BHARATI MUKHERJEE
El manejo del dolor
Una mujer que no conozco está preparando té a la manera india en mi cocina. Hay un montón de mujeres que no conozco en mi cocina, susurrando y moviéndose con mucha discreción. Abren puertas, hurgan en la despensa y procuran no preguntarme dónde están guardadas las cosas. Me hacen pensar en cuando mis hijos eran pequeños, el día de la Madre, o cuando Vikram y yo estábamos cansados, y nos preparaban grandes tortillas medio crudas. Yo me quedaba en la cama fingiendo que no los oía.
El doctor Sharma, el tesorero de la Sociedad Indocanadiense, me arrastra hasta el pasillo. Quiere saber si estoy agobiada por el dinero. Su mujer, que acaba de subir del sótano con una bandeja de tazas y vasos vacíos, lo reprende.
—No molestes a la señora Bhave con detalles mundanos.
Está tan monstruosamente preñada que debe de haber salido de cuentas hace días. Le digo que no debería cargar cosas pesadas.
—Shaila —dice sonriendo—, éste es el quinto.
Luego coge a un adolescente por el faldón de la camisa. Éste se quita los walkman de la cabeza. Tiene que ser uno de sus cuatro hijos, todos tienen la misma frente abollada y sentenciada.
—¿Cuál es la versión oficial ahora? —quiere saber ella.
El niño vuelve a ponerse los auriculares.
—Se andan con evasivas, madre. Están diciendo que podría ser un accidente o una bomba terrorista.
Los chicos llevan toda la mañana murmurando: bomba sij, bomba sij. Los hombres, sin pronunciar la palabra, asienten con la cabeza. La señora Sharma se lleva una mano a la frente al oír tal palabra. Al menos han parado de hablar de los detritos del espacio y los láser rusos.
En el comedor hay dos radios encendidas. Están sintonizadas con distintas emisoras. Alguien debe de haberlas bajado de los dormitorios de los niños. Yo no he entrado en ellos desde que Kusum cruzó corriendo el jardín delantero en albornoz. Estaba tan graciosa que le abrí la puerta riendo.
El gran televisor del estudio zumba a través de los canales americanos y los canales por cable.
—¡Maldita sea! —exclama un hombre con amargura—. ¿Cómo pueden estos predicadores seguir como si no hubiera pasado nada?
Quiero decirle que no somos tan importantes. Echas un vistazo al público, al predicador con su túnica azul y su bonito pelo blanco, a las palmeras plantadas en macetas bajo un cielo azul, y sabes que todo les trae sin cuidado.
El teléfono suena sin parar. El doctor Sharma se ha hecho cargo de él.
—Estamos con ella —no deja de decir—. Sí, sí, el doctor le ha dado calmantes. Sí, sí, los calmantes están teniendo el efecto necesario.
Me pregunto si las pastillas solas explican esta calma. No paz, sino un silencio aislante. Siempre he sabido dominarme, pero nunca me he reprimido. El sonido me alcanza, pero tengo el cuerpo en tensión, listo para gritar. Oigo sus voces a mi alrededor. Oigo a los niños y a Vikram gritar: «¡Mamá!», «¡Shaila!», y sus gritos me aíslan, como unos auriculares.
La mujer que ha puesto agua a hervir cuenta una y otra vez su historia.
—Fui la primera en recibir la noticia. Mi primo me llamó de Halifax antes de las seis de la mañana, ¿os lo imagináis? Se había levantado para rezar sus oraciones, y su hijo estaba estudiando para sus exámenes de medicina y oyó en un canal de rock que había pasado algo a un avión. Primero dijeron que había desaparecido del radar, como si una goma gigante lo hubiera alcanzado. Su padre me llamó por teléfono, de modo que le dije: ¿Qué quieres decir con «algo»? ¿Un secuestro? Y él dijo, behn, aún no han confirmado nada, pero pregunta a tus vecinos, porque van muchos en ese avión. De modo que telefoneé inmediatamente a la pobre Kusum. Sabía que su marido y su hija tenían billetes para ayer.
Kusum vive al otro lado de la calle enfrente de mí. Ella y Satish se habían mudado hacía menos de un mes. Dijeron que necesitaban una casa más grande. Toda esta gente, los Sharma y los amigos de la Sociedad Indocanadiense, habían asistido a la fiesta de inauguración de la casa. Satish y Kusum prepararon tandoori casero en su gran parrilla de gas y hasta los vecinos blancos se llenaron los platos hasta arriba de ese pollo rojo chillón, chamuscado y jugoso. Su hija más pequeña había bailado, y hasta nuestros hijos se habían despegado de la transmisión de la Copa Stanley para hacer acto de presencia de mala gana. Todo el mundo hizo fotos para sus álbumes y para los periódicos de la comunidad —otra de nuestras familias había tenido éxito en Toronto—, y ahora me pregunto cuántas de esas caras felices han desaparecido.
—¿Por qué nos da Dios tantas cosas si desde el principio se propone arrebatárnoslas? —me pregunta Kusum.
Asiento. Estamos sentadas en las escaleras enmoquetadas, con las manos cogidas como niñas.
