BARRY HANNAH
Testimonio de un piloto
Entre los diez y los doce años, yo jugaba la mayor parte del tiempo en el patio trasero de una casa de madera de tres pisos que mi padre había comprado y luego alquilado, su primera operación inmobiliaria. Vivíamos justo delante, pero era en aquella casa donde se podía jugar de verdad. Tenía un jardín limpio aunque lleno de maleza, una cerca al fondo invadida por las enredaderas y al otro lado de la cerca un maizal que ya no era de nuestra propiedad. No estábamos en el campo. Estábamos en un pueblo, en Clinton, Mississippi, al oeste de Jackson y al este de Vicksburg. Había en aquel jardín unos cuantos robles americanos, unos ciruelos jóvenes y un montón de matas de madreselvas. Al fondo, junto a la cerca, había tres robustos y desnudos cinamomos.
En Mississippi es difícil conseguir una buena vista. Pero mis amigos y yo la teníamos en la esquina trasera de aquel jardín. Por encima de los maizales veíamos una casa solitaria con tejado de hojalata justo antes de las vías del ferrocarril y al otro lado de las mismas otras casas más lúgubres todavía, con tejados de hojalata más oxidados y humo saliendo de las chimeneas a finales de otoño. Aquello era el pueblo de los negros. Con unos prismáticos que teníamos podíamos ver cómo trasteaban los niños de color y a veces una cerda o dos con sus crías, encerradas en corrales diminutos de tablones. Gracias a los prismáticos una tarde de octubre vimos cómo unos hombres acorralaban a un puerco enorme y lo golpeaban en la sesera. Usaron un hacha y el bicho continuó corriendo varios minutos, con la cabeza agachada, antes de desplomarse. Cuando por fin se desplomó, me pareció que los hombres se reían. Uno de ellos se tambaleaba y era evidente que estaba borracho desde la distancia de trescientos metros a la que yo estaba mirando. Era el que llevaba el cuchillo más largo. Por culpa de aquella escena me pasé cinco años de mi vida creyendo que los negros eran unos salvajes y unos cobardes. Luego la criada le trajo a mi madre una salchicha y cuando mi madre la puso en la sartén yo salí de casa disparado.
Crucé directamente la calle y me fui sin desayunar al jardín trasero de la casa de apartamentos de nuestra propiedad. Era sábado. Al cabo de un momento Radcleve me vio. Sus padres le habían obligado a cortar el césped que había junto a la propiedad de mi padre. Apagó la cortadora de césped eléctrica y yo fui hasta su cerca, que era de alambre. Su madre mantenía impecables los parterres de flores a todo precio; tenía un cajón de mantillo y gramillón tan tupido como una alfombra.
Radcleve también se dedicaba a los experimentos químicos violentos. Cuando tenía ocho años tiró un paquete entero de cartuchos del 22 contra la acera de enfrente de nuestra casa hasta que uno estalló y le dejó la pantorrilla llena de fragmentos de plomo incrustados, muchos de los cuales continuaban encastrados en los sitios donde los cirujanos no se atrevían a hurgar. Radcleve ya sabía fabricar pólvora con azufre, nitrato de potasio y carbón vegetal a los diez años. Cuando se le acababan los ingredientes de su juego de química se compraba más por correo. Cuando Radcleve era muy pequeño, su padre, un hombre silencioso que era el propietario del concesionario de Chevrolet del pueblo, adquirió una tienda de deportes en bancarrota y en medio de su patio trasero construyó una casa, pulcra y pintada sin imaginación, con una habitación y una estufa, donde en adelante había de depositar la guarnición de juguetes de Radcleve, todos los juguetes que podía necesitar hasta su adolescencia. Allí dentro había cosas para las que Radcleve y yo no éramos lo bastante mayores y cuyo verdadero uso no conocíamos. Cuando teníamos once años sacamos de la caja las pelotas de golf Dunlop sin usar y buscamos en una estantería las raquetas de tenis, luego salimos al jardín y estuvimos sirviendo una pelota de golf tras otra, atizándolas con las raquetas y enviándolas al maizal, fuera de la vista. Al romperse las cuerdas simplemente entramos a buscar otra raqueta. Nos fascinaba el hecho de que un buen golpe pudiera mandar aquellas pelotitas diminutas a la estratosfera. Entonces bajó el padre de Radcleve. A mí no me hizo caso. Metió a Radcleve en casa y le llenó el cuerpo de cinturonazos. Pero al cabo de una semana Radcleve había inventado el mortero. Era un tubo de acero dentro del cual encajaba perfectamente una pila de linterna, como una bala en la boca de un arma. En la base había practicado un agujero para pasar la mecha de un petardo M-80 que sirviera de carga explosiva. Era un cañón majestuoso, montado sobre una pila de ladrillos en el jardín trasero de la propiedad de mi padre, el sitio donde podíamos jugar libremente. Cuando disparaba tenía un violento retroceso, soltaba un humo espeso y se oía cómo la pila de linterna salía volando. De forma que aquella mañana cuando me fui de casa como protesta por la salchicha de cerdo le dije a Radcleve que trajera el mortero. Su madre y su padre habían ido a pasar el día a Jackson y él se vino con su tubo, las pilas y los explosivos M-80. Tenía tres centenares.
Hasta entonces habíamos disparado al bosque que había a la derecha del pueblo de los negros. Moví los ladrillos hacia la derecha y fabriqué una cureña bastante buena orientada hacia el pueblo de los negros. Cuando Radcleve apareció llevaba dos pares de prismáticos al cuello. Unos eran unos prismáticos alemanes recién afanados y tan grandes como dos botellas de whisky. Le dije que quería disparar hacia la casa donde habíamos visto que mataban al cerdo. Localizamos la casa tras un buen rato de buscar con los prismáticos.
En el patio había niños. Todos entraron en la casa. Por la puerta de atrás salieron dos hombres. Me pareció reconocer al borracho de la otra tarde. Ayudé a Radcleve a corregir la dirección del cañón. Calculamos la altura que necesitábamos para alcanzar el sitio. Radcleve puso el M-80 en la recámara con la mecha sobresaliendo del agujero. Encendí la mecha. Nos apartamos. El M-80 hizo un estruendo ensordecedor y soltó humo, pero yo permanecí concentrado en aquella casa a lo lejos. Levanté los prismáticos. Esperamos seis o siete segundos. Oí un alegre estruendo metálico.
—¡Le hemos dado a la primera! ¡A la primera! —grité.
Radcleve estaba entusiasmado:
—¡En todo el tejado!
Reforzamos la cureña de ladrillos. Radcleve recordaba con exactitud la elevación correcta del cañón. De forma que lo colocamos, lo cargamos, encendimos la mecha y nos apartamos. La pila volvió a aterrizar estruendosamente en el tejado. Miré con la esperanza de ver si había alguna mella o agujero en el tejado. No entendía por qué no había negros saliendo asustados de la casa. Disparamos muchas más veces nuestro mortero y las pilas siempre daban en el tejado. A veces solamente se oía un ruido opaco pero otras veces se oía un estruendo metálico enorme. Yo seguía mirando por los prismáticos, asombrado de que los negros no salieran de casa para ver qué les estaba golpeando en el tejado. Radcleve se aplicaba a la tarea mejor que yo. Lo miré y vi que tenía los enormes prismáticos alemanes mucho más bajos que los míos. Estaba mirando al otro lado del maizal, en donde no había nada más que tallos podridos.
—Lo que hemos estado tocando es el tejado de la casa que hay a este lado de las vías. Ahí vive gente blanca —me dijo.
Volví a coger mis prismáticos. Miré en dirección al patio de aquella casa blanca de madera situada a nuestro lado de las vías, casi junto a las mismas. Cuando localicé el tejado metálico, encontré cuatro muescas importantes. Vi una de nuestras pilas encastrada en una especie de cráter. Dirigí los prismáticos hacia el patio y vi a una mujer rubia de mediana edad mirando en nuestra dirección.
