STANLEY ELKIN

Una poética para bravucones

Soy «Empujón», el bravucón, y odio a los chicos nuevos en el barrio y a los mariquitas, a los chavales estúpidos y a los listos, a los niños ricos y a los pobres, a los que llevan gafas, a los que hablan raro, a los que presumen, a los boy scouts, a los sabiondos y a los que hacen los deberes y riegan las plantas… y a los cojos, especialmente a los cojos. No amo a nadie que sea amado.

Una vez empujé a aquel muchacho pelirrojo (yo doy empujones, no doy puñetazos ni palizas; agredo con violencia marginal, detesto la fuerza real) y su madre sacó la cabeza por la ventana y gritó algo que nunca olvidaré: «¡Empujón, oye, tú, Empujón, tú te metes con él porque te gustaría tener su pelo rojo!». Es verdad; me gustaría tener su pelo rojo. Me gustaría ser alto, o gordo, o delgado. Me gustaría tener otros ojos, otras manos, y una madre que vaya de compras al supermercado. Me gustaría ser un hombre, un chiquillo, una de las chicas del coro. Soy un ambicioso, un negrito de Boston en lo más íntimo de mi corazón, explorando el mundo. Ambiciono insaciablemente, y exploro el territorio. (¿Sabéis qué me hace llorar? La Declaración de la Independencia. «Todos los hombres nacen iguales.» Eso es hermoso.)

Si eres un bravucón como yo, usas la cabeza. No basta ser un tipo duro. Si les pegas, se chivan. Y entonces, ¿adónde vas a parar? Yo ni siquiera soy particularmente fuerte. (Antes era fuerte. Solía hacer ejercicios, iba al gimnasio, pero la fuerza te compromete, y casi nunca es una ventaja leer los anuncios de las clases de judo. Además, los bravucones que están cachas de ninguna manera son bravucones: son atletas. Para ellos, pegar a otros tíos es un deporte.) Pero lo que pierdo en tamaño y fuerza, lo recupero en coraje. Tengo mucho coraje. Es mentira eso de que los bravucones sólo echan bravatas en apariencias, y que son unos cobardes en el fondo. Si eres un cobarde, no duras en este rollo.

Lo que mejor hago es torturar.

Un niño tiene unas flechas y un arco de juguete. «Déjame tirar una flecha», le digo.

Sospecha de mí, me conoce.

—Lárgate, Empujón —dice sospechando de Empujón gracias a los consejos de su mamá.

—¡Vamos! —le digo—. ¡Vamos!

—No, Empujón. No puedo. Mi madre me dijo que no puedo.

Estiro los brazos, los extiendo. Soy un pájaro: lento, poderoso, suelto, libre. Muevo la cabeza ofreciendo un perfil que se parece a un pico. Soy el Pájaro del Trueno.

—En mi escuela hay una maestra que me da clases de magia —digo—. Arnold Salamancy, dale tus flechas a Empujón. Si me das una, te devuelvo dos. Empujón es el Dios del Barrio.

—Lárgate, Empujón —dice el chico, titubeando.

«Vale», se dice Empujón a sí mismo. «Muy bien. Desapareceré. Primero, los dedos.» Mis dedos se cierran formando un doble puño. «Ahora mis antebrazos.» Se cierran como navajas contra los bíceps. «Ahora los brazos.» En menos que canta un gallo chasquean en mi espalda, se meten entre los omóplatos como una mochila. (Soy proteico, con articulaciones dobles.) «La cabeza», digo.

—No, Empujón —exclama el niño, aterrado.

Me estremezco y todo regresa a su sitio, todo se reorganiza a partir del tallo que soy, como una marioneta sacudida.

—La flecha, la flecha. Habrá dos donde antes había una.

Me da una flecha.

¡Follón, follón, que una se convierta en dos! —La rompo por el medio y le devuelvo las dos mitades.

Bueno, como se ve, no hay ninguna magia. Si la hubiera, ya la habría aprendido. Descubriría las palabras, las curvas lentas y los pasos extraños, extraería sangre y conseguiría las hierbas, renovaría el fuego como una vestal. Averiguaría los principales conjuros. Entonces cambiaría las cosas. ¡Empujón sí que lo haría!

Pero lo único que hay son los trucos del casuista, los retruécanos, la poética del bravucón.

Ya sabéis cuáles son las fórmulas:

—¿Alguna vez has visto una cerilla arder dos veces? —le preguntas a un chico. La enciendes. La apagas. Y enseguida le quemas el brazo clavándole en la carne la cabeza del fósforo caliente.

—¿Jugamos a la «Gestapo»? —le dices a otro.

—¿Cómo se juega a eso?

—¿Cómo te llamas?

—Morton.

Le doy una bofetada:

—Mientes.

—Adán y Eva y Pellízcame-Fuerte fueron al lago para darse un chapuzón. Adán y Eva se ahogaron. ¿Quién quedó con vida?

—Pellízcame-Fuerte.

Lo pellizco.

Juegos de palabras físicos, acertijos. ¡Empujón el castigador, el hacedor de adivinanzas!

Pero tiene que haber algo más que trucos en toda esta martingala.

No sé qué es. A veces creo que yo soy el único chico nuevo. En el aula, en la escuela, en el patio, en el barrio, tengo la sensación de que acabo de mudarme, de que nadie me conoce. ¿Sabéis qué me gusta a mí? Estar entre multitudes. Esperar entre el gentío del aeropuerto la llegada de un avión. Alguien pregunta la hora. Soy el primero en responder. O en el estadio de béisbol, cuando llega el vendedor. Pasa el perrito caliente a lo largo de la gradería. Yo también quiero tocarlo con mis manos. Tocar el dólar que sube por las gradas, pasar el cambio que baja de mano en mano.

