JAMAICA KINCAID
La mano
En vacaciones me dejaban quedar en la cama hasta el momento en que mi padre se iba a trabajar. Los días laborables él salía de casa con el último tañido de las siete de la campana de la iglesia anglicana. Despierta en el lecho, yo oía todos los ruidos que mis padres hacían arreglándose para la jornada. Mientras mi madre le preparaba el desayuno, mi padre se afeitaba, utilizando la brocha de afeitar que tenía el mango de marfil y la navaja que hacía juego; después se encaminaba al pequeño cobertizo que había construido afuera como cuarto de baño, para bañarse rápidamente con el agua que mi madre, siguiendo sus instrucciones, había dejado toda la noche al sereno. De ese modo el agua estaba muy fría, y él creía que el agua fría le fortalecía la espalda. Si yo hubiera sido varón habría recibido el mismo tratamiento, pero como era niña, y encima iba al colegio sólo con otras niñas, mi madre siempre agregaba al agua de mi baño cierta cantidad de agua caliente, para quitarle el frío. Los domingos por la tarde, mientras yo estaba en la escuela dominical, mi padre tomaba un baño caliente; se llenaba la bañera hasta la mitad con agua normal, y luego mi madre le añadía un gran caldero de agua en la que acababa de hervir corteza y hojas de laurel. El único motivo para poner allí la corteza y las hojas era que a mi padre le gustaba el olor. Se pasaba horas sumergido en aquel baño, estudiando sus papeletas de quiniela o dibujando modelos de muebles que pensaba fabricar. Cuando yo regresaba de la escuela dominical, teníamos la cena de los domingos.
Mi madre y yo solíamos bañarnos juntas. A veces era un baño corriente, que no llevaba mucho tiempo. Otras veces era un baño especial, para el que en el mismo gran caldero hervía cortezas y hojas de distintos árboles, junto con toda clase de aceites. Nos metíamos en aquel baño en una habitación oscurecida, con una vela que ardía desprendiendo un extraño perfume. Sentadas en él, mi madre me lavaba diferentes partes del cuerpo; a continuación hacía lo mismo con el suyo. Aquellos baños los tomábamos después de que mi madre hubiera hecho consultas con su mama obeah,[9] así como con su madre y con una amiga de confianza, y las tres hubieran confirmado que, por el cariz de ciertas cosas relacionadas con nuestra casa —el modo en que un leve arañazo en mi empeine se había convertido primero en una pequeña lastimadura, después en una lastimadura grande, y lo que había tardado en sanar; la manera en que un perro conocido de mi madre, y un perro pacífico, además, se había vuelto contra ella y la había mordido; cómo un cuenco de porcelana que mi madre había tenido toda la vida y pensaba llevarse a la otra, había resbalado de pronto de sus diestras manos y se había hecho pedazos del tamaño de granos de sal; cómo unas palabras dichas en broma a una amiga habían sido completamente mal interpretadas—, una de las numerosas mujeres que mi padre había amado, con la que nunca se había casado pero con la que había tenido hijos, estaba tratando de hacernos daño a mi madre y a mí invocando en contra nuestra a los malos espíritus.
Cuando me levantaba, ponía al sol la ropa de mi cama y mi camisón para que se oreasen, me cepillaba los dientes, me lavaba y me vestía. Entonces mi madre me daba el desayuno, pero como durante mis vacaciones no tenía que ir al colegio, no estaba obligada a engullir un enorme desayuno de gachas, huevos, una naranja o medio pomelo, pan con mantequilla y queso. Podía librarme con sólo un poco de pan con mantequilla y queso, y gachas y cacao. Pasaba el día siguiendo a mi madre de aquí para allí y observando cómo hacía cada cosa. Cuando íbamos a la tienda de comestibles, me indicaba el motivo de cada compra. Me mostraba una barra de pan o una libra de mantequilla desde no menos de diez puntos de vista diferentes. Cuando íbamos al mercado, si ese día quería comprar cangrejos le preguntaba al vendedor si eran de la zona de Parham, y si él decía que sí mi madre no compraba. En Parham estaba la leprosería, y mi madre estaba convencida de que los cangrejos no se alimentaban de otra cosa que de la comida de los platos de los propios leprosos. Por lo tanto, si nos comíamos los cangrejos no tardaríamos en volvernos leprosos y vivir miserablemente en la colonia.
