RALPH ELLISON

El Rey del Bingo

La mujer que tenía delante estaba comiendo cacahuetes tostados; olían tan bien que apenas si era capaz de contener el hambre. Ni dormir podía, y lo que deseaba es que se dieran prisa y empezaran de una vez por todas con el bingo. A su derecha tenía a dos tipos dando tragos a una botella de vino envuelta en una bolsa de papel. Estaba oscuro, pero oía perfectamente sus gorgoteos. Sus tripas emitieron un profundo y punzante gruñido. Si estuviera en el Sur, pensó, podría acercarme y decir «Señora, por favor, ¿podría darme unos cuantos cacahuetes?» y me pasaría la bolsa sin ningún problema. Y de la misma manera, podría pedirles un trago a aquellos tipos. La gente del Sur se relacionaba así; no era necesario conocerse de nada. Pero aquí es distinto. Le pides algo a alguien y piensa que estás loco. Y yo no estoy loco. Estoy sin blanca, eso es todo, porque no tengo certificado de nacimiento y por eso no puedo conseguir un trabajo, y Laura se muere porque no tengo dinero para pagar a un médico. Pero no estoy loco. Y aun así, cuando miró hacia la pantalla y vio al héroe entrando clandestinamente en aquella oscura habitación y dirigiendo su linterna hacia la pared cubierta con estanterías llenas de libros, le asaltó una duda. Recordó que ahí era donde había encontrado la puerta secreta. El hombre atravesaría la pared repentinamente y descubriría a la chica atada a la cama, abierta de piernas y brazos y con la ropa hecha jirones. Se sonrió. Había visto la película tres veces y aquélla era una de las mejores escenas.

El tipo de su derecha, con los ojos abiertos de par en par, susurró a su compañero:

—¡Tío, mira ahí!

—¡Joder!

—Ya me gustaría tenerla atada así…

—¡Hey! ¡Ese loco está soltándola!

—Claro, tío, porque la quiere.

—¡Con amor o sin él!

El hombre sentado a su lado se agitaba con impaciencia, y él intentó meterse en la escena. Pero se sentía incapaz de dejar de pensar en Laura. Cansado rápidamente de ver la película, miró hacia atrás, hacia el punto donde se filtraba el haz de luz blanca de la sala de proyecciones. Empezaba delgado y se iba ensanchando, con las partículas de polvo bailando en la blancura hasta llegar a la pantalla. Resultaba extraño que el haz aterrizara justo en la pantalla y nunca se equivocara y fuera a parar a cualquier otro lugar. Pero lo tenían todo previsto. Todo estaba previsto. Imagínate ahora que al salir la chica con el vestido roto ésta empezara a despojarse del resto de sus prendas, y que cuando llegara el chico en lugar de desatarla, la dejara allí y empezara él también a desnudarse. Eso sí que sería algo digno de ver. Si la película se desmandara así, los tíos de al lado se volverían locos. Sí. ¡Y habría tanta cola que resultaría imposible conseguir entradas en nueve meses! Un extraño cosquilleo le recorrió la piel. Se estremeció. El día anterior, al salir a la luz de la calle, había visto una chinche en el cuello de una mujer. Exploró su muslo a través de un agujero que tenía en el bolsillo para descubrir, solamente, carne de gallina y viejas cicatrices.

La botella gorgoteó de nuevo. Cerró los ojos. Una música de ensueño acompañaba la película, un tren silbaba en la distancia y él volvía a ser un niño que caminaba sobre un puente del ferrocarril en dirección al Sur y que, viendo acercarse el tren, daba media vuelta y echaba a correr con todas sus energías, y oía el silbido acercándose, y saltaba desde el puente hasta tierra firme en el último momento, con el suelo temblando bajo sus pies, y respiraba tranquilo deslizándose por un terraplén cubierto de carbonilla que llegaba hasta la autopista, y miraba hacia atrás para ver, aterrorizado, que el tren acababa de abandonar el raíl y le seguía por la calle y todos los blancos se reían de él, que seguía corriendo y gritando…

—¡Despiértate, amigo! ¿Qué demonios haces gritando así? ¿No ves que intentamos disfrutar de la película?