Soy ingenioso, soy paciente.

Un chico se dirige al centro de la ciudad en el tren elevado. Va con su trajecito, le ha sacado brillo a los zapatos, lleva una gorra. Viene de recorrer las agencias de viajes, las oficinas de turismo, consiguiendo folletos, mapas, fotos de las montañas, para un trabajo de clase que le han pedido en el colegio: un chico que busca puntos extra. Le sigo. Sale del Centro de Información Turística Italiano cargado de folletos. Ya en el tren elevado, me cambio de asiento, frente a la ventana. Dos manzanas después, choco con él cuando baja al andén. Es una colisión… Los folletos caen de sus brazos. Fingiendo confusión, pisoteo su Florencia de papel. Aplasto su Riviera con mi tacón. Subo al Vesubio y saqueo su Roma y bailo encima de la isla de Capri.

El Museo Industrial es otro lugar excelente para encontrar niños. Separo al hermanito de cinco o seis años de algunos de los que van en el rebaño de niños de once o doce años. «Date prisa», le digo. Lo llevo deprisa y corriendo a lo largo de los pasillos, escaleras arriba, de sala en sala, hasta llegar a un rellano del entresuelo. Jadeando, me detengo un minuto. «Tengo galletas. ¿Quieres que te dé una?» Él asiente con la cabeza; y le doy una bofetada. Lo llevo deprisa a un auditorio y allí lo abandono. Estará perdido durante horas.

Me acerco a un muchacho en el cine:

—Tú le diste una hostia a mi hermano —le reprocho—. Después de la peli… te estaré esperando fuera.

Me gusta malear los partidos de béisbol. Agarro la pelota y la sostengo por encima de la cabeza. «¿La quieres? Ven a cogerla.»

Entro en una barbería. Hay un chico que espera su turno sentado. «Yo soy el próximo», le digo, «¿te enteras?»

Un día Eugene Kraft llamó a mi puerta. Eugene me tiene miedo, de modo que me ayuda. Tiene quince años y algo no funciona bien en sus glándulas salivares y babea. Siempre tiene el mentón agrietado. Le digo que debería beber mucho ya que pierde tanta agua.

—Empujón, Empujón —dice al entrar pasándose un pañuelo por el mentón—. Empujón, ha llegado un nuevo chico…

—Será mejor que cojas un vaso de agua, Eugene.

—No, Empujón, te lo digo en serio, hay un chico nuevo…, acaba de mudarse. Tienes que verlo.

—Eugene, por favor, bebe un poco de agua. Te estás quedando seco. Nunca te he visto así. Por dentro eres un desierto, Eugene.

—Vale, Empujón, pero después tienes que ver…

—Traga, Eugene. Es mejor que tragues.

Él traga saliva a raudales.

—Empujón, ese muchacho es la hostia. Espera, y ya verás.

—Me tienes muy preocupado, Eugene. Te mueres de sed, Eugene. Ven a la cocina conmigo.

Lo empujo por la puerta. Está muy excitado. Nunca le he visto tan excitado. Me habla por encima del hombro, con la boca inundándose, sus dientes como piedrecitas en el fondo de una pecera.

—Tiene una chaqueta deportiva con un monograma sobre el corazón. Como un rey, Empujón. No bromeo.

—Ten cuidado con la moqueta, Eugene.

Abro los grifos del fregadero. Abro más el del agua caliente.

—Usa tus pañuelos de papel, Eugene. Sécate el mentón.

Eugene se seca y mete el Kleenex en su bolsillo. Todos los bolsillos de Eugene están inflados. Con los bolsillos hinchados, parece un contrabandista chapucero.

—Sécate, Eugene. Traga, te estás ahogando.

—Tiene un acento raro…, te vas a morir. —Excitado, se seca un poco la boca, como un comensal, como un tuberculoso.

—Bebe un poco de agua, Eugene.

—No, Empujón. No tengo sed…, de veras.

—No seas tonto, chico. Eso se debe a que tu boca está muy mojada. Lo que importa es que por dentro te estás secando. Es lógico. Bebe un poquito de agua.

—Tiene un corte de pelo alucinante.

Bebe —le ordeno. Lo zarandeo—. ¡Bebe!

—Empujón, no tengo vaso. Por lo menos dame un vaso.

—No puedo, Eugene. Tienes una enfermedad terrible. ¿Cómo voy a dejarte usar nuestros vasos? Mete la cabeza bajo el grifo y abre la boca.

Él sabe que tendrá que hacerlo, que no pararé hasta que lo haga. Se inclina en el fregadero.

—Empujón, es el agua caliente —se queja. El agua le salpica la nariz, salpica sus gafas y por un momento sus ojos se dilatan, están enormes. Saca la cabeza rápidamente y se araña la frente con el grifo.

—Eugene, has tocado el grifo. Ten cuidado, por favor. Estás demasiado cerca del grifo. Mete la cabeza más en lo hondo del fregadero.

—Está caliente, Empujón.

—El agua caliente evapora mejor. Con esa enfermedad tuya tienes que evaporar los fluidos antes de que lleguen a tus glándulas.

Bebe de nuevo del grifo.

—¿Crees que es suficiente? —pregunto al cabo de un rato.

—Ya lo creo, Empujón, de verdad que lo creo —dice jadeando.

—Eugene —digo gravemente—, creo que lo mejor es que compres una cantimplora.

—¿Una cantimplora, Empujón?

—Eso es. Así siempre tendrás agua cuando la necesites. Compra uno de esos modelos de los boy scouts. Esas en las que caben dos litros, con las correas de lona.

—Pero, Empujón, tú odias a los boy scouts.