—Ni una sola vez le dije que le quería —digo yo. Había sido tan bien educada que nunca me sentí cómoda llamando a mi marido por su nombre de pila.
—No te preocupes —dice Kusum—. Él lo sabía. Mi marido lo sabía. Lo notaban. Las chicas modernas tienen que decirlo porque lo que sienten es falso.
La hija de Kusum, Pam, entra corriendo con una bolsa de fin de semana. Lleva su uniforme de McDonald’s.
—¡Mamá! ¡Tienes que vestirte! —El pánico le vuelve hosca—. Un periodista viene para aquí.
—¿Por qué?
—¿Quieres hablar con él en albornoz? —Empieza a peinar el pelo largo de su madre. Ella es la hija que siempre está en apuros. Sale con chicos canadienses y frecuenta el centro comercial, comprando jerséis ceñidos. La menor, la santurrona según Pam, la que tiene una voz tan dulce que cuando cantó bhajans para recaudar fondos para Etiopía hasta un hombre ahorrador como mi marido extendió un talón de cien dólares, ella estaba en ese avión. Iba a pasar julio y agosto con los abuelos porque Pam no quería ir. Pam dijo que prefería trabajar como camarera en un McDonald’s. «Si se trata de escoger entre Bombay y el País de las Maravillas, me quedo con el País de las Maravillas», había dicho.
—Déjame en paz —grita Kusum—. ¿Sabes qué me gustaría hacer? Si no tuviera que cuidar de ti ahora me ahorcaría.
La joven cara de Pam enrojece de dolor.
—Gracias —dice—, no dejes que te detenga.
—Shhh. —La preñada señora Sharma regaña a Pam—. Deja tranquila a tu madre. El señor Sharma se ocupará de los periodistas y rellenará los formularios. Él dirá lo que haya que decirse.
Pam se mantiene en sus trece.
—¿Crees que no sé lo que está pensando mamá? Por qué, eso es lo que está pensando. ¡Es de mal gusto! A mamá le gustaría que mi hermana pequeña estuviera viva y yo muerta.
La mano de Kusum en la mía está temblorosamente caliente. Seguimos sentadas en las escaleras.
Telefonea antes de venir, preguntando si necesito algo. Se llama Judith Templeton y es una representante del gobierno provincial.
—¿Multiculturalismo? —pregunto yo.
Y ella responde que «en parte», pero que su circunscripción es más amplia.
—Me han dicho que usted conocía a mucha gente que iba en ese vuelo —dice—. Tal vez si accediera a ayudarnos a llegar a los demás…
Ella me da tiempo al menos para poner a hervir agua para el té y ordenar la sala de estar. Tengo varias samosas de la fiesta de inauguración de Kusum que podría freír, pero luego pienso: ¿por qué prolongar esta visita?
Judith Templeton es mucho más joven de lo que me ha parecido por teléfono. Viste un traje azul, camisa blanca y corbata de topos. Lleva el pelo rubio muy corto, y sus únicas joyas son unos pendientes de perla en forma de gota. Su maletín, de un brillante cordobán, está nuevo y tiene aspecto caro. Está sentada con él en el regazo. Cuando mira por las ventanas a la calle, las lentillas parecen flotar delante de sus ojos azul pálido.
—¿Qué clase de ayuda quiere de mí? —pregunto. Ha rehusado el té, por cortesía, pero yo insisto, junto con varias galletas algo pasadas.
—No tengo experiencia —reconoce ella—. Quiero decir que tengo un máster en Asistencia Social y he trabajado en conexión con víctimas de accidentes, pero no tengo experiencia con una tragedia a esta escala…
—¿Quién va a tenerla? —pregunto yo.
—…y con las complicaciones de cultura, idioma y costumbres. Alguien mencionó que la señora Bhave es un pilar…, porque se lo ha tomado con más calma.
Al oír esto tal vez frunzo el entrecejo, porque ella alarga una mano y casi me coge la mía.
—Espero que comprenda lo que quiero decir, señora Bhave. Hay cientos de personas en Metro directamente afectadas como usted, y algunas no hablan inglés. Hay varias viudas que nunca han manejado dinero o cogido un autobús, y padres ancianos que todavía no han comido o salido de sus cuartos. Varias casas y apartamentos han sido saqueados. Algunas esposas siguen histéricas, y algunos maridos están en estado de shock y profunda depresión. Queremos ayudar, pero tenemos las manos atadas en muchos sentidos. Hay dinero que distribuir, y documentos legales…, estas cosas hay que hacerlas. Contamos con intérpretes, pero no siempre tenemos el toque humano, o tal vez el toque humano adecuado. No queremos cometer errores, señora Bhave, por eso queremos pedirle que nos ayude.
—Más errores, querrá decir —digo yo.
—Los asuntos policiales no están en mis manos —responde.
—Nada de lo que pueda hacer yo cambiará nada —digo—. Cada uno debe llorar a su manera.
—Pero usted lo está llevando muy bien. Todo el mundo ha dicho: La señora Bhave es la persona más fuerte de todas. Tal vez si los demás la vieran y hablaran con usted, eso los ayudaría.