Miró al hombre agradecido.

—Lo siento, tío —dijo—. Debía de estar soñando.

—Está bien, toma un trago. Y no vuelvas a hacer tanto ruido, ¡maldita sea!

Cuando inclinó la cabeza hacia atrás para beber le temblaban las manos. No era vino, sino whisky. Whisky de centeno frío. Bebió un buen trago, decidió que era mejor no repetir y devolvió la botella a su propietario.

—Gracias, tío —dijo.

Sentía el whisky frío abriendo un camino ardiente en el interior de su cuerpo, resultaba más caliente y áspero a medida que avanzaba. Llevaba el día entero sin comer y se sentía mareado. El olor de los cacahuetes le apuñalaba como un cuchillo. Se levantó y buscó asiento en el pasillo central. Pero en cuanto se sentó, observó una hilera de jovencitas de rostros ardientes y se levantó de nuevo, pensando: Chavalas, deberíais estar bailando en otro lado y no aquí. Encontró asiento varias filas más adelante; cuando se encendieron las luces, la pantalla había desaparecido detrás de una pesada cortina de color rojo y oro; enseguida se alzó de nuevo y salieron a escena el hombre del micrófono y un ayudante uniformado.

Palpó sonriendo sus tarjetas del bingo. Al chico de la entrada no le haría ninguna gracia saber que llevaba cinco tarjetas encima. Bien, no todo el mundo jugaba al bingo; e incluso con cinco tarjetas, las oportunidades de ganar no eran muchas. Sin embargo, debía tener fe, por Laura. Estudió las tarjetas y los números, todos distintos, marcó el agujero central libre de cada una de ellas y las extendió pulcramente sobre su regazo; la sala quedó en penumbra y se repantigó en el asiento para controlar al mismo tiempo las tarjetas y la rueda del bingo sin apenas tener que levantar la mirada.

Delante, donde acababa la penumbra, el hombre del micrófono presionaba el botón conectado a un cable largo que hacía girar la rueda y cantaba un número cada vez que ésta se detenía. Y cada vez que se oía la voz, recorría las tarjetas con un dedo en busca del número. Tenía que ser rápido, con cinco tarjetas. Estaba nervioso; había demasiadas tarjetas y el hombre de áspera voz iba demasiado rápido. Tal vez sería mejor elegir sólo una y deshacerse de las otras. Pero tuvo miedo. Tenía calor. ¿Cuánto costaría el médico de Laura? ¡Maldita sea, mira las tarjetas! Y escuchó desesperado cómo el hombre cantaba tres números seguidos que no aparecían en ninguna de las cinco tarjetas. Así nunca ganaría…

Se quedó paralizado cuando vio la fila completa de números marcados en la tercera tarjeta y el hombre tuvo tiempo de cantar tres números más antes de que se inclinara torpemente hacia delante, gritando:

—¡Bingo! ¡Bingo!

—Ése está loco —gritó alguien.

—¡Levántate, tío!

Salió al pasillo dando traspiés y subió por las escaleras hasta el escenario. La luz era tan fuerte y brillante que le cegó por un instante, se sentía como bajo el influjo de un poder extraño y misterioso. A pesar de ello, aquello le resultaba tan familiar como el sol y fue consciente de que estaba en un lugar tan familiar como el bingo.

Enseñó la tarjeta mientras el hombre del micrófono comentaba algo al público. La tarjeta abandonó su mano y el dedo de aquel hombre quedó iluminado por una fría luz. Le temblaban las rodillas. El hombre se acercó para verificar que los números de la tarjeta coincidieran con los anotados en el tablón. ¿Y si se había equivocado? Se retiró un poco porque le mareaba el olor de la gomina del pelo de aquel hombre. Pero tenía que quedarse porque el hombre seguía verificando la tarjeta. Permaneció tenso, escuchando.