—Pero hacen buenas cantimploras, Eugene. ¡Y llévala siempre colgada! No quiero volver a verte sin ella. Cómprala hoy mismo.

—Vale, Empujón.

—¡Prométemelo!

—Vale, Empujón.

—Dilo.

Hizo esa clase de promesa formal que tanto me gusta oír.

—Bueno —dije—, vamos a ver a ese nuevo chico tuyo.

Me llevó al patio del colegio.

—Espera —dijo—, ya verás.

Se me adelantó dando unos saltitos.

—Eugene —le dije, llamándole para que regresara—. Vamos a entendernos. No me importa cómo sea ese nuevo chico, nada cambia entre tú y yo.

—¡Ay, Empujón! —dijo.

—Nada, Eugene. Hablo en serio. No te librarás de mí.

—Vale, Empujón, eso ya lo sé.

Había un grupo de chicos en un rincón lejano del patio. Sentados en la tierra, recostados contra la cerca metálica, rodeados de bates, guantes y pelotas. (Allí era donde se contaban los chistes verdes. A veces yo pasaba por el patio de los niños pequeños y les contaba todo lo que sus papaítos hacían con sus mamaítas.)

—Allí. ¿Lo ves? ¿Lo ves? —A pesar de sí mismo, Eugene parecía estar ronco.

—Cállate —le dije, parándolo, y me quedé inmóvil, como un cazador. Lo miré fijamente.

Era un príncipe, os lo digo de verdad.

Era alto, muy alto, incluso estando sentado. Sus piernas largas en sus holgados y caros pantalones de lana hacían pensar en un chico que ha navegado, que ha pilotado aviones a reacción; que es dueño de un caballo, y que a lo mejor hasta habla latín —¿qué cosa no sabría?—; era alguien inventado, de ficción, como un joven en una obra de teatro con una madre bella y un padre guapo; a quien le sirven el desayuno en la mesa y a quien le llevan la correspondencia en bandeja de plata incluso a los catorce, los quince y los dieciséis años. Tendría sus aficiones: los sellos, las estrellas, esas cosas que, estando muertas, son preciosas. Llevaba una chaqueta deportiva, marrón como la madera, gruesa como una dura corteza. Los botones eran capullos de cuero. Sus zapatos parecían esculpidos en cuero de sillas de montar, tallados en culatas de fusil. Su ropa alguna vez había crecido en la naturaleza. Cómo se sentirá uno estando dentro de esa ropa, pensé.

Le miré la cara, su piel clara, y le adiviné los huesos, blancos como la madera blanqueada. Sus ojos contenían cielos. Su pelo rubio se arremolinaba en la cabeza como un sol hecho de lápices de colores.

—Mira, míralo —dijo Eugene—. El muy marica. ¡Pégale, Empujón!

El chico nuevo hablaba con los demás y me acerqué para escuchar su voz. Era clara, afable, pero con un acento vagamente extranjero; como la carne sazonada con hierbas.

Cuando me vio, se calló, sonriendo. Me saludó con la mano. Los otros no me miraban.

—Hola —dijo—. Ven con nosotros si quieres. Estoy hablando de los tigres con los chicos.

—Tigres —dije.

—Hazle la «cerilla que arde dos veces», Empujón —susurró Eugene.

—¿Tigres, eh? —dije—. ¿Tú qué sabes de los tigres? —Mi voz sonó aguda.

La «cerilla que arde dos veces», Empujón.

—No tanto como un maestro Tugjah, como les decía a los chicos. En la India hay unos hombres de la casta alta; se llaman Tugjahs. En una ocasión fui aprendiz de uno en las llanuras sureñas y quizá hubiera llegado a ser un maestro, pero los chinos rojos atacaron la frontera norte y… bueno, digamos, pues, que tuve que irme. De todas maneras, esos Tugjahs tienen una relación tan íntima con los tigres como la vuestra con los perros. No quiero decir que los críen como mascotas. La relación va más allá. El perro es un animal que presta servicios, viene a ser como sus elefantes.

—¿Alguna vez has visto arder una cerilla dos veces? —pregunté de repente.

—Pues no, ¿lo puedes hacer tú? ¿Usas una cerilla especial?

—No —dijo Eugene—, es una cerilla normal y corriente. Usa una cerilla normal y corriente.

—¿Crees que lo puedes hacer con una de las mías?

Sacó una caja de cerillas del bolsillo y me la alargó. Estaba forrada exactamente con la misma tela de su chaqueta, y en el centro había un monograma con un escudo de armas idéntico al que llevaba sobre el corazón.

Me quedé un momento con la caja de cerillas y luego se la devolví.

—No me apetece —dije.

—Entonces, en otro momento, quizá —dijo.

Eugene me susurró:

—Su acento, Empujón, su acento raro.

—En otro momento, quizá —dije. Soy un buen imitador. Puedo remedar el ceceo particular de un chico, su tartamudez, la densidad de su garganta. Había por allí dos o tres a los que casi había hecho llorar cuando puse mi espejo frente a sus voces. Puedo parodiar sus cojeras, sus formas de caminar como patos, esa manera de correr como las chicas, sus saltos torpes. Puedo lanzar la pelota como ellos la lanzan, cogerla como ellos la cogen. Eché un vistazo a mi alrededor—. En otro momento, quizá —volví a decir. Nadie me estaba mirando.

—Lo siento mucho —dijo el recién llegado—, no nos han presentado. ¿Tú eres…?

—Lo siento mucho —dije—. ¿Tú eres…?

Parecía perplejo. Luego pareció triste, decepcionado. Nadie dijo nada.

—No suena igual —susurró Eugene.

Era verdad. Mi voz no se parecía en absoluto a la suya. Sólo podía imitar los defectos, las imperfecciones.

A un niño se le escapó una risita.

