MARK TWAIN
La famosa rana saltarina de Calaveras County
En conformidad con la petición de un amigo mío, que me escribió desde el Este, me puse en contacto con el bueno de Simon Wheeler, tan afable y parlanchín, y le pregunté por el amigo de mi amigo, Leonidas W. Smiley, tal como me habían solicitado que hiciera, y a continuación adjunto el resultado. Tengo la sospecha creciente de que Leonidas W. Smiley es un mito; que mi amigo jamás conoció a dicho personaje, y que se limitó a conjeturar que si yo le preguntaba por el mismo al bueno de Wheeler, éste se acordaría de su famoso Jim Smiley y se pondría manos a la obra y me mataría de aburrimiento con alguna anécdota exasperante, tan larga y tediosa como inútil para mí. Si su plan era ése, tuvo éxito.
Encontré a Simon Wheeler dormitando confortablemente junto a la cocina de la taberna ruinosa del campamento minero abandonado de Angel y descubrí que era gordo y calvo y que su expresión serena mostraba una amabilidad y una sencillez encantadoras. Se despertó y me dio los buenos días. Yo le dije que un amigo mío me había encargado que hiciera ciertas pesquisas acerca de un querido compañero suyo de adolescencia llamado Leonidas W. Smiley, el reverendo Leonidas W. Smiley, un joven pastor del Evangelio, que según tenía entendido había residido una temporada en el campamento de Angel. Añadí que si el señor Wheeler me podía dar cualquier información acerca de ese reverendo Leonidas W. Smiley, me sentiría muy en deuda con él.
Simon Wheeler me hizo retroceder hacia una esquina y me acorraló allí con su silla, luego se sentó y desgranó el relato monótono que sigue a este párrafo. Ni una sola vez sonrió, no frunció el ceño, no alteró para nada el tono suave y fluido con que emprendió la primera frase y nunca reveló ni el más ligero asomo de entusiasmo: pero a lo largo del interminable relato desplegó una vena impresionante de seriedad y sinceridad, lo cual me demostró a las claras que, lejos de imaginar que había nada ridículo o extraño en su historia, él la contemplaba como una cuestión verdaderamente importante y que admiraba a sus dos héroes como a hombres con un talento trascendente para la astucia. Yo le dejé que fuera a la suya y no lo interrumpí ni una sola vez.
—El reverendo Leonidas W, ejem, el reverendo Le… Bueno, una vez hubo por aquí un tipo que se llamaba Jim Smiley, en invierno de 1849, o a lo mejor era la primavera de 1850, no me acuerdo con exactitud, pero lo que me hace pensar que fue por entonces es que me acuerdo de que el túnel grande estaba sin terminar cuando él llegó al campamento. En cualquier caso, aquel tipo tenía una fijación curiosísima por apostar sobre cualquier cosa que viniera o no al caso, siempre que pudiera encontrar a alguien que apostara por lo contrario. Y si no lo encontraba, entonces se cambiaba de bando. Cualquier cosa que le pareciera bien a su oponente le parecía bien a él, con tal de poder hacer una apuesta ya estaba satisfecho. Y el caso es que tenía suerte, una suerte fuera de lo común; ganaba prácticamente siempre. Siempre estaba dispuesto a probar su fortuna. No se podía mencionar una sola cosa sin que el tipo se ofreciera a apostar por ello y a ponerse en el bando que al otro le pareciera bien, tal como le estaba yo contando a usted. Si había una carrera de caballos, uno siempre lo encontraba a él arrebatado o bien desmoronado al final de la misma. Si había una pelea de perros, él apostaba. Si había una pelea de gatos, él apostaba. Si había una pelea de pollos, él apostaba. Caramba, si había dos pájaros posados en una cerca, él apostaba contigo acerca de cuál de los dos sería el primero en levantar el vuelo. O si había reunión en el campamento, él asistía regularmente para apostar por Parson Walker, a quien consideraba el mejor consejero de por aquí, y sí que lo era, y también un buen hombre. Si alguna vez veía una mosca de mayo dirigiéndose a alguna parte, él apostaba acerca de cuánto tiempo tardaría en llegar y se marchaba en esa dirección, y si uno iba con él, era capaz de seguir a la mosca de mayo hasta México solamente para averiguar adónde se dirigía y cuánto tiempo iba a invertir en el camino. La mayoría de los muchachos de por aquí conocieron a ese Smiley y le pueden hablar de él. Caramba, le daba todo igual, apostaba por cualquier cosa, menudo tipo. Durante una temporada la mujer de Parson Walker estuvo muy enferma, y parecía que no iba a salir de aquélla; pero una mañana vino Walker y Smiley le preguntó cómo estaba la mujer, y él dijo que estaba bastante mejor, gracias al Señor por su infinita misericordia, y que se estaba recuperando tan bien que con el beneplácito de la Providencia se repondría del todo. Y antes de pensarlo, Smiley fue y dijo: «Bueno, me apuesto dos y medio a que no se repone».