—Bajo la O, el cuarenta y cuatro —cantó el hombre—. Bajo la I, el siete. Bajo la G, el tres. Bajo la B, el noventa y seis. ¡Bajo la N, el trece!

El hombre sonrió al público y él empezó a respirar más tranquilo.

—Sí, damas y caballeros, ¡es uno de los elegidos!

El público estalló en risas y aplausos.

—Acompáñeme al centro del escenario.

Avanzó lentamente, anhelando que el foco de luz no fuera tan potente.

—El bote de esta noche está valorado en 36,90 dólares y para ganarlo la rueda debe detenerse entre el doble cero, ¿entendido?

Asintió con la cabeza, conocía el ritual porque había contemplado muchas noches a los ganadores subiendo al escenario para apretar el botón que controlaba la rueda y ganar los premios. Y ahora siguió las instrucciones como si hubiera cruzado aquel escenario resbaladizo y ganado el premio un millón de veces.

El hombre estaba contando algún chiste y él asintió sin saber por qué. Estaba tan tenso que sintió un deseo repentino de gritar y mandarlo todo a paseo. Presentía vagamente que su vida entera estaba determinada por la rueda del bingo; no sólo lo que fuera a suceder en aquel momento, que por fin había llegado, sino también todo lo anterior, desde su nacimiento, y el nacimiento de su madre y el de su padre. Siempre había estado allí, aunque no hubiera sido consciente de ello, distribuyendo las tarjetas y los números desafortunados de su vida. La sensación persistía y decidió largarse. Mejor marchar de aquí antes de ponerme en ridículo, pensó.

—Ven aquí, chico —dijo el hombre—. Aún no has empezado.

Alguien rió viéndole regresar a su sitio, dubitativo.

—¿Todos listos?

Sonrió como respuesta a la charla jactanciosa del hombre pero no le salían las palabras y sabía que su sonrisa no resultaba en absoluto convincente. De repente supo que se encontraba en la resbaladiza antesala de algo terriblemente embarazoso.

—¿De dónde eres, chico? —preguntó el hombre.

—Del Sur.

—Es del Sur, damas y caballeros —anunció el hombre—. ¿De dónde? Acércate al micro para hablar.

—De Rocky Mont —dijo—. Rocky Mont, Carolina del Norte.

—Bien, y así que decidiste bajar de la montaña y venir a los Estados Unidos —rió el hombre.

Se dio cuenta de que el hombre se estaba burlando de él pero, de pronto, sintió algo frío en la mano y que las luces ya no le enfocaban.

Se situó frente a la rueda y le embargó una sensación de soledad, pero era lo que tocaba y recordó entonces su plan. Daría a la rueda un giro rápido y breve, rozando apenas el botón. Lo había visto infinidad de veces y siempre se acercaba al doble cero cuando se hacía así. Se armó de valor; el miedo había desaparecido y sintió una profunda sensación de esperanza, como si estuviera a punto de recibir la recompensa por todo lo que había sufrido a lo largo de su vida. Presionó el botón temblando. La rueda se iluminó y, en menos de un segundo, se percató de que le resultaba imposible detenerla por mucho que quisiera. Era como tener en la mano una línea de alta tensión. Estaba tenso. A medida que la rueda aceleraba, se sentía más y más atraído por su fuerza, como si fuera ella quien gobernara su destino; y así llegó la intensa necesidad de rendirse, de girar, de perderse en su torbellino de colores. No podía parar ahora, lo sabía. Que fuera lo que tuviese que ser.