¡Qué importante me sentía allí, junto a mi madre! Pues muchas personas, con su mercancía y provisiones expuestas delante de ellas, parecían renacer cuando la veían acercarse y se esforzaban por llamar su atención. Se zambullían debajo del mostrador para sacar géneros todavía mejores que los que tenían a la vista. Se sentían defraudados cuando ella alzaba un artículo en el aire, lo examinaba volviéndolo hacia un lado y otro, y luego, frunciendo el gesto, decía: «No me convence», y dando media vuelta se alejaba en dirección a otro puesto, para ver si alguien que la semana pasada le había vendido unas deliciosas cristofinas tenía algo igualmente sabroso. Cuando les daba la espalda, quedaban asegurándole en alta voz que la siguiente semana esperaban tener colocasias, ocumos o lo que fuera, y mi madre decía «Ya veremos», en tono de incredulidad. Si después íbamos al puesto del señor Kenneth, no nos llevaba sino unos minutos, porque él sabía exactamente lo que mi madre quería y siempre lo tenía listo para ella. El señor Kenneth me conocía desde que yo era muy pequeña, y siempre me recordaba los mohines que había hecho la primera vez que me dio un trozo de hígado crudo que había reservado para mí. Era una de las pocas cosas que me gustaba comer, y por añadidura a mi madre le encantaba verme comer algo que era tan bueno, y me explicaba detalladamente los efectos que el hígado crudo tendría sobre los glóbulos rojos de mi sangre.
Regresábamos a casa andando bajo el caliente sol de media mañana, generalmente sin incidentes. Cuando yo era mucho más pequeña, en frecuentes ocasiones en que iba andando al lado de mi madre, ella me había cogido de repente y me había envuelto en su falda y me había arrastrado como si tuviera gran prisa. Yo oía una voz alterada diciendo cosas feas, y después, cuando la voz irritada quedaba atrás, mi madre me liberaba. Ni mi madre ni mi padre soltaron nunca prenda o me hablaron siquiera del asunto, pero no tuve más que sumar dos más dos para saber que se trataba de una de aquellas mujeres que mi padre había amado y con las que había tenido un hijo, o hijos, ninguna de las cuales le perdonaba haberse casado con mi madre y haberme tenido a mí. Una de aquellas mujeres que siempre estaban tratando de hacernos daño a mi madre o a mí, y que debían haber amado mucho a mi padre, pues ninguna de ellas intentó jamás hacerle daño a él, y cuando él pasaba al lado de una de ellas por la calle era como si nunca se hubiesen conocido.
Cuando llegábamos a casa, mi madre se ponía a preparar la comida (sopa de calabacines con costrones de pan, fritura de plátanos con pescado salado cocido en antroba y tomates, o un ajiaco, dependiendo de lo que hubiera encontrado ese día en el mercado). Mientras mi madre pasaba de una cacerola a otra, revolviendo aquí, añadiendo algo allí, yo le pisaba los talones. Cuando metía la cuchara en una cosa u otra para comprobar si estaba correctamente sazonada, me dejaba probar a mí también y me preguntaba qué me parecía. No porque necesitara en realidad mi opinión, pues me había dicho muchas veces que mis papilas gustativas no estaban aún completamente desarrolladas, sino simplemente para que yo tomara parte en todo. Mientras preparaba la comida, mi madre se ocupaba también de la colada. Si era un martes, y había puesto almidón al agua de la ropa de color, yo iba tras ella llevándole el canasto con las pinzas. Mientras ella iba colgando las prendas de color almidonadas en la cuerda, la ropa blanca se blanqueaba en el pilón de piedra. Era un hermoso pilón que le había construido mi padre: un enorme círculo de piedras, de unos quince centímetros de alto, en mitad del patio abierto. Allí se esparcía la ropa blanca enjabonada: a medida que el sol la secaba, eliminando las manchas, había que remojarla con cubos de agua. En época de vacaciones lo hacía yo en su lugar. Mientras yo la mojaba, mi madre venía detrás de mí instruyéndome sobre cómo empapar bien todas las prendas, mostrándome cómo dar vuelta una camisa para que también las mangas quedaran expuestas al sol.