—Alguien viene hacia nosotros. Es un hombre que ha salido de aquella casa y me parece que tiene una especie de pistola rara. Podría ser un arma automática.
Recorrí todo el maizal con los prismáticos. Luego, en línea con la casa, vi al hombre. Venía en nuestra dirección pero tenía problemas para pasar por las hileras de tallos muertos del maizal.
—No es más que un chaval como nosotros. Y lo que lleva es un saxo —le dije a Radcleve. Yo hacía poco que había entrado a tocar la batería en la banda de música de la escuela y conocía todos los instrumentos extraños que componían la sección de vientos.
Estuve mirando con los prismáticos al muchacho del saxo hasta que lo tuvimos a tres metros. Era Quadberry. Se llamaba Ard, diminutivo de Arden. Sus zapatos eran planchas de un metro cuadrado de barro del maizal. Cuando nos vio al otro lado de la cerca y por encima de él, me señaló con el brazo:
—¡Mi padre dice que paréis!
—No estábamos haciendo nada —dijo Radcleve.
—Mi madre ha visto que el humo salía de aquí. Mi padre tiene resaca.
—¿Tiene qué?
—Es un dolor de cabeza por ser indiscreto. Tienes suerte de que esté así. Ha cogido el atizador para daros una tunda pero no puede moverse más allá de donde tiene la cabeza.
—¿Cómo te llamas? Tú no estás en la banda de música —dije, señalando el saxo.
—Soy Ard Quadberry. ¿Por qué no dejas de mirarme con los prismáticos?
La razón es que era un tipo raro, con las puntas del pelo blancas, una nariz árabe y además su nombre. Y encima el saxo.
—Mi padre es doctor en la universidad. Mi madre se dedica a la música. Mejor será que dejéis de hacer eso. Yo estaba ensayando en el garaje y he visto cómo una de esas pilas de linterna caía del tejado. ¿Me dejáis ver con qué las disparáis?
—No —dijo Radcleve. Luego dijo—: Si tocas ese trasto.
Quadberry se quedó allí a tres metros delante de nosotros en el campo, flaco, con los pies y los pantalones embadurnados de barro y aquel instrumento brillante y complejo colgado del cuello.
Quadberry empezó a chupar la lengüeta. El gesto no me resultó agradable y cuando empezó a tocar su cara mostraba una oralidad demasiado desesperada. Por eso yo prefería la batería. Con un instrumento como aquél uno tenía que enzarzarse a chupetazos. Pero lo que Quadberry estaba tocando resultaba agradable y elaborado. No me cupo duda de que tenía experiencia y no se le escapaban ruidos estridentes como les pasaba a los niños de once años que tocaban el saxo en la sala de ensayos de la banda. Terminó con una melodía limpia y ascendente, sosteniendo la última nota alta, limpia y firme.
—¡Bien! —le dije.
Quadberry intentaba salir de las hileras empantanadas del maizal para acercarse a nosotros, pero se lo impedía el peso de sus zapatos.
—Ha sonado como un pato. Como una pata —dijo Radcleve, que estaba de rodillas amasando una bola de barro con uno de los M-80 en el interior. Yo lo vi y fui cómplice porque no hice nada. Radcleve encendió la mecha y tiró la bola por encima de la cerca. Los M-80 son petardos muy potentes. Son como las cargas que usan para lanzar los fuegos artificiales a doscientos metros de altura el Cuatro de Julio en los clubs de campo. Aquél en particular explotó con más fuerza que la mayoría de M-80.
Cuando miramos por encima de la cerca vimos a Quadberry todo lleno de porquería, salpicaduras de sangre y trozos de tallos de maíz. Estaba tapando la boquilla de su instrumento con las dos manos. Luego vi que le salía sangre de lo que parecía ser el ojo derecho. Me pareció que le salía sangre directamente del ojo.
—¿Quadberry? —le dije.
Se dio media vuelta y no volvió a dirigirme la palabra hasta que tuve dieciocho años. Se alejó tapándose el ojo y tambaleándose por entre los tallos de maíz. Radcleve lo miraba por los prismáticos. Radcleve estaba temblando pero también se mostraba intrigado.
—Su madre ha gritado. Ahora está corriendo por el campo en dirección a él.
Yo pensé que lo habíamos dejado ciego, pero no. Creí que los Quadberry iban a llamar a la policía o a mi padre pero no lo hicieron. El resultado final de aquello fue que a Quadberry le quedó una muesca blanca permanente al lado del ojo derecho, una marca que parecía una corona diminuta y deforme.
Me pasé desde sexto curso hasta la mitad del duodécimo sin hacerle caso ni a él ni a su herida. Me iba bien como batería y con las chicas, pero si Quadberry aparecía a menos de quince metros de mí y de mi novia más querida y cariñosa, yo me escabullía. Quadberry creció igual que el resto de nosotros. Su padre siguió siendo doctor —profesor titular de Historia— en la universidad local. Su madre siguió siendo rubia y dedicándose a la música. Tocaba el órgano en una iglesia episcopaliana de Jackson, la gran capital situada a dieciséis kilómetros al este de nuestro pueblo.
En cuanto a Radcleve, nunca consiguió tener oído para la música pero siguió a mi lado; era mi compinche. Estaba arrepentido por lo de Quadberry pero no tanto como yo. Solamente había tirado la granada de barro por encima de la cerca para ver qué pasaba. No había querido lisiar a nadie. Quadberry había actuado con su saxo y Radcleve había actuado con la granada de barro. Era una lástima que les hubiera dado por intercambiar talentos.
Radcleve entró en un largo período de no hacer prácticamente nada tras renunciar a los explosivos violentos. Luego se ejercitó copiando tiras cómicas, desde Steve Canyon hasta Major Hoople, hasta convertirse en un dibujante bastante versátil con algunas caras y cuerpos de su invención considerablemente provocativos y llenos de gestos intrigantes. Nunca conseguía llenar los bocadillos con las frases ingeniosas que los personajes necesitaban. A veces escribía «Hum» o «¿Qué?» en los bocadillos vacíos. Nos veíamos muy a menudo. A Radcleve no le daba miedo Quadberry. Una vez llegó a preguntarle qué opinión le merecía su futuro como dibujante. Quadberry le contestó que si cogía todos sus dibujos y se los metía por donde le cupieran podía convertirse en un muerto bastante interesante. Después de aquello Radcleve también empezó a tenerle un poco de miedo.
Cuando yo estaba en el último curso teníamos una banda de música extraordinaria. Decían que el pasado mes de abril habíamos superado a todas las demás bandas no profesionales en la competición estatal. Luego llegó la noticia de que un saxofonista nuevo y flamante iba a entrar en la banda como primer músico. Era alguien que pasaba los veranos en campamentos de música de Vermont y que se iba a unir a nosotros para la temporada de conciertos. Nuestro director, un esteta encantador llamado Richard Prender, nos anunció tras un silencio orgulloso que el muchacho en cuestión se uniría a nosotros la noche siguiente. La consecuencia era que todo el mundo tenía que correrse un asiento o dos y hacer sitio para aquel chico y su talento. Aquello me preocupó. Yo siempre había dictado el gusto dominante entre toda la sección de percusión. Sabía tocar rock y jazz y ni siquiera me hacía falta estar allí. Yo también podría estar en Vermont tocando el piano o el contrabajo. Miré al chaval que tocaba el primer saxo y que iba a ser reemplazado al día siguiente. Durante dos años se había creído que era la estrella y de pronto entraba un chaval que era tres veces mejor que él.
