PETER TAYLOR
Venus, Cupido, Locura y Tiempo
La casa en sí misma no hubiera hecho pensar que había algo raro en el señor Dorset o en su hermana solterona. Pero ciertos detalles en la vestimenta de ambos habían molestado y perturbado a todos durante mucho tiempo. Por ejemplo, solíamos verlos juntos en la tienda de comestibles, o incluso en uno de aquellos grandes almacenes del centro de la ciudad, con las zapatillas puestas. Al mirar con más atención, a veces veíamos asomar por debajo de sus ropas el puño de la camisa de un pijama o el dobladillo de un camisón. Semejante grado de dejadez en un vecino es tan desagradable que ya los matrimonios de West Vesey Place —la calle donde vivían los Dorset— habían dejado de bromear a propósito de ellos. ¿Se estarían volviendo locos los Dorset, aquellos pobres viejos? Y, de ser así, ¿qué se podía hacer al respecto? Algunos vecinos llegaban a tal extremo que ni siquiera podían dar crédito a sus ojos. Y cuando un niño volvía a casa contando algo inquietante sobre los Dorset, lo más probable era que le dijeran que ya era hora de que aprendiera a poner límites a su imaginación.
El señor Dorset gastaba sombreros de tweed y jerséis sin mangas. Normalmente metía el jersey dentro de sus pantalones junto con los faldones de la camisa. Para las mujeres y las muchachas de West Vesey Place esto era de muy mal gusto. Les hacía sentir como si el señor Dorset acabara de salir del lavabo y se hubiera metido el jersey dentro de los pantalones por accidente. De hecho, no había nada en el señor Dorset que no resultara ofensivo para las mujeres. Incluso el viejo coche que conducía era considerado por la mayoría de ellas como una desgracia para el barrio. Aparcado frente a su casa, como de costumbre, parecía una violación de la zonificación de West Vesey, una violación mucho peor que la casa en sí. Y lo peor de todo era ver cómo el señor Dorset lavaba el coche.
¡El señor Dorset lavaba su propio coche! No lo lavaba en el camino al garaje, ni en la entrada del garaje, sino allí fuera, en la calle de West Vesey Place. Eso solía suceder con motivo de las fiestas que a él y a su hermana les gustaba organizar para los jóvenes o cuando salían a repartir las flores de papel o los higos que él cultivaba en su propio jardín y que vendía a sus amistades. El señor Dorset aparecía en la calle con dos cubos de agua caliente y ataviado con un mono sumamente estrecho. El mono estrechísimo, de un caqui apagado hasta ser casi color piel, era aún más ofensivo para las mujeres y las chicas que su manera de ponerse el jersey. Con esponjas, trapos de gamuza y un gran cepillo para frotar la lona de la capota, el viejo empezaba por la lona, lavándola suavemente, y después lo hacía cada vez con más vigor, a medida que avanzaba hacia el capó y la carrocería, como si el coche fuera algo vivo. Los niños del vecindario creían que cepillaba los faros delanteros exactamente como si restregara las orejas del pobre coche. Había algo brutal en la manera en que lo hacía y, no obstante, algo de ternura también. Una vieja que una vez visitó el barrio dijo que era como la limpieza de un animal destinado al sacrificio. Supongo que era un sentimiento así lo que hacía que todas las mujeres apartaran la mirada siempre que presenciaban el espectáculo del señor Dorset y la limpieza de su coche.
En cuanto a la hermana del señor Dorset, su conducta era, a su manera, tan ofensiva como la de él. Para los hombres y los chicos del barrio era ella la que parecía inaceptable. Salía a su terraza delantera a mediodía, con un batín de franela desteñida y con el cabello, teñido de negro, totalmente despeinado y colgando a la espalda como el de una india. Para nosotros, cuyas esposas y madres ni siquiera bajaban a la planta baja en bata de casa, esto era muy inquietante. Era difícil perdonarlo, a pesar del argumento de que los Dorset eran demasiado viejos y solitarios, y vivían demasiado precariamente como para preocuparse por su aspecto.
Por otra parte, una mañana de principios de otoño un chico había ido a la casa de la señorita Dorset para cobrar su reparto de periódicos, y vio cómo esa misma Louisa Dorset pasaba una aspiradora por la planta baja totalmente desnuda. La vio a través de las ventanitas ojivales que daban a la fachada de la casa, y estuvo observándola un buen rato. Limpiaba la casa preparándola para la fiesta con que iban a agasajar a los jóvenes aquella noche, y, según el chico, cuando por fin ella se sintió cansada y agobiada por el calor, se dejó caer en un sillón y cruzó las viejas y escuálidas piernas llenas de venas azules y se quedó allí sentada, totalmente desnuda, con las largas piernas cruzadas y sacudiendo un flaco pie, tan despreocupada como si no le importara que alguien pudiera entrar y verla en cualquier momento. Al cabo de un rato, el chico vio cómo se levantaba de nuevo y se dirigía a una mesa donde se puso a arreglar las flores de papel de un florero. Por suerte, era un buen chico, pese a que vivía en el arrabal de la vecindad de West Vesey Place, y se fue sin llamar a la puerta, ni cobrar por su reparto de aquella semana. Pero no pudo resistir la tentación de contar a sus amigos lo que había visto. ¡Dijo que era una cosa que nunca olvidaría! ¡Y que ella era una vieja de más de sesenta años, que si no hubiera sido tan tonta ni tan tozuda quizá habría tenido una casa llena de sirvientes que pasaran la aspiradora en vez de tener que hacerlo ella!
Esta ridícula pareja de vejestorios había renunciado a casi todo en la vida uno por el otro. Y no era en absoluto necesario. Cuando eran muy jóvenes hubieran podido disfrutar de una buena herencia, y ahora que eran mayores podrían estar atendidos por una multitud de parientes ricos. Era sólo cuestión de ser un poco tolerantes —o siquiera amables— con sus parientes. Pero esto era algo que el viejo señor Dorset y su hermana nunca consentirían. Casi siempre se referían a la familia de su padre como «los parientes políticos de mamá», y a la familia de su madre, como «los parientes políticos de papá». El apellido de los hermanos era Dorset, no por un lado, sino por ambos. Sus padres habían sido primos lejanos. De hecho, la familia Dorset en la ciudad de Chatham había sido en otro tiempo tan grande y se había establecido allí desde hacía tanto tiempo, que hubiera sido difícil estimar cuán distante era el parentesco. Pero eso seguía siendo algo que a la vieja pareja nunca le gustaba mencionar. En la época a la que me refiero, la mayoría de los parientes cercanos de su madre se había mudado a California, y la mayoría de la familia de su padre vivía por ahí, en el noreste. Pero la señorita Dorset y su viejo hermano solterón consideraban que cualquier contacto o correspondencia —incluso un simple intercambio de tarjetas de Navidad— con estos parientes políticos era intolerable. Como ellos decían, se trataba de unos parientes políticos que respetaban sobre todo el valor del dólar, mientras que ellos, la señorita Louisa y el señor Alfred Dorset, daban importancia a otras cosas.
Vivían en una casa desvencijada y curiosamente mutilada en una calle que, exceptuando su propia casa, era la más espléndida de la ciudad. A mí y a ustedes nos hubiera dado vergüenza vivir en una casa así; incluso en los años duros a principios de la década de los treinta. Para reducir los impuestos, los Dorset habían amputado la tercera planta de su casa, causando un efecto de techo plano y feo, sin adornos ni decoración. También derribaron el ala sur y no restañaron las cicatrices con ladrillos en combinación con el resto, sino con un estuco moteado, áspero y sin revocar. Todo esto lo hizo la vieja pareja violando las estrictas leyes de zonificación de West Vesey Place, y seguramente habrían sido procesados de no ser porque se trataba de los Dorset y porque esto sucedió durante la Depresión, cuando las leyes de zonificación no se hacían respetar tan fácilmente en una ciudad como Chatham.
Cuando ellos agasajaban a los jóvenes en su casa una vez al año, la señorita Louisa Dorset disfrutaba diciéndoles: «Hemos renunciado a todo el uno por el otro. Nuestros únicos ingresos vienen de nuestras flores de papel y de nuestros higos». Aunque no demostraba ninguna habilidad ni talento para ello, la vieja hacía flores de papel. Durante los meses de invierno, su hermano la llevaba en el coche —un automóvil de quince años, con el volante en el lado incorrecto y unas cortinas laterales como cola de pescado que nunca se descorrían— para entregar aquellas flores a sus clientes. Las flores parecían más bien ramilletes de patatas fritas teñidas. Posiblemente nadie hubiera querido comprárselas si no fuera porque las vendía muy baratas, y por el hecho de que a los que tenían hijos les parecía importante estar en la lista de personas respetables de los Dorset. Tampoco nadie hubiera querido saber nada de los higos del señor Dorset. Cultivaba una docena de arbustos a lo largo de la pared trasera de su casa, cubriéndolos en invierno con unas cajas de aspecto raro que había encargado con este fin. Los arbustos eran muy prolíferos, pero los higos que producían eran unas cosas resecas con muy poco sabor. Durante los meses de verano él y su hermana paseaban en el coche, con las cortinas laterales siempre corridas, entregando los higos a los mismos clientes que compraban las flores de papel. El dinero que ganaban apenas alcanzaba para pagar la gasolina del coche. Era un gran gasto y una gran tontería por parte de ellos.