Durante el almuerzo, mis padres hablaban de las casas que mi padre tenía que construir; del disgusto que se había llevado con un aprendiz o con el señor Oatie; de lo que les parecía mi escolaridad hasta el momento; de lo que pensaban del bullicio que armaban el señor Jarvis y sus amigos durante varios días, cuando se encerraban en casa del señor Jarvis a beber y a comer pescado que habían pescado ellos mismos, y a bailar con la música de un acordeón que tocaban por turnos. Hablaban y hablaban. Yo volvía la cabeza alternativamente de uno al otro, observándolos. Cuando mis ojos se posaban en mi padre, su aspecto no me decía gran cosa. Pero cuando se posaban en mi madre, ¡qué bella la encontraba! Su cabeza parecía hecha para lucir en una moneda de seis peniques. Tenía un hermoso y largo cuello, y el largo cabello en forma de trenzas que se enroscaba en la parte posterior de la cabeza, porque cuando se lo dejaba suelto le daba mucho calor. Su nariz tenía el aspecto de una flor a punto de abrir. Su boca, que se abría y cerraba mientras ella comía y hablaba al mismo tiempo, era tan bonita que de ser preciso no me habría importado quedarme mirándola para siempre. Era una boca ancha y de labios más bien finos, y cuando pronunciaba ciertas palabras mostraba fugazmente parte de los grandes dientes blancos, grandes y perlados como los preciosos botones de uno de mis vestidos. Yo no prestaba atención a lo que decía durante aquellas conversaciones entre ellos. Ella lo hacía reír mucho. No podía decir una palabra sin que él estallara en carcajadas. Comíamos, yo recogía la mesa, le decíamos adiós a mi padre al marcharse a trabajar, yo ayudaba a mi madre a lavar los platos y después nos disponíamos a pasar la tarde.
Cuando mi madre, a los dieciséis, y después de pelearse con su padre, abandonó su casa en la Dominica para venirse a Antigua, metió todas sus cosas en un inmenso baúl de madera que había comprado en Roseau por cerca de seis peniques. Pintó el baúl por fuera de amarillo y verde, y lo forró por dentro con un papel de empapelar paredes lleno de rosas estampadas sobre fondo crema. Dos días después de dejar la casa de su padre, se embarcó en una lancha para Antigua. Era una embarcación pequeña, y normalmente el viaje habría durado día y medio, pero se desató un huracán y la lancha estuvo perdida en el mar durante casi cinco. Para cuando arribó a Antigua, la embarcación estaba prácticamente deshecha, y aunque dos o tres de los pasajeros se ahogaron al caer por la borda y parte de la carga fue arrebatada por las aguas, mi madre y el baúl se salvaron. Y ahora, veintiséis años más tarde, aquel baúl se guardaba debajo de mi cama y en su interior había cosas que me habían pertenecido, empezando desde que nací.
Estaba el camisón blanco de algodón, con ribete festoneando las mangas, el cuello y el dobladillo y florecillas blancas bordadas en la pechera: la primera prenda que llevé de recién nacida. Me lo había hecho mi madre, y una vez, al pasar por allí, me mostró incluso el árbol debajo del cual lo había cosido. Había pañales, con vainica también hecha por mi madre; unas calzas blancas de lana, con chaqueta y gorro a juego; había una manta blanca de lana y una igualmente blanca de franela de algodón; había una capota lisa de hilo con adornos de encaje; estaba mi vestido de bautismo; también dos de mis biberones: un biberón corriente, y el otro semejando una barca, con una tetilla en cada extremo; estaba el termo en el que mi madre ponía el té que supuestamente ejercía en mí un efecto sedante; estaba el vestido que lucí en mi primer cumpleaños: de algodón amarillo, con la pechera verde fruncida; y el de mi segundo cumpleaños: de algodón rosa con la pechera verde fruncida; había también una fotografía mía en mi segundo cumpleaños, con el vestido rosa y mi primer par de pendientes, una cadena alrededor del cuello y un par de brazaletes, todo hecho especialmente de oro de la Guayana Británica; estaba el primer par de zapatos que me quedaron pequeños desde que aprendí a andar; el vestido con que fui por primera vez al colegio y el primer cuaderno en el que escribí; las sábanas de mi cuna y las de mi primera cama; mi primer sombrero de paja, mi primera cesta de paja —decorada con flores— que mi abuela me había enviado desde Dominica; y estaban mis certificados escolares, mis diplomas al mérito del colegio y los de la escuela dominical.
