IRWIN SHAW
Las chicas con sus vestidos de verano
La Quinta Avenida resplandecía al sol cuando salieron de Brevoort y pusieron rumbo a Washington Square. El sol calentaba a pesar de ser noviembre y todo tenía el aspecto de una mañana de domingo: los autobuses, la gente bien vestida paseando lentamente en pareja y los edificios silenciosos con las ventanas cerradas.
Michael cogía a Frances por el brazo con fuerza mientras caminaban al sol por el centro de la ciudad. Paseaban ligeros, casi sonriendo, porque habían dormido hasta tarde y habían tomado un buen desayuno y era domingo. Michael se desabotonó el abrigo y dejó que ondeara a su alrededor mecido por la brisa suave. Paseaban, sin decir nada, entre la gente joven y de aspecto agradable que parecía componer la mayoría de la población en esa parte de Nueva York.
—Cuidado —dijo Frances, al cruzar la calle Ocho—. Vas a romperte el cuello.
Michael se rió y Frances rió con él.
—De todos modos no es guapa —dijo Frances—. Al menos, no lo bastante para que te arriesgues a romperte el cuello por mirarla.
Michael volvió a reírse. Más fuerte esta vez, pero con menos confianza.
—No era una chica fea. Tenía un cutis bonito. De chica de campo. ¿Cómo has sabido que la miraba?
Frances ladeó la cabeza y sonrió a su marido desde debajo del ala de borde inclinado de su sombrero.
—Mike, cariño…
Michael se rió, esta vez fue sólo una risita.
—Vale —dijo él—. Resulta evidente. Perdona. Ha sido por su cutis. No es un tipo de piel muy corriente en Nueva York. Perdona.
Frances le dio unas palmaditas en el brazo y tiró de él para que aligeraran el paso hacia Washington Square.
—Es una bonita mañana —dijo Frances—. Es una mañana maravillosa. Desayunar contigo hace que me sienta bien todo el día.
—Soy un tónico. La pastilla de la mañana. Café y bollos con Mike y estarás siempre en forma, garantizado.
—Así es. Además he dormido toda la noche, enrollada a tu alrededor como una soga.
—Sábado noche. Sólo me tomo esas libertades cuando el trabajo de la semana está hecho.
—Te estás engordando.
—¿A que sí? Yo, el flaco de Ohio.
—Me encanta, tres kilos extra de marido.
—A mí también me encanta —dijo Michael con gravedad.
—Tengo una idea.
—Mi mujer tiene una idea. Con lo guapa que es.
—No veamos a nadie hoy. Pasemos el día los dos juntos. Tú y yo. Siempre estamos hasta el cuello de gente, bebiéndonos su whisky o bebiéndonos el nuestro, sólo nos vemos en la cama…
—El Gran Punto de Encuentro. Si nos quedamos en cama lo suficiente acabarán por presentarse todos nuestros conocidos.
—Chico listo —dijo Frances—. Hablo en serio.
—Vale, te escucho en serio.
—Quiero salir con mi marido todo el día. Quiero que me hable sólo a mí y me escuche sólo a mí.
—¿Qué nos lo impide? —preguntó Michael—. ¿Qué fiesta intenta impedirme que vea a solas a mi mujer en domingo? ¿Qué fiesta?
—Los Stevenson. Quieren que nos pasemos hacia la una y nos llevarán al campo en coche.
—Los asquerosos de los Stevenson. Obviamente. Que esperen sentados. Ya pueden irse al campo ellos solitos. Mi mujer y yo tenemos que quedarnos en Nueva York y aburrirnos mutuamente tête-à-tête.
—¿Es una cita?
—Es una cita.
Frances se inclinó y le besó en la punta de la oreja.
—Cariño —dijo Michael—. Que estamos en la Quinta Avenida.
—Déjame que organice un programa. Un domingo en Nueva York para una pareja joven con dinero a mansalva.
—No te embales.
—Primero iremos a ver un partido de fútbol. Un partido de fútbol profesional —dijo Frances porque sabía que a Michael le gustaría—. Juegan los Giants. Será agradable estar todo el día fuera para abrir el apetito y luego iremos al Cavanagh’s y nos pediremos un filete del tamaño del delantal de un herrero, con una botella de vino, y después de eso, dan una película francesa nueva en el Filmarte que todo el mundo dice que… Oye, ¿me estás escuchando?