Y sin embargo, a pesar de todo, esta absurda pareja de vejestorios, esa señorita Louisa y ese señor Alfred Dorset, se habían convertido en algo así como los árbitros sociales de nuestra ciudad. Alcanzaron esa posición porque les encantaba organizar una fiesta anual para la gente joven. Los Dorset abrían sus corazones a la gente joven —a la gente muy joven. No quiero sugerir que abrieran su pecho a los huérfanos o a los hijos de los pobres, porque no eran tontos hasta ese punto. Los invitados a esas fiestecitas tenían entre trece y catorce años y procedían de familias como aquellas a las que ellos mismos hacía mucho que se habían opuesto, eran adolescentes de las mismas casas a las cuales, en su debido tiempo, llevaron sus higos y sus flores de papel. Y cuando llegaba la noche de una de aquellas fiestas, el señor Alfred acostumbraba a ir personalmente en su viejo coche a recoger a los invitados para llevarlos a su casa. Su hermana a veces explicaba a los padres reticentes que esto ahorraba a los niños la vergüenza de ser llevados a su primer baile por mamá o por papá. Pero los padres sabían de sobra que durante veinte años los Dorset jamás habían permitido que ningún adulto pisara su casa.
En aquellas fiestecitas con baile incluido ocurrían cosas peculiares, cosas inquietantes para los adolescentes de ambos sexos que habían sido recogidos en el viejo coche. Los padres sensatos querían mantener a sus hijos apartados de esas fiestas. Pero ¿qué iban a hacer? Porque para una chica de Chatham, tener que explicar al cabo de unos años por qué nunca había ido a una fiesta en casa de los Dorset era como tener que explicar por qué nunca había sido debutante. Para un chico era como tener que explicar por qué no había ido a una escuela del noreste o por qué su padre no pertenecía al club de tenis de Chatham. Cuando uno tenía trece o catorce años, si era invitado a una fiesta de los Dorset, tenía que ir; era una manera de hacer saber a la gente desde el principio quién eras. En una ciudad concurrida y moderna como Chatham no podías permitir que la gente olvidara quién eras, ni siquiera un instante, y a cualquier edad. Eso lo sabían hasta los Dorset.
Después de una de aquellas noches en casa de los Dorset, muchas jovencitas gritaban mientras dormían. Cuando las despertaban, o medio las despertaban, sólo podían decir: «Fue simplemente el perfume de las flores de papel» o: «Soñé que de verdad podía oler las flores de papel». Muchos padres observaban que sus niños parecían «diferentes» después. Se volvían «reservados». Los padres de la generación que tenía que asistir a aquellas fiestas nunca pretendían entender lo que sucedía en la casa de los Dorset. E incluso para los que pertenecíamos a aquella desdichada generación, era como si pasáramos media vida tratando de entender lo que realmente sucedió durante nuestra única noche bajo el techo de los Dorset. Antes de que llegara nuestro turno, habíamos estado escuchando durante años las historias de los chicos y chicas mayores. Después, seguíamos escuchando lo que contaban los que nos seguían. Y ahora, recordándolo, nada acerca de aquella única noche en que habías estado allí, parecía tan real como los vislumbres y los fragmentos de conversación procedentes de los que estaban antes o después de ti: las impresiones de segunda mano sobre la conducta de los Dorset, las cosas que decían, las miradas que intercambiaban entre sí.
Puesto que la señorita Dorset no tenía ningún sirviente, siempre abría personalmente la puerta. Sospecho que para los invitados a sus fiestas, el espectáculo de verla abrir la puerta, con su asombroso atavío, era la sorpresa más violenta de toda la noche. En estas ocasiones, tanto ella como su hermano se ataviaban como nunca antes ni después. La vieja invariablemente llevaba un vestido de noche blanco a la moda, perfectamente ajustado a su figura alta y escuálida. Un vestido de alta costura que necesariamente tenía que ser nuevo, de aquel mismo año. ¡Y que nunca más se pondría después de aquella única noche! Su pelo, largo y espeso, recién teñido para la ocasión, estaba recogido hacia arriba formando una masa vaporosa coronada por un ramillete de flores de papel amarillas y rosadas como el coral. En los labios y en las mejillas destacaba un rojo siniestro. Se había espolvoreado los largos brazos huesudos y los hombros descubiertos con una extraña especie de polvo bronceador. Por mucha que fuera la expectación que rodeaba aquella noche, nadie nunca te advertía suficientemente del cambio radical que se efectuaba en el aspecto de ella y en el de su hermano. Al final de la fiesta, la señorita Louisa podía parecer tan poco agraciada como siempre, y el señor Alfred un poco peor de lo habitual. Pero al principio, cuando los agasajados se reunían en el salón, hasta el señor Alfred parecía resplandeciente en un elegante esmoquin, luciendo la camisa, el cuello y la corbata que la moda dictaba aquel año. Su pelo entrecano estaba esmeradamente cortado, sus viejas e hinchadas mejillas recién rasuradas. Se había empolvado con el mismo polvo bronceador que su hermana. Y hasta se tenía la impresión de que también se había echado un poquito de colorete en las mejillas.
Un extraño perfume impregnaba la atmósfera de la casa. Desde el momento en que pisabas el interior, esta fragancia terrible te envolvía. Era una mezcla de incienso picante con aceite de esencia de rosas. Y por supuesto, nunca faltaba una profusión de flores de papel. Las flores estaban en todas partes: en cada armario y consola, en cada mesa taraceada y baúl labrado, en las repisas de las chimeneas de mármol, en los estantes de los libros. En el vestíbulo había unos anaqueles superpuestos especialmente para exhibir las flores, porque allí se amontonaban abrumadoramente. Había tal abundancia que apenas parecía posible que la señorita Dorset pudiera hacerlas todas. Debía de pasar semanas y semanas confeccionándolas, incluso meses, quizá incluso todo el año que transcurría entre una fiesta y otra. En el transcurso de los meses que seguían, cuando iba por ahí repartiéndolas entre sus clientes, tendían a estar algo descoloridas y polvorientas; pero la noche de la fiesta, los colores de las flores parecían incluso más impresionantes e inverosímiles que su cantidad. Las había fucsia, de un verde-amarillo brillante, del color del coral, aguamarinas, pardas, y aun negras.
También había por doquier en la casa de los Dorset ciertos efectos curiosos de iluminación. La fuente de la luz normalmente estaba escondida y su propósito nunca era evidente de inmediato. La iluminación era un elemento más sutil que el perfume y las flores de papel, y al final resultaba más desconcertante. Un rayo de luz azul captaba la atención de un joven visitante guiándole, al parecer sin propósito, entre las flores. Entonces, justo más allá del punto donde la intensidad de la luz empezaba a disminuir, el ojo descubría algo. En una pequeña abertura entre las masas de flores —a veces una abertura más grande que una gruta— había esculturas: una réplica de plástico de El beso de Rodin en la sala, una antigua placa representando a Leda y el Cisne en la biblioteca. O bien, encima de las flores, colgaba un cuadro, normalmente un grabado en blanco y negro, pero a veces era una reproducción en colores. En el rellano de la escalera que bajaba al salón de baile del sótano, colgaba el único cuadro cuyo título, en aquel momento, teníamos posibilidad de memorizar. Era una pequeña reproducción en colores de la obra de Bronzino: Venus, Cupido, Locura y Tiempo. El cuadro ni siquiera tenía un marco. Estaba simplemente sujeto a la pared con chinchetas, y era evidente que lo habían arrancado —descuidadamente, quizá con prisa— de un libro o una revista. El título y el nombre del pintor aparecían impresos en el margen blanco inferior.
Con respecto a estas obras de arte, ya los chicos y chicas mayores nos habían avisado, y esperábamos aterrorizados el momento en que la señorita Dorset o su hermano nos pillaran mirando cualquiera de sus cuadros o esculturas. Una y otra vez, nos habían advertido que a lo largo de la noche, en algún momento, ella o él se avisarían con el codo para señalar, con un gesto de la cabeza o una sonrisa cómplice, a algún invitado cuya mirada se hubiera desviado hacia las flores.
Hasta cierto punto el horror que todos experimentábamos aquella noche en la casa de los Dorset proyectaba su sombra sobre toda nuestra infancia. No obstante, durante casi veinte años los Dorset siguieron organizando su fiesta anual. Y ni siquiera los padres más sensatos estaban dispuestos a mantener alejados a sus hijos.