—Sshh —dijo el príncipe. Se llevó un dedo a los labios.

—Míralo —dijo Eugene entre dientes—. Es un mariquita.

Empezó a hablarles de nuevo. Me puse en cuclillas, a corta distancia. Empecé a cerner grava a través de los dedos entreabiertos de mis manos, la ampolleta de un reloj de arena alimentando a la otra.

Él hablaba de las junglas, de los desiertos. Hablaba de antiguas rutas comerciales recorridas por bestias extrañas. Describió ciudades perdidas y un lago que superaba en profundidad el nivel más hondo del mar. Contó una historia acerca de un chico que había sido secuestrado por unos bandidos. En el relato figuraba una mujer —no estaba claro si era la madre del chico—, la habían torturado. Sus ojos se nublaron un momento cuando llegó a esa parte y tuvo que hacer una pausa antes de proseguir. Luego contó cómo el chico había escapado —lo hizo de una manera muy ingeniosa— y encontrado ayuda, unos hombres de la tribu de las montañas montados en elefantes. Los elefantes arremetieron contra la cueva donde la mo —la mujer— todavía estaba prisionera. La cueva empezó a desplomarse y podía matarla, pero un macho viejo entró corriendo y, protegiéndola con su cuerpo, recibió el impacto de las rocas que caían. Su elefante es un animal que presta servicios.

Puse un pequeño fragmento de grava entre mi pulgar y el índice, y le di un golpecito para que describiera una parábola por encima de sus cabezas. Algunos de los otros que me habían visto, miraban fijamente, pero el chico nuevo seguía hablando. Poco a poco fui reduciendo el alcance de mis piedrecitas, haciendo que éstas se aproximaran a su cabeza.

—¿Ves? —dijo Eugene en voz baja—. Tiene miedo. Hace como si no lo notara.

Las curvas seguían reduciéndose. Las piedrecitas volaban más rápidas, más rectas. Nadie lo escuchaba ahora, pero él seguía hablando.

—…de magia —dijo—, lo que los occidentales llaman «un brujo». Existen especias que producen estos efectos. El Bogdovii de verdad podía estimular el crecimiento de las rocas con el polvo. Los comerciantes holandeses estaban listos para comenzar una guerra con tal de conseguir la fórmula. ¿Imagináis lo que eso podría significar para los Países Bajos? Sin canteras a las cuales acceder, nunca han podido construir un sistema permanente de diques. Pero con el polvo del Bogdovii —levantó una mano y cogió al vuelo la piedrecita, despreocupadamente, como si hubiera sido una pelota de ping-pong— podrían convertir un grano de arena en una piedrecita, usar las piedrecitas para cultivar piedras, las piedras para cultivar rocas. Este pequeño fragmento de grava, por ejemplo, se podría convertir en una montaña. —Puso la piedrecita entre el pulgar y el índice, como yo había hecho, y le dio un golpecito; salió disparada de su uña como un misil y se elevó describiendo un arco imposible. Desapareció—. El Bogdovii nunca reveló cómo se hacía.

Me puse en pie. Eugene me siguió.

—Escucha —me dijo—, tienes que pegarle.

—Traga —le dije—. ¡Traga, cerdo!

Me he pasado la vida persiguiendo lo vulnerable: Empujón el buscador de puntos débiles, revolviendo el cemento imperfecto de la personalidad, un hacedor de derrumbes. Pero ¿qué cosa no es vulnerable, quién no lo es? Existe lo indescriptible, de modo que lo describo, lo impensable, lo cual pienso. A fin de cuentas, el diablo y yo hacemos el trabajo sucio de Dios.

Me marché a casa después de dejarlo. Una vez en la puerta del patio, me volví, y los chicos todavía lo rodeaban. El inútil de Eugene se había acercado al grupito. Él le hizo sitio para que se sentara contra la cerca.

Me encontré con Frank, el chico gordo. Hizo un movimiento como para cruzar la calle, pero yo lo había visto y retrocedió torpemente. Pude ver que él pensaba que yo me desquitaría por ese gesto, pero pasé indiferente ante esa gordura desagradable en la que una vez me había deleitado. Cuando lo dejé atrás, parecía perplejo, un poco dolido, un poco —y esto era asombroso— culpable. , culpable. ¿Por qué no culpable? Los perdonados se cansan de su inmunidad. Nada podía perdonarse, y yo no perdonaba nada. Nunca he dejado ninguna cuenta pendiente. ¿A quién más le importan estos gorditos, estos idiotas y guarros y payasos, estos cojos y sosos y brutos y tontos, los niños con la boca llena de papilla, todos esos confinados en la mente y en el corazón, todos estos pringados? Frank el gordo lo sabía, y pasó por mi lado atemorizado. Su cuerpo ancho y obeso se había puesto rígido, cómicamente forzado a adoptar una postura marcial cuando me vio, y cuando pasé, de nuevo se volvió flácido, ya había provocado yo otra rendición. ¿A quién le importaba?

Las calles estaban llenas de fracasados. Déjalos. Déjalos en paz. Ahora había un dechado, un dechado de virtudes que andaba suelto. ¿Qué podría estar haciendo aquí, por qué había venido, y qué querría? Era imposible que este héroe viniera desde la India y desde todas partes a establecer su hogar aquí; que viviera en un piso, igual que Frank el gordo o yo; que compartiera nuestras vidas.

Por la tarde fui a buscar a Eugene. Estaba en el parque, subido a un árbol. Tenía un libro en el regazo. Estaba entre dos ramas, recostado contra el ancho tronco.

—Eugene —lo llamé.

—Empujón, están cerradas. Es domingo, Empujón. Las tiendas están cerradas. Busqué la cantimplora. Las tiendas están cerradas.

—¿Dónde está?

