SHERWOOD ANDERSON
Quiero saber por qué
Aquel primer día en el este nos levantamos a las cuatro de la mañana. La tarde anterior habíamos saltado de un tren de mercancías a las afueras de la ciudad, y con ese instinto propio de los chicos de Kentucky habíamos recorrido las calles y encontrado enseguida el hipódromo y los establos. Eso nos tranquilizó del todo. Hanley Turner se encontró de inmediato con un negro al que conocíamos. Era Bildad Johnson, que en invierno trabaja en la caballeriza que Ed Becker tiene en nuestro pueblo natal, Beckersville. Bildad es buen cocinero como casi todos nuestros negros y, naturalmente, como a cualquiera que se precie en la parte de Kentucky de donde somos nosotros, le gustan los caballos. Bildad empieza a buscarse la vida en cuanto llega la primavera. Los negros de nuestra región son capaces de engatusarte para que les dejes hacer casi todo lo que quieren. Bildad engatusa a los mozos de cuadra y a los preparadores de los ranchos de la parte de Lexington. Los preparadores van a la ciudad al caer la tarde para charlar un poco o jugar quizá una partida de póquer. Bildad va con ellos. Siempre está haciendo pequeños favores y hablando de comida, cómo dorar el pollo en la sartén, la mejor manera de asar boniatos y preparar pan de maíz. Se te hace la boca agua sólo de oírle.
Cuando comienza la temporada y los caballos van a las carreras y por la tarde la gente habla de los nuevos potros en las calles, y todo el mundo dice cuándo piensa ir a Lexington o a la reunión hípica de primavera en Churchill Downs o a Latonia, y los jinetes que han estado en Nueva Orleans o incluso en la reunión de invierno en La Habana vienen a pasar una semana a casa antes de partir de nuevo; pues bien, en esa época del año en que nadie habla de otra cosa que de caballos en todo Beckersville y las cuadrillas ponen manos a la obra y las carreras de caballos impregnan hasta la última molécula del aire que se respira, aparece Bildad contratado como cocinero en alguna de las cuadrillas. Cuando pienso en Bildad yendo siempre a las carreras durante la temporada y luego en invierno trabajando en la caballeriza —donde están los caballos y adonde les gusta ir a los hombres para charlar de caballos—, me dan ganas de ser negro. Sí, ya sé que es una tontería, pero es que a mí también me vuelven loco los caballos. No lo puedo evitar.
Bien, debo explicarles lo que hicimos y revelar de qué estoy hablando. Los cuatro chicos de Beckersville, todos nosotros blancos e hijos de personas que viven en Beckersville habitualmente, decidimos que íbamos a ir a las carreras, pero no a Lexington o Louisville, nada de eso, sino al gran hipódromo del que tan a menudo hablaban los hombres de Beckersville, el de Saratoga. En aquel entonces éramos unos jovencitos. Yo acababa de cumplir quince años y era el mayor de los cuatro. El plan fue idea mía, lo confieso, y fui yo el que convenció a los otros. Éramos Hanley Turner, Henry Rieback, Tom Tumberton y yo. Yo tenía treinta y siete dólares que había ganado en invierno trabajando por las noches y los sábados en la tienda de comestibles de Enoch Myer. Henry Rieback tenía once dólares, y los otros dos apenas un par de dólares por cabeza. Lo organizamos todo y guardamos el secreto hasta que terminaron las reuniones de primavera en Kentucky y algunos de nuestros hombres, aquellos a quienes más envidiábamos por su gran afición a las carreras, se hubieron largado. Entonces nos largamos también nosotros.
No les contaré los apuros que pasamos viajando en trenes de mercancías y todo eso. Pasamos por Cleveland, Buffalo y otras ciudades y vimos las cataratas del Niágara. Compramos allí algunos recuerdos, cucharas y postales y conchas con imágenes de las cataratas para nuestras madres y hermanas, pero pensamos que era mejor no enviar nada a casa. No queríamos ponerlos sobre nuestra pista y que nos echaran el guante.