—Pues claro —dijo él. Apartó la vista de la morena sin sombrero y peinado de bailarina, como un casco, que pasaba por su lado con la fuerza y la gracia afectadas que poseen las bailarinas. La chica paseaba sin abrigo y se la veía fuerte y dura y tenía el vientre plano, como de chico, por debajo de la falda, y balanceaba las caderas con descaro porque era bailarina pero también porque sabía que Michael la estaba mirando. Se sonrió ligeramente para sí misma y pasó de largo, y Michael lo captó todo antes de volver la vista hacia su mujer—. Por supuesto. Vamos a ir a ver a los Giants y a comer un filete y a ver una película francesa. ¿Qué te parece?
—Muy bien —dijo Frances cansinamente—. Es el programa del día. A lo mejor prefieres pasear arriba y abajo por la Quinta Avenida.
—No —dijo Michael con cautela—. Para nada.
—Siempre miras a las otras mujeres. Hasta la última puñetera mujer de la ciudad de Nueva York.
—Anda ya, vamos —dijo Michael, fingiendo bromear—. Sólo a las guapas. Y, al fin y al cabo, ¿cuántas mujeres guapas hay en Nueva York? ¿Diecisiete?
—Más. Al menos eso es lo que a ti te parece. Dondequiera que vas.
—No es verdad. De vez en cuando, quizá, miro a una mujer que pasa. En la calle. Lo admito, tal vez en la calle miro de vez en cuando a alguna mujer…
—En todas partes. Adondequiera que vayamos. En los restaurantes, en el metro, el cine, las conferencias, los conciertos.
—Vamos a ver, cariño —dijo Michael—, yo lo miro todo. Dios me dio ojos y miro a las mujeres y a los hombres y las excavaciones subterráneas y los fotogramas en movimiento y las florecillas del campo. Inspecciono despreocupadamente el universo.
—Tendrías que ver con qué ojos inspeccionas despreocupadamente el universo de la Quinta Avenida.
—Soy un hombre felizmente casado. —Michael le apretó el codo con ternura, consciente de lo que hacía—. El señor y la señora Loomis son un ejemplo para todo el siglo veinte.
—¿Lo dices de veras?
—Frances, nena…
—¿De verdad estás felizmente casado?
—Claro que sí —dijo Michael, sintiendo que toda la mañana de domingo se le hundía dentro como si fuera de plomo—. ¿A qué demonios viene ahora hablar de todo esto?
—Me gustaría saberlo. —Frances caminaba más deprisa, con la vista al frente y el rostro inexpresivo, como siempre conseguía cuando discutía o se sentía mal.
—Estoy feliz y maravillosamente casado —explicó Michael con paciencia—. Soy la envidia de todos los hombres de entre quince y sesenta años del estado de Nueva York.
—Basta de bromas.
—Tengo una casa agradable. Tengo buenos libros y un tocadiscos y buenos amigos. Vivo en una ciudad que me gusta como me gusta y hago el trabajo que me gusta y vivo con la mujer que me gusta. Cuando me ocurre algo bueno, ¿no voy corriendo a tu lado? Cuando pasa algo malo, ¿no lloro en tu hombro?
—Sí. Miras a todas las mujeres que pasan.
—Exageras.
—A todas. —Frances apartó su mano del brazo de Michael—. Si no es guapa, te vuelves enseguida. Si es más o menos guapa, la observas durante unos siete pasos…
—¡Por Dios, Frances!
—Si es guapa, prácticamente te rompes el cuello…
—Eh, vamos a beber algo —dijo Michael, deteniéndose.
—Acabamos de desayunar.
—Ahora, escúchame, cariño —dijo Michael, eligiendo sus palabras con cuidado—, hace un día bonito y los dos deberíamos sentirnos bien, no hay motivo para que tengamos que estropearlo. Tengamos un domingo en paz.
—Podríamos tener un domingo en paz si no pareciera que te estás muriendo por salir corriendo detrás de todas las faldas de la Quinta Avenida.
—Vayamos a beber algo.
—No quiero beber nada.
—¿Qué quieres? ¿Pelear?
—No. —Frances lo dijo tan triste que a Michael le dio muchísima pena—. No quiero pelear. No sé por qué he empezado con todo esto. Muy bien, dejémoslo. Pasemos un buen rato.
Se cogieron de la mano deliberadamente y pasearon sin hablarse por entre los cochecitos de niños y los viejos italianos vestidos de domingo y las jovencitas con sus terriers escoceses por el parque de Washington Square.
—Espero que el partido esté bien —dijo Frances al cabo de un rato, en un tono que imitaba bien el que había usado en el desayuno y al inicio del paseo—. Me gustan los partidos de fútbol profesional. Se golpean unos con otros como si estuvieran hechos de cemento. Cuando se placan —dijo, tratando de hacer reír a Michael— saltan trozos. Es muy emocionante.