—Según los criterios de la gente a la que usted llama histérica, me estoy comportando de manera muy rara y muy mala, señorita Templeton. —Quiero decirle: Ojalá pudiera gritar, matarme de hambre, meterme en el lago Ontario, tirarme de un puente—. No me verían como un modelo. Yo no me veo como modelo.
Soy un bicho raro. Nadie que me conozca me imaginaría reaccionando de esta manera. Esta terrible calma se niega a abandonarme.
Ella me pregunta si puede volver a telefonearme, a mi regreso del largo viaje que todos debemos hacer.
—Por supuesto —digo—. No tenga reparos en llamar, a cualquier hora.
Cuatro días más tarde encuentro a Kusum acuclillada en una roca que domina una bahía de Irlanda. No es una roca grande, pero sobresale bruscamente por encima del agua. Es lo más cerca de ellos que podremos llegar nunca. Las brisas de junio le hinchan el sari y le desprenden de las horquillas el pelo, que le llega a las rodillas. Tiene la expresión desconcertada de una criatura del mar que se ha quedado encallada con las mareas.
Han transcurrido cien horas desde que Kusum cruzó mi jardín tambaleándose y gritando. Mientras esperábamos en el hospital, hemos oído contar muchas historias. La policía y los diplomáticos nos dicen cosas creyendo que somos fuertes, que saber nos ayuda a llorar las muertes, y tal vez sea así. Algunos, lo sé, prefieren no saber, o sus propias versiones. El avión se partió en dos, dicen. Los pasajeros perdieron el conocimiento al instante. Nadie sufrió. Mis niños debían de haber acabado de desayunar. Les encantaba comer en los aviones, les encantaba el tamaño pequeño de los platos, cuchillos y tenedores. El año pasado se guardaron el salero y el pimentero de la compañía aérea. Media hora más y habrían llegado a Heathrow.
Kusum dice que no podemos escapar de nuestro destino. Dice que toda esa gente, nuestros maridos, mis hijos, su hija con voz de ruiseñor, todos esos hindúes, cristianos, sijs, musulmanes, parsis y ateos que iban en ese avión, estaban destinados a morir juntos a poca distancia de esa bonita bahía. Se lo ha dicho una swami de Toronto.
Me tomo mi valium.
Seis de los «familiares» —dos viudas y cuatro viudos— hemos preferido pasar el día de hoy junto al mar en lugar de permanecer sentados en una sala de hospital, examinando fotografías de los cadáveres. He visto veintisiete fotos en dos días. Se muestran muy amables con nosotros, los irlandeses son muy comprensivos. A veces esa comprensión significa poner a nuestra disposición un autocar turístico para hacer esta excursión a la bahía, para que podamos fingir que vemos a nuestros seres queridos a través de las olas cristalinas o en las formas de las nubes moteadas por el sol.
Podría morir aquí también y ser feliz.
—¿Qué es eso de allá? —Kusum está de pie, agitando las manos, y por un momento veo aparecer entre las olas la forma de una cabeza. Ella está de pie en el agua, yo en la roca. La marea está baja, y una roca redonda y negra, del tamaño de una cabeza, acaba de alzarse de las olas. Ella se vuelve, con el bajo del sari goteando y arruinado, y en su cara hay un resquicio de esperanza, como lo había en la mía hace cien horas, riendo aún, pero sabiendo en el fondo que sólo la mayor tragedia juntaría a dos mujeres a las seis de la mañana de un domingo. Observo cómo las facciones se le relajan en una expresión vacía.
—El agua estaba tibia, Shaila —dice por fin.
—No puedes —digo yo—. Tenemos que esperar a que llegue nuestra hora.
Llevo cuatro días sin probar bocado, sin cepillarme los dientes.
—Lo sé —dice ella—. Me digo a mí misma que no tengo derecho a llorar. Están en un lugar mejor. Mi swami dice que debería alegrarme por ellos. Dice que la depresión es muestra de egoísmo.
Tal vez soy egoísta. Egoístamente me separo de Kusum y echo a correr, golpeando las piedras con las sandalias, hasta la orilla del agua. ¿Y si mis hijos no están inmovilizados bajo los restos del avión? ¿Y si no se han quedado encallados una milla por debajo de esa franja de mar picado, azul e inocente? ¿Y si a causa de las fuertes corrientes…?
Me he estropeado el sari, uno de los mejores que tengo. Kusum se ha reunido conmigo, metida hasta las rodillas en el agua que me parece una piscina. Podría sentarme en el agua, y mi marido me cogería la mano y los niños me salpicarían agua a la cara sólo para verme gritar.
—¿Te acuerdas de lo bien que nadaban mis hijos, Kusum?
—Vi las medallas —responde ella.
Uno de los viudos, el doctor Ranganathan de Montreal, se acerca a nosotras con los zapatos en la mano. Es ingeniero electrónico. Alguien del hotel mencionó que su trabajo es famoso en todo el mundo, algo acerca del lugar donde se dan cita la física y la electricidad. Ha perdido una gran familia, algo indescriptible.
—Con un poco de suerte —me sugiere—, un buen nadador podría llegar sin problema a alguna isla. Es perfectamente posible que haya muchas, muchos islotes microscópicos desperdigados alrededor.