El botón seguía al abrigo de su mano, donde el hombre lo había depositado. Se percató entonces de la presencia del hombre a sus espaldas, aconsejándole por el micrófono, mientras del público en la penumbra se alzaba un ruidoso murmullo. Movió los pies. La sensación de desamparo que hacía que parte de él deseara echarse atrás no le abandonaba, incluso ahora que el bote estaba al alcance de la mano. Apretó el botón hasta que le dolió la mano. Entonces, como el repentino chillido del silbido del metro, le asaltó una duda. ¿Y si no había girado lo suficiente la rueda? ¿Qué podía hacer y cómo podía saberlo? Y entonces supo, del mismo modo que se había cuestionado antes, que mientras siguiera presionando el botón podría controlar el bote. Únicamente él determinaría si el bote era suyo o no. Ni el hombre del micrófono tenía nada que hacer. Estaba como borracho. Y entonces, como si acabara de descender desde una montaña hasta un valle poblado de gente, escuchó los gritos del público.

—¡Baja ya de ahí, pelmazo!

—Dale una oportunidad a los demás…

—¡El viejo Jack cree que ha encontrado el final del arco iris…!

Aquel último comentario no era insultante, se volvió y sonrió tímidamente. A continuación, les dio la espalda por completo.

—No tardes tanto, chico —dijo una voz.

Asintió con la cabeza. Los gritos a su espalda no cesaban. Esa gente no entendía lo que le estaba pasando. Llevaban años jugando al bingo día y noche, intentando ganar dinero para pagar el alquiler o comprarse una hamburguesa. Pero ninguno de aquellos tipos listos había descubierto esa cosa maravillosa. La rueda giraba, los números iban pasando y experimentó un frenesí repentino de exaltación: ¡Es Dios! ¡Es el Dios verdadero! Lo dijo en voz alta:

—¡Es Dios!

Lo dijo con tanta convicción que temió desmayarse y caer sobre las candilejas. Pero la muchedumbre vociferaba con tanta potencia que nadie le oyó. Esos idiotas, pensó, yo aquí tratando de explicarles el secreto más maravilloso del mundo y ellos gritando como si se hubieran vuelto locos. Notó una mano en el hombro.

—Tienes que decidirte, chico. Llevas demasiado rato.

Apartó la mano con violencia.

—Déjame solo, tío. ¡Sé lo que me hago!

El hombre, sorprendido, tuvo que agarrarse al micrófono para no caer. Y él sonrió porque no pretendía herir los sentimientos del hombre y porque con una punzada de dolor acababa de darse cuenta de que era imposible explicarle por qué debía permanecer allí presionando el botón eternamente.

—Venga aquí —dijo, con voz cansada.

El hombre se aproximó, arrastrando el pesado micrófono por el escenario.

—Todo el mundo puede jugar al bingo, ¿no es eso? —dijo.

—Sí, pero…

Sonrió, quería ser paciente con ese blanco de aspecto pulcro vestido con camisa sport color azul y traje de gabardina.

—Eso es lo que pensaba. Cualquiera puede ganar el bote si acierta el número de la suerte, ¿verdad?

—Sí, son las reglas, pero…

—Eso es lo que pensaba —dijo—. Y el premio gordo le toca a quien sabe cómo ganarlo.

El hombre asintió estupefacto.

—Entonces, aléjese y observe cómo gano como yo quiero hacerlo. No haré daño a nadie —dijo— y le demostraré cómo se gana. Intento demostrar al mundo entero cómo tiene que hacerse.