Pero por fin sucedió algo que casi se hubiera podido predecir. Los jóvenes no se someterán eternamente al consejo prudente de sus padres, ni siquiera en West Vesey Place. Por lo menos, algunos no lo harán. Un chico llamado Ned Meriwether y su hermana Emily Meriwether vivían con sus padres en West Vesey Place, a sólo una manzana de la casa de los Dorset. En noviembre, Ned y Emily fueron invitados a la fiesta de los Dorset, y como tenían miedo, decidieron tender una trampa a todos los implicados, incluso a sí mismos, como en efecto sucedió… Urdieron un plan para introducir en la fiesta de los Dorset a alguien que no estaba invitado.
Los padres de Emily y de Ned intuían que sus hijos les ocultaban algo y sospechaban que los dos estaban metidos en alguna travesura. Pero lograron engañarse a sí mismos con la idea de que sencillamente era natural que los jóvenes —«no son más que unos niños»— estuvieran ansiosos por ir a la casa de los Dorset. Y de esta manera, en vez de interrogarlos durante la última hora antes de que se marcharan a la fiesta, estos padres sensatos hicieron todo lo que pudieron para calmar a sus dos hijos. Así las cosas, el chico y la chica se aprovecharon de la situación.
—No podéis bajar a la puerta principal con nosotros cuando nos marchemos —insistía la hija hablando con la madre. Y convenció tanto al señor como a la señora Meriwether de que después de que ella y su hermano se hubieran vestido para la fiesta, deberían quedarse juntos en el salón de la planta de arriba, esperando hasta que el señor Dorset llegara con su coche para recoger a los dos jóvenes.
A las ocho en punto, cuando las luces del automóvil aparecieron en la calle, el hermano y la hermana estaban en la planta alta, mirando desde la ventana del salón. Se despidieron de la madre y del padre besándolos, y tras bajar la escalera y cruzar el espacioso vestíbulo alfombrado, corrieron hacia un rincón en penumbras donde estaba escondido un chico llamado Tom Bascomb. Era el chico no invitado a quien Ned y Emily iban a introducir clandestinamente en la fiesta. Habían dejado abierta la puerta principal para que Tom entrara, y hacía sólo unos minutos, desde la ventana de arriba, le habían visto llegar y atravesar el césped que crecía frente a la casa. Ahora, en aquel rincón del pasillo, se producía un rápido intercambio de abrigos y sombreros entre Ned Meriwether y Tom Bascomb; porque formaba parte del plan que Tom asistiera a la fiesta como Ned y que Ned lo hiciera como el invitado sin invitación.
En la oscuridad del rincón, Ned se movió inquieto y dejó caer el abrigo de Tom Bascomb en el suelo. Pero Tom Bascomb no estaba inquieto. Salió a la luz del pasillo y empezó a ponerse con toda su calma el abrigo que llevaría esa noche. Aquel chico no vivía en la vecindad de West Vesey Place (de hecho era el mismo muchacho que en una ocasión había visto a la señorita Dorset desnuda y limpiando la casa), y no compartía la excitación nerviosa que aquella noche provocaba en Emily y en Ned. El sonido de los pasos del señor Dorset en el jardín no le inquietaba. Cuando Ned y Emily se quedaron paralizados al escuchar esos pasos, él siguió abotonándose el abrigo y hasta se divirtió alargando un brazo para ver cuán larga le quedaba la manga.
Sonó el timbre, y desde el rincón oscuro Ned Meriwether les susurró a su hermana y a Tom: «No os preocupéis. Llegaré a la casa de los Dorset con tiempo de sobra».
En respuesta a ese afán tranquilizador, Tom Bascomb se limitó a encogerse de hombros. Poco después, cuando vio la cara enrojecida de Emily y la vio parpadear como una mona nerviosa, en sus labios jugueteó una sonrisa sinuosa. Entonces, a una señal de Emily, Tom la siguió hasta la puerta principal donde ella le presentó al viejo señor Dorset diciendo que era su hermano.
Desde la ventana del salón del piso de arriba, los señores Meriwether vieron al señor Dorset acompañado de ese chico y de esa chica atravesando el césped hacia el coche de aspecto tan peculiar. Una luz brillaba resuelta y protectoramente desde lo alto de la entrada de la casa, y en su resplandor, los padres pudieron distinguir cuán extrañamente ladeaba la cabeza su hijo y lo pequeño que parecía quedarle su nuevo sombrero de fieltro. Incluso notaron que esa noche parecía un poquito más alto.
—Espero que todo vaya bien —dijo la madre.
—¿Qué quieres decir con «bien»? —preguntó el padre de mal genio.
—Quiero decir… —empezó la madre, y entonces vaciló. No quería aludir al hecho de que el chico que estaba en el jardín no se parecía a su Ned. Habría sido revelar demasiado sus sentimientos—. Quiero decir que me pregunto si hemos hecho bien en ponerle a nuestra hija ese vestido largo a su edad y dejar que lleve mi esclavina. Me temo que esa prenda no sea realmente la más indicada. Aún es joven para ese tipo de cosas.
—¡Ah! —exclamó el padre—, pensé que te referías a otra cosa.
—¿A qué otra cosa iba a referirme, Edwin? —dijo la madre, súbitamente pasmada.
—Pensé que te referías a ese asunto del que habíamos hablado antes —dijo, aunque esto por supuesto no era lo que él había pensado que ella había querido decir. Él había pensado que ella se refería al hecho de que el chico que estaba allí fuera no se parecía a su Ned. A él le había parecido que el chico no caminaba como Ned—. La casa de los Dorset —añadió— no es un lugar decente adonde mandar a tus hijos, Muriel. Eso fue lo que creí que habías querido decir.
—Pero no podemos mantenerlos al margen —dijo la madre, a la defensiva.
—Oh, simplemente es que crecen más rápido de lo que pensamos —dijo el padre, mirando de reojo a su mujer.
Para entonces, el coche del señor Dorset había desaparecido de la vista, y Muriel Meriwether creyó escuchar otra puerta cerrándose en la planta baja.
—¿Qué ha sido eso? —Se sobresaltó crispando su mano en la de su marido.
—No seas tan asustadiza —dijo el esposo irritado, apartando su mano—. Son los sirvientes cerrando la cocina.
Ambos sabían que hacía mucho que los sirvientes habían cerrado la cocina. Ambos habían escuchado perfectamente el sonido de la puerta lateral cerrándose cuando salió Ned. Pero siguieron hablando y engañándose así durante casi toda la noche.
Incluso antes de abrirle la puerta al señor Dorset, la pequeña Emily Meriwether ya sabía que no tendría ninguna dificultad en hacer pasar a Tom Bascomb por su hermano. En primer lugar, sabía que sin sus gafas el señor Dorset apenas podía ver más allá de su nariz y sabía que debido a un necio orgullo nunca se ponía las gafas, excepto cuando estaba al volante. Esto era del dominio público. En segundo lugar, Emily sabía por experiencia que ni él ni su hermana se esmeraban realmente por distinguir a un niño que conocían de otro. Por tanto, de pie en la entrada y casi susurrando, Emily sólo tuvo que presentarse a sí misma primero y luego a su falso hermano. Después los tres fueron andando en silencio hasta el coche.
Emily llevaba el segundo mejor chal de noche de su madre, una esclavina blanca de piel de conejo que, llevada por la chica, se arrastraba por el suelo. Mientras andaba entre el chico y el hombre, el suave contacto del forro de seda del chal sobre sus brazos desnudos y sus hombros le hablaba silenciosamente de una extraña muchacha que había visto en el espejo aquella noche. Y a cada paso que daba hacia el coche, la falda de su largo vestido de tafetán le susurraba su propio nombre: Emily… Emily. A pesar de escucharlo claramente, el nombre no le sonaba familiar. Durante este trayecto irreal desde la casa hasta el coche, en una ocasión miró de reojo al chico misterioso, a Tom Bascomb, con el afán de pedirle —aunque sólo fuera con los ojos— que le asegurara que ella era realmente ella. Pero Tom Bascomb estaba absorto en sus propias observaciones irrelevantes. Echando la cabeza hacia atrás, contemplaba el anodino cielo invernal donde, entre nubes a la deriva, unas pocas estrellas pálidas derramaban su luz apagada sobre West Vesey Place y el resto del mundo. Emily se ciñó el chal, y cuando el señor Dorset abrió la puerta del asiento trasero, cerró los ojos y se sumergió en la absoluta oscuridad del interior del coche.
Tom Bascomb le llevaba un año a Ned Meriwether y tenía casi dos más que Emily. Primero había conocido a Ned. Ambos jugaban a béisbol todos los sábados cuando Emily ni siquiera lo había visto. Sin embargo, según el propio Tom Bascomb —con quien algunos de nosotros, los mayores, hablamos semanas después de la noche en que él fue a la casa de los Dorset—, Emily siempre insistía en que era ella quien le había conocido primero. Tom no sabía explicar en qué se basaba esta afirmación falsa. Y en las dos o tres ocasiones en que logramos que Tom hablara de aquella noche, él seguía diciendo que no sabía a qué se debía que Emily y Ned discutieran acerca de cuál de los dos lo había conocido primero y lo conocía mejor.