De cuando en cuando, mi madre escogía algún lugar de la casa para hacer una buena limpieza. Si yo me encontraba en casa en una de esas ocasiones, estaba —como siempre— con ella. Cuando le tocaba al baúl yo lo pasaba en grande, pues después de haber sacado todas las cosas del interior para ventilarlas, y de haber cambiado las bolas de naftalina, las reintegraba al baúl, y con cada cosa que sostenía en la mano antes de guardarla me refería alguna historia relacionada conmigo. A veces yo la conocía de primera mano, pues recordaba perfectamente la ocasión; a veces, lo que me contaba había ocurrido cuando yo era demasiado pequeña para recordar algo; y a veces era algo de cuando yo todavía no había nacido. En cualquier caso, yo sabía exactamente lo que iba a contarme, porque lo había escuchado ya muchas veces, pero nunca me cansaba de oírlo. Por ejemplo, las flores del camisón, la primera prenda que vestí en mi vida, no habían sido colocadas correctamente, porque cuando mi madre las estaba bordando yo había pateado tanto que su pulso no había estado firme. Decía mi madre que generalmente yo le hacía caso cuando me ponía a patalear en su panza y ella me decía que me quedase quieta, pero que aquella vez no. Cuando me contaba aquel episodio, sonreía y me decía: «¿Te das cuenta?: ya entonces eras díscola». A mí me encantaba pensar que, aun antes de haberme visto el rostro, mi madre me hablaba del mismo modo en que lo hacía ahora. Mi madre hablaba y hablaba. No había episodio de mi vida que fuera tan falto de importancia como para que ella no hubiera tomado nota de él, y dejara de contármelo ahora una y otra vez. Yo me sentaba a su lado y ella me mostraba el mismísimo vestido que llevaba el día en que mordí a otra niña de mi edad, con la que estaba jugando. «Tu etapa mordedora», la llamaba. O el día en que me advirtió que no jugase alrededor del brasero (pues a mí me gustaba canturrear en voz baja y bailar en torno del fuego). Dos segundos después caía yo sobre los carbones encendidos y me quemaba los codos. Mi madre lloró cuando comprobó que no había sido nada grave, y ahora, al contármelo, besaba las pequeñas cicatrices oscuras que me habían quedado.
Mientras ella me contaba aquellas historias, yo a veces estaba sentada a su lado, apoyada contra ella, o bien arrodillada a su espalda y reclinada sobre su hombro. Cuando hacía esto último, le olisqueaba ocasionalmente el cuello, o detrás de la oreja, o el cabello. Ella olía unas veces a limón, otras a salvia, a veces a rosas, otras veces a laurel. En algunas ocasiones dejaba de oír lo que ella estaba diciendo; me dedicaba sólo a mirar aquella boca que se abría y cerraba sobre las palabras, o a mirarla reír. Qué horrible, pensaba yo, debía de ser para cualquier persona no tener quien los quisiera tanto, ni a quien querer tanto. Mi padre, por ejemplo. Sus padres, cuando él era pequeño y después de darle un beso de despedida, lo habían dejado con su abuela, habían embarcado en un navio y habían partido para Sudamérica. No había vuelto a verlos, si bien ellos le escribían y le enviaban regalos: paquetes de ropa para su cumpleaños y en Navidad. Desarrolló, pues, un gran afecto hacia su abuela, y ella lo quería, lo cuidaba y trabajaba duro para mantenerlo bien alimentado y vestido. Desde el principio durmieron en la misma cama, y continuaron haciéndolo siendo él ya un muchacho crecido. Cuando ya había dejado el colegio y empezado a trabajar, todas las noches, después que él y su abuela habían acabado la cena, mi padre salía a visitar a sus amigos. Regresaba a casa a eso de medianoche y caía dormido al lado de su abuela. Por la mañana, la abuela se despertaba alrededor de las cinco y media, un cuarto de hora antes que mi padre, le preparaba el baño y el desayuno y disponía todo lo necesario para que a las siete en punto pudiera cruzar la puerta y encaminarse al trabajo. Una mañana, sin embargo, se quedó dormido porque su abuela no lo llamó. Al despertar, la encontró tendida a su lado. Cuando intentó despertarla, no pudo. Había muerto a su lado en algún momento de la noche. Aunque abrumado por la pena, le construyó el ataúd y se ocupó de que tuviera un hermoso entierro. No volvió a acostarse en aquel lecho, y al poco tiempo se mudó de casa. Tenía entonces dieciocho años.