Y como había comprendido, sonrió de nuevo para darle a entender al hombre que no tenía nada en contra de él por ser blanco y mostrarse tan impaciente. Decidió entonces no mirar más a aquel hombre y seguir presionando el botón, las voces del público le llegaban como gritos de calles lejanas. Que gritaran. Los negros de ahí abajo estaban francamente avergonzados porque él era negro como ellos. Sonrió para sus adentros, sabiendo lo que sentían. También él se avergonzaba casi siempre de lo que hacían los negros. Bien, que por una vez se avergüencen con razón. Era como un alambre negro y delgado girando con la rueda del bingo; girando hasta que él decidiera gritar; girando pero, en aquella ocasión, controlando el giro y la tristeza y la vergüenza y, obrando así, Laura se pondría bien. Las luces centellearon de repente. Retrocedió. ¿Qué pasaba? Todo ese ruido. ¿Es que no sabían que aunque él controlara la rueda también la rueda le controlaba a él y que no se detendría a no ser que dejara de presionar el botón eternamente y que él se quedaría allí, alto y seco, alto y seco en esa montaña alta y seca y que Laura moriría? Era la única oportunidad; tenía que hacer todo lo que le ordenara la rueda. Y aferrándose al botón desesperado descubrió, sorprendido, que emitía una energía nerviosa. Un hormigueo le recorrió la espalda. Percibía un poder particular.

Desafió a la multitud vociferante, los gritos penetraban sus oídos como trompetas sonando en una gramola. Las caras borrosas brillaban a la luz del bingo, ofreciéndole una percepción de sí mismo que jamás había experimentado antes. ¡Por Dios, era el protagonista del espectáculo! Tenían que reaccionar a lo que él hacía, él era su suerte. Soy yo, pensó. Que griten esos bastardos. Y entonces alguien rió también en su interior y se dio cuenta de que había olvidado incluso su propio nombre. Olvidarse del nombre es triste, una pérdida y una locura. Ese nombre se lo había puesto mucho tiempo atrás un blanco del Sur que era el amo de su abuelo. Tal vez esos tipos listos supieran cómo se llamaba.

—¿Quién soy? —gritó.

—¡Date prisa y acaba ya, pelmazo!

Tampoco lo sabían, pensó con tristeza. Esos pobres bastardos sin nombre, ni siquiera sabían cómo se llamaban ellos mismos. De hecho, ya no necesitaba para nada su viejo nombre; había vuelto a nacer. Mientras siguiera presionando el botón sería El-hombre-que-presionaba-el-botón-que-tenía-el-premio-del-Rey-del-Bingo. Era así de simple, y debía seguir presionando el botón aunque nadie lo comprendiera, aunque Laura no lo comprendiera.

—¡Vive! —gritó.

El público se calmó, igual que un enorme ventilador deteniéndose lentamente.

—Vive, Laura, pequeña. Ya lo tengo, cariño. ¡Vive! —Gritaba, y las lágrimas rodaban por sus mejillas—. ¡Sólo te tengo a TI!

Los gritos le salían de las entrañas. Sentía como si el torrente de sangre que le subía a la cabeza fuera a brotar de repente, inundándolo todo de gotas rojas, como cuando la policía le parte la cabeza a alguien con una porra. Se inclinó y vio un goteo de sangre sobre la punta de su zapato. Se tocó la cabeza con la mano que quedaba libre. Era la nariz. Dios, ¿y si algo andaba mal? Era como si el público hubiera entrado en su cuerpo y estuviera atizándole patadas en el estómago y él fuera incapaz de expulsarlo de ahí. Querían el premio, eso era todo. Querían el secreto para sí mismos. Pero nunca lo conseguirían; seguiría girando la rueda del bingo eternamente y Laura estaría a salvo en la rueda. ¿Lo estaría? Sí, tenía que ser así, de no estar a salvo la rueda dejaría de girar; no podría seguir haciéndolo. Tenía que huir, vomitarlo todo, y se imaginó con Laura en sus brazos, bajando por las escaleras del metro y corriendo delante de un tren, corriendo desesperadamente y vomitando, con la gente gritándole que saliera de ahí, pero sabiendo que era imposible abandonar los raíles porque de hacerlo le atropellaría el tren y saltar a otros raíles significaba correr en un tercer raíl ardiente, alto hasta la cintura, que lanzaría chispas azules que le cegarían hasta no poder ver nada.