Llegamos como he dicho a Saratoga al caer la noche y fuimos directamente al hipódromo. Bildad nos dio de comer. Luego nos enseñó un sitio con heno donde dormir, en un cobertizo, y prometió que no abriría la boca. Los negros saben hacer estas cosas. Nunca se chivan. Muchas veces te encontrabas a un blanco justo cuando te habías escapado de casa, te parecía buena persona y hasta te daba medio dólar o algo así, y en cuanto volvías la espalda te delataba. Los blancos son capaces de eso, pero los negros no. Se puede confiar en ellos. Y con los chavales son honrados. No sé por qué.
En la reunión de Saratoga de aquel año había muchos hombres de nuestra comarca: Dave Williams, Arthur Mulford, Jerry Myers y varios más. También había muchos de Louisville y de Lexington que Henry Rieback conocía pero yo no. Eran jugadores profesionales, y el padre de Henry también lo es. Se pasa la mayor parte del año yendo de carrera en carrera, y además escribe en revistas del ramo. Los inviernos que para en Beckersville no está allí mucho tiempo, sino que se dedica a jugar a las cartas de ciudad en ciudad. Es un hombre simpático y generoso, siempre le envía regalos a Henry, una bicicleta, un reloj de oro, un equipo completo de boy-scout y cosas así.
Mi padre es abogado. Es un buen padre, pero no gana mucho dinero y no puede comprarme cosas; de todas formas, me estoy haciendo mayor y ya no espero regalos. Él nunca me dijo nada en contra de Henry, pero los padres de Hanley Turner y de Tom Tumberton sí. Les dijeron que el dinero que tenía esa procedencia no era bueno y que no querían que sus hijos se educaran oyendo el vocabulario de los tahúres ni que pensaran en el juego y acabaran aficionándose a él.
A mí me parece bien, e imagino que ellos saben de lo que hablan, pero no veo qué tiene eso que ver con Henry ni con los caballos. Es de eso de lo que trata esta historia. Estoy perplejo. Voy a ser un hombre y quiero pensar rectamente y ser justo, y en la reunión hípica de Saratoga vi algo que no acabo de entender.
No lo puedo evitar, los pura sangre me vuelven loco. Siempre me ha pasado. Cuando tenía diez años y vi que iba a ser un chico grande y que no podría ser jinete de carreras, casi me dieron ganas de morir. Harry Hellinfinger, cuyo padre es maestro de postas en Beckersville, se ha hecho mayor y es un gandul, pero le gusta pasarse el día en la calle y hacer bromas a los chicos, como mandarlos a la ferretería a por una barrena de mano para hacer agujeros cuadrados y bromas parecidas. Una vez me gastó una a mí. Me dijo que si me comía medio cigarro puro dejaría de crecer y tal vez podría ser jinete. Caí como un bendito. Cuando mi padre no estaba mirando, le birlé un puro del bolsillo y lo engullí como pude. Me sentó como un tiro y tuvieron que avisar al médico, y encima no me sirvió de nada. Seguí creciendo. Era una broma. Cuando le expliqué a mi padre lo que había hecho y por qué, él no me dio un azote, cosa que habría hecho la mayoría de los padres.
No mengüé de estatura ni me morí. Ese Harry Hellinfinger se lo tiene merecido. Entonces decidí que quería ser mozo de cuadra, pero también hube de renunciar a ello. Es cosa que hacen sobre todo los negros, y yo sabía que mi padre no me iba a dejar. Ni se me ocurrió pedírselo.
Si no han estado nunca locos por los pura sangre es porque no habrán estado donde los hay a docenas y entonces no saben de qué estoy hablando. Son muy bellos. No hay nada tan precioso y tan limpio y con tanto arrojo y tan bueno y tan todo como algunos caballos de carreras. En los grandes ranchos que rodean nuestro pueblo de Beckersville hay pistas de carreras, y los caballos corren allí de buena mañana. Pues bien, más de un millar de veces he saltado de la cama antes de que amaneciera y he hecho a pie los cuatro o cinco kilómetros hasta las pistas. Mamá no me deja ir, pero mi padre siempre dice: «Déjale en paz». Cojo un pedazo de pan, unto un poco de mantequilla y mermelada, me lo trago a toda prisa y salgo corriendo.
Una vez en la pista, te sientas en la cerca con los hombres, blancos y negros, que mascan tabaco y charlan hasta que sacan a los potros. Es temprano y la hierba está cubierta de rocío y en un sembrado hay un hombre arando y en un alpende donde duermen los negros están friendo cosas, y hay que ver cómo ríen los negros y cómo te hacen partir de risa con las cosas que dicen. Los blancos no saben y ciertos negros tampoco, pero los negros de las pistas sí.