Me parece que nosotros hubiéramos podido decirle a qué se debía. Pero no lo hicimos. Habría sido difícil decirle que en West Vesey, más tarde o más temprano, todos nosotros habíamos tenido nuestro Tom Bascomb. Tom vivía con sus padres en un bloque de pisos en una ancha calle llamada Division Boulevard, y su único vínculo real con West Vesey Place era que esa calle figuraba en la ruta del reparto de periódicos. A horas muy tempranas él recorría en bicicleta toda West Vesey y otras calles, apuntando cuidadosamente para lanzar los periódicos impecablemente enrollados ora a una fachada en penumbras, ora a un porche con columnatas, ora al pórtico ornamentado de cada uno de los palacios o los castillos o las casas solariegas que lo miraban con desaprobación al amanecer. Estaba bien considerado como repartidor de periódicos. Si por error uno de sus periódicos se desviaba yendo a parar al balcón de la planta alta o al tejadillo de un porche, Tom siempre apuntaba con más cuidado y lanzaba otro. Incluso cuando el periódico caía entre los arbustos, Tom bajaba de su bicicleta y lo sacaba de allí. En ningún momento se le ocurría pensar que los viejos y los niños ricos bien podían salir para recoger sus propios periódicos.
En realidad, una fiesta en la casa de los Dorset era más un gran recorrido por la casa que una fiesta propiamente dicha. Treinta minutos transcurrían en el piscolabis (gelatina con frutas, galletas de té inglesas, ponche de lima), y otra media hora estaba supuestamente dedicada al baile en el salón del sótano (con música de fonógrafo). Pero lo principal era el recorrido. A medida que los invitados paseaban por la casa, deteniéndose a veces para sentarse en las habitaciones principales, ambos anfitriones los entretenían con un diálogo casi constante entre ellos. Este diálogo era famoso y estaba lleno de interés, pues versaba sobre lo mucho a lo que los Dorset habían renunciado el uno por la otra, y cuánto más elegante era la sociedad de Chatham antes que ahora. Invariablemente hablaban de sus padres, los cuales habían muerto con un intervalo de un año cuando la señorita Louisa y el señor Alfred aún no habían cumplido los veinte años; incluso hablaban de sus malvados parientes políticos. Al principio, cuando fallecieron sus padres, los malvados parientes políticos habían tratado de obligarlos a vender la casa, después intentaron separarlos y enviarlos a internados, y al final procuraron casarlos con «cualquiera». Sus dos abuelos todavía vivían en aquellos tiempos y ambos participaron en las maquinaciones, y al ver que fracasaban estrepitosamente, los desheredaron. El señor Alfred y la señorita Louisa también contaban cómo, al cabo de unos años, una procesión de «jovenzuelos y jovenzuelas» había acudido por su propia voluntad tratando de separarlos, llevándose a uno lejos de la otra. Tanto él como ella hacían muecas sólo de recordar a aquellos «fulanos» y «fulanas», a aquellos «don nadie», a aquellos «presuntos pretendientes», despistados cazadores de fortunas a los que tenían que echar con cajas destempladas.
El diálogo de los Dorset solía empezar en la sala de estar cuando el señor Dorset regresaba con su último grupo de invitados. (A veces tenía que hacer cinco o seis viajes en coche.) Allí, como más tarde en las otras habitaciones, solían empezar con una referencia a la habitación en sí o quizá a algunos de los muebles. Por ejemplo, las dimensiones extraordinarias del salón —o cuarto de recepción, como lo llamaban los Dorset— les permitiría hablar de una habitación aún mayor que habían erradicado de la casa.
—Nos apenó, y lloramos —decía la señorita Dorset— cuando desapareció el salón francés de mamá.
—Pero nosotros mismos lo hicimos desaparecer —añadía su hermano—, como hicimos con nuestros parientes políticos…, porque no podíamos permitírnoslo.
Ambos hablaban con un estilo fino y declamatorio, pero frecuentemente se interrumpían con unas risitas tristes que expresaban algo muy distinto de lo que decían y que parecían servirles para comunicarse algo aparte, no apto para nuestros oídos.
—Ése fue uno de nuestros sacrificios más grandes —decía la señorita Dorset, siempre refiriéndose al salón francés de su madre.
Y su hermano añadía:
—Pero sabía que la época de las fiestas dignas de aquella habitación ya había pasado en Chatham.
—Era la habitación que más les gustaba a mamá y a papá, pero renunciamos a ella porque sabíamos, de acuerdo con nuestra educación, a qué cosas debe uno renunciar.
A partir de ahí podían empezar a contar las anécdotas de su niñez. A veces sus padres, de repente, los dejaban durante meses, o incluso todo un año, solos con la criada o con unos sirvientes en quienes confiaban para cuidarlos.
—En aquel entonces se podía confiar en la servidumbre —explicaban.
Y:
—En aquellos tiempos los padres podían hacer esa clase de cosas, porque entonces había personas responsables que siempre podían brindar a los jóvenes la compañía adecuada.
En la biblioteca, donde la fiesta siempre se prolongaba después del salón, al señor Dorset le gustaba mostrar unas fotos de la casa antes de que derrumbaran el ala sur. Mientras los invitados se pasaban las fotos, la conversación continuaba. A menudo era allí donde contaban la historia de cómo los parientes políticos habían querido obligarlos a vender la casa.
—¡Por razones económicas! —exclamaba el señor Dorset, añadiendo con ironía—: ¡Je, je! Como si el dinero… —empezaba.
—Como si el dinero pudiera sustituir —se sumaba su hermana— el placer de vivir con tu propia gente.
—O la dicha de haber nacido en buena cuna —dijo el señor Dorset.
Después del salón de billar —donde a todos los que querían les dejaban jugar un poco con el único taco que parecía haber en la casa— y después de pasar por el comedor —donde les prometían que el piscolabis se serviría más tarde— llevaban a los invitados al salón de baile, supuestamente para bailar. Sin embargo, en lugar de animar a todos a bailar, una vez reunidos en aquel salón, la señorita Dorset anunciaba que ella y su hermano comprendían la timidez que experimentan los jóvenes al bailar y que lo único que ella y su hermano procuraban era dar un buen ejemplo de cómo era una fiesta… De manera que sólo bailaban la señorita Louisa y el señor Alfred. Durante unos treinta minutos, en una habitación sin luz, exceptuando la de unas pocas bombillas mortecinas ocultas entre las flores, la pareja de viejos bailaba; y bailaba con tanta gracia y con una armonía tan perfecta en todos sus movimientos que los invitados se quedaban allí, sumidos en un silencio atónito, como hipnotizados. Los Dorset danzaban el vals, el two-step, e incluso el fox-trot, haciendo pausas entre bailes solamente para que el señor Dorset, entre los aplausos generales, cambiara el disco del tocadiscos.
Pero cuando acababan de bailar todos los afeites y aderezos del cuidadoso atavío de los Dorset se desvanecían. Y era una lástima que no hicieran ningún esfuerzo para restaurarlos. Durante el resto de la noche el señor Dorset iba por ahí con la pajarita colgando flácida sobre la sudada pechera de su camisa, mientras un botón de oro brillaba encima, en el cuello. Un mechón de pelo canoso, que normalmente cubría su calva, caía ahora del través, por encima de su raya, colgando como un flequillo encima de la oreja. A lo largo de su cara y de su cuello, el sudor surcaba la espesa capa de polvo. La señorita Dorset solía quedar tras el baile mucho más despeinada y desarreglada, dependiendo un poco de la moda del vestido de aquel año. Pero las gotas de sudor siempre surcaban la capa de polvo, y su pintura de labios desaparecía por completo, con el pelo desgreñado, cayendo por todos lados, y su ramillete de flores de papel colgando a la altura de la nuca. Con esta facha llevaban a los invitados de nuevo hacia arriba y no paraban hasta llegar a la segunda planta de la casa.
En el segundo piso nos mostraban las habitaciones que una vez habían ocupado los padres de los Dorset (los Dorset nunca enseñaban sus alcobas). En unas vitrinas de museo situadas en el pasillo, veíamos los vestidos, los trajes, los sombreros y hasta los zapatos que la señorita Louisa y el señor Alfred habían llevado a las fiestas cuando eran jóvenes. Y ahora se reanudaba la conversación que se había interrumpido mientras bailaban los Dorset.
—¡Ah, la época feliz —decía uno— fue cuando teníamos vuestra edad!
Y entonces, haciendo votos para que fuéramos felices mientras aún estábamos seguros en el corazón de nuestras familias y antes de que el mundo empezara a asfixiarnos con sus feas exigencias, los Dorset evocaban la felicidad que habían conocido cuando eran muy jóvenes. Éste era el plato fuerte de la fiesta. Haciendo infinidad de guiños, ruborizándose, soltando risitas y moviendo admonitoriamente el dedo índice —y por supuesto, de pie ante todos sus invitados—, recordaban su conducta traviesa en algún juego de salón pasado de moda o ciertos coqueteos tontos en los que se habían sorprendido mutuamente hacía mucho tiempo.