Alguien cantaba y el público acompañaba la canción batiendo palmas.

¡Échale la botella de ron por la cabeza, Jim!

Clap-clap-clap.

Llamaremos al poli.

¡Le volará la cabeza!

¡Echale la botella de ron por la cabeza, Jim!

La canción le enfureció. Creen que estoy loco. Que rían. Yo haré lo que tenga que hacer.

Escuchaba con atención cuando vio que todo el mundo miraba algo en el escenario, detrás de él. Se sentía débil. Se volvió y no vio a nadie. Si no fuera porque le dolía tanto el pulgar. Ahora aplaudían. Y por un momento pensó que la rueda se había detenido. Pero era imposible, el dedo seguía apretando. Y entonces los vio. Dos hombres uniformados le hacían señas desde el fondo del escenario. Se acercaban a él, caminando a paso lento, como un grupo de claqué bailando el tercer bis. Iban directos hacia él y retrocedió, mirando furioso a su alrededor. No disponía de nada con que enfrentarse a ellos. Únicamente aquel cable largo de color negro enchufado entre bastidores que no podía utilizar porque era lo que hacía funcionar la rueda del bingo. Retrocedió con lentitud, mirando fijamente a los hombres y con una mueca tensa e inmóvil; se acercó al fondo del escenario, percatándose de que no podía ir mucho más lejos, pues el cable se tensaba y no podía romperlo de ninguna manera. Pero tenía que hacer algo. El público vociferaba. Se quedó paralizado de repente cuando también lo hicieron los hombres, se quedaron quietos con la pierna alzada, como interrumpiendo el paso de un baile lento. No podía hacer otra cosa que correr en dirección contraria y se precipitó hacia delante, deslizándose y escabulléndose. Los hombres retrocedieron sorprendidos. Y chocó violentamente contra ellos al pasar por su lado.

—¡Cogedle!

Corrió, pero enseguida el cable se tensó, resistiéndose, dio media vuelta y siguió corriendo. Esta vez los esquivó, y descubrió que el cable no se tensaba si daba círculos alrededor de la rueda. Desplegaba los brazos para alejar a los hombres. ¿Por qué no le dejaban tranquilo? Corrió, dando círculos.

—Bajad el telón —gritó alguien.

Pero no podían. De hacerlo, se cortaría la luz que iluminaba la rueda desde la sala de proyección. Pero lo cogieron antes de que él supiera cómo; intentaba mantener la mano cerrada, les daba puñetazos y se ayudaba con las rodillas, manteniendo el botón presionado en todo momento porque aquello era su vida. Pero estaba en el suelo y vio un pie acercándose y pisándole la muñeca con crueldad. Arriba, la rueda seguía girando serenamente.

—No puedo abandonar —chilló. Luego, tranquilamente y como si les hiciera una confidencia dijo—: Chicos, no puedo abandonar.

Chocó con dureza contra su cabeza. Y en un momento se lo arrebataron. Luchó contra ellos que intentaban apartarlo del escenario, mientras contemplaba la rueda girando más lentamente cada vez hasta detenerse. Y vio, sin sorprenderse en absoluto, cómo lo hacía en el doble cero.

—Lo veis —señaló con amargura.

—Sí, claro, chico, claro, está muy bien —le dijo uno de los hombres, sonriendo.

Vio cómo el hombre hacía una señal con la cabeza en dirección a alguien que él no podía ver y se sintió muy, muy feliz; recibiría lo que todos los ganadores recibían.

Confiando en la justicia que apuntaba la sonrisa tensa del hombre, no se percató de su guiño, ni se percató tampoco del hombre que estaba inclinado a sus espaldas y que se dirigía decidido hacia la cortina del telón, que descendía lentamente, para darse un respiro. Sólo sintió un terrible dolor explotando en su cabeza y supo, aunque se le escapara, que su suerte había acabado en aquel escenario.

Traducción de Isabel Murillo Fort