—¿Quién, Empujón? ¿Qué quieres, Empujón?

—A él. A tu colega. El príncipe. ¿Dónde está? Dímelo, Eugene, o sacudiré este árbol hasta que te caigas. Lo quemaré para que bajes. Te lo juro. ¿Dónde está?

—No, Empujón. Yo me equivoqué con ese tío. Es simpático. Es muy simpático. Empujón, me habló de un doctor que podría ayudarme. Déjalo en paz, Empujón.

—¿Dónde está, Eugene? ¿Dónde? Contaré hasta tres…

Eugene se encogió de hombros y bajó del árbol.

Encontré el nombre que Eugene me dio —raro, extranjero— escrito en el timbre del vestíbulo exterior. El timbre de la puerta sonó y la abrí de un empujón. Miré en el interior, y miré hacia arriba, la escalera alfombrada, la barandilla con sus ángulos.

—¿Qué quiere? —La voz de la mujer sonaba vieja, cascada, preocupada.

—Al chico nuevo —grité—, al chico nuevo.

—Es para ti —la escuché decir.

—¿Sí? —Su voz, la que no podía imitar.

Subí el primer escalón. Me apoyé contra la pared y miré hacia arriba a través de los balaustres altos y cuadrados. Era como estar dentro de un órgano de tubos.

—¿Sí?

Desde donde yo estaba, al pie de las escaleras, sólo podía ver un bota. Llevaba botas.

—¿Sí? ¿Qué pasa, por favor?

—rugí—. ¡Maniquí a la moda, molde de la forma, soy yo! ¡Soy Empujón, el bravucón!

Escuché sus pasos rápidos y ligeros bajando las escaleras; una urgencia elástica, esponjosa. Tintineaba, el muy cabrón. Tenía monedas, podía verlas: toscas, de oro, irregularmente circulares; diosas profusamente vestidas a relieve, sus cabezas suavizadas y desgastadas por los dedos, sus brazos desvanecidos; y llaves para cajas extrañas, gruesas puertas. Vi sus botas. Retrocedí.

—Te he hecho bajar —dije.

—Por favor, no grites. Hay una mujer enferma. También un chico que tiene que estudiar. Y un hombre con dolor de huesos. Un hombre que necesita dormir.

—Lo conseguirá —dije.

—Salgamos fuera —dijo él.

—No. ¿Vives aquí? ¿Qué haces? ¿Vas a estar en nuestra escuela? ¿Decías la verdad?

—Shhh. Por favor. Estás muy excitado.

—Dime tu nombre —dije. Con su nombre podría hacer campaña contra él, pensé. Su nombre. Arañado en la nueva acera, escrito con tiza en las paredes, garabateado en papeles caídos en la calle. Dejarlo atrás como tantas otras pistas, darle una fama, quitársela, acuchillarla y tacharla, borrar y denigrar: mis brujerías de niño—. Dime tu nombre.

—Me llamo John —dijo en voz baja.

—¿Cómo?

—John.

—¿John qué? Vamos. Soy Empujón, el bravucón.

—John Williams —dijo.

—¿John Williams? ¿John Williams? ¿Nada más? ¿Sólo John Williams?

Sonrió.

—¿Quién es esa que aparece en el timbre? ¿El nombre que está en el buzón?

—Ella me necesita —dijo.

—Corta el rollo.

—La ayudo —dijo.

—Basta ya.

—Hay un hombre que está sufriendo. Una mujer ya muy mayor. Un marido que está preocupado. Una esposa desesperada.

—El bravucón eres tú —dije—. Ese John Williams tuyo es un animal que presta servicios —grité en el pasillo.

Dio media vuelta y empezó a subir las escaleras. Sus pantorrillas florecían en sus fundas de cuero.

Gigoló —le susurré.

Se volvió en el rellano. Negó tristemente con la cabeza.

—Ya lo veremos —dije.

—Ya veremos qué es lo que veremos —respondió él.

Esa noche pinté su nombre en la pared del gimnasio con letras enormes. Por la mañana todavía estaba allí, pero no era lo que yo quería. No había ningún hechizo en las letras enormes, ningún grito, ninguna maldición. Yo nunca me había movido con una pandilla, no había habido ninguna sensación de compañerismo en mi frenesí, pero ese garabato en la pared parecía cosa de vándalos, la obra infame de unos rufianes. Cuando lo mirabas te sorprendías de que hubieran acertado con la ortografía.

Asombrosamente, nadie lo había borrado. Y cada día el nombre gigantesco suscitaba más simpatías, algo así como una hospitalidad incrementada, una obsequiosa bienvenida. Era como si John Williams fuera una estrella del fútbol americano, o alguien que regresara tras un largo secuestro. Finalmente tuve que borrarlo yo.

Algo había cambiado.

Eugene no llevaba su cantimplora. Los chicos no interrumpían sus conversaciones cuando me acercaba. Una tarde una chica me guiñó un ojo. (Empujón nunca se ha metido con las chicas. En ellas, la sumisión forma parte de su naturaleza. Son ornamentales. Que no se me malinterprete, por favor. De alguna manera ellas funcionan como parte del paisaje, como flores en un funeral. Tienen una alegría extraña. Son las organizadoras de las concentraciones para levantar el espíritu del cole y animar los bailes. Ellas realizan cada año el libro conmemorativo con las fotos de los alumnos y profesores de ese curso. Son Damas Grises de nacimiento. No puedo intimidarlas.)