El nuevo era Quadberry. Llegó con aire de mansedumbre y cuando apareció casi tocó el suelo con la cabeza, de tan encogido que iba para que nadie se fijara en él. Las chicas de la banda esperaban que fuera atractivo, pero Quadberry se negó a ello y se mantuvo tan oculto entre la sección de saxos que no resultaba ni atractivo, ni feo, ni mono ni nada. Era prácticamente invisible salvo por el sonido de su saxo y sus ojos casi cerrados, la nariz árabe, el pelo castaño con su halo de puntas blancas, la oralidad desesperada, el instrumento gigante encajado en la cara; era un Quadberry neblinoso, que amaba su herida con un éxtasis íntimo y lleno de dignidad.
Digo lleno de dignidad por lo que salía del extremo de su saxo. Era mejor de lo que Prender nos había dicho. Gracias a Quadberry, nuestro director podría llevar el arreglo del Bolero de Ravel a la competición estatal. Quadberry haría el solo de saxo. Pasaría al saxo alto y haría la sinuosa melodía moruna. Cuando él tocaba yo oía la calidez, oía el instrumento que por fin había introducido la voz humana en el reino de la música. Podía sonar como los murmullos de los negros del campo y luego podía ascender y convertirse en una belleza inhumanamente despreocupada, suspendida entre los estallidos amotinados de helio que rodeaban Saturno. A mí ya me encantaba el Bolero por la presencia constante de los tambores. La percusión actuaba todo el tiempo, acompañando a los tresillos gradualmente ascendentes, insistente, insistente, indignada al final e intentando robarles todo el protagonismo a los instrumentos de viento y al resto. Yo conocía a un chaval corpulento y con el pelo pajizo llamado Wyatt, que tocaba la viola en la Sinfónica de Jackson y la tuba circular en nuestra banda —uno de los raros casos de transformismo musical de mi época— y que siempre aseguraba que había descubierto la parte central del Bolero un domingo por la tarde en la FM mientras mantenía siete contactos sexuales con cierta chica llamada B., una flautista de flequillo negro y piel como la mayonesa, y que los tambores de Ravel los habían ayudado a adentrarse más y más en una ceremonia de sexo español. Los más expertos de la banda estuvimos todos de acuerdo en que el Bolero era exactamente la pieza que podía hacer que la banda se luciera: sobre todo ahora que teníamos a Quadberry, capaz de hacer su entrada en la pieza como un verdadero bandido español. Cómo tocaba el instrumento aquel chaval. Tal como yo había sospechado, era un genio. Su solo no era exactamente igual que el del saxofonista de la Filarmónica de Nueva York, sino mejor todavía. Llegó y nunca nos abandonó. Me llegó al alma y estoy seguro de que se coló bajo las faldas de las chicas. Casi me había vuelto sordo tocando la batería en los grupos de jazz y rock más famosos del estado, pero ahora oía con nitidez la voz que recorría aquel saxo y salía del mismo. Sonaba como un hombre de cuarenta años lleno de preocupaciones, como un hombre que llevara mucho tiempo apoyando la frente en las manos.
La siguiente vez que tuve a Quadberry cara a cara, de hecho la primera vez que lo vi cara a cara desde que teníamos once años y él estaba sangrando en el maizal, fue a finales de febrero. Aquel último semestre yo solamente tenía tres clases y subía a menudo a la sala de ensayos para holgazanear, quejarme y no perder el contacto con la batería. Prender me dejaba guardar mi batería en uno de los cuartos de instrumentos, tapada con una lona, y yo la arrastraba hasta la sala de ensayos y la aporreaba de lo lindo. A veces un grupo de estudiantes de segundo año subía y yo los dejaba maravillados, aporreando la batería como si no solamente estuviera sordo sino que también fuera incapaz de verlos a ellos, como si yo no estuviera allí. Si veía a una de aquellas chicas de segundo con una cara o un cuerpo excepcional, era capaz de hacer milagros técnicos que ni siquiera me sabía capaz de hacer. Me asombraba a mí mismo. Me convertía en una amenaza para Buddy Rich y Sam Morello. Pero aquel día, cuando entré en el cuarto de los instrumentos me encontré a Quadberry en un extremo del mismo y al fondo, en un rincón oscuro, a un pequeño intérprete de bombardino de noveno curso con la cara roja. El niño estaba llorando y sonriendo burlonamente al mismo tiempo.
—Maricaberry —murmuró el niño.
Quadberry se tiró encima de él, lleno de furia. Agarró el cuello de la camisa del chaval, le abofeteó y le retorció el brazo detrás de la espalda en una presa implacable de lucha libre, de esas que hacen que los luchadores de la tele griten de dolor. Luego el niño se soltó, le dio un porrazo a Quadberry en los labios y echó a correr hacia mi lado de la sala. Volvió a murmurar «Maricaberry» y llegó hacia la puerta. Quadberry dio un salto y logró atraparlo en el umbral. Ahora que tenía al chaval debajo, Quadberry se puso a aporrearle la cabeza usando el puño como si fuera un mazo. El niño siguió llamándolo «Maricaberry» todo el tiempo. No había aprendido la lección. Como parecía que el chaval iba a acabar con una conmoción cerebral, me acerqué a ellos, toqué a Quadberry y le dije que parara. Quadberry obedeció y se separó del chaval, que salió a rastras a la sala de ensayos. Pero luego se dio media vuelta otra vez, miró en nuestra dirección con una sonrisa magullada y dijo «Maricaberry». Quadberry hizo el gesto de ir a por él pero yo lo detuve.
—¿Por qué estabas pegando a ese pequeñajo? —le dije. Quadberry estaba sudando y su mirada estaba inflamada de odio. Se había convertido en un tipo alto, aunque flaco. Con su metro ochenta y cinco, era más alto que yo.
—No paraba de llamarme Maricaberry.
—¿Y a ti qué más te da? —le pregunté.
—Sí que me importa —dijo Quadberry, y me dejó solo.
Íbamos a dar un concierto en el Auditorio del Millsaps College. Era abril. Nos subimos a los autobuses, algunos fueron en sus coches y en conjunto éramos una multitud considerable. El viaje a Jackson no duraba más que veinte minutos. El director, Prender, seguía al autobús con su Volkswagen. Había una niebla espesa. Una ambulancia con la sirena ululando se pasó de carril y se estampó de cara contra él. Prender, que imagino que estaba pensando en el Bolero y oyendo con la imaginación a los jóvenes instrumentistas de viento de su banda —tal vez estaba acordándose de la espectacular entrada gitana de Quadberry o tal vez estaba meditando sobre la sección de percusiones de la que yo era el rey— se elevó por los aires hasta el paraíso de los directores de bandas de música. Nos lo dijo el tutor de los estudiantes mientras montábamos nuestras cosas en el escenario. El tutor de los estudiantes era un alumno de último curso de la universidad local y estaba muy afligido, casi hasta el extremo de babear, por el amor y el respeto que había sentido hacia Dick Prender y ahora también afligido por un aprecio desgarrador hacia su fantasma. Lo mismo nos pasaba a todos nosotros.
Yo quería con locura al severo y tierno director pero no lo supe hasta que me encontré berreando junto con el resto de los chavales de la sección de percusiones. Les dije que siguieran montando las cosas, que siguieran afinando, que siguieran atornillando los atriles, que siguieran trayendo los timbales. Rendirse y echarse a berrear parecía una traición a Prender. Pillé a unas clarinetistas que intentaban irse del escenario para llorar. Les dije que hicieran el puñetero favor de volver al escenario. Me obedecieron. Luego me encontré con el tutor de los estudiantes. Le tenía que decir la mía.
—Escucha. Yo digo que toquemos el Bolero y dejemos lo demás. Es nuestro número fuerte. No podemos tocar Brighton Beach ni Neptune’s Daughter. No nos saldrían bien. Y son demasiado alegres.