—¿No lo dice por decir? —Le hablo al doctor Ranganathan de Vinod, mi hijo mayor. El año pasado empezó también clases de buceo.
—Es el deber de un padre esperar —dice él—. Es una tontería descartar posibilidades que no han sido demostradas. Yo mismo no he perdido la esperanza.
Kusum está sollozando otra vez.
—Querida señora —dice él, asiéndole el brazo con la mano libre. Y ella se calma—. ¿Cuántos años tiene Vinod? —Es muy prudente, como todos. Tiene, no tenía.
—Catorce. Ayer cumplió catorce años. Su padre y su tío iban a llevarlo al Taj y organizarle una gran fiesta de cumpleaños. Yo no pude ir con ellos porque no puedo tomarme dos semanas de vacaciones en junio en mi estúpido trabajo. Tramito facturas en una agencia de viajes y junio es un mes en el que se viaja mucho.
El doctor Ranganathan vacía los bolsillos de su americana. Rosas chafadas, de tonos rosados cada vez más oscuros, flotan en el agua. Las ha arrancado de algún jardín. No ha pedido permiso a nadie, pero hace poco ha salido en los periódicos locales un artículo sobre ello. Cuando vean a una persona india, denle flores, por favor.
—Un joven fuerte de catorce años —dice él— tiene muchas posibilidades de tirar de otra más joven hasta un lugar seguro.
Mis hijos, aunque se llevan cuatro años, están muy unidos. Vinod no dejaría que Mithun se ahogara. Ingeniería eléctrica, pienso, estúpidamente tal vez: este hombre sabe secretos importantes del universo, cosas próximas a mí. El alivio me deja mareada. Con razón no han aparecido las fotografías de mis hijos en la galería de fotos de los cadáveres rescatados.
—Qué rosas más bonitas —comento.
—A mi mujer le encantaban las rosas de color rosa. Cada viernes tenía que llevar a casa un ramo. Yo le decía: ¿Por qué? ¿Después de veintitantos años de matrimonio todavía necesitas una prueba concluyente de mi amor? —Ha identificado a su mujer y a tres de sus hijos. Luego a otros de Montreal, los afortunados, familias intactas sin ningún superviviente. Suelta una risita mientras regresa andando por el agua a la orilla. Luego se vuelve para hacerme una pregunta—: Señora Bhave, ¿quiere arrojar rosas a sus seres queridos? Me quedan dos grandes.
Pero tengo otras cosas que arrojar: la calculadora de bolsillo de Vinod; un aeromodelo B-52 medio pintado por mi Mithun. Lo querrán en su isla. ¿Y para mi marido? Para él dejo caer en las aguas tranquilas y cristalinas un poema que escribí ayer en el hospital. Por fin sabrá lo que siento por él.
—No se caiga, las rocas están resbaladizas —previene el doctor Ranganathan. Me tiende una mano.
Luego es hora de volver al autocar, hora de volver apresuradamente a nuestros puestos de espera en los bancos del hospital.
Kusum se cuenta entre los afortunados. Los afortunados han volado hasta aquí, han identificado por triplicado a sus seres queridos, y a continuación volarán con los cuerpos a la India para realizar allí las ceremonias adecuadas. Satish es uno de los pocos varones que salió a la superficie. Las fotos de las caras que hemos visto en las paredes de una oficina en Heathrow, y aquí, en el hospital, son en su mayoría de mujeres. Las mujeres tienen más grasa en el cuerpo, me explicó una monja con tono práctico. Flotan mejor.
Hoy me ha detenido por la calle un marinero joven. Había cargado cadáveres, y se había metido en el agua cuando —comprueba mi cara en busca de signos de fortaleza— se avistaron los primeros tiburones. Yo no me sonrojo y él se derrumba.
—No se preocupe —le digo—. Gracias. —Me he enterado de lo de los tiburones por el doctor Ranganathan. En su mente metódica, la ciencia genera comprensión, no suscita terror. Es el deber del tiburón. Para cada ciervo hay un cazador, para cada pez un pescador.
Los irlandeses no son tímidos; se acercan corriendo a mí y me dan un abrazo, algunos de ellos llorando. No puedo imaginar reacciones semejantes en las calles de Toronto. Son perfectos desconocidos, y eso me conmueve. Algunos llevan consigo flores que dan a cada indio que ven.
Después de almorzar me aferra un policía a quien he llegado a conocer bastante bien. Dice que cree haber encontrado a Vinod. Le explico lo excelente nadador que es Vinod.
—¿Quiere que esté con usted mientras mira las fotos? —El doctor Ranganathan entra delante de mí en la galería de fotos. En estos asuntos es un científico, y yo le estoy agradecida. Es una nueva perspectiva—. Han hecho milagros —dice—. Estamos en deuda con ellos.
Los primeros dos días los policías nos enseñaron las fotos de una en una; ahora tienen prisa, están impacientes por amortajar a los posibles, hasta a los probables.
La cara de la foto es la de un chico muy parecido a Vinod; los mismos ojos inteligentes, las mismas cejas espesas en forma de V. Pero las facciones, hasta las mejillas, están más hinchadas, más anchas y más blandas.