John Williams estaba en el colegio, pero exceptuando un par de fugaces encuentros en el pasillo, nunca lo veía. Los maestros repetían las cosas que él había dicho en las clases. Leían admirados sus exámenes. En el gimnasio, el entrenador describía las jugadas que él había hecho, sus proezas en el lanzamiento de pesos. Todos hablaban de él, y las chicas convertían cualquier referencia a él en una especie de señal amorosa. Si alguien sugería que él le había sonreído a una de ellas, la chica aludida se ruborizaba, o, lo que era peor, se mostraba misteriosamente reservada. (Entonces sí que podía haberla castigado, entonces sí.) Poco a poco su nombre empezó a materializarse en todos los cuadernos de las chicas, en los márgenes de sus libros de texto. (Me molestaba recordar lo que yo había hecho en la pared.) Los grandes libros forrados con lona, con sus J y sus W cuidadosamente elaboradas, asumían el aspecto de antiguas fábulas iluminadas. Era el bordado inconsciente del amor, el resplandeciente garabato de la esperanza. Incluso en la administración se hablaba de él. En las reuniones de estudiantes y profesores, la directora anunció que John Williams había superado todos los récords existentes en la recaudación de fondos para obras de caridad de la escuela. Ella jamás había visto un civismo tan grande como el suyo, dijo.

Una cosa era vivir con un bravucón, y otra vivir con un héroe.

Entiendo el odio de todos y el amor de nadie; los motivos de queja de todos, la satisfacción de nadie.

Vi a Mimmer. Mimmer debía de haberse graduado hace años. Vi a Mimmer el idiota.

—Mimmer —dije—, estás en su aula.

—Es muy inteligente.

—Sí, pero ¿te parece justo? Tú te quemas las pestañas más que él. Te he visto estudiando. Pasas horas entre los libros. Y no sacas nada con eso. Él nació sabiendo. Tú podrías haberte servido de un poco de eso que a él le sobra. No es justo.

—Es muy listo. Es maravilloso —dice Mimmer.

Slud es cojo. Lleva unos zapatos con un tacón extragrueso para equilibrarse.

—Eh, Slud —digo—, lo he visto correr.

—Ha ganado en la carrera de caballos en el parque. Fue estupendo —dice Slud.

—¿Verdad que es guapo, Clob? —Clob tiene un aspecto contagioso, radiactivo. Tiene un acné implacable. Es feo debajo de su acné.

—Conquista a todas las chicas —dice Clob.

Él lo conquista todo, pienso. Pero estoy solo con mi envidia, flotando en mi codicia. Es como si fuera un profeta para sordos. Imbéciles, imbéciles, quiero gritar, idiotas y conformistas. ¿De qué os sirve su sonrisa, de qué os sirve su buen corazón?

El otro día hice algo muy estúpido. Fui a la cafetería y aparté a un chico de un empujón y ocupé su puesto en la cola. Fue una tontería, pero el miedo de todos casi ha desaparecido, y sentí que tenía que demostrar de qué estoy hecho. El chico se limitó a sonreír y dejarme pasar. Entonces alguien gritó mi nombre. Era él. Me volví para enfrentarme a él.

—Empujón —dijo—, has olvidado coger tus cubiertos.

Se los pasó a la chica que estaba delante de él y ella se los dio al chico que estaba delante de ella y llegaron hasta mí a lo largo de toda la larga cola.

Urdo planes, conspiro. Trampas, pienso; trucos y trampas. Recuerdo los viejos tiempos cuando había maneras de romper dedos, aplastar los dedos de pies, formas de tirar de las narices, de retorcer las cabezas, y de dar puñetazos en los brazos: la antigua Ley del Miedo que yo solía imponer, la desaparecida magia del fraudulento bravucón. Pero nada funciona contra él, pienso. ¿Cómo es que sabe tanto? Está preparado para los bravucones, de ése uno no se puede fiar.

Todo va de mal en peor.

En la cafetería, come con Frank. «No comas esas patatas», le aconseja. «Helado tampoco, Frank. Un bocadillo, acuérdate. Perdiste tres libras la semana pasada.» El gordinflón le sonríe con todo su amor. John Williams lo envuelve en un brazo. Parece estar apretándolo para que adelgace.

Está ayudando a Mimmer a estudiar. Revisa sus lecciones y le enseña los trucos, los caminos más cortos para hacer las cosas. «Mimmer, quiero que tu nombre figure junto al mío en la lista de honor de los estudiantes.»

Lo veo con Slud el cojo. Van al gimnasio. Los vigilo desde el balcón. «Vamos a desarrollar esos brazos, amigo mío.» Hacen pesas. Los músculos de Slud crecen, florecen en sus huesos.

Me apoyo en la barandilla y grito: «Él podrá doblar barras de hierro. Pero ¿puede pedalear una bicicleta? ¿Puede andar sobre un terreno accidentado? ¿Puede subir una colina? ¿Puede esperar en una cola? ¿Puede bailar con una chica? ¿Puede subir por una escalera de mano o saltar de una silla?».

Debajo de mí, el extasiado Slud está sentado en un banco y levanta una pesa. La sostiene con el brazo totalmente extendido, al nivel de su pecho. La levanta más, más. La levanta por encima de los hombros, la garganta, la cabeza. Echa la cabeza hacia atrás para ver lo que ha hecho. Si ahora se cayera la pesa, le aplastaría la garganta. Miro hacia abajo, veo su sonrisa.

Veo a Eugene en los pasillos. Lo detengo.

—Eugene, ¿qué ha hecho por ti? —pregunto. Sonríe (antes nunca lo hacía) y veo cómo se inunda su boca—. La marea alta —digo con satisfacción.

Williams le ha presentado una chica a Clob. Han salido juntos en una doble cita.

¡Hace una semana John Williams vino a mi casa para verme! No lo dejé entrar.

—Por favor, abre la puerta, Empujón. Me gustaría charlar contigo. ¿No vas a abrir la puerta? ¿Empujón? Creo que deberíamos hablar. Creo que te puedo ayudar a ser más feliz.