—No vamos a tocar nada —dijo él—. Tío, tocar sería obsceno. ¿Llegaste a oír cómo Preston tocaba el piano? ¿Sabes que fue un tío genial en todo lo que hizo?
—Tocamos. Él nos preparó y vamos a tocar.
—Tío, tú no puedes tocar más de lo que yo puedo dirigir. Estás llorando como una magdalena. Y mira a los demás. Tío, es como un rebaño. Un rebaño de llorones.
—¿Qué pasa aquí? ¿Por qué no estás reuniendo a todo el mundo? —Esto lo dijo Quadberry, que acababa de llegar a toda prisa—. He conseguido sentar a los mocosos de mi sección, pero sigue habiendo gente que abandona el escenario, mequetrefes y llorones que tiran sus instrumentos al suelo.
—No voy a dirigir —dijo aquel universitario con bigote.
—Pues lárgate. ¡Eres débil, débil!
—Tío, aquí hay adolescentes devastados. Esto es Villadepresión. Nadie puede…
—Vamos. Monta un número. Déjanos en la estacada.
—Tío, yo…
Quadberry ya estaba en el podio, agitando los brazos.
—¡Ya estamos todos! ¡Ya está aquí la banda! Decidles a vuestros amigos que vuelvan a sus asientos. Vamos a tocar el Bolero. Sacad el Bolero y empezad a afinar. Yo voy a dirigir. Estaré aquí delante de vosotros. ¡Miradme a mí! No os atreváis a traicionar a Prender. No os atreváis a traicionarme a mí. Se os tiene que oír a vosotros. Y se me tiene que oír a mí. Prender quería que se me oyera a mí. Yo soy la estrella y yo digo que nos sentemos y toquemos.
Y lo hicimos. Afinamos y permanecimos soterradamente ansiosos a la espera del momento de tocar el Bolero, aunque no creíamos que Quadberry fuera capaz de dirigirnos con su saxo colgado del cuello y tocar su solo al mismo tiempo. Los jueces, que por lo visto no se habían enterado de la muerte de Prender, se dirigieron a sus mesas en la platea alta.
Uno de ellos gritó «¡Listos!» y Quadberry alzó la mano al instante, con los dedos rígidos como si rodearan el mango de algo parecido a una antorcha. No era así como lo hacía Prender pero tenía que servir. Empezamos la pieza sin errores y Quadberry la fue dirigiendo con una sola mano. Miraba con expresión de hostilidad a la sección de vientos. Me alegré de que no nos mirara así a mí ni a la sección de percusiones. Pero seguro que él sabía que nosotros nos mantendríamos firmes y elegantes porque yo era el rey de la sección. En cuanto a los otros, sobre todo los solistas, lo estaban haciendo de maravilla por miedo a él. Prender nunca había logrado que sonaran así. Los chicos se convirtieron en hombres y las chicas en mujeres mientras Quadberry dirigía el Bolero. Incluso yo crecí un poco como persona, aunque Quadberry no miró en mi dirección. Cuando se volvió hacia la gente del auditorio para empezar su solo, supe que ahora era cosa mía. Yo y la batería éramos el metrónomo. No era ningún problema. Yo tenía el talento de mantener el metrónomo en marcha en medio de cualquier clase de caos sonoro.
Pero aquello le ocupaba la mente a uno por completo y no pude prestar atención a la aventura en solitario de Quadberry al saxo. Lo único que vi era que parecía atormentado, pálido y diminuto. Le había brotado sudor en la frente. Se inclinó mucho hacia delante. Llevaba la chaqueta roja con botones metálicos, los pantalones negros y el corbatín negro en el cuello, igual que el resto de nosotros. Vestido con aquel uniforme se inclinaba tanto sobre el saxo que casi no se le veía. Por un momento, antes de vislumbrar el brillo de su instrumento por entre los atriles, me dio la impresión de que se había caído de bruces del escenario. Se inclinó tanto para hacer su número profundamente oral y el brazo con el que nos estaba dirigiendo desapareció tan de repente que lo único que pensé era que le había dado un ataque.
Cuando se terminó el Bolero, el público se puso en pie y se despellejó las manos de tanto aplaudir. Los jueces también estaban aplaudiendo. La banda se puso en pie, llorando de nuevo, por Prender y por lo bien que lo habíamos hecho. El tutor de los alumnos apareció corriendo para abrazar a Quadberry, que lo esquivó con los hombros caídos. El público seguía aplaudiendo de forma descabellada. Yo quería ver a Quadberry con mis ojos. Me abrí paso entre las espaldas rojas, entre los corbatines y los zapatos blancos. Me encontré con el primer clarinetista, que había tocado su parte como un ángel. Estaba sentado cerca del podio y había podido oír a Quadberry.
—¿Lo ha hecho bien Quadberry? —le pregunté.
—¿Estás de broma? Si estoy llorando es por lo bien que lo ha hecho. Demasiado bien. No voy a volver a tocar el clarinete jamás. —El clarinetista guardó las piezas de su instrumento dentro del estuche como si fueran ropa interior y un cepillo de dientes.
Encontré a Quadberry colocando las secciones de su saxo alto en los receptáculos de terciopelo de su estuche.
—Hurra —le dije—. Joder, hurra por ti.
Arden también estaba sonriendo, enseñando un montón de dientes que yo nunca le había visto. Tenía una sonrisa pícara. Sabía que había vencido una adversidad monstruosa.
—Hip, hip, hurra por mí —dijo—. Mira a ésa. Casi le meto el pabellón del saxo en la cara.
Había una mujer de unos treinta años sentada en la primera fila del auditorio. Llevaba un vestido de tirantes con una hendidura exagerada en la parte delantera. Parecía una mujer que deambulaba por Nueva Orleans y era capaz de hacerte polvo el corazón con los pies. Continuaba hipnotizada por Quadberry. Lo miraba fijamente y tenía una mancha de humedad en la hendidura del vestido.
—Has tocado bien.
—¿Bien? ¿Que he tocado bien? Sí.
Intentaba no mirarla directamente. Mírame a mí, le indiqué a la mujer con la expresión de mi cara: yo tocaba la batería. Ella se levantó y se marchó.
—Lo único que he hecho ha sido caminar cuesta abajo por un valle —dijo Quadberry—. Otro hombre tocaba por mí, un mago. —Miró el estuche de su saxo—. Me siento mala persona por no ser capaz de llorar como los demás. Míralos. Mira cómo lloran.
Cierto, los chicos y chicas de la banda seguían llorando en torno al escenario. Varios padres y madres habían venido con ellos y también tenían la mirada vidriosa. La mezcla de tristeza y música soberbia había sido insoportable.
Una chica llorosa apareció junto a Quadberry. Hacía de majorette en la temporada de fútbol americano y tocaba el tercer saxo en la temporada de conciertos. Ni siquiera su violenta tristeza podía borrar la belleza de la cara de aquella chica. Yo llevaba años mirándola —la conciencia que ella tenía de su propia belleza, el orgullo de sus piernas con el vestido de majorette— y había salido con su hermana pequeña, una versión menor de ella aunque una ninfómana mucho más gratificante, la compasión por la cual se había convertido en una afición para varios de nosotros. Pues aquí estaba Lilian en persona llorando en la cara de Quadberry. Ella le dijo que se había bajado del escenario al enterarse de lo de Prender, que había dejado su instrumento y todo lo demás, se había ido a una taberna al otro lado de la calle y se había bebido dos cervezas a toda prisa en busca de algún consuelo. Pero luego había regresado por la puerta principal del auditorio, se había sentado mareada por la cerveza y había visto a Quadberry y la forma milagrosa en que había interpretado el Bolero. Y ahora la atormentaban la culpa por su debilidad y su cobardía.
—No te hemos echado de menos —le dijo Quadberry.
—Por favor, perdóname. Dime algo para arreglarlo.