—No. —Otras fotografías atraen mi mirada. Hay otros cinco chicos que se parecen a Vinod.
La monja encargada de consolarme recorre la primera fotografía con la punta de un dedo.
—Cuando llevan un tiempo en el agua, señora, parecen un poco más pesados.
«Los huesos están rotos debajo de la piel», me dijeron el primer día. «Trate de acoplar sus recuerdos. Es importante.»
—No es él. Soy su madre. Lo sabría.
—¡Conozco a éste! —exclama de pronto el doctor Ranganathan al fondo de la galería—. ¡Y a éste! —Creo que nota que no quiero encontrar a mis hijos—. Son los hermanos Kutty. También eran de Montreal. —No quiero llorar. Al contrario, estoy eufórica. En el hotel tengo mi maleta llena de ropa seca para mis hijos.
El policía se echa a llorar.
—Lo siento tanto, señora. De verdad que creía que lo habíamos encontrado.
Precedidos por la monja y con el policía detrás, los desafortunados sin los cuerpos de nuestros hijos salimos en fila de la galería improvisada.
De Irlanda, la mayoría continuamos hasta la India. Kusum y yo tomamos el mismo vuelo directo a Bombay, para que yo pueda ayudarla a pasar rápidamente la aduana. Pero tenemos que vérnoslas con un hombre uniformado. Éste tiene en la cara grandes furúnculos que se le hinchan y brillan de sudor mientras discutimos con él. Pretende que Kusum espere en la cola y se niega a asumir la autoridad porque su jefe se ha tomado un descanso. Pero Kusum se niega a perder de vista los ataúdes y yo no voy a abandonarla, aunque sé que mis padres, ancianos y diabéticos, deben de estar esperando dentro de un coche mal ventilado en un aparcamiento abrasador.
—¡Eh, cabrón! —grito al hombre de los furúnculos a punto de reventar. Otros pasajeros se apretujan contra mí—. ¿Cree que estamos pasando contrabando en esos ataúdes?
Hubo una vez en que éramos mujeres bien educadas; éramos esposas sumisas que íbamos con la cabeza cubierta con un velo y hablábamos con voz tímida y dulce.
En la India me vuelvo, una vez más, la hija única de unos padres adinerados y achacosos. Vienen a darme el pésame viejos amigos de la familia. Algunos de ellos son sij, y, sin querer, me encojo por dentro. Mis padres son personas progresistas; no echan la culpa a las comunidades de unos pocos individuos.
En Canadá es otro cantar.
—Quédate más tiempo —me ruega mi madre—. En Canadá hace frío. ¿Qué vas a hacer allá sola?
Me quedo. Pasan tres meses. Luego otro.
—¡Vikram no habría querido que renunciaras a nada! —protestan. Llaman a mi marido por el nombre con que nació. En Toronto se lo cambió por el de Vik, para que a los compañeros que trabajaban con él en la oficina les pareciera tan fácil como Rod o Chris—. ¿Sabes?, los muertos no están separados de nosotros.
Mi abuela, la consentida hija de un zamindar rico, se afeitó la cabeza con cuchillas oxidadas cuando se quedó viuda a los dieciséis años. Mi abuelo murió de diabetes infantil a los diecinueve, y ella se vio a sí misma como presagio de mal agüero. Mi madre creció sin padres y fue educada con indiferencia por un tío mientras su verdadera madre dormía en un cobertizo detrás de la casa principal y comía con los criados. Se hizo racionalista. Mis padres aborrecían la mortificación fútil.
La hija del zamindar siguió creyendo obstinada en los rituales védicos; mis padres se rebelaron. Yo estoy atrapada entre dos formas de sabiduría. A los treinta y seis años, soy demasiado vieja para volver a empezar, demasiado joven para rendirme. Como el espíritu de mi marido, voy y vengo entre mundos.
Cortejando la afasia nos dedicamos a viajar. Viajamos con nuestra falange de criados y parientes pobres. A estaciones de montaña y a centros de turismo en el mar. Jugamos a bridge-contrato en polvorientos clubes. Subimos a lomos de pequeños y gruesos ponies por senderos de montaña que se medio derrumban. En té-bailes dejamos que nos den dos vueltas alrededor de la pista. Llegamos a los lugares santos para los que no habíamos tenido tiempo antes. En Varanasi, Kalighat, Rishikesh, Hardwar, astrólogos y quirománticos me buscan y por una tarifa me ofrecen consuelos cósmicos.
A los viudos que hay entre nosotros ya les están presentando a candidatas para una nueva esposa. Ellos no pueden resistir la llamada de la costumbre, la autoridad de sus padres y hermanos mayores. Deben casarse; es el deber de un hombre cuidar de una esposa. Las nuevas esposas serán jóvenes viudas con hijos, en la penuria pero de buena familia. Serán esposas afectuosas, pero los hombres las rehuirán. He recibido llamadas de esos hombres por las crepitantes líneas telefónicas indias. «Sálvame», me dicen esos acaudalados, cultos y exitosos cuarentones. «Mis padres me están concertando una boda.» En un mes habrán enterrado a una familia y regresado a Canadá con una nueva esposa y parte de la familia.