La primera vez que mi padre me contó aquella historia, me arrojé en sus brazos cuando terminó y nos pusimos a llorar los dos, él sólo un poco y yo a mares. Era un domingo por la tarde; él, mi madre y yo habíamos ido de paseo al jardín botánico. Mi madre se había apartado para observar una especie rara de cardo, y ambos la vimos inclinarse sobre los arbustos para ver mejor y extender la mano para tocar las hojas de la planta. Cuando retornó a donde estábamos y vio que los dos habíamos estado llorando, empezó a mostrarse muy preocupada, pero mi padre se apresuró a contarle lo que había pasado y ella se rió de nosotros y nos llamó tontitos. Pero a continuación me cogió en brazos y dijo que yo no tenía que preocuparme de que ella fuera a irse en un barco, o a morirse, y dejarme sola en el mundo. Pero desde entonces, siempre que veía a mi padre sentado a solas con una expresión abstraída en el rostro, me sentía llena de compasión hacia él. Había estado solo en el mundo todo aquel tiempo, puesto que su madre se había ido en un barco con su padre, sin haber vuelto a verla nunca, y encima su abuela muriéndose a su lado en el lecho en mitad de la noche. Era más de lo que cualquiera merece soportar. Yo le quería mucho y deseaba tener una madre que darle, pues, por más que mi propia madre lo amase, jamás podría ser lo mismo.
Cuando mi madre terminaba con el baúl y yo había vuelto a oír una vez más cómo había sido y quién me había dicho tal cosa y en qué punto de mi existencia, me daba la merienda: una taza de cacao y un panecillo con mantequilla. Para entonces mi padre había regresado del trabajo y tomaba la suya. Mientras mi madre iba de aquí para allí preparando la cena, recogiendo ropa del pilón de piedra o descolgando prendas de la cuerda, yo me sentaba en un rincón del patio abierto a observarla. Jamás estaba quieta. Sus poderosas piernas la llevaban de un lado del patio a otro, y adentro y afuera de la casa. A veces me llamaba para que fuera a traerle un poco de tomillo o de albahaca, pues cultivaba todas las hierbas que consumía en unas pequeñas macetas que conservaba en un rincón de nuestro pequeño huerto. A menudo, cuando yo le daba las hierbas, se inclinaba para besarme en los labios y después en el cuello. Tal era el paraíso en el que yo vivía.
El verano del año en que cumplí los doce, me di cuenta de que había crecido: la mayor parte de la ropa ya no me servía. Cuando conseguía que un vestido me bajara por la cabeza, la cintura apenas me quedaba más abajo del pecho. Me había vuelto zanquilarga, el cabello se me había puesto más rebelde que nunca, me habían aparecido unos mechones de pelo debajo de los brazos y cuando transpiraba el olor era extraño, como si me hubiese convertido en un extraño animal. No hice ningún comentario, y mi madre y mi padre no parecieron advertirlo, porque tampoco ellos dijeron nada. Hasta entonces, mi madre y yo nos habíamos hecho muchos vestidos de la misma tela, si bien los suyos eran diferentes, de un estilo más de adulto, con cuello barco o escote de novia y falda plisada o al bies, en tanto que los míos eran de cuello alto y cerrado, ruedo ancho y, desde luego, una cinta ciñendo el talle y atada en un lazo a la espalda. Un día, mi madre y yo habíamos salido a comprar el material con que hacernos vestidos nuevos para su cumpleaños (el regalo habitual de mi padre), cuando de pronto vi una tela: una de fondo amarillo, con unas figuras de hombre en traje anticuado sentados al piano y notas musicales esparcidas alrededor de cada uno. Inmediatamente dije lo mucho que me gustaba aquella tela y lo bonita que en mi opinión luciría sobre nosotras, pero mi madre replicó:
—Nada de eso. Ya estás demasiado grandecita. Es tiempo de que lleves tu propia ropa. No puedes pasar el resto de tu vida pareciendo una copia mía en pequeño.