—Pues no respires en mi dirección. El aliento te huele a cerveza.
—Quiero hablar contigo.
—Coge el estuche de mi saxo y ve fuera, entra en mi coche y espérame. Es el Plymouth feo que hay delante del autobús de la escuela.
—Ya lo sé.
Lilian Field, aquella preciosidad deshecha en lágrimas, con la elegancia casi recatada de su porte y con aquella voz que alertaba de un desvanecimiento inminente, cogió el estuche del saxo de Quadberry y el de ella y bajó del escenario.
Les dije a los chicos de percusión que recogieran sus trastos. En mi maleta guardé mis cosas y también me las apañé para robar unas llaves de batería, dos pares de escobillas, un platillo turco de cincuenta centímetros, un tambor Gretsch que quería para mi colección, un taco de madera, unos mazos de timbal, un afinador y una partitura del Bolero llena de notas al margen que yo había tomado al dictado de Dick Prender, pensando que en el futuro tal vez querría mirar aquella partitura cuando tuviera un ataque de nostalgia como el que estoy teniendo ahora mientras escribo esto. Nunca había robado nada de verdad antes y ahora estaba robando para mi arte. Prender estaba muerto, la banda ya había terminado por aquel año y aquél había sido mi último curso. El instituto se había terminado. Yo estaba robando de un barco que se hundía. Apenas si pude levantar mi maleta. Mientras la iba empujando por el escenario, Quadberry apareció de nuevo.
—Puedes volver en mi coche si quieres.
—Pero si vas con Lilian.
—Por favor, vuelve conmigo… Con nosotros. Por favor.
—¿Por qué?
—Para ayudarme a librarme de ella. Le huele el aliento a cerveza. A mi padre siempre le olía así. Siempre que estaba amistoso olía así. Y además se parece mucho a mi madre.
Nos interrumpió el director de la banda de Tupelo. Apoyó la batuta en el brazo de Quadberry:
—Lo has hecho de maravilla con el Bolero, hijo, pero eso no quiere decir que seas el amo del escenario.
Quadberry cogió un extremo de la maleta y me ayudó a bajarla por los peldaños de la escalera trasera del auditorio. Los autobuses se habían ido. Allí quedaba su Plymouth feo de color ocre. Era un tono experimental, chillón y fallido que habían ideado los de Chrysler. Lilian estaba sentada delante, vestida con la camisa y la pajarita. Se había quitado la chaqueta.
—¿Vas a venir en el coche conmigo? —me preguntó Quadberry.
—Creo que estropearía algo. Nunca la has visto de majorette. Y no es tonta. Le gusta pavonearse un poco pero no es tonta. Está en el Club de Historia.
—Mi padre tiene un doctorado en Historia. Y ella huele a cerveza.
—Se ha bebido un par de latas de cerveza cuando se ha enterado de lo de Prender —le dije.
—Se pueden hacer muchas cosas cuando te enteras de una muerte. Lo que he hecho yo, por ejemplo. Ella se ha escapado. Se ha desmoronado.
—Nos está esperando —le dije.
—Si algo no voy a hacer en mi puñetera vida es beber.
—Nunca he visto de cerca a tu madre, pero Lilian no se parece a tu madre. No se parece a la madre de nadie.
Fui con ellos en el coche sin decir nada hasta Clinton. Lilian no ocultó su decepción por que yo estuviera en el coche, pero no dijo nada. Yo ya sabía lo que iba a pasar y me tuve que fastidiar. Otras chicas del pueblo no estarían tan disgustadas por que yo fuera en el coche. Busqué defectos en la cara y el cuello de Lilian pero no había ninguno. ¿No podía haber un solo lunar, un poro dilatado, una encía demasiado visible, un solo pelo fuera de lugar junto a la oreja? No. La memoria, con toda su ópera de mentiras, me atormenta ahora. Lilian era una belleza perfecta, incluso sudando, incluso —y sobre todo— con aquella camisa blanca de hombre y la pajarita apretándole el cuello de la misma, que dejaban ver sus senos sin formar y sus pezones escasos.
—No me lleves a la sala de ensayos. Gira por aquí y déjame en casa —le dije a Quadberry. Pero no giró.
—No le digas a Arden lo que tiene que hacer. Puede hacer lo que quiera —dijo Lilian sin dirigirse a mí y hablándome a mí al mismo tiempo. Yo no podía soportar su odio. Le pedí a Quadberry que por favor parara el coche y me dejara salir donde fuera. El patio delantero de aquella caravana ya servía. Me pasó las llaves y yo saqué a rastras la maleta del maletero, luego le tiré las llaves y le di un puntapié al coche para que siguiera su camino.
Mi banda se reunía los veranos. Éramos los Diablos del Bop, así nos llamábamos. Dos de los miembros eran de la Universidad de Mississippi y el bajista era de la Memphis State University, pero aquella vez cuando nos juntamos no llamé al saxo tenor, que se había ido a la Mississippi Southern, porque Quadberry quería tocar con nosotros. Durante el año académico los chavales de la facultad y yo formábamos grupillos para sacarnos veinte dólares los fines de semana, tocando en los bailes del Moose Lodge, para las fraternidades de estudiantes de medicina de Jackson, en los centros de recreo de adolescentes de Greenwod y sitios así. Pero cuando llegaba el verano volvíamos a ser los Diablos del Bop y nuestro caché subía a mil doscientos dólares por concierto. Si alguien quería el mejor rock y el mejor bop y tenía pasta, nos llamaban a nosotros. El verano después de mi último curso en el instituto tocamos en Alabama, Louisiana y Arkansas. Nuestra fama se extendía por la carretera interestatal.
Aquél fue el verano en que me quedé sordo.
Años atrás Prender había invitado a un viejo amigo de un instituto de Michigan. Me dijo que fuera a su casa para conocer a aquel amigo, que había sido batería de Stan Kenton y que ahora dirigía una banda igual que Prender. El tipo estaba casi completamente sordo y me advirtió con toda sinceridad del peligro de perder el oído. Me dijo que llegaría un punto en que tenías que inclinarte hacia delante y concentrar toda tu capacidad auditiva en lo que la banda estaba tocando y que ése era el momento de dejarlo por una temporada, porque si no lo hacías te volvías irreparablemente sordo como él en un mes o dos. Yo le escuché pero no conseguí tomarme sus palabras en serio. Era un viejo que tenía sus problemas. A mis oídos les quedaban muchos años. No fue así. Aquel verano después de graduarme del instituto toqué la batería tan fuerte que me quedé sordo como una tapia.
Estábamos, por ejemplo, en la Armería de la Guardia Nacional en Lake Village, Arkansas, con Quadberry en primera fila en el escenario que nos habían construido. En la pista había centenares de adolescentes sudorosos. Cuatro chicas con vestidos de tirantes, mostrando todo lo que podían, estaban a pie de escenario con una lujuria expansiva e ingenua en la mente. Yo había empezado a tocar tan fuerte para una de aquellas chicas que perdí el control por completo. Los guitarristas tuvieron que subirse el volumen al máximo para compensar. De aquella forma me quedé sordo. De cualquier manera, nuestra idea efectista era dejar que Quadberry tocara una balada tranquila en medio de una serie atronadora de temas de rock and roll. Yo sacaba las escobillas y asombrábamos al público con nuestra sensibilidad. Para agosto, yo estaba tan sordo que tenía que mirar cómo los dedos de Quadberry cambiaban de notas en el saxo y usar la vista para mantener el compás. Los otros miembros de los Diablos del Bop me decían que tocaba fuera de tiempo. Yo fingía que experimentaba con los ritmos cuando la verdad era que ya no oía nada. Y tampoco era un batería elegante. Me había quedado sordo por culpa de mi falta de elegancia.