Yo tengo relativamente suerte. A nadie se le ocurre buscar un marido para una desafortunada viuda.
Entonces, el tercer día del sexto mes de esta odisea, en un templo abandonado de un diminuto pueblo del Himalaya, mientras hago mis ofrendas de flores y confites al dios de una tribu de animistas, mi marido desciende hasta mí. Está acuclillado junto a un sadhu escuálido y con una túnica apolillada. Vikram lleva el traje color vainilla que llevaba la última vez que lo abracé. El sadhu arroja pétalos sobre la llama de una lámpara de mantequilla, recitando mantras en sánscrito, y se aparta las moscas de la cara. Mi marido me coge las manos entre las suyas.
Eres hermosa, empieza a decir. Luego: ¿Qué estás haciendo aquí? ¿Debo quedarme?, pregunto. Él se limita a sonreír, pero la imagen ya se está desvaneciendo. Debes terminar sola lo que empezamos juntos. Ninguna alga le adorna la boca. Habla demasiado deprisa, como solía hacer cuando éramos una familia envidiada en nuestro apartamento construido en dos niveles. Ha desaparecido.
En la sala del altar, sin ventanas y llena de humo de varillas de incienso y lámparas de mantequilla, una mano sudada busca a tientas mi blusa. No grito. El sadhu se coloca bien la túnica. Las lámparas sisean y chisporrotean.
Cuando salimos del templo, mi madre me pregunta:
—¿Has sentido algo extraño allí dentro?
Mi madre no tiene paciencia con los fantasmas, los sueños proféticos, los hombres santos y los cultos.
—No —miento—. Nada.
Pero ella sabe que me ha perdido. Sabe que en unos días me marcharé.
Kusum ha puesto en venta su casa. Quiere vivir en un ashram en Hardwar. Mudarse a Hardwar fue idea de su swami. Su swami lleva dos ashrams, uno en Hardwar y otro aquí, en Toronto.
—No huyas —le digo.
—No estoy huyendo —dice ella—. Estoy buscando paz interior. ¿Crees que tú o ese Ranganathan estáis mejor?
Pam se marcha a California. Quiere trabajar de modelo, dice. Dice que en cuanto reciba su parte del dinero del seguro, abrirá un estudio de yoga y aeróbic en Hollywood. Me envía postales tan descaradas que no me atrevo a dejarlas en la mesa de centro. Su madre ha renunciado a ella y al mundo.
Los demás no perdemos el contacto, de eso se trata. Hablar es todo lo que nos queda, dice el doctor Ranganathan, que también se ha enfrentado a sus parientes y regresado solo a Montreal y a su trabajo. ¿Con quién mejor hablar que con otros familiares?, dice. Hemos sido fundidos de nuevo en una nueva tribu.
Me llama dos veces a la semana desde Montreal. Cada miércoles por la noche y cada sábado por la tarde. Está cambiando de empleo, se va a Ottawa. Pero Ottawa está a más de ciento sesenta kilómetros de distancia y se ve obligado a conducir trescientos cincuenta kilómetros al día. No se ve con fuerzas de vender su casa. La casa es un templo, dice; la cama doble del dormitorio principal es un trono. Él duerme en una cama plegable. Un devoto.
Todavía hay varios familiares histéricos. La lista de Judith Templeton de los que necesitan ayuda y los que han «aceptado» está casi en perfecto equilibrio. Aceptación significa hablar de tu familia en pasado y hacer planes activos para seguir adelante con tu vida. En Seneca y Ryerson imparten cursos que podríamos estar haciendo. Su brillante maletín de cuero está lleno de catálogos de universidades y listas de sociedades culturales que necesitan nuestra colaboración. Ha hecho una labor impresionante, le digo.
—En los libros de texto sobre el manejo del dolor —replica ella (yo soy su confidente, me doy cuenta, uno de los pocos familiares cuyo dolor no ha derivado en extrañas obsesiones)— hay fases que superar: rechazo, depresión, aceptación, reconstrucción. —Ha hecho un gráfico que muestra que, seis meses después de la tragedia, ninguno seguimos rechazando la realidad, pero sólo unos pocos estamos reconstruyendo. «Aceptación deprimida» es la fase de estancamiento a la que hemos llegado. Volverse a casar es un gran paso en la reconstrucción (aunque está un poco sorprendida, hasta escandalizada, por lo deprisa que varios hombres han tomado una nueva familia). Vender la casa, y cambiar de trabajo y de ciudad, es saludable.
¿Cómo voy a decirle a Judith Templeton que mi familia me rodea y que, como personajes de epopeya, ha cambiado de forma? Me ve serena y aceptando, pero le preocupa que no tenga un empleo, una carrera. Mis mejores amigos están en peor situación que yo. No puedo decirle que mis días, hasta mis noches, son emocionantes.