No sería exagerado decir que me sentí como si me faltara el suelo bajo los pies. No era sólo lo que había dicho, era cómo lo había dicho. Sin el acompañamiento de una risita. Sin inclinarse a darme un beso en mi pequeña frente húmeda (porque súbitamente me sentí sofocada de calor, después fría, y todos mis poros debían haberse abierto, pues los fluidos simplemente manaban de mi cuerpo). Al final, yo tuve mi vestido con los hombres tocando el piano y mi madre uno con enormes flores de hibisco, rojas y amarillas; pero nunca pude ponerme el mío ni ver a mi madre en el suyo sin sentir amargura y odio, dirigidos no tanto a mi madre, supongo, como a la vida en general.
Como si aquello no hubiese sido bastante, mi madre me informó de que estaba a punto de convertirme en una jovencita, de modo que había unas cuantas cosas que tendría que empezar a hacer de otra manera. No me dijo qué era exactamente lo que me hacía estar a punto de convertirme en una jovencita, de lo que me alegré mucho, pues no quería saberlo. Con la puerta cerrada, me coloqué desnuda delante del espejo y me examiné de pies a cabeza. Era tan larguirucha y esmirriada que el espejo se me acababa y mis pequeñas costillas presionaban contra la piel. Yo intentaba aplastar mi rebelde cabello contra la cabeza para que me quedara alisado, pero no bien me lo soltaba volvía a quedarme levantado. Me vi aquellos manojos de pelo debajo de los brazos. Y a continuación me examiné atentamente la nariz. De pronto se me había desparramado por la cara, borrándome casi las mejillas, apoderándose de todo mi rostro de tal modo que, si no hubiera sabido que era yo la que estaba allí, me habría preguntado quién era aquella chica desconocida. Y pensar que hacía muy poco mi nariz había sido una cosa pequeña, del tamaño de un capullo de rosa… Pero ¿qué podía hacer? Pensé en rogarle a mi madre que le pidiera a mi padre que construyera un torno especial para colocarme de noche antes de dormir y que seguramente me impediría crecer. Estaba a punto de hacerlo, cuando recordé que unos días antes le había pedido, en mi tono más dulce y zalamero, que revisásemos el baúl. Una persona a quien no reconocí me contestó en un tono que no reconocí: «¡Nada de eso! Tú y yo ya no tenemos tiempo para esa clase de cosas». ¿Que si me volvió a faltar el suelo bajo los pies? Tendría que responder que sí y de nuevo no estaría exagerando nada.
Debido a aquel asunto de ser una jovencita, y en lugar de pasar los días en perfecta armonía con mi madre, yo siguiendo sus pasos y ella derramando sus besos, su afecto y su atención sobre mí, empezaron a mandarme a aprender esto y aquello fuera de casa. Me enviaron a una señora que lo sabía todo en materia de modales y sobre cómo saludar y tratar a las personas importantes de este mundo. Aquella mujer pronto me pidió que no volviese, porque mi irresistible tendencia a hacer un ruido como el de un pedo cada vez que debía efectuar una reverencia hacía reír mucho a las otras chicas. Me mandaron a tomar lecciones de piano. La maestra de piano era una arrugada solterona de Lancashire, Inglaterra, y no tardó en pedirme que no volviese, porque al parecer yo no podía resistirme a comer algunas de las ciruelas que ella colocaba en un cuenco encima del piano por meras razones decorativas.