Y aquello mismo —la elegancia— era exactamente lo que hacía que Quadberry fuera un as del saxo. Durante los aullidos, durante las ráfagas atronadoras, Quadberry mantenía su elegancia. El ruido no afectaba a su personalidad. Era firme como una roca. No desentonaba. Podía darle caña al saxo cuando tocaba hacerlo pero también podía hacer de acompañante durante una hora. Luego, cuando lo dejábamos solo para que hiciera el solo en algún tema tipo Take five, lo tocaba con una técnica tan celestial que llegaba a eclipsar a Paul Desmond. Las chicas que había junto al escenario no provocaban que tocara a demasiado volumen ni con demasiado vibrato.
Ahora Quadberry tenía novia, la misma Lilian de Clinton, que eclipsaba a las demás chicas con vestidos de tirantes que rodeaban el escenario. Yo lo había felicitado para mis adentros por conseguir algo como levantarse junto a aquella belleza, pero durante junio y julio, cuando yo todavía oía un poco, nunca le oí decir una palabra sobre ella. Una noche de agosto, cuando ya me había quedado sordo y lo estaba llevando a él a casa en coche, Quadberry me pidió que encendiera la luz interior y me habló de una forma deliberadamente lenta. Sabía que yo estaba sordo y contaba con que fuera capaz de leerle los labios.
—No… te rías… de ella… ni de mí… Creemos… que ella… tiene… un problema.
Yo meneé la cabeza. Nunca se me ocurriría reírme de él ni de ella. Ella me detestaba porque había salido con su pobre hermana durante unas semanas, pero a mí Lilian jamás me había parecido ridícula a pesar de toda su altanería. Lo único que pensé fue que aquel suceso me parecía monumentalmente curioso.
—No lo sabe nadie más que tú —me dijo.
—¿Por qué me lo has contado?
—Porque yo me marcho y tú tienes que cuidar de ella. No se la confiaría a nadie más que a ti.
—Ella me odia a muerte. ¿Adónde te vas?
—A Annapolis.
—Y un cuerno te vas a ir a Annapolis.
—Es la única facultad que me ha aceptado.
—¿Vas a tocar el saxo en un barco?
—No sé qué voy a hacer.
—¿Cómo… cómo puedes dejarla?
—Ella quiere que vaya. Está muy excitada porque me voy a Annapolis. William [así me llamo yo], no se me ocurre otra chica con más amor en su interior que Lilian.
Yo entré en la universidad local, igual que Lilian. Ella iba a la misma clase de química que yo. Pero la tenía a varias filas de distancia. Aprender algo resultaba difícil estando sordo. El profesor no hacía pantomima, pero al final siempre iba a la pizarra y escribía las fórmulas algebraicas de los problemas, para mi alivio. Seguí adelante y saqué un notable. Al final del trimestre yo me estaba pavoneando delante de la hoja de calificaciones que el profesor había colgado y vi por casualidad la nota de Lilian. Solamente había conseguido un aprobado. La bella Lilian solamente había sacado un aprobado y yo con mi impedimento tenía un notable.
Había sido un curso de química muy difícil. Yo había estado vigilando todo el tiempo el vientre de Lilian. No creció. Yo había esperado verla como una sandía, transformada en una asombrosa figura materna.
Tras obtener mi notable y Lilian su aprobado, reuní aplomo y fui a verla. Ella me abrió la puerta. Sus padres no estaban en casa. Yo nunca había querido aquella tarea de vigilarla que Quadberry me había encomendado y así se lo dije. Ella me invitó a entrar. Las habitaciones olían a esmalte de uñas y a tabaco de pipa. Yo había esperado que su hermana pequeña no estuviera en casa y mi deseo se hizo realidad. Estábamos solos.
—Ya puedes dejar de vigilarme.
—¿Estás embarazada?
—No. —Ella se echó a llorar—. Quería estarlo. Pero no lo estoy.
—¿Qué sabes de Quadberry?
Ella dijo algo pero me estaba dando la espalda. Me miró esperando una respuesta pero yo no tenía nada que decir. Sabía que había dicho algo pero no la había oído.
—Ya no toca el saxo —me dijo.
Aquello me puso furioso.
—¿Por qué no?
—Demasiadas matemáticas, ciencias y navegación. Quiere volar. Ése es su sueño ahora. Quiere pilotar un avión F no-sé-cuántos.
Le pedí que repitiera aquello y lo hizo. Lilian estaba realmente llena de amor, tal como había dicho Quadberry. Entendió que yo estaba sordo. Tal vez se lo había dicho Quadberry.
El resto del tiempo que pasé en su casa me limité a admirar su belleza y a ver cómo se movían sus labios.
Acabé la carrera. Me resulta interesante el hecho de que mantuve una media de notable y lo hice sordo, aunque ya me imagino que esto no resulta interesante para la gente que no es sorda. Me encantaba la música y nunca podía oírla. Me encantaba la poesía y nunca oí una sola palabra de labios de los poetas invitados que venían al campus. Adoraba a mi padre y a mi madre pero no volví a oír una palabra de ellos. Una Nochebuena Radcleve volvió de la Universidad de Mississippi y tiró un M-80 en la calle por los viejos tiempos. Lo vi explotar pero solamente noté una ligera presión en los oídos. Yo asistía a fiestas donde la lujuria se desataba y una vez me fui a casa con dos chicas (soy medianamente atractivo) que vivían en sendos apartamentos de aquellas casas viejas de dos pisos de los años veinte y me quité la camisa y les hice el amor. Pero no tengo ni idea de cuál fue su reacción. Cuando me levanté estaban aturdidas y sonrientes pero no tengo ni idea de si les di el placer final o no. Espero que sí. Siempre he tenido debilidad por las mujeres y me gusta verlas satisfechas hasta que se les salgan los ojos.
A través de Lilian me llegó la noticia de que Quadberry se había licenciado en Annapolis y ahora iba a pilotar aviones en el Bonhomme Richard, un portaaviones que zarpaba para Vietnam. Él le envió un telegrama diciéndole que aterrizaría en el aeropuerto de Jackson a las diez de cierta noche. De forma que Lilian y yo fuimos a esperarlo. A ella el sitio ya le resultaba familiar. Trabajaba de azafata y sus circuitos estaban principalmente en el Sur. Llevaba un impermeable beige y unas sandalias rojas. Yo llevaba un jersey negro de cuello alto y una cazadora de pana, me sentía importante, tan importante que apenas podía soportarlo. Ya me había convertido en el redactor más importante de la agencia publicitaria Gordon-Marx de Jackson. Llevaba un año sin ver a Lilian. Su mirada estaba afligida, sus ojos ya no eran del mismo azul brillante que cuando era una belleza recatada. Tomamos un café juntos. Yo la quería. A juzgar por lo que yo sabía, le era fiel a Quadberry.
Él aterrizó en un avión F no-sé-cuántos de la armada a las diez en punto. Ella salió corriendo por el asfalto del aeropuerto para darle la bienvenida. La vi subir la escalerilla. Pude verlo a él con su casco azul. Luego ella bajó la escalerilla. Luego Quadberry volvió a cerrar la carlinga. Giró el avión de forma que las llamas de sus motores traseros quedaron en nuestra dirección. Enfiló nuevamente la pista de despegue. Lo vimos lanzarse a la noche en mitad de la pista de despegue con rumbo al oeste, hacia San Diego y el Bonhomme Richard. Lilian estaba llorando.
—¿Qué ha dicho? —pregunté.
—Ha dicho «Soy un dragón. América es hermosa como no te la imaginas». Quería darte un mensaje. Se ha alegrado de que vinieras.
—¿Cuál era el mensaje?
—Lo mismo. «Soy un dragón. América es hermosa como no te la imaginas.»
—¿No ha dicho nada más?
—Ni una palabra.
—¿No ha expresado ningún amor por ti?
—No era Ard. Era alguien con una mueca de sorna y un casco.