Me pide que le ayude con las familias con las que no logra comunicarse. Una pareja de ancianos de Agincourt cuyos hijos murieron apenas unas semanas después de que los hubieran traído de un pueblo del Punjab. Por sus nombres sabemos que son sijs. Judith Templeton ha ido a verlos con un traductor dos veces con ofertas de dinero para volar a Irlanda, con formularios bancarios, con formularios de poderes, pero se han negado a firmar o a abandonar ese diminuto apartamento. El dinero de sus hijos está inmovilizado en el banco. Los apartamentos-inversión de sus hijos han sido destrozados por inquilinos, el mobiliario mal vendido. Los padres temen que cualquier papel que firmen o cualquier dinero que reciban ponga fin a las obligaciones de la compañía o del país para con ellos. Temen estar vendiendo a sus hijos por dos billetes de avión a un lugar que nunca han visto.
El alto edificio de apartamentos es una torre de indios y antillanos, y unos cuantos orientales. En la parada de autobús más cercana hay mujeres con sari formando fila. Unos niños practican criquet en el aparcamiento. Dentro del edificio, hasta yo retrocedo un poco ante la ferocidad de los vapores de la cebolla, la peculiar e inmediata manera india de freír ghee, pero Judith Templeton mantiene un flujo constante de información. Esos pobres ancianos están en peligro inminente de perder su casa y todos sus servicios.
—Son sijs —le digo—. No se abrirán a una mujer hindú. —Y lo que quiero añadir es: Por mucho que me esfuerzo, me pongo rígida al ver barbas y turbantes. Recuerdo los tiempos en que todos confiábamos los unos en los otros en este país nuevo, lo único que nos preocupaba era el país nuevo.
Las dos habitaciones están poco iluminadas y mal ventiladas. Las luces están apagadas, y en la mesa de centro chisporrotea un quinqué. La anciana encorvada nos ha hecho pasar, y su marido se está enrollando un turbante blanco sobre su cabello impregnado de aceite que le llega a la cintura. Ella va inmediatamente a la cocina, y oigo el ruido más característico de un hogar indio, agua de grifo golpeando y llenando una pava.
No han pagado las facturas, por miedo, y porque no saben extender un talón. El teléfono no funciona, y pronto lo seguirán la luz, el gas y el agua. Han dicho a Judith que sus hijos se ocuparán de ello. Son buenos chicos, y siempre han ganado bien y cuidado de sus padres.
Conversamos un poco en hindi. No mencionan el accidente y me pregunto si debería sacar el tema. Si creen que estoy allí sólo como una mera traductora es posible que se sientan insultados. En Toronto hay cientos de sijs que hablan punjabí y que lo harían mejor. De modo que digo a la anciana:
—Yo también he perdido a mis hijos y a mi marido en el accidente.
Al instante se le llenan los ojos de lágrimas. El hombre murmura unas palabras que parecen una bendición.
—Dios nos da y Dios nos quita —dice.
Quiero añadir: Pero sólo los hombres destruyen sin dar nada a cambio.
—Mis hijos y mi marido no van a volver —digo—. Tenemos que comprenderlo.
Esta vez responde la anciana:
—Pero ¿quién puede saberlo? El hombre solo no decide tales cosas. —Ante lo cual su marido le da la razón.
Judith pregunta por los papeles del banco, los formularios para la cesión de fondos. De un plumazo tendrán un administrador provincial que pague sus facturas, invierta su dinero, les envíe una pensión mensual.
—¿Conocen a esta mujer? —les pregunto.
El hombre levanta una mano de la mesa, le da la vuelta y parece examinar los dedos, uno por uno, antes de responder.
—Esta joven siempre está viniendo aquí, le ofrecemos té y nos deja papeles para que los firmemos. —Recorre con la mirada un montón de papeles que hay en la esquina de la habitación—. Pronto nos quedaremos sin té. ¿Se marchará entonces?
La anciana añade:
—He preguntado a los vecinos y nadie más acoge a visitantes angrezi. ¿Qué hemos hecho?
—Es su trabajo —trato de explicar—. El gobierno está preocupado. Pronto no tendrán ustedes dónde quedarse, no tendrán luz, ni gas, ni agua.
—El gobierno recibirá su dinero. Dígale que no se preocupe, que somos gente honorable.
Trato de explicar que el gobierno quiere dar dinero, no recibir. Él alza una mano.
—Que lo reciban —dice—. Ya estamos acostumbrados a eso. No es ningún problema.
—Somos gente fuerte —dice su mujer—. Dígaselo.
—¿Quién necesita toda esta maquinaria? —pregunta el marido—. Es insano, la luz brillante, el aire frío en un día caluroso, la comida fría, los cuatro aros de gas. Dios proveerá, no el gobierno.
—Cuando vuelvan nuestros hijos —dice la madre.
Su marido sorbe con los dientes.
—Basta de charla —dice.
—¿Los ha convencido? —interviene Judith. Los cierres automáticos de su maletín de cordobán estallan como petardos en el silencioso apartamento. Deja en la mesa el fajo de papeleo legal—. Si no saben escribir sus nombres basta con que hagan una X, ya se lo he dicho.
La anciana ha ido a la cocina arrastrando los pies y no tarda en salir con una tetera y dos tazas.
—Este trabajo me parece que me va a costar la vejiga —me dice Judith sonriendo—. Si hubiera una forma de llegar a ellos. Por favor, déles las gracias por el té. Dígales que son muy amables.