Estaba furioso. No sabía qué decirle.

—No quiero ser más feliz. Lárgate. —Era lo que los niños solían decirme a mí.

Por favor, déjame ayudarte.

Por favor, déjame… —empecé a remedar como un eco—. Por favor, déjame en paz.

—Deberíamos ser amigos, Empujón.

—Nada de tratos. —Me atraganto. Estoy a punto de llorar. ¿Qué puedo hacer? ¿Qué? Quiero matarlo.

Cierro la puerta con dos vueltas y regreso a mi habitación. Todavía está allí fuera. He intentado vivir mi vida tratando de mantener siempre al cordero lejos de mi puerta.

Esta vez se ha pasado; y pienso tristemente que tendré que pelear con él, tendré que luchar contra él. Empujón empujado. Pienso tristemente en el dolor. Empujón empujado. Tendré que pelear con él. No para salvar el honor, sino su opuesto. Cada vez que lo vea, tendré que pelear con él. Y luego pienso: ¡por supuesto! Y sonrío. Me ha hecho un favor. Lo supe enseguida. Si pelea conmigo, fracasará. Si consiente en pelear conmigo, perderá. ¡El Empujón empujado empuja! ¡Es la física! ¡La ley natural! Yo sé que me ganará, pero yo no me prepararé, no entrenaré, no usaré los trucos que conozco. ¡Será fuerza contra fuerza, y mi fuerza es la fuerza de diez porque mi mandíbula es de cristal! Él no lo sabe todo, no lo sabe todo. Y pienso que podría salir ahora, todavía está allí fuera. Podría pegarle en el pasillo, pero pienso: No, quiero que ellos lo vean, ¡quiero que ellos lo vean!

Al siguiente día estoy muy excitado. Busco a Williams. No está en los pasillos. No lo encuentro en la cafetería. Después lo busco en el patio donde lo vi por primera vez. (Ahora los tiene organizados. Les enseña juegos tibetanos, juegos japoneses; consigue que jueguen los deportes extinguidos de los muertos.) No me defrauda. Allí está, en el patio, rodeado por un círculo, un corro de fieles.

Me sumo al corro. Me abro paso a empujones entre dos chicos que conozco. Ellos tratan de cambiarse de sitio; murmuran y se muestran preocupados.

Williams me ve y me saluda con la mano. Su sonrisa podría hacer crecer las flores.

—Chicos —dice—, chicos, hacedle sitio a Empujón. Cogeos todos de las manos, chicos.

Me dan la bienvenida al círculo. Uno me coge una mano, luego otro. Cedo ambas tranquilamente.

Aguardo. Él no lo sabe todo.

—Chicos —comienza—, hoy vamos a aprender un juego que los caballeros de los nobles y los reyes de la antigua Francia solían jugar en otro siglo. Ahora puede que no os deis cuenta, chicos, porque hoy cuando pensamos en un caballero pensamos, también, en su gran caballo de batalla, pero el hecho es que el caballo era un animal poco común; no era un animal doméstico europeo en modo alguno, sino asiático. En la Europa occidental, por ejemplo, no hubo caballos de tiro ni de carga hasta el siglo octavo. Simplemente un caballo era demasiado caro como para ponerlo a trabajar en los campos. (Esto explica, incidentalmente, el exceso de hambrunas en la Europa occidental, mientras que no existe evidencia de hambruna en Asia hasta el siglo noveno, cuando el comercio de caballos euroasiáticos estaba en su apogeo.) No sólo era caro comprar un caballo, sino también mantenerlo. No se desarrolló un pienso barato en Europa hasta el siglo décimo. Entonces, por supuesto, cuando consideramos los riesgos aterradores a los que lógicamente se enfrentaban los caballos de batalla de los caballeros, empezamos a comprender lo caro que debía de ser para un noble (a menos que fuera extremadamente rico) darles caballos a todos y cada uno de sus caballeros. Antes tenía que estar bastante seguro de que los caballeros que los recibían sabrían gobernarlos. (Sólo los caballeros andantes —un cuerpo de élite, de primera categoría— solían tener caballos. Hoy no nos damos cuenta de que la mayoría de los caballeros eran caballeros de casa; les llamaban chevalier chez.) De manera que —continuó tras una pausa— este juego se creó para que el noble, el rey, determinara cuáles de sus caballeros tenían en las manos suficiente habilidad y la fuerza como para controlar un caballo. Sin mover los pies, hay que sacudir al que está a tu lado para que pierda el equilibrio. Cada hombre tiene dos oponentes, de modo que es difícil. Si cae un hombre, o si toca el suelo con la rodilla, está eliminado. El círculo va reduciéndose, pero hay que cerrar filas de nuevo inmediatamente. Ahora, vamos a hacerlo una sola vez, sólo para practicar…

—Un momento —interrumpo.

—¿Sí, Empujón?

Salgo del círculo, avanzo y le pego tan fuerte como puedo en la cara.

Se tambalea hacia atrás. Los chicos refunfuñan. Se recupera. Se frota la mandíbula y sonríe. Creo que va a dejar que le pegue otra vez. Estoy preparado para eso. Él sabe qué pretendo hacer y usará su pasividad. De cualquier manera, gano yo, pero estoy empeñado en que me pegue. Estoy preparado para darle una patada, pero cuando levanto el pie me coge por el tobillo y lo tuerce con fuerza. Doy una vuelta de carnero en el aire. Me suelta y caigo pesadamente boca arriba. Estoy sorprendido de lo fácil que ha sido, pero me quedaré satisfecho si ellos han entendido. Me levanto y ya me estoy yendo cuando, de repente, siento una mano en mi hombro. Él me hace girar violentamente. Me pega.

