

Del interior del autobús salió un grito. Sí que eran gritos. Vio un niño en una de las ventanillas, con la cara llena de cortes y sangrando. Se asomó a la portezuela del coche y miró la cara del niño, de aquel niño. Tenía los ojos cerrados. Parecía dormido.

—¿Hijo? —dijo Aldenburg—. ¿Me oyes?

No hubo respuesta. Pero respiraba. Aldenburg se quitó la camisa, la usó para tapar la hemorragia y el niño abrió los ojos.

—Eh —dijo Aldenburg.

Los ojos lo miraron.

—¿Has visto en la vida una cara tan fea? —Siempre le decía lo mismo a los hijos de los demás cuando se lo quedaban mirando. Empezó a sacar al niño de la portezuela y a alejarlo de las llamas.

—¿Dónde te duele?

—En todas partes.

Las sirenas sonaron más alto. El niño empezó a llorar.

—Tengo miedo —dijo. Tenía una línea de sangre alrededor de la boca.

El asiento del conductor estaba ardiendo. Todo el autobús estaba ardiendo. El humo se elevaba hacia el cielo. Había llamas sobre la superficie del combustible vertido en la calle. Llevó al niño unos metros por la calle y las sirenas parecieron sonar más alto, como si estuvieran más cerca. Pero el tiempo se había detenido. Era el único que se estaba moviendo. Estaba lleno de vida, pletórico de energía. El ruido se alejó y Aldenburg se metió de nuevo en el autobús, arrastrándose por el suelo. El interior estaba demasiado caliente para tocarlo. El calor y el humo lo dejaron sin aliento y lo marearon. Había más niños en el suelo, y entre los asientos y debajo de los asientos, un enredo de brazos y piernas. De alguna forma, uno detrás de otro, consiguió sacarlos a todos en medio de la lenta intensidad del incendio. No había lugar para pensar ni para decidir. Continuó regresando hasta que no quedó nadie en el autobús. Lo había vaciado y los paneles de asientos quedaron ardiendo lentamente. Las ambulancias y las patrullas de rescate empezaron a llegar.

Se había acabado.

Tenían las llamas bajo control aunque el humo continuaba elevándose hacia el cielo gris y Aldenburg no tenía la sensación de haber llegado al final. Tenía la impresión de llevar allí todo el día y al mismo tiempo todo no parecía haber durado más que unos segundos: había sido una misma acción continua, iniciada cuando dejó caer el vaso de whisky al suelo en el bar de Smitty y salió corriendo…

Después se sentó en el bordillo junto a la mujer joven, la conductora, allí donde los enfermeros la habían colocado para atenderla. Aldenburg se sentó con una pierna extendida, la otra rodilla doblada y el brazo apoyado en ella, en la postura de un hombre satisfecho de su trabajo. Se daba cuenta de que la gente lo estaba mirando.

—Ya sé que se supone que no hay que moverlos —le dijo a los enfermeros—, pero dadas las circunstancias…

Nadie contestó. Estaban ocupados con los heridos, como tenía que ser. Se quedó sentado mirándolos y luego miró cómo el autobús continuaba humeando. Lo habían cubierto con una especie de espuma. Vio que tenía ampollas en el dorso de las manos y zonas oscurecidas donde el fuego y la ceniza le habían dejado marcas. En un momento dado la mujer lo miró y parpadeó. Él sonrió y la saludó con la mano. Era absurdo y volvió a sentir que lo era.

—Lo siento —dijo.

Pero no lo sentía. No estaba triste. Se puso en pie y dos hombres de la cadena de televisión se le acercaron, deseosos de hablar, deseosos de saber qué había pensado al arriesgar su vida por salvar a aquellos niños y a la conductora, todos los cuales habrían muerto sin duda por culpa del humo tóxico o quemados. Era cierto. Aldenburg se dio cuenta de que era cierto. Allí estaba el autobús carbonizado; les llegaba el olor acre de sus restos. Los bomberos seguían rociándolo y los agentes de policía mantenían a una distancia segura a la multitud que se estaba congregando. Estaban llegando más ambulancias y empezaron a llevarse a los heridos. Le pareció ver una o dos camillas tapadas con sábanas, los muertos.

—¿Cuántos muertos? —preguntó. Se quedó mirando la cara de un extraño con blazer y corbata roja—. ¿Cuántos?