Ahora estaban otra vez de camino a la planta baja, a la que llegaban cuando terminaban con este tema favorito. Estaban en el oscuro corredor repleto de flores de la planta baja y a punto de entrar en el comedor para disfrutar de las golosinas prometidas: la gelatina con frutas, las galletas de té inglesas, el ponche de lima.
Y entonces, el señor Dorset bloqueó el camino al comedor y evitando que su hermana abriera la puerta, exclamó:
—¡Y ahora, amigos míos, vamos a comer, a beber y a ser felices!
—Porque la noche es joven todavía —dijo su hermana.
—Esta noche tenéis que estar alegres y despreocupados —insistió el señor Dorset.
—Porque en esta casa todos somos amigos —dijo la señorita Dorset—. Somos todos jóvenes, y nos amamos todos.
—Y el amor nos puede hacer jóvenes para siempre —dijo su hermano.
—¡Recordad!
—¡Recordad siempre esta noche, dulces jovencitos!
—¡Recordad!
—¡Recordad cómo es nuestra vida aquí!
Y entonces la señorita Dorset, con la mano en el pomo de la puerta que estaba a punto de abrir, se inclinó un poco hacia los invitados y susurró en voz ronca:
—¡Es así como se es joven para siempre!
Veinte minutos después de la última vez que vio a Emily, Ned Meriwether esperaba en la acera, detrás de un gran níspero del Japón frente a la casa de los Dorset, cuando de repente vio llegar el extraño y viejo coche. En el intervalo, el coche había ido desde la casa de los Meriwether a recoger a otros invitados, de manera que no fueron sólo Emily y Tom quienes bajaron del vehículo ante la casa de los Dorset. El grupo era lo suficientemente grande como para que le resultara más fácil a Ned salir de su escondite y unirse a ellos sin que el señor Dorset lo notara. Y tras llevar al grupo desenfadadamente hasta la puerta de la casa, el señor Dorset volvió a marcharse para recoger a más invitados.
Los recibió la señorita Dorset en la puerta. Sin duda veía mejor que su hermano, pero de todas maneras no había peligro de que detectara al muchacho que no había sido invitado. Los que habíamos ido a aquella casa años antes que Ned y Emily, podíamos recordar que, durante toda la noche, cuando la casa se llenaba de jóvenes, los Dorset no presentaban a nadie ni tampoco se esforzaban en reconocer a los invitados. Ni siquiera los contaban. Quizá vagamente sí reconocían algunas caras, porque a veces, cuando iban a entregar los higos o las flores de papel a una casa, por casualidad se encontraban allí con un menor, y siempre le sonreían dulcemente a él o a ella, le preguntaban la edad, y calculaban contando con sus arrugados dedos cuántos años faltaban para que el niño o la niña en cuestión cumpliera los requisitos para recibir una invitación. Sin embargo, en ese momento, algo en la manera en que alzaban los dedos para contar y en la forma superficial en que miraban la carita, en vez de contemplarla a fondo, revelaba su falta de interés en el niño como individuo. Y más tarde, cuando el niño por fin era lo suficientemente mayor para recibir la invitación, descubría que todo seguía siendo igual en la actitud de los Dorset. Incluso en su propia casa, era evidentemente para los jóvenes, como grupo, que los Dorset les abrían el corazón; mientras arreaban a los niños y a las niñas por las diversas estancias, como si fueran terneros de pura raza. Incluso cuando la señorita Dorset abría la puerta principal, lo hacía exactamente como si abriera un portón. La abría muy lentamente, medio escondida detrás del batiente, como si se protegiera de algún peligro. Y los niños, todos apiñados, entraban en tropel.
¡Cuán meticulosamente ese Ned y esa Emily Meriwether tuvieron que hacer sus planes para aquella noche! Y todo el asunto podría haber salido bastante bien si simplemente hubieran previsto el efecto que una parte de su plan —más bien una floritura que habían añadido en el último minuto— produciría en el propio Ned. Apenas diez minutos después de que entraran en la casa, Ned vio a Tom sentarse en el banco del piano, al lado de Emily. Probablemente Ned no le quitaba los ojos de encima a Tom, porque estaba seguro de cuál iba a ser su próximo movimiento. En cuanto la señorita Louisa Dorset les dio la espalda, Tom Bascomb rodeó con su brazo la fina cintura de Emily y empezó a besar su bonita cara por todas partes. Era como si con sus besos estuviera quitándole las lágrimas.
Este espectáculo en el banco del piano, y otros similares que vendrían después, había sido una inspiración concebida más o menos la víspera de la fiesta. O eso sostuvieron Ned y Emily después, cuando se defendieron ante sus padres. Pero no importaba cuándo lo hubieran concebido, formaba parte de su plan, y Ned debió de haberse creído totalmente preparado para ello. Probablemente esperaba participar en las oleadas de risitas que produciría en los otros invitados. Pero ahora que había llegado el momento —como es fácil imaginar— Ned Meriwether no se encontraba totalmente capaz de participar en la diversión. Miraba igual que los otros, pero no se contagiaba con sus risitas. Se quedó un poco apartado, y posiblemente confiaba en que Emily y Tom no notaran su incapacidad para apreciar el éxito de su comedia. Sin duda estaba perplejo ante sus propios sentimientos, ante el fracaso de su propio entusiasmo y el deseo creciente de alejarse del complot y de la propia fiesta.
Es fácil imaginar el desasosiego y la confusión de Ned aquella noche. Y yo creo que la versión que he dado de las impresiones de Emily y sus pequeñas y delicadas sensaciones mientras se dirigía a la fiesta suena a verdad, aunque en realidad esa versión procede de unas chicas que la conocían sólo un poco y que no estaban en la fiesta, que posiblemente no la habían visto después. A fin de cuentas esa versión sólo debe de representar lo que de acuerdo con la imaginación de otras chicas ella hubiera podido sentir. En cuanto a la narración de cómo el señor y la señora Meriwether pasaron la noche, es la versión de ellos. Y no vacilaban en contársela a quien quisiera escucharlos.
Tuvo que pasar mucho tiempo para que la mayoría de nosotros tuviéramos una imagen clara de los principales acontecimientos de aquella noche. Muy pronto oímos decir que las fiestas para los jóvenes ya no se repetirían, que había habido una fuga enloquecida y una persecución en la casa de los Dorset, y que había terminado cuando los Dorset encerraron con llave a algún chico —si era Ned o Tom no resultaba fácil de determinar al principio— en una especie de baño extraño cuyo suministro de agua estaba cortado, o cuyas cañerías habían sido arrancadas, creo. (Más tarde supe que no había nada particularmente siniestro en el baño en sí. Al tener cortada el agua de éste, y quizá de otros aseos también, los Dorset habían obtenido más reducciones en sus impuestos.) Pero una imagen clara de la noche en su conjunto no sería posible sin una búsqueda considerable. Por varias razones: una semana después de la fiesta, los Meriwether enviaron a su hijo y a su hija a sendos internados. Además, las versiones de los otros niños eran contradictorias y vagas; casi de una manera perversa, según parecía. Y encima, los padres se contaban unos a otros que las niñas más pequeñas tenían unas pesadillas que eran aún peores que las que habían tenido sus hermanas mayores. Y los niños se mostraban reservados y esquivos, incluso cuando los chicos mayores les preguntábamos sobre lo sucedido.
Sin embargo, una versión incompleta de los sucesos que llevaron a la persecución empezó a circular casi enseguida. Ned debió de contársela a algún chico mayor en una carta, porque contenía información que nadie más salvo Ned podía tener. Según esta versión, cuando el señor Dorset regresó de su última recogida de invitados, entró deprisa en el salón donde esperaban los otros y dijo con voz trémula de excitación: «Ahora, vamos a sentarnos, mis jóvenes amigos, y vamos a regocijarnos con una buena charla».
Los que no estaban ya sentados, corrieron para ocupar un lugar en uno de los divanes o los confidentes, o incluso en uno de los anchos bancos situados cerca de las ventanas. (No había sillas individuales en la habitación.) Es decir, todos corrieron menos Ned. Ned ni se movió. Permanecía de pie al lado de una mesita frotando los dedos sobre la superficie pulida. Y a partir de ese momento se volvió claramente sospechoso a los ojos de su anfitrión y anfitriona. Pronto la fiesta pasó del salón a la biblioteca, pero dondequiera que se pararan, Ned siempre se mantenía apartado de los demás. Se sentaba o se quedaba de pie, mirándose las uñas hasta que de nuevo una explosión de risitas llenaba la habitación. Entonces miraba justo a tiempo para ver la mejilla de Tom Bascomb contra la de Emily o su brazo rodeándole la cintura.