Asiento en dirección a Judith y les digo en hindi:
—Les da las gracias por el té. Cree que son muy hospitalarios pero no tiene ni la menor idea de lo que eso significa.
Quiero decir: Síganle la corriente. Quiero decir: Mis hijos y mi marido también están conmigo, más que nunca. Miro al anciano a los ojos y leo en ellos el obstinado mensaje de campesino: He protegido a esta mujer lo mejor que he podido. Es la única persona que me queda. Ya pueden darme o quitarme lo que quieran que no firmaré. No fingiré que acepto.
En el coche, Judith dice:
—¿Comprende ahora con qué me enfrento? Estoy segura de que son encantadores, pero su terquedad e ignorancia me están volviendo loca. Creen que firmar un papel es firmar la sentencia de muerte de sus hijos, ¿verdad?
Yo estoy mirando por la ventanilla. Quiero decir: En nuestra cultura, es el deber de un padre esperar.
—Bien, Shaila, la siguiente mujer es un verdadero desastre. Llora día y noche, y se niega a recibir atención médica. Tal vez tengamos que…
—Déjeme en la boca del metro —digo.
—¿Cómo dice? —Puedo sentir esos ojos azules clavados en mí.
No sería propio de ella desobedecer. Se limita a desaprobarlo, y se detiene en una esquina para dejarme bajar. Habla con voz quejumbrosa.
—¿Es algo que he dicho? ¿Algo que he hecho?
De pronto podría responderle de mil maneras, pero opto por no hacerlo.
—¿Shaila? Hablemos de ello —oigo, luego cierro la portezuela de un portazo.
Una esposa y madre empieza una nueva vida en un nuevo país, y esa vida se ve interrumpida. Sin embargo, su marido le dice: Acaba lo que hemos empezado. Nosotros, que permanecimos al margen de la política y recorrimos medio mundo hasta llegar aquí para evitar las luchas políticas y religiosas, hemos sido los primeros en morir por ellas en el Nuevo Mundo. Ya no sé qué empezamos, ni cómo terminarlo. Escribo cartas a los editores de los periódicos locales y a los miembros del Parlamento. Ahora al menos reconocen que fue una bomba. Un diputado responde con sus condolencias y un reto. ¿Quiere cambiar las cosas? Colabore en una campaña. En la mía. Politice el voto indio.
El viejo abogado de mi marido me ayuda a abrir un fondo de inversiones. Vikram era ahorrador y un cuidadoso inversor. Había ahorrado las matrículas de los internados y las universidades de los chicos. Vendo la casa rosa por cuatro veces lo que pagamos por ella y tomo un pequeño apartamento en el centro. Estoy buscando una organización benéfica a la que apoyar.
Estamos en pleno invierno de Toronto, cielos grises, aceras heladas. Me quedo en casa, mirando la televisión. He intentado evaluar la situación, cómo vivir mejor mi vida, cómo terminar lo que empezamos hace tantos años. Kusum me ha escrito desde Hardwar diciendo que por fin ha encontrado la serenidad. Ha visto a Satish y ha oído cantar de nuevo a su hija. Había salido en peregrinación, y cruzaba un pueblo, cuando oyó la voz de una niña cantando uno de los bhajans preferidos de su hija. Siguió la música a través de la miseria de un pueblo del Himalaya, hasta un cobertizo donde una niña, una réplica exacta de su hija, avivaba unas brasas de carbón bajo el fogón. En cuanto ella apareció, la niña exclamó: «¡Mamá!» y se fue corriendo. ¿Qué pensaba de eso?
Pienso que sólo puedo envidiarla.
Pam no llegó a California, pero me escribe desde Vancouver. Trabaja en unos grandes almacenes, dando consejos sobre cómo maquillarse a chicas indias y orientales. El doctor Ranganathan ha renunciado a hacer tantos kilómetros al día, y ha dejado su trabajo y aceptado un puesto académico en Texas, donde nadie conoce su pasado y se ha prometido no contarlo. Ahora me llama una vez a la semana.
Espero, escucho y rezo, pero Vikram no ha vuelto a mí. Las voces, las formas y las noches llenas de visiones terminaron bruscamente hace varias semanas.
Lo interpreto como una señal.
Un día excepcionalmente bonito y soleado de la semana pasada, al volver de hacer un recado en Yonge Street, crucé el parque desde el metro hasta mi apartamento. Vivo equidistante del Parlamento de Ontario y la Universidad de Toronto. No hacía frío, pero algo en los árboles pelados me llamó la atención. Levanté la vista de la gravilla hacia las ramas y el cielo azul más allá. Me pareció oír un crujido de formas más grandes y esperé un momento a ver si oía las voces. Nada.
—¿Qué? —pregunté.
Luego, mientras permanecía parada en el sendero mirando al norte, hacia Queen’s Park, y al oeste, hacia la universidad, oí las voces de mi familia una última vez. Ha llegado tu hora, dijeron. Adelante, sé valiente.
No sé dónde terminará este viaje que he emprendido. No sé qué dirección tomaré. Dejé caer el paquete en un banco del parque y eché a andar.
Traducción de Aurora Echevarría