—Quiero decirte una cosa —dijo Michael muy serio—. No he tocado a otra mujer. Ni una vez. En estos cinco años.
—Bueno.
—Me crees, ¿verdad?
—Bueno.
Caminaron entre los bancos atestados, bajo los árboles achaparrados del parque.
—Intento no verlo —dijo Frances, como si hablara para sí—. Intento creerme que no significa nada. Algunos hombres son así, me digo, tienen que ver qué se están perdiendo.
—Algunas mujeres también son así. He conocido alguna que otra mujer en mis tiempos.
—Yo ni siquiera he mirado a otro hombre —dijo Frances sin dejar de caminar— desde la segunda vez que salí contigo.
—Ninguna ley lo prohíbe.
—Me siento podrida por dentro, en el estómago, cuando pasamos junto a una mujer y la miras y veo esa mirada en tus ojos que es el modo en que me miraste la primera vez, en casa de Alice Maxwell. De pie en el salón, cerca de la radio, con el sombrero verde y toda aquella gente.
—Me acuerdo del sombrero.
—La misma mirada. Me hace sentir mal. Me hace sentir fatal.
—Chist, por favor, cariño, chist…
—Creo que ahora me apetecería beber algo.
Caminaron hasta un bar de la calle Ocho sin decir nada, con Michael ayudándola automáticamente en los bordillos y guiándola por entre los automóviles. Él caminaba, abrochándose el abrigo, mirándose pensativo los relucientes zapatos marrón oscuro que daban pasos hacia el bar. Ya en el bar, se sentaron junto a una ventana por la que entraba el sol, un alegre fuego ardía en la chimenea. Se acercó un camarero menudo, japonés, con galletitas saladas y les sonrió felizmente.
—¿Qué se pide después del desayuno? —preguntó Michael.
—Coñac, supongo —dijo Frances.
—Courvoisier —le pidió Michael al camarero—. Dos Courvoisier.
El camarero volvió con las copas y los dos permanecieron sentados, bebiéndose el coñac, a la luz del sol. Michael se tomó la mitad del suyo y bebió un poco de agua.
—Miro a las mujeres —dijo—. Cierto. No digo que esté bien ni mal, las miro. Si paso a su lado en la calle y no las miro, te estoy engañando, me engaño a mí mismo.
—Las miras como si las quisieras —dijo Frances, jugando con su copa de coñac—. A todas.
—En cierto modo —dijo Michael en voz baja, sin dirigirse a su mujer—, en cierto modo es verdad. No pienso en ello, pero es verdad.
—Lo sé. Por eso me siento mal.
—Otro coñac —pidió Michael en voz alta—. Camarero, dos coñacs más.
—¿Por qué me haces daño? —preguntó Frances—. ¿Qué estás haciendo?
Michael suspiró y cerró los ojos y se los frotó suavemente con la punta de los dedos.
—Me encanta el aspecto de las mujeres. Una de las cosas que más me gusta de Nueva York es que hay ejércitos enteros de mujeres. Cuando llegué a Nueva York de Ohio fue lo primero que me llamó la atención, los millones de mujeres maravillosas que hay por toda la ciudad. Iba por ahí con el corazón en un puño.
—Un niño —dijo Frances—. Eso es lo que sentiría un niño.
—Pues adivina qué, adivina qué más. Ahora soy mayor, me acerco a la mediana edad, estoy engordando y todavía me encanta pasear por la Quinta Avenida a las tres de la tarde, por la acera del este entre las calles Cincuenta y Cincuenta y siete. A esa hora están todas en la calle, haciendo ver que van de compras, con sus pieles y sus sombreros descabellados; lo mejor del mundo, todo concentrado en ocho manzanas, las mejores pieles, las mejores ropas, las mujeres más bellas en la calle para gastarse el dinero y disfrutar haciéndolo, mirándote fríamente, fingiendo que no te miran cuando pasan por tu lado.
El camarero japonés dejó las dos bebidas sobre la mesa, sonriendo con gran felicidad.
—¿Todo bien? —preguntó.
—Estupendo todo —dijo Michael.
—Si se trata sólo de un par de abrigos de pieles —dijo Frances— y sombreros de cuarenta y cinco dólares…
—No son sólo los abrigos. Ni los sombreros. Ése es solamente el escenario de un tipo de mujer en particular. Entiéndeme —dijo—, no tienes por qué escuchar todo esto.
—Quiero hacerlo.