»Aquel Smiley que dice usted tenía una yegua (los muchachos la llamaban la jamelga de los quince minutos, pero no era más que una broma, ¿sabe?, porque en realidad sí que podía ir más deprisa que eso) y Smiley ganaba dinero con aquella bestia, porque era terriblemente lenta, y siempre tenía asma, o el moquillo, o la tisis, o algo por el estilo. Le daban dos o trescientos metros de ventaja y luego la adelantaban, pero al final de la carrera la yegua siempre se excitaba y se desesperaba y empezaba a retozar y a dar zancadas y a mover las patas con ligereza, a veces en el aire, a veces de lado en dirección a las cercas, y a levantar una de tierra con sus coces y a armar un jaleo con sus estornudos, sus toses y sus mocos… Y siempre acababa llegando con una cabeza de ventaja, con más exactitud de la que nadie podría calcular.
»Y también tenía un cachorro, que si uno lo miraba tenía pinta de no valer un centavo más que para montar guardia y poner cara de malas pulgas y disuadir a quien viera la oportunidad de robar algo. Pero tan pronto como alguien apostaba dinero por él, el perro se transformaba. La mandíbula le sobresalía como el castillo de proa de un barco a vapor y enseñaba unos dientes que brillaban como hornos. Y un perro podía tirársele encima y abusar de él y morderlo y tirarlo por el aire dos o tres veces y Andrew Jackson (que es como se llamaba el cachorro), Andrew Jackson nunca reaccionaba de ninguna otra forma que mostrándose satisfecho como si no esperara nada más que aquello, y las apuestas se doblaban una y otra vez en su contra, todo el tiempo, hasta que las cantidades se ponían por los aires. Entonces, cuando nadie lo esperaba, le hincaba los dientes al otro perro en la articulación de la pata trasera y no la soltaba por nada en el mundo: no masticaba, ¿lo comprende?, simplemente se aferraba hasta que el otro tiraba la toalla, aunque tardara un año entero. Smiley siempre ganaba con aquel perro, hasta que una vez lo enfrentó con un perro que no tenía patas traseras porque se las había cortado una sierra circular, y cuando la pelea ya estaba avanzada y las apuestas habían subido y el bicho se disponía a hincar el diente en donde siempre, al cabo de un momento se dio cuenta de que se la habían pegado y de que el otro perro lo tenía contra las cuerdas, por decirlo de alguna forma, y puso cara de sorpresa y pareció desanimarse y ya no intentó ganar la pelea, de forma que salió escaldado. Miró a Smiley como diciéndole que le había roto el corazón y que él tenía la culpa por haberlo enfrentado a un perro sin patas traseras donde hincar el diente, lo cual era su principal estrategia en una pelea, luego se fue cojeando un trecho, se acostó y la palmó. Era un buen perro aquel Andrew Jackson, y se habría ganado una reputación de haber sobrevivido, porque tenía talento y tenía genio: lo sé, porque nunca tuvo oportunidad de salir adelante y no puedo entender que un perro pudiera pelear como él lo hacía bajo aquellas circunstancias si no hubiera tenido talento. Siempre me entristece acordarme de aquella última pelea suya y de cómo terminó.
»Pues bueno, aquel Smiley que dice usted tenía terriers, gallos de pelea, gatos y toda clase de bichos, hasta que uno ya no podía más y ya no quedaba nada que apostarse con él, pero él te seguía desafiando. Un día cazó una rana y se la llevó a casa y dijo que tenía intención de adiestrarla. De forma que durante tres meses no hizo otra cosa que estar encerrado en el patio trasero de su casa y entrenar a aquella rana para que saltara. Y puede apostar a que lo hizo. Le daba un golpecito con el puño en el trasero y uno veía a la rana dar vueltas en el aire como una rosquilla; daba una voltereta, o a lo mejor un par de ellas, si tenía un buen arranque, y caía sobre las patas y perfectamente, como un gato. La entrenó tan bien en el arte de atrapar moscas, y la mantenía en un régimen de entrenamientos tan constante, que atrapaba todas las moscas que se le ponían a tiro. Smiley decía que lo único que le hacía falta a las ranas era educación y que eran capaces de hacer cualquier cosa: y le creo. Caramba, yo le he visto poner a Daniel Webster (Daniel Webster es como se llamaba la rana) aquí mismo en este suelo y decirle: “¡Moscas, Daniel, moscas!”, y en un abrir y cerrar de ojos la rana pegaba un salto, pillaba una mosca de ese mostrador y aterrizaba otra vez en el suelo tan firme como un pegote de barro, y luego se ponía a rascarse un lado de la cabeza con la pata trasera con un gesto tan indiferente como si no tuviera ni idea de que acababa de hacer algo que no hacen las ranas normales. Nunca verá usted una rana tan modesta y franca como aquélla, y mire que tenía talento. Y cuando se trataba de saltos de longitud con todas las de la ley, podía abarcar más terreno de un salto que ningún otro animal de su raza que usted pudiera ver. Los saltos de longitud eran su especialidad, ya me entiende. Y cuando se trataba de eso, Smiley ponía la apuesta inicial mientras le quedara algo de dinero. Smiley sentía un orgullo monstruoso por su rana, y podía sentirlo, porque los tipos que habían viajado y estado en otros sitios contaban que superaba a todas las ranas que habían visto en su vida.