Durante casi dos horas Ned no le dirigió la palabra a nadie. Sufrió la conversación de los Dorset, las flores de papel, el aire perfumado, las obras de arte. Cada vez que una explosión de risitas le obligaba a levantar los ojos, miraba a Tom y a Emily, y después apartaba la mirada. Antes de volver a mirarse las uñas, dejaba errar su mirada lentamente por la habitación hasta que sus ojos se clavaban en los de los Dorset. Parece ser que fue así como descubrió por casualidad que los Dorset entendían, o creían entender, el significado de las risitas. En el gran espejo montado sobre la repisa de la chimenea de la biblioteca los vio intercambiar unas sonrisas a medias reprimidas. Esas sonrisas duraban precisamente el mismo tiempo que las risitas, y después, en el espejo, Ned veía transformarse sus caras hasta volverse solemnes cuando los ojos de los dos ancianos —sus ojos de color ámbar, apagados, pequeñísimos e idénticos— se clavaban en él.
Después de la biblioteca la fiesta siguió su acostumbrado camino por la casa. Ya al final, tras pasar por el salón de baile donde vieron bailar a los Dorset, después de visitar la planta alta para ver las descoloridas ropas de gala en las vitrinas de museo, bajaron al pasillo de la planta baja y estaban a punto de entrar en el comedor. Los invitados ya habían escuchado a los Dorset bromear acerca de sus leves coqueteos tontos y sus travesuras en los juegos de salón cuando eran jóvenes, y ya habían escuchado las exhortaciones a estar alegres y ser felices y despreocupados. Y en ese preciso instante, cuando la señorita Dorset se inclinaba hacia ellos susurrando: «Es así como se es joven para siempre», se levantó un coro de risas, entrecortado y agudo, y sin embargo, fuerte e intensamente penetrante.
Ned Meriwether, de pie en el último peldaño de la escalera, alzó los ojos y miró por encima de las cabezas de los convidados y vio que Tom y Emily estaban medio escondidos en una enramada de flores de papel iluminadas directamente por un rayo de luz malva. Los dos se habían metido allí, en un pequeño hueco, y estaban justamente frente a la estatua de Rodin. Tom tenía un brazo sobre los hombros de Emily y la besaba suavemente, primero en el lóbulo de una oreja, y después, en la punta de la nariz. Emily se quedaba tan rígida y pálida como la escultura de yeso que estaba a sus espaldas, con sólo una tenue sonrisa en los labios. Ned los miró y enseguida dirigió su mirada hacia los Dorset.
Descubrió que la señorita Louisa y el señor Alfred miraban descaradamente a Tom y a Emily, y sonreían francamente ante semejante espectáculo. Era más de lo que Ned podía soportar.
—¿Acaso no lo sabéis? —lloró, como si experimentara un gran dolor físico—. ¿Es que no lo veis? ¿No veis lo que son? ¡Ellos son hermano y hermana!
Del resto de los invitados surgió una exclamación a coro. Y un instante después, malinterpretando el estallido de Ned, como si fuera algo que tuviera planeado desde el principio, y que probablemente tenía pensado —tal como imaginaban— como si fuera lo más gracioso del chiste, todos estallaron de nuevo en risas; esta vez no un coro de risas, sino un alud de sonoras carcajadas de los chicos, y una cacofonía de chillidos y gorjeos separadamente emitidos por las chicas.
Ninguno de los invitados aquella noche podía dar —ni daría— una versión satisfactoria de lo que sucedió después. Todos insistían en que ni siquiera habían mirado a los Dorset, que él, o ella, no sabían cómo la señorita Louisa y el señor Alfred habían reaccionado al principio. Sin embargo, eso era precisamente lo que queríamos saber los que habíamos estado allí en el pasado. Y cuando finalmente obtuvimos una versión de lo sucedido, supimos que era verídica y correcta. Porque, por supuesto, la oímos de labios de Tom Bascomb.
Puesto que el exabrupto de Ned se produjo después del baile, los Dorset estaban totalmente desmelenados. El peinado de la señorita Louisa se había derrumbado y sus cabellos le cubrían la mitad de la cara, y aquel mechón largo y flácido del señor Alfred colgaba encima de su oreja izquierda. De esta manera, permanecían en la entrada del comedor sonriendo abiertamente a las travesuras de Tom Bascomb. Y cuando Tom Bascomb, al escuchar el llanto de Ned, se giró abruptamente, las sonrisas aún no se habían borrado de las caras de los Dorset, a pesar de que las carcajadas y las risas como chillidos ahora se habían apagado. Tom dijo que durante unos instantes mantuvieron sus semblantes risueños, como máscaras, y que a decir verdad no se podía saber cómo lo tomarían hasta que de pronto la cara de la señorita Louisa, todavía con su máscara risueña, empezó a ponerse de todos los extraños colores de sus flores de papel. Entonces la sonrisa se esfumó de sus labios y se quedó boquiabierta y todo vestigio de color desapareció de su rostro. Dio un paso atrás y se apoyó en la jamba de la puerta aún con la boca muy abierta y los ojos cerrados. Si no hubiera sido porque estaba de pie, dijo Tom, cualquiera habría pensado que estaba muerta. Su hermano no la miraba, pero su sonrisa también había desaparecido, y su cara, totalmente demacrada y arrugada, momentáneamente adquirió una coloración verde-cobriza.
Sin embargo, enseguida él también palideció, no por debilidad, sino por enfado. Sus pequeños ojos marrones ahora brillaban como la resina. Dio unos pasos hacia Ned Meriwether.
—Lo que nosotros sabemos es que usted no es uno de nosotros —dijo con voz ronca—. ¡Eso lo hemos percibido desde el principio! No sabemos cómo ha podido entrar aquí, ni quién es. Pero la cuestión importante es: ¿qué hace usted aquí entre estos chicos buenos?
Esa pregunta pareció devolverle la vida a la señorita Louisa. Y sus ojos de color ámbar se abrieron desmesuradamente. Se alejó un paso de la puerta y empezó a recogerse el pelo caído sobre sus hombros, mientras se dirigía a los invitados que se apiñaban en el centro del vestíbulo:
—¿Quién es, niños? Es un intruso, esto lo sabemos. Si sabéis quién es, tenéis que decírnoslo.
—¿Que quién soy yo? ¡Pues soy Tom Bascomb! —gritó Ned, todavía en el último peldaño de la escalera—. Soy Tom Bascomb, el chico que reparte los periódicos.
Entonces dio media vuelta y huyó por la escalera hacia la segunda planta. Al instante, el señor Dorset empezó a perseguirlo.
Al auténtico Tom Bascomb le había parecido que Ned creía de verdad lo que había dicho, y su primer impulso fue negarlo a gritos. Pero como era un muchacho sensato, y viendo lo mal que se habían puesto las cosas, en vez de hacer esto, Tom se acercó a la señorita Dorset y le susurró que Tom Bascomb era un chico bastante duro y que sería mejor que le permitiera a él llamar a la policía. Ella le dijo que el teléfono estaba en el pasillo lateral, y él empezó a alejarse.
Pero la señorita Dorset cambió de opinión. Corrió tras Tom diciéndole que no llamara. Algunos de los invitados malinterpretaron ese gesto considerándolo como el principio de otra persecución. Sin embargo, antes de que la vieja pudiera alcanzar a Tom, el propio Ned había aparecido en la entrada hacia la cual se dirigían ella y Tom. Había bajado por la escalera trasera y llamaba a Emily:
—¡Vamos a casa, hermana!
Un estremecedor ¡hurra! brotó del grupo de invitados. Quizá fue eso lo que hizo que Ned perdiera la cabeza, o quizá fue simplemente ver a la señorita Dorset corriendo hacia él. Sea lo que fuera, al instante empezó a subir la escalera principal de nuevo, esta vez con la señorita Dorset pisándole los talones.
Cuando Tom regresó del teléfono, reinaba la tranquilidad en el pasillo. Los invitados —todos menos Emily— habían acudido al pie de la escalera y miraban hacia arriba y escuchaban. Tom pudo escuchar a Ned diciendo en la planta alta: «Está bien. Está bien. Está bien». La pareja de viejos lo tenía arrinconado.
Emily permanecía en el pequeño nicho entre las flores. Y es esa imagen de Emily Meriwether entre las flores de papel lo que me tienta cuando pienso o escucho a alguien hablar de aquella noche. Más que todo lo demás, es esa imagen lo que podría hacerme desear haber estado allí. Nunca dejaré de preguntarme qué clase de pensamientos pasaban por su cabeza para que pareciera tan inconsciente de todo lo que sucedía mientras ella se quedaba allí, y, si vamos a eso, en qué había estado pensando durante toda la noche mientras soportaba las caricias de Tom Bascomb. Con el paso de los años, cada vez que he tenido motivos para preguntarme lo que piensa alguna chica o mujer —alguna Emily más vieja—, a mi mente acude casi siempre la imagen de aquella niña entre las flores de papel. Tom dijo que cuando regresó del teléfono parecía muy solemne y pálida, pero que su mente no parecía ser presa de ninguna excitación. Inmediatamente se acercó a ella y dijo: «Tu padre está de camino, Emily». Porque era a los señores Meriwether a quienes había telefoneado, por supuesto, y no a la policía.