—Ninguno —dijo la cara—. Por lo menos todavía. Algunos están en situación crítica.

—¿La conductora?

—Es la que está peor.

—Había dejado de respirar. Yo la he hecho respirar otra vez.

—Le han puesto respiración asistida. Sus constantes vitales están mejorando. Parece que vivirá.

Había dos camiones de la televisión y todo el mundo quería hablar con Aldenburg. Smitty les había dicho que se había arriesgado pese a la explosión y el fuego. Él, Gabriel Aldenburg.

—Sí —dijo Aldenburg en respuesta a sus preguntas— Gabriel. Se escribe exactamente igual que el ángel, señor. Sí. Aldenburg. Aldenburg. —Se lo deletreó—. Vendedor de zapatos. Sí. ¿Cómo es que yo estaba aquí? Bueno, yo…

Se quedaron todos sosteniendo los micrófonos en su dirección. Las cámaras estaban grabando.

¿Sí?

—Bueno, yo estaba… estaba ahí dentro —dijo, señalando la puerta del bar de Smitty—. He llegado temprano para desayunar.

Detrás de la gente de las televisiones había más hombres escribiendo en cuadernos.

—No —dijo—. Esperen un momento. Es mentira.

Ahora todos lo estaban mirando.

—Seguid grabando —dijo uno de los hombres de la televisión.

—He pasado la noche ahí. Últimamente he pasado muchas noches ahí.

Silencio. Nada más que el ruido de las bombas de incendios funcionando perezosamente, y luego otra ambulancia se detuvo y envió su aullido al cielo ennegrecido de la ciudad.

—Las cosas no me van muy bien en casa —dijo. Y luego empezó a contarlo todo: que se sentía mal en su casa, el desánimo constante que había tenido que afrontar. Le contó a todo el mundo que nunca se había considerado una persona con muchas agallas. Se oyó a sí mismo usar esa palabra.

Los hombres de los cuadernos habían dejado de escribir. La gente de la televisión se limitaba a mirarlo.

—Lo siento —les dijo—. No me sentía bien diciéndoles una mentira.

Nadie dijo nada durante lo que pareció un rato largo.

—Bueno —dijo—. Supongo que eso es todo. —Miró más allá de los micrófonos y las cámaras, en dirección a la multitud que se aglomeraba en aquella parte de la calle. Vio a Smitty, que le saludó con la cabeza, y luego la gente de las televisiones empezó otra vez. Querían saber qué había sentido al entrar en el autobús en llamas. ¿Pensó que estaba arriesgando su vida?

—No ardía tanto —les dijo—. De veras. Solamente había humo.

—¿Le han contado quién conducía el Cadillac? —preguntó uno de ellos.

—No, señor.

—Wilson Bolin, el presentador de las noticias de la televisión.

A Aldenburg el nombre le resultaba familiar.

—¿Está herido?

—Magulladuras y cortes sin importancia.

—Muy bien. —Tenía la extraña sensación de estar hablando en medio de la nada, de que sus palabras se perdían en el vacío. Le llegaron voces del remolino de caras. Se sentía mareado y ahora se lo estaban llevando a otra parte de la calle. Un médico le tomó la presión sanguínea y alguien más, una mujer, empezó a ponerle en la mejilla un líquido que escocía.

—Es superficial —le dijo la mujer al médico—. Casi todo son manchas.

—Oigan, ¿puedo irme ya? —les preguntó Aldenburg.

No. Le tomaron su nombre. Le hicieron toda clase de preguntas: a qué se dedicaba, de dónde venía, acerca de su familia. Les dijo todo lo que querían saber. Se sentó en el asiento trasero de un coche y respondió a las preguntas, contándolo todo otra vez, y se preguntó qué le debía de suceder a un hombre que presentaba las noticias y que iba conduciendo borracho a las siete de la mañana. Dijo que sentía cierta afinidad con el señor Bolin, y vio que dos mujeres entre las muchas personas que lo estaban escuchando intercambiaban una mirada divertida.

—Miren, no soy un niño ni nada parecido —dijo hoscamente—. No estoy aquí para divertirlos ni para hacerles reír. Hoy he hecho algo bueno. Algo que no haría todo el mundo…, que no haría mucha gente.

Por fin fue con más periodistas a la parte trasera de un camión de la televisión y respondió a más preguntas. Dijo la verdad con justeza, tal como él la percibía, porque era imposible no hacerlo.