—Me gustan las chicas de las oficinas. Limpias, con gafas, listas, alegres, que saben de qué van las cosas, que cuidan de sí mismas. —Michael tenía la vista fija en la gente que pasaba lentamente por la parte de fuera de la ventana—. Me gustan las chicas de la calle Cuarenta y cuatro a la hora del almuerzo, las actrices, todas peripuestas sin un centavo, charlando con los chicos guapos, malgastando su juventud y su viveza delante de Sardi’s, esperando a que los productores se fijen en ellas. Me gustan las vendedoras de Macy’s, que te atienden primero porque eres un hombre y hacen esperar a las clientas, que flirtean contigo a propósito de calcetines y libros y agujas de tocadiscos. Todo esto se acumula dentro de mí porque llevo diez años pensando en ello y ahora tú me has preguntado, así que, aquí lo tienes.
—Continúa.
—Cuando pienso en la ciudad de Nueva York, pienso en todas las chicas, judías, italianas, irlandesas, polacas, chinas, alemanas, negras, latinas, rusas, desfilando por la ciudad. No sé si me pasa algo especial o si todos los hombres de la ciudad van por ahí sintiendo por dentro lo mismo que yo, pero en esta ciudad me siento como si estuviera en un picnic. Me gusta sentarme cerca de las mujeres en el cine; las famosas bellezas que han tardado seis horas en arreglarse. Y las jovencitas de los partidos de fútbol, con las mejillas coloradas, y cuando llega el buen tiempo, las chicas con sus vestidos de verano… —Acabó su bebida—. Fin de la historia. Tú la pediste, recuerda. No puedo evitar mirarlas. No puedo evitar quererlas.
—Las quieres —repitió Frances inexpresiva—. Lo has dicho.
—Correcto —dijo Michael, con crueldad y sin que le importara porque ella le había obligado a explicarse—. Tú sacaste el tema y lo trataremos a fondo.
Frances se acabó la bebida y tragó dos o tres veces más.
—¿Dices que me quieres?
—Te quiero, pero también las quiero a ellas. Vale.
—Yo también soy bonita. Tan bonita como cualquiera de ellas.
—Eres guapa —dijo Michael, con sinceridad.
—Soy buena contigo —dijo Frances, suplicante—. Soy una buena esposa, una buena ama de casa, una buena amiga. Haría cualquier cosa por ti.
—Lo sé —dijo Michael. La cogió de la mano.
—Te gustaría ser libre de…
—Chist.
—Dime la verdad. —Ella retiró la mano de debajo de la de él.
Michael pasó un dedo por el borde de la copa.
—Vale —dijo con delicadeza—. A veces siento que me gustaría ser libre.
—Bueno —dijo Frances desafiante, tamborileando en la mesa—, cuando quieras…
—No seas tonta. —Michael pasó su silla al lado de la mesa donde estaba Frances y le dio unas palmaditas en el muslo.
Ella se echó a llorar, en silencio, sobre el pañuelo, inclinada lo imprescindible para que nadie en el bar se percatara.
—Un día —dijo Frances, llorando— darás un paso…
Michael no dijo nada. Se quedó sentado mirando al camarero de la barra pelar lentamente un limón.
—¿No es verdad? —le preguntó Frances con aspereza—. Venga, dímelo. Habla. ¿No lo harás?
—Quizá —dijo Michael, y devolvió la silla a su lugar—. ¿Cómo voy a saberlo?
—Lo sabes —insistió Frances—. ¿No es verdad?
—Sí —contestó Michael pasado un momento—, lo sé.
Entonces Frances dejó de llorar. Se sonó un par o tres de veces con el pañuelo y lo guardó y su rostro no le decía nada a nadie.
—Al menos hazme un favor —dijo ella.
—Claro.
—Deja de repetirme lo guapa que es ésta o la otra. Bonitos ojos, bonitos pechos, estupenda figura, gran voz —imitó la voz de Michael—. Guárdatelo para ti. No me interesa.
—Perdone. —Michael llamó con un gesto al camarero—. Me lo callaré.
Frances se secó el rabillo de los ojos.
—Otro coñac —le pidió al camarero.
—Dos —dijo Michael.
—Sí, señora, sí, señor —contestó el camarero, retirándose.
Frances lo miró fríamente desde el otro extremo de la mesa.
—¿Quieres que telefonee a los Stevenson? Se estará bien en el campo.
—Claro —dijo Michael—. Llámalos.
Frances se levantó de la mesa y cruzó la sala hacia el teléfono. Michael la siguió con la mirada, pensando, qué chica más guapa, bonitas piernas.
Traducción de Cruz Rodríguez