A Tom le parecía que para él la fiesta ya se había acabado. No había nada más que pudiera hacer. El señor Dorset ahora estaba en la planta alta vigilando la puerta del extraño baño donde Ned estaba encerrado. La señorita Dorset servía ponche de lima a los otros invitados en el comedor, siempre con una oreja levantada para escuchar la llegada de la policía a la que Tom había fingido llamar. Cuando por fin sonó el timbre y la señorita Dorset se apresuró a abrir la puerta, Tom se deslizó silenciosamente por la galería y a través de la cocina y salió de la casa por la puerta de atrás mientras los señores Meriwether entraban por la puerta delantera.
No era nada difícil hacer que Edwin y Muriel Meriwether, los padres de los niños, hablaran sobre lo que había pasado tras su llegada aquella noche. Ambos eran personas sensatas y de mentalidad abierta, y no eran tan conservadores como algunos de los otros vecinos de West Vesey. Como les gustaban los chismorreos de cualquier clase y los cuentos razonablemente cómicos, contaban cómo sus hijos les habían engañado aquella noche y cómo luego ellos se habían engañado a sí mismos. Tendían a culparse más a sí mismos que a los chicos por lo que pasó. Al enviarlos a los internados, intentaban proteger a sus hijos de cualquier daño o vergüenza que pudiera resultar de todo aquello. En sus conversaciones nunca se referían directamente a la conducta reprensible de Tom o a los posibles motivos que hubieran podido tener los niños para concebir semejante plan. Trataban de salvar a los niños e intentaban salvar a Tom, pero desgraciadamente no se les ocurrió tratar de salvar a los Dorset, ese par de pobres viejos.
Cuando la señorita Louisa abrió la puerta, el señor Meriwether dijo:
—Soy Edwin Meriwether, señorita Dorset, y vengo para buscar a mi hijo Ned.
—Y a tu hija Emily, espero —le susurró su mujer.
—Y a mi hija Emily.
Antes de que la señorita Dorset pudiera responder, Edwin Meriwether vio al señor Dorset bajando la escalera. Con su mujer, Muriel, pegada a su lado, Edwin cruzó el pasillo dando grandes zancadas hasta el pie de la escalera.
—Señor Dorset —empezó—, mi hijo Ned…
Edwin y Muriel escucharon ahora a sus espaldas a la señorita Dorset decir:
—Todos los invitados se encuentran en el comedor.
Desde donde estaban los dos padres, podían ver el comedor. Y se dieron prisa en entrar allí. El señor Dorset y su hermana, por supuesto, los siguieron.
Muriel Meriwether fue directamente a donde estaba Emily, quien se encontraba en medio de un grupo de chicas.
—Emily, ¿dónde está tu hermano?
Emily no dijo nada, pero uno de los chicos contestó:
—Creo que lo tienen encerrado en algún lugar, en la planta de arriba.
—¡Oh, no! —exclamó la señorita Louisa, con una horquilla del moño en la boca, pues aún seguía distraídamente atareada con sus cabellos—. Es el intruso a quien mi hermano tiene encerrado en la planta de arriba.
El señor Dorset empezó a hablar con Edwin en un tono confidencial.
—Mi querido vecino —dijo—, el chico que reparte los periódicos en nuestra calle consideró correcto colarse en nuestra fiesta esta noche. Pero desde el principio lo identificamos como a un intruso.
Muriel Meriwether preguntó:
—¿Dónde está el repartidor de periódicos? ¿Dónde está ese chico, Emily?
Una vez más uno de los chicos se ofreció para contestar:
—Se fue por la puerta de atrás, señora Meriwether.
Los ojos del señor Alfred y de la señorita Louisa buscaban a Tom en la habitación. Al final sus ojos se cruzaron y sonrieron de manera evasiva.
—Todos los niños hacen travesuras esta noche —dijo la señorita Louisa, y era como si hubiera dicho: «Todos los niños hacemos». Luego, aún sonriendo, agregó—: Tu corbata se ha desatado, hermano. ¿Qué van a pensar el señor y la señora Meriwether?
El señor Alfred jugueteó un momento con la corbata, pero pronto dejó de manosearla. Ahora, mirando tímidamente a los señores Meriwether, y diciendo que sí con la cabeza en dirección a los chicos, dijo:
—Me temo que todos hemos hecho una mala pasada al señor y a la señora Meriwether.
La señorita Louisa le dijo a Emily:
—Hemos escondido a nuestro hermano en alguna parte, ¿no es así?
La madre de Emily dijo con firmeza:
—Emily, dime dónde está Ned.
—Está en la planta alta, madre —dijo Emily en un susurro.
El padre de Emily le dijo al señor Dorset:
—Lléveme a ver al chico que está en la planta de arriba.
Las expresiones esquivas y tímidas desaparecieron de las caras de los dos Dorset. Sus ojos eran unas pequeñas piscinas oscuras llenas de incredulidad que se contraían cada vez más con el paso de los segundos. Y ahora ambos se afanaban en arreglarse el pelo.
—Nosotros reconocemos a los buenos niños cuando los vemos —dijo la señorita Louisa de mal humor. Había un tono quejumbroso en su voz cuando añadió—: Sabíamos desde el principio que ese chico que está allá arriba no debía estar entre nosotros. Queridos vecinos, no es sólo el dinero lo que importa, ¿saben?
Lo dijo haciendo pucheros, como una niña a punto de llorar.
—¿No es sólo el dinero…? —repitió Edwin Meriwether.
—Señorita Dorset —dijo Muriel con una nueva suavidad en su timbre de voz, como si acabara de reconocer que estaba hablándole a una niña—, tiene que haber algún error…, un malentendido.
El señor Alfred Dorset dijo:
—¡Oh, nosotros no cometemos errores de esa clase! Las personas son diferentes. No es algo que puedas señalar con el dedo, pero no es el dinero.
—No sé de qué habláis —dijo Edwin, exasperado—. Pero voy a subir esa escalera y a buscar a ese chico. —Y se dirigió a la escalera con el señor Dorset detrás, dando pasitos rápidos, pasitos como los de un joven intentando llevar el paso de un adulto.
Entonces la señorita Louisa se sentó en una de las sillas de respaldo alto del comedor apoyadas contra el revestimiento de paneles de madera. Temblaba, y Muriel se acercó y se quedó de pie a su lado. Ninguna de las dos hablaba, y casi enseguida Edwin Meriwether bajó de nuevo la escalera con Ned. La señorita Louisa miró a Ned, y las lágrimas asomaron a sus ojos.
—¿Dónde está mi hermano? —preguntó en tono de acusación, como si sospechara que Ned y su padre habían encerrado al señor Dorset en el baño.
—Creo que se ha marchado —dijo Edwin—. Nos dejó y desapareció en una de las habitaciones de allá arriba.
—Entonces tengo que verlo —dijo la señorita Louisa. Por un momento, parecía incapaz de levantarse. Por fin lo consiguió dándole un empujón a la silla y se alejó con los pasos lentos y firmes de un sonámbulo. Muriel Meriwether la siguió hasta el pasillo y mientras miraba a la vieja subir las escaleras, apoyándose pesadamente en el pasamanos, experimentó el impulso de seguirla y ofrecerle ayuda. Pero algo hizo que diera media vuelta y regresara al comedor. Quizá imaginaba que su hija, Emily, podría necesitarla ahora.
Los Dorset no volvieron a aparecer aquella noche. Después de que la señorita Dorset subiera a la planta alta, Muriel se puso a telefonear a los padres de algunos de los otros chicos y chicas. Al cabo de quince minutos, media docena de padres se habían reunido allí. Era la primera vez en muchos años que un adulto ponía los pies en el interior de la casa de los Dorset. Era la primera vez que un padre inhalaba el aire perfumado o veía las aglomeraciones de flores de papel y aquellas sutiles iluminaciones y las estatuas. Con la excusa de discutir si deberían o no apagar las luces y cerrar la casa, los padres se quedaron allí mucho más tiempo de lo necesario antes de llevar a los jóvenes a sus respectivas casas. Algunos incluso probaron el ponche de lima. Pero en presencia de sus hijos no hicieron ningún comentario sobre lo que había pasado y no dejaban traslucir sus propias impresiones; ni siquiera su opinión acerca del ponche. Al final decidieron que dos de los hombres deberían apagar todas las luces de la planta baja y las del salón de baile, en el sótano. Tardaron mucho en encontrar los interruptores ya que la iluminación era indirecta. En la mayoría de los casos, simplemente recurrieron a desenroscar las bombillas. Mientras tanto, los niños se dirigieron al gran armario empotrado que estaba detrás de la escalera para recoger sus chales y abrigos. Cuando Ned y Emily Meriwether volvieron a reunirse con sus padres en la puerta principal para salir de la casa, Ned llevaba su propio abrigo y, en la mano, su propio sombrero.