—¿Por qué cree que lo ha hecho? —le preguntó un hombre.

—Tal vez porque llevo toda la noche bebiendo.

—No lo dice en serio.

—He sido muy infeliz —le dijo Aldenburg—. Tal vez solamente sentí que no tenía nada que perder. —Resultaba liberador poder hablar así de aquellas cosas, ser libre para soltarlo. Era como si se le estuviera elevando el alma. Un peso que la había estado oprimiendo se había ido volando por el cielo junto con el humo del autobús en llamas. Se sentía preciso y claro por dentro.

—Fue un acto de valentía impresionante, señor.

—Tal vez. No lo sé. Si no hubiera sido yo, habría sido otro. —Tocó el hombro del individuo, experimentando una oleada de generosidad y afecto hacia él.

No fue a trabajar y se marchó a casa. Iba a ser un día soleado y luminoso. Sintió la punzada de un viejo optimismo, cierta conciencia que había poseído años atrás, de joven, de todas las posibilidades maravillosas de la vida; como cuando él y Eva se casaron y él regresó caminando a casa de su primer trabajo a jornada completa, en la fábrica, un hombre casado, satisfecho de cómo le estaba yendo la vida, preguntándose qué iban a hacer él y Eva por la noche, feliz de imaginar que lo iban a decidir juntos. Caminó deprisa y cuando estuvo al lado de casa miró el reflejo de la luz en las ventanas y se sintió feliz. Hacía mucho tiempo que no se sentía tan ligero por dentro.

Su cuñado estaba en el sofá de la sala de estar, rodeado de revistas. A Cal le gustaban las fotos de Life y los artículos de Sport. Los coleccionaba. Tenía números antiguos hasta de 1950. Desde que volvió del Golfo, Eva había visitado las tiendas de anticuario del condado y unas cuantas casas de subastas para conseguirle más ejemplares antiguos, pero no había tenido mucha suerte.

—¿Qué te ha pasado? —dijo Cal cuando Aldenburg entró—. ¿Dónde has estado?

—¿Dónde has estado , colega? —le preguntó Aldenburg—. ¿Has salido para algo?

—Sí. He corrido la milla. ¿Qué te ha dado? ¿Por qué estás tan gallito de pronto?

—Ninguna entrevista de trabajo, ¿no?

—Ya sabes dónde te las puedes meter, Gabriel.

—Simple curiosidad.

—Oh, qué atrevido. ¿Qué te ha pasado en la cara?

Fue hasta el espejo de la repisa de la chimenea. Le sorprendió encontrarse la misma cara de siempre. Se limpió una mancha de color de hollín que tenía en la barbilla.

—Mierda.

—¿Te has metido en una pelea o algo así?

—Sí —dijo Aldenburg—. Soy un tipo duro.

La novia de Cal, Diane, apareció en la entrada del comedor.

—Oh —dijo—. Estás en casa.

—¿Dónde está Eva? —le preguntó Aldenburg a Cal. Luego miró a Diane. Era pelirroja y llevaba el pelo corto como un chico, tenía pecas y los ojos verdes. Tenía la cara de alguien acostumbrado a salirse con la suya.

—¿Dónde has estado toda la noche? —dijo ella—. Como si no lo supiera.

—En lo alto de la montaña —le dijo Aldenburg—. Respirando aire enrarecido.

—Gabriel —dijo ella—. Estás raro.

—¿Estás segura de que te quieres casar con Cal?

—No seas mezquino.

—¿Qué coño es esto? —dijo Cal, mirándolo—. Si tienes algún problema, Gabriel, a lo mejor tendrías que soltarlo.

—Hoy precisamente no tengo un solo problema en el mundo —le dijo Aldenburg.

—Aquí pasa algo. ¿Qué está pasando?

Aldenburg no le hizo caso y recorrió la casa llamando a su mujer. Eva estaba en el dormitorio, sentada ante su tocador y maquillándose.

—Sigue así —dijo ella—. Vas a perder el trabajo.

—Me han querido dar el día libre —dijo él—. En realidad, estaban orgullosos de dármelo.

Ella se volvió y se lo quedó mirando.

—¿Qué pasa?

—¿Ves algo?

—Ya vale.

—¿Pero ves algo?