—Se va a la guerra, Lilian.
—Le he pedido que me besara y él me ha dicho que me bajara del avión, que iba a encender los motores y que era peligroso.
—Arden se va a la guerra. Está de camino a Vietnam y quería que lo supiéramos. No quería que lo viéramos simplemente a él. Quería que lo viéramos en el avión. Él es ese avión negro. No se puede besar a un avión.
—¿Y qué se supone que tenemos que hacer? —gimió la pobre Lilian.
—Tenemos que esperar. Él no tenía que despegar y desaparecer de ese modo. Lo ha hecho para decirnos que ya no está con nosotros.
Lilian me preguntó qué tenía que hacer ella ahora. Yo le dije que tenía que venirse conmigo al apartamento en la casa de 1920 de Clinton donde yo vivía. Se suponía que yo tenía que cuidar de ella. Lo había dicho Quadberry. Su directiva de seis años atrás seguía vigente.
Ella se echó a dormir un rato en el sofá-cama. Era la única cama que había en mi apartamento. Yo me quedé de pie en la cocina a oscuras y me bebí un cuarto de botella de ginebra con hielo. No quería encender la luz y despertarla. La idea de Lilian durmiendo en mi apartamento me hacía sentir como un capellán de visita en Tierra Santa. Me quedé allí, emborrachándome y mordiéndome la lengua cada vez que me asaltaba una fantasía lasciva. Aquel avión negro en el que Quadberry quería que lo viéramos, sus motores traseros en llamas, su despegue en plena noche a mitad de la pista…, ¿qué había querido decirnos con aquel montaje? ¿Estaba diciéndonos que lo recordáramos para siempre o que no lo olvidáramos nunca? Pero yo tenía mi vida y no la iba a dedicar a cuidar de su recuerdo ni de su novia del instituto. ¿Qué había querido decir con «América es hermosa como no te lo imaginas»? Yo, William Howly, sabía bastante sobre la hermosa América, incluso estando sordo. Quedarme sordo me había ayudado a estar más cerca de la gente. No tenía más que unos cinco amigos, pero conocía los movimientos de sus labios, el sudor de debajo de sus narices, el movimiento de sus lenguas sobre las coronas de los dientes y su forma de tocarse los labios con los dedos. «Quadberry», me dije, «no hace falta acercarse a las estrellas con tu avión negro para ver a la hermosa América.»
Ya estaba decidido a tumbarme en el suelo de la cocina para pasar la noche cuando Lilian encendió la luz y apareció en ropa interior. Tenía un cuerpo perfecto salvo por un poco de grasa en la parte superior de los muslos. Había tomado el sol y tenía los brazos, piernas y vientre morenos, de forma que mi primer instinto fue arrancarle la ropa interior blanca para lamerla, chuparla y decirle algo fabuloso a la carne que acababa de desvelar.
Ella estaba moviendo la boca.
—Dilo otra vez, más despacio.
—Me siento sola. Cuando ha despegado su avión creo que ha querido decir que no va a volver a verme nunca. Creo que ha querido decir que se reía de nosotros dos. Es un astronauta y nos desprecia.
—¿Quieres que vaya a la cama contigo?
—Sé que eres un intelectual. Podemos dejar la luz encendida para que veas lo que digo.
—¿Quieres hablar? ¿No se trataría solamente de sexo?
—Nunca podría ser solamente sexo.
—Estoy de acuerdo. Ve a dormir. Déjame decidir si quiero ir contigo. Apaga la luz.
De nuevo me encontré en la oscuridad, y se me ocurrió que no solamente iba a engañar a Quadberry, sino a toda la familia Quadberry, si hacía lo que era más natural.
Me quedé dormido.
Quadberry hacía de escolta de los B-52 que iban en misiones de bombardeo al norte de Vietnam. Salía catapultado del Bonhomme Richard con su traje de piloto a temperaturas de cuarenta grados, a menudo de noche, y forzaba al máximo el F-8 —su carlinga diminuta, su fuselaje enorme y alargado de dos millones de dólares, las alas, la cola y el motor a reacción, Quadberry, el genio al mando de su dragón, rumbo a los seis mil metros de altura para refrescarse. Se reunía con la gran tortuga aérea que era el B-52, se colocaba en posición, con su carlinga llena de luces verdes y anaranjadas, y encendía su transistor de radio. Solamente había una banda de música realmente buena, y no tenía nada que ver con el viejo rock and roll americano de Camboya: era la ópera de la China Comunista. A Quadberry le encantaba. Le encantaba la horda nasal del final, cuando los campesinos derrotaban al viejo alcalde gordo y diletante. Luego viraba el avión cuando veía los incendios bajos y repentinos que aparecían después de que el B-52 les soltara su alimento. Eran siete horas de viaje. A veces se dormía pero su cuerpo sabía cuándo despertar. Otros treinta minutos y llegaba al barco que lo estaba esperando sobre las olas.
Todos sus viajes no eran tan fáciles. Tenía que volar a plena luz del día y no perder al B-52 y a veces un misil SAM aparecía entre ambos. Dos de sus compañeros habían sido abatidos por aquellos misiles. Pero Quadberry, igual que con el saxo, tenía una técnica infinita. Ponía su avión perpendicular en el aire y hacía que los SAM parecieran idiotas. Incluso abatió dos de ellos. Luego, un día a pleno sol, un MIG apareció suspendido en el aire al mismo nivel que él y su escuadrón. Quadberry no se lo podía creer. Los demás miembros del escuadrón no supieron qué hacer pero Quadberry sabía dónde y cómo podía disparar al MIG. Voló por debajo de sus cañones y salió detrás de él. Sabía que el MIG iba a por uno de los B-52 y no a por él. El MIG estaba tan concentrado en el enorme B-52 que se olvidó de Quadberry. Estaba claro que era un piloto suicida no profesional. Quadberry se puso encima de él, le lanzó un misil y se apartó de su trayectoria. El misil destruyó la cola del MIG. Luego Quadberry quiso ver si el piloto lograba salir de la carlinga. Le pareció que sería reconfortante si el tipo lograba lanzarse en paracaídas. Pero lo que Quadberry vio fue que el tipo intentaba hacer chocar su avión mutilado con el B-52, de forma que viró, disparó con los cañones y vaporizó al piloto y su carlinga. Era el primer hombre al que mataba.
En su siguiente salida, Quadberry fue alcanzado por un misil de tierra. Pero su avión siguió volando. Continuó durante un centenar de kilómetros y bajó al mar. Allí estaba el Bonhomme Richard, de forma que descendió. Tenía la espalda herida pero por Dios que aterrizó en la cubierta. Sus compañeros lo cogieron en brazos y le cortaron el paracaídas. La espalda le dolió durante semanas pero por lo demás estaba bien. Descansó y se recuperó durante un mes en Hawai.
Y luego se cayó por la proa del barco. Así de fácil, su F-6 hizo plaf y se hundió como una roca. Quadberry vio el barco elevarse delante de sí. Sabía que no tenía que lanzarse todavía. Si se lanzaba tan deprisa se golpearía la cabeza contra el casco y lo harían pedazos las hélices del motor. De forma que esperó. Su avión se estaba hundiendo en las aguas verdes y él veía cómo el casco del portaaviones se iba haciendo más pequeño, pero podía respirar con la máscara de oxígeno y no le parecía una decisión urgente. El barco podía alejarse. A una profundidad que después resultó ser de veinte metros pulsó el botón de eyección. El dispositivo lo lanzó, felizmente, y Quadberry se encontró de pronto a tres metros de la superficie, nadando contra la masa casi aplastante de su paracaídas sumergido. Pero dos compañeros habían salido en helicóptero y uno de ellos estaba suspendido de la escalerilla para ayudarlo a salir del agua.