En el primer caso le conté a mi madre una mentira: le dije que la maestra de buenos modales había encontrado que los míos no necesitaban ser mejorados, de modo que no había necesidad de que fuera más. Aquello la puso muy contenta. En el segundo caso, no había nada que hacerle, tenía que enterarse. Cuando la maestra de piano le contó mi comportamiento, mi madre se dio vuelta y se apartó de mí, y tuve la impresión de que si alguien le hubiese preguntado en aquel preciso momento quién era yo, probablemente habría respondido «no lo sé».
Fue algo realmente nuevo para mí: mi madre disgustada, dándome la espalda. Es verdad que antes de eso ya no me pasaba el día entero al lado de mi madre, que la mayor parte del día estaba en el colegio, pero también es cierto que antes de aquello de ser una jovencita podía sentarme a pensar en mi madre, verla hacer una cosa u otra, y que siempre mostraba una sonrisa cuando me miraba. Ahora siempre la veía con la comisura de los labios caída, mostrándome su desaprobación. ¿Y por qué se tomaba tan a pecho lo de mi nueva condición? Le dio por enfatizar que algún día yo tendría mi propio hogar y que podría querer que fuera diferente al suyo. Una vez, mientras me mostraba una manera de acomodar la ropa blanca en el armario, dio unas palmaditas a las sábanas dobladas en su sitio y dijo:
—Desde luego que en tu propia casa podrás guardarla de otra manera.
Que pudiera realmente llegar el día en que viviésemos separadas era algo que yo jamás había creído. Me dolió la garganta de contener las lágrimas amontonadas. En ocasiones, las dos olvidábamos el nuevo estado de cosas y actuábamos como en los viejos tiempos. Pero eso no duraba mucho.
En medio de tantos cambios, había olvidado que en septiembre iba a entrar en un colegio diferente. Tenía, pues, un montón de cosas que hacer, con vistas al colegio. Tenía que ir a la costurera a que me tomara las medidas para los nuevos uniformes, dado que mi cuerpo había dejado en ridículo las anteriores. Tenía que adquirir zapatos, el sombrero del colegio y una cantidad de libros nuevos. En el nuevo colegio necesitaba un cuaderno diferente para cada asignatura, y además de lo de costumbre —inglés, aritmética, etcétera— ahora tenía que aprender latín y francés, y asistir a clases en el recién construido pabellón de ciencias. Aquel colegio nuevo empezaba a atraerme. Tenía la esperanza de que allí todo el mundo fuera también nuevo, de que no hubiera nadie conocido. En ese caso, podría darme aires: podría decir que era algo que no fuera, y nadie se daría cuenta.
El domingo previo al lunes en que empezaba en mi nuevo colegio, mi madre se enfadó por cómo yo había hecho mi cama. En el centro de mi colcha, mi madre había bordado una fuente repleta de flores, con un papagayo en cada extremo. Yo había colocado la colcha torcida, de modo que el bordado no había quedado en el centro de la cama, como correspondía. Mi madre armó un alboroto al respecto, y yo comprendí que tenía razón y lamenté mucho no haber hecho el pequeño esfuerzo necesario para complacerla. Ella dijo que últimamente me había vuelto descuidada, y yo no pude sino asentir en silencio.
Regresé a casa de la iglesia, y mi madre parecía continuar enfadada por lo de la colcha, así que procuré evitarla. Por la tarde, a las dos y media, me fui a la escuela dominical. Me dieron el certificado como la mejor discípula del grupo de estudio de la Biblia. Fue una sorpresa que me lo dieran aquel día, aunque conocíamos el resultado de un examen realizado semanas antes. Regresé a casa corriendo, con el certificado en la mano, sintiendo que con aquel premio reconquistaría a mi madre, que era una oportunidad para que volviera a sonreírme.
Cuando llegué, entré corriendo al patio llamándola, pero no obtuve respuesta. Entonces entré en la casa. Al principio no oí nada. Después escuché unos sonidos que venían del cuarto de mis padres. Pensé que mi madre debía de estar allí. Al llegar a la puerta, vi que mi madre y mi padre se encontraban acostados en el lecho. No me interesó lo que hacían, excepto que la mano de mi madre estaba sobre la parte estrecha de la espalda de mi padre, y describía un movimiento circular. ¡Pero qué mano! Una mano blanca y descarnada, como si llevara mucho tiempo muerta y hubiera sido dejada a merced de los elementos. No parecía su mano, y sin embargo sólo podía ser la suya, conociéndola yo tan bien. Describía sin parar el mismo movimiento circular, y yo la observaba como si jamás en la vida fuese a ver otra cosa. Aunque olvidase todas las demás cosas del mundo, no podría olvidar aquella mano y su aspecto en aquel momento. Me di cuenta, asimismo, de que los sonidos que había oído eran los besos que ella le estaba dando a mi padre en las orejas, en la boca y en el rostro. Los estuve mirando no sé cuánto tiempo.