»Bueno, pues Smiley guardó el bicho en una cajita con agujeros y empezó a llevarlo a la ciudad de vez en cuando para hacer alguna apuesta. Un día un tipo, un forastero que había venido al campamento, le vio la caja y fue a preguntarle:
»—¿Qué es eso que tienes en la caja?
»Y Smiley le dijo, así como indiferente:
»—Podría ser un loro o podría ser un canario, pero no es ninguna de las dos cosas: no es más que una rana.
»El tipo cogió la caja, la miró con cuidado, se la devolvió y dijo:
»—Hum, sí que lo es. ¿Y qué sabe hacer?
»—Bueno —dijo Smiley, en tono despreocupado y jovial—. Sabe hacer básicamente una cosa, digo yo. Puede saltar más que cualquier otra rana de Calaveras County.
»El tipo cogió de nuevo la caja, le echó otro vistazo largo e interesado, se la devolvió a Smiley y dijo, eligiendo las palabras con cuidado:
»—Bueno —dijo—. No veo por qué esa rana tiene que ser mejor que cualquier otra rana.
»—Tal vez no —dijo Smiley—. Tal vez entiendes a las ranas y tal vez no las entiendes. Tal vez tienes experiencia y tal vez no eres más que un aficionado, por decirlo de alguna forma. En todo caso, yo tengo mi opinión y me apuesto cuarenta dólares a que puede saltar más que ninguna otra rana de Calaveras County.
»El tipo reflexionó un momento y dijo, en tono un poco triste:
»—Bueno, yo soy forastero aquí y no tengo ninguna rana, pero si la tuviera, apostaría contra ti.
»Entonces Smiley dijo:
»—De acuerdo, de acuerdo. Si me aguantas la caja un momento, iré a buscarte una rana. —De forma que el tipo cogió la caja, puso sus cuarenta dólares junto con los de Smiley y se dispuso a esperar.
»Así estuvo un largo rato, pensando y pensando para sus adentros, luego sacó la rana de su caja, le abrió la boca, cogió una cucharilla de té y la llenó de perdigones para codornices, la llenó hasta que le empezaron a caer los perdigones por la barbilla y luego la dejó en el suelo. Smiley fue al pantano, chapoteó un buen rato por el barro, por fin cogió una rana, se la llevó al tipo y se la dio diciendo:
»—Ahora, si estás listo, ponla al lado de Daniel, con las patas delanteras a la misma altura que las de Daniel, y yo daré la orden de saltar. —Luego dijo—: Uno, dos, tres… ¡Ya! —Y los dos golpearon a las ranas en el trasero y la rana nueva dio un buen salto, pero Daniel dio un tirón y levantó los hombros, así, como un francés, pero no le sirvió de nada: no pudo moverse. Estaba más plantada en el suelo que una iglesia y tan inmóvil como si estuviera anclada. Smiley se quedó muy sorprendido y disgustado también, pero no tenía ni idea de qué pasaba, por supuesto.
»El tipo cogió el dinero y se alejó. Cuando estaba ya en la puerta hizo un gesto con el pulgar por encima del hombro, así, señalando a Daniel, y dijo otra vez con toda la intención:
»—Bueno —dijo—. No veo por qué esa rana tiene que ser mejor que las demás ranas.
»Smiley se quedó rascándose la cabeza y miró a Daniel mucho rato y por fin dijo:
»—Me pregunto por qué diantres se habrá arredrado esta rana: me pregunto si tal vez le pasará algo. No sé, parece como hinchada. —Agarró a Daniel por el pescuezo, la levantó y dijo—: ¡Caramba, que me aspen si no pesa tres kilos! —Luego la puso boca abajo y la rana vomitó dos puñados de perdigones. Por fin entendió lo que pasaba y se puso hecho una furia. Dejó la rana en el suelo y salió detrás de aquel tipo, pero nunca lo atrapó. Y…
En aquel momento Simon Wheeler oyó que lo llamaban desde el patio y se levantó para ver quién preguntaba por él. Y mirándome mientras se levantaba, me dijo:
—No te muevas, forastero, y ponte cómodo. No tardo ni un minuto.
Pero, con todo el respeto, no me pareció probable que la continuación de la historia del vagabundo emprendedor Jim Smiley fuera a aportarme mucha información acerca del reverendo Leonidas W. Smiley, de forma que me encaminé a la salida.
En la puerta me topé con el afable Wheeler que regresaba y me acorraló y volvió a empezar:
—Pues bueno, ese Smiley que dice usted tenía una vaca tuerta y amarilla que no tenía cola, solamente un muñón corto como un plátano, y…
Pero yo no tenía tiempo ni tampoco ganas y no quise enterarme de la historia de aquella pobre vaca, así que me marché.
Traducción de Javier Calvo