La señorita Louisa y el señor Alfred Dorset vivieron casi diez años más después de aquella noche, pero ya no vendían sus higos ni sus flores de papel y, por supuesto, nunca más agasajaron a los adolescentes. Muchas veces me he preguntado si, a partir de entonces, criarse en Chatham resulta exactamente igual que antes. Un no sé qué de terror debía de salir de la experiencia. La mitad del miedo de llegar a la mayoría de edad debía desvanecerse con el pavor que ocasionaban las fiestas de los Dorset.
Después de aquella noche, a veces se veía el viejo coche desplazándose sigilosamente por el pueblo, pero ya nunca más se le vio aparcado frente a la casa. Normalmente estaba en la entrada lateral, donde los Dorset podían entrar y salir del vehículo sin ser vistos. También tomaron un criado; principalmente para que les hiciera las compras, supongo. A veces era un hombre, a veces una mujer, nunca la misma persona durante más de un par de meses seguidos. Los hermanos Dorset murieron durante la segunda guerra mundial cuando ya muchos de los que habíamos asistido a sus fiestas no estábamos en Chatham. Pero circulaba el rumor —y me inclino a creerlo— de que después de muertos, cuando se vendió la casa, el abrigo y el sombrero de Tom Bascomb aparecieron en el armario empotrado que estaba detrás de la escalera.
El propio Tom fue piloto durante la guerra y se convirtió en un gran héroe. Tenía tanto éxito y consiguió tanta fama que nunca regresó a vivir en Chatham. Supongo que encontró mejores oportunidades en algún otro lugar, y creo que nunca sintió el vínculo con Chatham que experimentan las personas con la clase de educación que recibió Ned. Ned también participó en la guerra, por supuesto. Estaba en un navío y después de la guerra regresó a vivir a Chatham, aunque en verdad no fue hasta entonces cuando pasó mucho tiempo allí desde que sus padres lo enviaran al internado. Emily regresó a casa e hizo su presentación en sociedad dos o tres años antes de la guerra, pero ya estaba comprometida con algún joven en el Este; ya nunca regresa, excepto para llevar a sus hijos a ver a sus abuelos durante unos días en Navidades o en Semana Santa.
Según tengo entendido, Emily y Ned están ahora bastante distanciados. Me lo ha dicho la propia mujer de Ned Meriwether. La mujer de Ned sostiene que la noche en que Ned y Emily fueron a la fiesta de los Dorset marcó el principio de esta frialdad, marcó el fin de su intimidad infantil y el inicio de una timidez, una reserva, incluso una animadversión entre ellos que condenó a sus padres a un eterno dolor, esos padres sensatos que se habían quedado sentados en el salón de la planta de arriba, aquella noche, esperando hasta que se produjo la llamada de Tom Bascomb.
La mujer de Ned es una chica que conoció cuando estaba en el navio. Era una Wave,[6] y su educación no había sido como la suya. Según parece, no está tan contenta con su vida en lo que ella llama «la Chatham auténtica». Ella y Ned se mudaron hace poco a una urbanización suburbana, que tampoco le gusta y a la cual llama «la Gran Chatham». En una fiesta una noche ella me preguntó cómo Chatham había llegado a tener ese nombre (lo dijo sólo por decir algo y recurría a mi interés por tales cosas), y cuando le dije que la ciudad llevaba el nombre del conde de Chatham y señalé que estaba ubicada en el condado de Pitt, ella estalló en carcajadas.
—¡Qué elegante! —dijo—. ¿Por qué nadie me lo había dicho antes?
Pero lo que más me interesa de la mujer de Ned es que después de unas copas le gusta hablar de Ned, de Emily, de Tom Bascomb y de los Dorset. Tom Bascomb se ha convertido en una especie de héroe para ella —y no quiero decir héroe en tiempos de guerra— a pesar de que, al no haberse criado en Chatham, jamás lo haya visto. Pero es una chica lista, y a veces me dice: «Háblame de Chatham. Háblame de los Dorset». Y yo trato de contárselo. Le digo que debería recordar que Chatham está considerada una ciudad un poco antigua. Le digo que debería recordar que fue uno de los primeros asentamientos de personas de habla inglesa al oeste de las montañas Alleghenies y que, al final de la Revolución americana, cuando los veteranos empezaron a acudir en tropel hacia el oeste por la ruta del desierto, o bajando por el río Ohio, Chatham ya era conocida como un pueblo próspero. Entonces ella me dice que la estoy aburriendo, porque es difícil para ella concentrarse en cualquier aspecto de la historia que no tenga como centro a Tom Bascomb y aquella noche en casa de los Dorset.
Pero yo la obligo a escuchar. O, al menos, lo hice una vez. La familia Dorset, insistí en decir, estaba en Chatham incluso en aquellos tiempos lejanos, justo después de la Revolución, pero habían llegado aquí en unas circunstancias bastante distintas a las del resto de los primeros pobladores. ¿Y eso qué podía importar, preguntó la mujer de Ned, después de ciento cincuenta años? ¿Qué podían importar las diferencias entre los primeros habitantes después de la llegada de los irlandeses a Chatham, de los alemanes, de los italianos? Pues, en West Vesey Place, sí que podía importar. Tenía que importar. Y si la diferencia resultara ser falsa, importaría incluso más, y tanto más necesario sería destacarla.
Pero dejadme decir aquí que Chatham está ubicada en un estado cuya historia suscita muy poco interés en la mayoría de sus moradores —no en los recién llegados como la mujer de Ned, sino en los veteranos— y que por tanto la desconocen. Por ejemplo, casi ninguno de nosotros sabe a ciencia cierta si durante la década de los sesenta del siglo XIX nuestro estado se separó o no. En cuanto a la ciudad misma, algunos sostenemos que geográficamente es norteña y, culturalmente, sureña. Otros dicen que es lo contrario. Somos propensos a sentirnos desplazados en Chatham, y, por consiguiente, no nos resulta agradable decir que es simplemente una ciudad fronteriza. La opinión que uno tenga sobre esta cuestión tan importante depende de si nuestra familia tiene un buen nombre sureño o es una de las que tienen su origen en Nueva Inglaterra, porque éstas son las dos categorías principales de las viejas familias de la alta sociedad de Chatham.
Pero en realidad —dije a la esposa de Ned— la familia de los Dorset nunca estuvo en ninguna de estas categorías. El primer Dorset llegó a Chatham, con su familia y sus posesiones, incluso con cierto capital, directamente desde una ciudad de la región central de Inglaterra. Los Dorset no vinieron como pioneros, sino pagándose el viaje durante todo el trayecto. No se molestaron en detenerse durante una o dos generaciones para echar raíces en Pensilvania o en Virginia o en Massachusetts. Y ésta era la distinción que algunos siempre querían hacer. Aparentemente, a aquellos primeros Dorset les interesaba tanto echar raíces en el Nuevo Mundo como les había importado lo que fuera que hubieran dejado atrás en el Viejo. Constituían una oscura familia mercantil que llegó para invertir en una nueva ciudad del Oeste. Al cabo de dos generaciones, el negocio —¡no, la industria!— que establecieron los enriqueció más de lo que hubieran podido imaginar al principio. Durante medio siglo fueron considerados —si es que alguna vez una familia ha sido vista así— como nuestra primera familia.
Y entonces, los Dorset dejaron Chatham —prácticamente se fueron todos menos un solterón ya mayor y una solterona—; se fueron de la ciudad tal y como habían llegado, sin que les importara mucho lo que dejaban atrás, ni adónde iban. Era gente de la ciudad, y eran americanos. Sabían que lo que tenían en Chatham, podían comprarlo con creces en otros lugares. Para ellos Chatham era una inversión que había dado resultado. Se fueron a vivir a Santa Bárbara y a la Laguna Beach, en Newport y en Long Island. Y la verdad que al resto de nosotros nos resultaba tan difícil de admitir era que, a pesar de nuestras familias de Massachusetts y de Virginia, nos parecíamos más a los Dorset —aquellos Dorset que se habían marchado de Chatham— de lo que nos diferenciábamos de ellos. Su espíritu estaba justo un poco más cerca de ser la misma esencia de Chatham que el nuestro. La diferencia evidente era que nosotros teníamos que quedarnos aquí y fingir que nuestra vida tenía un sentido que no tenía. Y aunque fuera sólo por una especie de casualidad que la señorita Louisa y el señor Alfred hicieran el papel de árbitros sociales entre los jóvenes durante unos cuantos años, francamente nadie podía cuestionar su derecho divino a hacerlo.
—Puede que estuvieran en su derecho —dijo la mujer de Ned en ese momento—, pero imagínate lo que hubiera podido pasar.
—No se trata de lo que hubiera podido pasar —dije—. Se trata de lo que pasó. De no ser así, ¿de qué se supone que hemos estado hablando tú y yo?
—De no ser así —dijo ella con un estremecimiento incontenible—, yo no estaría siempre arrinconándote en estas fiestas para hablarte de mi marido y de la hermana de mi marido, y de cómo es que hoy en día se quieren tan poco.
Y lo único que se me ocurrió decir fue que ahora probablemente estábamos tratando nuestro tema bastante bien.
Traducción de Manuel Pereira