Ella se dio media vuelta y miró el espejo.

—Gabriel, no tengo tiempo para juegos.

—Esto es serio.

Ella no dijo nada y siguió concentrada en lo que estaba haciendo.

—¿Me has oído?

—Te he oído —dijo ella después de un momento.

—¿Y bien?

Ahora ella lo miró a él.

—Gabriel, ¿qué demonios es esto?

—¿Quieres ver la tele un momento? —dijo él.

—¿De qué estás hablando? Mírate. ¿Te has metido en una pelea?

—He pasado una mala noche —dijo él.

—Eso ya lo veo.

—Mírame a los ojos.

Diane apareció en el umbral de la habitación.

—Cal y yo nos vamos a mi casa. Creo que nos quedaremos a pasar la noche allí.

—Una idea maravillosa —dijo Aldenburg.

Diane sonrió y se marchó.

Eva se lo quedó mirando.

—Mírame a los ojos en serio —él se acercó.

—Hueles como una destilería —dijo ella—. Estás borracho.

—No —dijo él—. No estoy borracho. ¿Sabes qué ha pasado?

—Llevas bebiendo desde anoche hasta ahora.

—Escúchame.

Su mujer lo miró. Aldenburg se había alejado un poco de ella.

—¿Qué? —dijo ella.

—Hoy he salvado vidas humanas. —Sintió que lo conmovía la verdad de lo que estaba diciendo. Por primera vez se paró a pensarlo y se hizo una idea razonable de lo sucedido. Sonrió a su mujer.

—Qué —dijo ella.

—No me has oído —le dijo él—. ¿Has oído lo que te he dicho?

—Gabriel —dijo Eva—. He estado pensando. Otra vez. He tenido toda la noche para pensar. He pensado mucho, Gabriel.

Él esperó.

—Deja de sonreír así. Esto no es fácil. —Ella tomó aliento—. Voy a decirlo tal cual, ¿de acuerdo?

—De acuerdo —dijo él.

—Me… me separo de ti.

Aldenburg miró las manos de su mujer, el espejo donde se veían su espalda y sus hombros, el suelo con las sombras proyectadas por las ventanas llenas de luz.

—Diane tiene sitio para mí en su casa. Y desde allí puedo buscar otro sitio. Cuando ella y Cal se casen…

Aldenburg esperó.

—Es una decisión que tendría que haber tomado hace mucho tiempo —dijo su mujer.

—No lo entiendo —dijo él.

—¿No me has estado escuchando?

—¿Y a mí? —dijo él—. ¿No has oído lo que te he dicho?

—Oh, venga, Gabriel, esto es serio.

—Te lo estoy diciendo, ha pasado de verdad —gritó él.

—Gabriel… —empezó ella.

Volvió a la sala de estar; Cal y Diane estaban sentados en su sofá. Diane había encendido la televisión y estaban viendo un concurso. No lo miraron cuando entró. Sabían de qué habían estado hablando y percibían lo extraño de la situación. Fue a la puerta y miró la calle. El sol se había ido. Había grupos de nubarrones negros al este. Aldenburg se dirigió a ellos:

—Pensaba que os ibais a tu casa —le dijo a Diane. Apenas podía controlar su voz.

—Y nos vamos. En cuanto Cal termine de ver este programa.

—¿Por qué no os vais ahora?

—¿Por qué no te preocupas de tus propios problemas?

—Fuera —dijo Aldenburg—. Los dos.

Cal se levantó y cogió su bastón. Aldenburg apagó la tele, luego se quedó junto a la puerta mientras ellos salían.

—Escucha, por si te importa —le dijo Cal—, yo me opuse.

Aldenburg asintió con la cabeza pero no dijo nada.

Cuando se hubieron marchado él volvió al dormitorio. Eva se había acostado en la cama. Él se sentó al otro lado, dándole la espalda. De pronto se sentía muy cansado y mareado.

—¿Quieres contarme qué ha pasado? —dijo ella.

—¿Acaso te importa lo más mínimo? —dijo él.

—Gabriel, ya sabías que esto iba a pasar…

Él se puso en pie y se quitó la camisa. Notaba las quemaduras en los brazos. Le dolía todo. Entró en el baño y se lavó la cara y las manos. Luego se cepilló los dientes. En el dormitorio, Eva permanecía tumbada muy quieta. Él apartó las mantas de su lado de la cama.