Sic semper tyrannus —dice eufórico.

—¿Dónde está tu otra mejilla? —pregunto cayendo de espaldas.

—Una mejilla para los tiranos —me grita. Se lanza encima de mí y levanta el puño y me estremezco. Su ira es terrorífica. No quiero que me pegue otra vez.

—¿Lo veis? ¿Lo veis? —grito a los niños, pero he perdido el hilo de mi razonamiento anterior. De ninguna manera le he ganado. No puedo acordarme de lo que había querido hacer.

Baja el puño y se quita de encima de mi pecho y todos le aplauden.

—¡Hurra! —gritan—. ¡Hurra, hurra! —Las palabras me suenan raras.

Me ofrece la mano cuando intento levantarme. Es tan difícil saber qué hacer. Dios mío, es tan difícil saber cuál es el gesto correcto. Ni siquiera sé eso. Él lo sabe todo, y yo ni siquiera sé eso. Soy un tonto en el suelo, incorporándome a medias, apoyándome en una mano, mientras a la otra, todavía no extendida, le pica la palma donde yace la necesidad. Es mejor dar que recibir, ciertamente. Pero lo mejor de todo es no necesitar en absoluto.

Aterrado, adivinando lo que me falta, me levanto solo.

—¿Amigos? —me pregunta. Me ofrece la mano.

—Chócala, Empujón. —Es la voz de Eugene.

—Venga, Empujón. —Se me acerca Slud cojeando.

—Empujón, el odio es tan feo —dice Clob, con el rostro resplandeciente.

—Te sentirás mejor, Empujón —me aconseja suavemente Frank, ahora más delgado, más alto.

—No seas tonto, Empujón —dice Mimmer.

Niego con la cabeza. Puede que me equivoque. Probablemente me equivoco. Finalmente lo único que sé es lo que me hace sentir bien.

—De ninguna manera —bramo—. No hago tratos.

Empiezo a hablar, a salpicarlos con mi odio. No son un blanco fácil ahora.

—Sólo los caballeros andantes (el cuerpo de primera categoría) solían tener caballos. Puede que Slud baile y que Clob bese, pero nunca lo harán bien. Empujón no es ningún animal que presta servicios. No. No. ¿Me oyes, Williams? No hay ninguna magia, pero un no todavía es más fuerte que un , y pongo mi fe en la desconfianza. —Me vuelvo hacia los chicos—: ¿Con qué os habéis conformado? Sólo los caballeros andantes solían tener caballos. ¿Con qué os habéis conformado? ¿Acaso hace Mimmer las cuentas con la cabeza en vez de con los dedos? Y a ti, ¿te gusta mucho pasar tanta hambre para estar más flaco? Slud, podrás estrangularme, pero corriendo no puedes alcanzarme. ¡Y tú, Clob, nunca podrás afeitarte sin dolor, y la fealdad, déjame decírtelo, sigue siendo algo subjetivo!

John Williams llora mi pérdida. Está acongojado. Nadie lo tiene todo; ni siquiera John Williams. No me tiene a mí. Nunca me tendrá, creo. Si toda mi vida estuviera destinada sólo a negarle eso, casi bastaría. Ahora, si quisiera, podría imitar su voz. Su corrupción empezó cuando me perdió a mí.

—Tú —le grito ensañándome para que le duela—, que eres tan indulgente, no me concedas ningún perdón. ¡Empujón, el bravucón, te odia con todo su corazón!

—Que alguien le haga callar —lloriquea Eugene. Su boca derrama saliva cuando habla.

—¡Traga! ¡Cerdo, traga!

Viene hacia mí corriendo.

De pronto levanto los puños y se detiene en seco. Siento el poder en mí mismo. Soy Empujón, Empujón el bravucón, el Dios del Barrio, la encarnación de la envidia, los celos y la necesidad. Rivalizo, lucho, emulo, compito, soy un contendiente en todas las justas que haya. No me creé a mí mismo. Probablemente no puedo salvarme a mí mismo, pero quizá ésa sea la única necesidad que tengo. Saboreo mi carencia y es así como gano, al no tener nada que perder. ¡Eso no es suficientemente bueno! Deseo, y deseo, y moriré deseando, pero primero tendré algo. Esta vez tendré algo. Lo digo en voz alta. «Esta vez tendré algo.» Doy un paso hacia él. El poder me da vértigos. Es enorme. Lo siento. Ellos retroceden. Se agachan a la sombra de mis alas extendidas. Esta vez no es una patraña, sino por fin la magia real, la cosa auténtica: la cábala de mi odio, de mi intransigencia.

La lógica no es nada. El deseo es más fuerte.

Me acerco a Eugene.

Tendré algo —rujo.

—Apártate —grita—, te voy a escupir en el ojo.

Tendré algo. Tendré el terror. Tendré la sequía. Traeré la escasez. La hambruna es contagiosa. También lo es la sed. La privación, la privación, la desolación, el vacío. Secaré tus glándulas. Envenenaré tu pozo.

Está ahogándose, buscando aire, masticando de manera furiosa. Abre la boca. Está seca. Su garganta está sequísima. Hay arena en su lengua.

Refunfuñan. Están aterrados, pero se acercan para ver. Estamos todos juntos. Slud, Frank, Clob, Mimmer, los demás, John Williams y yo. No me reconciliaré, no reduciré mi odio a la mitad. Es lo único que tengo, todo lo que puedo tener. Mi amargo consuelo de bravucón. Con eso basta. Haré que eso baste.

No puedo tolerar que estén cerca de mí. Los rechazo. Los hago retroceder de un empujón. Los obligo a largarse por la fuerza. Los empujo, los aparto a empujones. Me abro paso a empujones.

Traducción de Manuel Pereira