La siguiente vez que vi a mi madre, yo estaba de pie junto a la mesa, que acababa de poner para la cena haciendo un ruido tremendo al sacar cuchillos y tenedores del cajón, para que mis padres supieran que estaba en casa. Había puesto la mesa y me hallaba próxima a mi silla, un poco inclinada sobre la mesa, con la mirada fija en nada en particular y tratando de no hacer caso de la presencia de mi madre. Aunque no recordaba que nuestras miradas se hubieran encontrado, estaba bastante segura de que ella me había visto desde el dormitorio, y no sabía qué iba a decir en el caso de que ella lo mencionara. En vez de esto, mi madre dijo, en un tono que era en parte de enfado y en parte de otra cosa:
—¿Vas a pasarte el día ahí parada, sin hacer nada?
La otra cosa era una novedad: jamás lo había escuchado en su tono hasta entonces. No podría decir qué era exactamente, pero sé que me impulsó a replicar al tiempo que la miraba directamente a los ojos:
—¿Y por qué no?
El modo en que le hablé debió de causarle una considerable sorpresa. Nunca hasta entonces le había dado una mala contestación. Me miró, y a continuación, en lugar de soltarme una respuesta violenta que me pusiera en mi sitio, bajó los ojos y se alejó. Vista de espaldas, me resultaba pequeña y cómica. Iba con los brazos colgando a los costados. Tuve la convicción de que no volvería a permitir que aquellas manos me tocasen; estaba segura de que no podría dejar que volviera a besarme. Todo aquello había terminado.
Me sorprendió poder tragar la comida, pues todo en ella me recordaba cosas que habían ocurrido entre mi madre y yo. En tiempos ya muy lejanos, cuando yo no me comía la carne aduciendo que no podía masticar tanto, ella masticaba primero los trozos en su boca y luego me los pasaba. En la época en que me repugnaban las zanahorias al punto de que me ponía a llorar con sólo verlas, mi madre buscaba toda clase de modos de hacerlas apetitosas para mí. Ahora todo aquello se había acabado. No creía que fuera a recordar ninguna de aquellas cosas con afecto. Observé a mis padres. Mi padre tenía el aspecto de siempre, comiendo como de costumbre, con sus dos hileras de dientes postizos resonando como los cascos de un caballo que se lleva al mercado. Nos estaba obsequiando con una de sus historias acerca de cuando era joven y jugaba al criquet en una u otra de las islas. Lo que decía en aquel momento debía de ser gracioso, porque mi madre no paraba de reír. Él no parecía notar que a mí no me causaba efecto alguno.
Después, mi padre y yo salimos a dar nuestro acostumbrado paseo vespertino de los domingos. Mi madre no vino con nosotros. No sé qué se quedó haciendo en casa. Durante el paseo, mi padre intentó cogerme de la mano, pero yo me aparté, haciéndolo de modo que se diera cuenta de que ahora me consideraba demasiado crecida para eso.
El lunes fui a mi nuevo colegio. Me pusieron en una clase con chicas a las que no había visto nunca. No obstante, algunas habían oído hablar de mí, pues yo era la menor de todas y se me consideraba muy inteligente. Me gustó una chica llamada Albertina y otra llamada Gweneth. Para cuando acabó la jornada, Gwen y yo estábamos mutuamente cautivadas, de modo que abandonamos el colegio del brazo.
Cuando llegué a casa, mi madre me saludó con el beso y el interrogatorio de costumbre. Le narré toda la jornada, esforzándome para proporcionarle detalles agradables y omitiendo, desde luego, toda alusión a Gwen y a los poderosos sentimientos que me inspiraba.
Traducción de Héctor Silva