—No estoy durmiendo —dijo ella—. Voy a salir dentro de un minuto.

Aldenburg se sentó en el borde de la cama y se imaginó a sí mismo llegando a casa con la noticia de lo que había hecho, como si fuera un premio. Lo que la gente vería aquella noche en la tele, si es que todavía podían ver algo, sería a Aldenburg contando lo infeliz que era su vida en casa. No, aquello lo cortarían. La idea le hizo reír.

—¿Qué? —dijo ella—. No me parece que nada de esto sea divertido.

Él negó con la cabeza e intentó recobrar el aliento.

—¿Gabriel? ¿Qué te hace gracia?

—Nada —consiguió decir—. Olvídalo. De veras. Es demasiado ridículo para mencionarlo.

Él se acostó. Estuvieron un rato sin decir nada.

—Nos irá mejor a los dos —dijo ella—. Ya lo verás.

Aldenburg cerró los ojos e intentó recuperar la sensación de importancia que había tenido mientras tanteaba por el suelo del autobús escolar en llamas. Llevaba mucho tiempo sin dormir. Notaba un zumbido grave en los oídos y ahora la voz de su mujer parecía llegarle desde muy lejos.

—Es por el bien de todos —dijo ella—. Si lo piensas de verdad, verás que tengo razón.

De repente, Aldenburg sintió una oleada tremenda de ansiedad. La tranquilidad y la firmeza evidente de ella le causaron un pánico tremendo. Se sintió muy despierto. Cuando se levantó para encender el pequeño televisor portátil, ella dejó escapar una débil exclamación de sorpresa. Se sentó en el borde de la cama, accionando el mando del televisor y cambiando de canal.

—¿Qué haces? —murmuró ella—. ¿Es que no has oído nada?

—Escucha —le dijo él—. No hables. Quiero que veas algo.

—Gabriel.

—Espera —dijo él, oyendo el temblor de su propia voz—. Mierda, Eva. Por favor. Solamente un minuto. Lo darán dentro de un minuto. Un minuto, ¿vale? ¿Qué es un puñetero minuto? —Siguió cambiando de canal, pero en ninguno daban noticias. Todo eran dibujos animados y programas matinales de difusión nacional—. ¿Dónde está? —dijo—. ¿Dónde coño está?

—Gabriel, ya basta —dijo su mujer—. Me estás asustando.

—¿Asustándote? —dijo él—. ¿Asustándote? Espera un minuto. Tú mira lo que van a dar. Te prometo que te vas a alegrar.

—Escucha, no va a cambiar nada —dijo ella, empezando a llorar.

—Espera —dijo él—. Lo va a cambiar todo.

—No escucha… Basta…

Él se puso en pie y le cogió los brazos por encima de los codos. Le parecía terrible que ella también quisiera quitarle aquello.

—Escucha —dijo—. Quiero que veas esto, Eva. Quiero que veas con quién te casaste. Quiero que sepas quién te mantiene a ti y al puñetero héroe de tu hermano. —Cuando se dio cuenta de que la estaba zarandeando y cogiéndola demasiado fuerte la soltó. Ella se sentó en la cama, llorando, con las manos sujetándose el cuello de una forma extraña:

—No puedo… —No le salían las palabras—. Gabriel…

—Eva —dijo él—. No quería… Escucha, lo siento. Eh, yo… Soy el bueno, cariño. De veras. No te lo vas a creer.

—Sí —ella asintió brevemente. El vio miedo en sus ojos.

—Solamente quería que vieras una cosa —dijo él, sentándose junto a ella, deseoso de arreglar de alguna forma aquello, aquel nuevo problema. Pero entonces se dio cuenta de lo mucho que su mujer se había alejado de él. De pronto se sintió fuera de lugar, casi ridículo. Se dio cuenta de que iba a tener que seguir siendo el mismo de siempre. Se puso en pie y el dolor de huesos le hizo estremecerse. Apagó la televisión. Ella todavía estaba sorbiéndose la nariz, sentada allí y mirándolo.

—¿Qué? —dijo ella. Era casi un desafío.

Aldenburg no encontró fuerzas para responder. Extendió un brazo y le tocó el hombro, muy suavemente para que ella entendiera que no importaba lo que hiciera o dijera, no debía tenerle miedo.

Traducción de Javier Calvo