Ahora a Quadberry le dolía la espalda de verdad. Se le había acabado aquella guerra y todas las demás.
Lilian, la azafata, murió en un accidente aéreo. Su avión explotó por culpa de la bomba de un secuestrador, una bomba desmañada que se suponía que no tenía que explotar, a veinticuatro kilómetros de La Habana. El pobre piloto, los pobres pasajeros y las pobres azafatas quedaron desparramados como bengalas de carne por toda la costa de Cuba. Un pescador encontró un asiento del avión. Castro expresó sus condolencias.
Quadberry regresó a Clinton dos semanas después de que murieran Lilian y los demás pasajeros del vuelo a Tampa. No se había enterado de la noticia. De forma que le dije que Lilian había muerto cuando fui a buscarlo al aeropuerto. Quadberry estaba flaco y bastante apagado con su indumentaria de civil: un traje gris y una corbata pasada de moda. Ya no tenía las puntas del pelo blancas —su halo había desaparecido— porque llevaba el pelo muy corto. La nariz árabe parecía un defecto lastimoso en una cara con un bigote ceniciento que ahora estaba más que anémica. Parecía más bajo, encorvado. Lo cierto era que estaba enfermo, la espalda lo estaba matando. El aliento le olía a los martinis que se había tomado en el avión y en la mano derecha flácida llevaba un puro mojado. Le conté lo de Lilian. Murmuró algo sin mirarme que no entendí.
—Tienes que hablar mirándome, ¿te acuerdas? ¿Te acuerdas de mí, Quadberry?
—Mis padres no han venido, claro.
—No, ¿por qué?
—Mi padre me escribió una carta después de que bombardeáramos Hué. Me decía que no me había enviado a Annapolis para que bombardeara la arquitectura de Hué. Había estado allí una vez y había tenido alguna experiencia importante: le había hecho un francés a la reina de Hué o algo así. En todo caso, me decía que yo tenía que hacer un montón de penitencia por lo que había hecho. Pero él y mi madre son personas distintas. ¿Por qué no ha venido ella?
—No lo sé.
—No te lo pregunto a ti. Se lo pregunto a Dios.
Negó con la cabeza. Luego se sentó en el suelo. La gente tenía que rodearlo para pasar. Le pedí que se levantara.
—No. ¿Cómo está el viejo Clinton?
—Horroroso. Parcelas de aluminio, cigarreras con cuatro columnas delante, todo más apretado que una colmena. Tenemos un depósito de agua de color turquesa; tenemos un centro comercial, un supermercado Jitney Jungle gigante y quinceañeros de quinta división invadiéndolo todo como hormigas. —¿Por qué estaba siendo tan sincero justo ahora, con Quadberry sentado en el suelo y vencido, escorado como una vela vieja de mala calidad?—. Ya no es nuestro pueblo, Ard. Va a ser doloroso volver. A mí me duele todos los días. Levántate, por favor.
—Y Lilian ni siquiera está allí.
—No. Es una nube sobre el golfo de México. Una vez volaste por encima de Pensacola. ¿Te acuerdas de aquellas nubes rosas y azules tan bonitas? Así es como me la imagino ahora.
—¿Hubo funeral?
—Ya lo creo. Lo ofició su pastor metodista y fue un montón de gente a la funeraria de Wright Ferguson. Estaban tus padres. Tu padre no tendría que haber ido. Apenas podía caminar. Por favor, levántate.
—¿Por qué? ¿Qué voy a hacer, adónde voy a ir?
—Tienes tu saxo.
—¿Hubo ataúd? ¿Fuisteis todos a ver la nube azul y rosa que había dentro? —Ahora estaba siendo mordaz de la misma forma que lo había sido a los once años, a los catorce y a los diecisiete.
—Sí, un ataúd muy recargado.
—Lilian es la Azafata Desconocida. No me pienso levantar.
—Te digo que todavía tienes tu saxo.
—No, no es verdad. Intenté tocarlo en el barco después de mi última lesión en la espalda. Nada que hacer. No puedo doblar la espalda para tocar. El dolor me mata.
—Pues no te levantes. ¿Por qué te estoy pidiendo que te levantes? No soy más que un batería sordo y demasiado orgulloso para comprarme un audífono. No soporto rellenar el impreso. ¿Acaso yo no tocaba bien la batería?
—De maravilla.
—Pero no podemos quedarnos así para siempre. Si nos quedamos mucho más rato vendrá la policía y te obligará a levantarte.
Pero no vino la policía. La que vino fue la madre de Quadberry. Me miró a la cara y me cogió de los hombros antes de ver a Ard en el suelo. Cuando lo vio lo hizo levantarse y lo abrazó con pasión. Los sollozos la hacían estremecerse. Agarraba a Quadberry como si fuera una cuerda con la que intentara atarse. Le daba besos sin parar. La madre de Quadberry era una mujer atractiva de cincuenta años. Yo me limitaba a aguantarle el bolso. Él se quejó de que le dolía la espalda. Por fin ella lo soltó.
—Ahora vámonos —dije.
—Tu padre está en el coche intentando dejar de llorar —dijo su madre.
—Qué bonito —dijo Quadberry—. Pensé que aquí se había muerto todo el mundo. —Abrazó a su madre—. Vamos todos y divirtámonos un rato juntos. —Tenía el cabello de su madre en los labios—. ¿Tú te vienes? —me preguntó.
—Vamos a pasarlo en grande —dije yo.
Fingí que los seguía con mi coche a su casa de Clinton. Pero mientras pasábamos por Jackson cogí la salida 55 hacia el norte y los perdí de vista, mostrando, en mi opinión, una elegancia considerable. No quería entrometerme en aquella reunión. Yo tenía un apartamento inmejorable en Old Canton Road en una enorme casa de yeso, de estilo español, con un balcón, helechos, yucas y una puerta verde por la que entré. Cuando me desperté no tuve que hacerme café ni freírme un huevo. La chica que dormía en mi cama lo hizo por mí. Era la hermana pequeña de Lilian, Esther Field. Esther era guapa de una forma discreta y yo estaba orgulloso de haberla domado para que limpiara y cocinara para mí. La familia Field apreciaba el que yo viviera con ella. Yo le había presentado a la escoba y la sartén y le habían caído de maravilla. También había aprendido a hablar muy despacio cuando tenía que decirme algo.
Esther cogió el teléfono cuando Quadberry me llamó varios meses más tarde. Me dio este mensaje. Quadberry quería saber mi opinión sobre una decisión que tenía que tomar. Había un tal doctor Gordon, un cirujano del Emory Hospital de Atlanta, que decía que podía curarle la lesión de espalda. La espalda de Quadberry lo estaba matando. Incluso levantar el teléfono para contar aquello ya le suponía una tortura. El cirujano decía que tenía una probabilidad del setenta y cinco por ciento contra el veinticinco por ciento. Un setenta y cinco por ciento de salir con éxito y un veinticinco de que la operación fuera fatal. Esther esperó a que le diera mi opinión. Le dije que le dijera a Quadberry que fuera al Emory. Había tenido suerte en Vietnam y no iba a perderla en aquella operación de nada.
Esther le pasó el mensaje y colgó.
—Me ha dicho que el cirujano es de su edad. Es una especie del genio del John Hopkins Hospital. El tal Gordon ha publicado un montón de artículos sobre operaciones de la médula —dijo Esther.
—Muy bien. Todo perfecto. Ven a la cama.
Sentí su boca y su voz en los oídos, pero solamente pude oír una especie de latido. Lo único que podía hacer era buscar la humedad, los pezones y el cabello.
A Quadberry le salió mal la jugada del Emory Hospital de Atlanta. El brillante cirujano de su edad lo perdió. Quadberry murió. Murió con su nariz árabe señalando el techo.
Por eso cuento esta historia y nunca contaré otra.
Traducción de Javier Calvo