Entonces sacan a los potros y algunos galopan montados por mozos de cuadra, pero casi cada mañana, en una pista grande propiedad de un hombre rico que quizá vive en Nueva York, hay siempre, casi cada mañana, unos cuantos potros y varios viejos caballos de carreras, castrados y yeguas, todos ellos sueltos.
Se me hace un nudo en la garganta cuando veo correr a un caballo. No me refiero a todos, sino a algunos. Me resulta fácil reconocerlos. Lo llevo en la sangre como lo llevan en la suya los negros de las pistas y los preparadores. Incluso cuando sólo da unos trotes con un negro pequeño en la grupa, yo sé distinguir un caballo ganador. Si me duele la garganta y me cuesta tragar, entonces lo es. Correrá como Sam Hill en cuanto le des pista. Si no gana todas las veces será de milagro y porque le han hecho un cajón o le han sofrenado o porque salió mal. Si yo quisiera ser jugador como el padre de Henry Rieback, podría hacerme rico. Sé que podría y Henry también lo dice. Sólo tendría que esperar a que me doliera la garganta de esa manera especial y apostar todo el dinero. Es lo que haría si quisiese ser jugador, pero no quiero.
En estas pistas —me refiero a las de entrenamiento que hay alrededor de Beckersville, no a las de carreras— no sueles ver caballos como los que acabo de mencionar, pero también es bonito. Cualquier pura sangre, siempre que haya sido engendrado por una buena yegua y preparado por un hombre que sepa cómo hacerlo, es un buen corredor. Si no lo fuera, estaría tirando de un arado.
Pues bien, salen de las cuadras y los chicos a la grupa y es bonito estar allí. Te quedas encorvado sobre la cerca, recorrido por una comezón interior. Los negros ríen y cantan en los cobertizos. Preparan café y fríen beicon. Todo huele de maravilla. Nada huele mejor que el café y el estiércol y los caballos y los negros y el beicon y el humo de las pipas en una mañana de ésas. Es algo que te atrapa, así de sencillo.
Pero sigamos con Saratoga. Estuvimos allí seis días y nadie de casa se fijó en nosotros y todo salió a pedir de boca, el tiempo, los caballos, las carreras. Nos dispusimos a volver al pueblo y Bildad nos dio un cesto con pollo frito y pan y otras cosas de comer, y yo tenía dieciocho dólares cuando por fin llegamos a Beckersville. Mi madre lloró y me regañó, pero papá no dijo gran cosa. Les expliqué todo lo que habíamos hecho menos una cosa. Algo que vi e hice yo solo. De eso trata lo que escribo. Me inquietó mucho. Pienso en ello por las noches. Es lo siguiente:
En Saratoga pernoctábamos en el cobertizo que Bildad nos había enseñado y comíamos con los negros temprano y de noche, cuando la gente de las carreras se había marchado. Los hombres de Beckersville se quedaban casi todos en la tribuna y en la zona de las apuestas y no iban a los sitios donde guardan los caballos excepto a los paddocks un rato antes de una carrera, cuando ensillan a los caballos. En Saratoga no hay paddocks cubiertos como en Lexington y Churchill Downs y otras pistas de nuestra región, sino que ensillan los caballos al aire libre bajo unos árboles en una explanada de césped tan liso y bonito como el del patio que hay en casa del banquero Bohon aquí en Beckersville. Es digno de verse. Los caballos brillan, sudorosos y expectantes, y los hombres fuman cigarros y los miran, y también están allí los preparadores y los propietarios y el corazón te late con tal fuerza que casi no puedes respirar.
Entonces suena la corneta para la salida y los chicos que montan llegan corriendo con su ropa de seda puesta y hay que darse prisa para coger un sitio junto a la cerca con los negros.
Yo quiero ser preparador o criador de caballos, y a riesgo de que pudieran verme y mandarme de vuelta a casa fui a los paddocks antes de cada carrera. Los otros chicos no, pero yo sí.
Llegamos a Saratoga un viernes, y el miércoles de la semana siguiente se iba a disputar el gran hándicap de Mullford. Corrían Middlestride y Sunstreak. Hacía buen tiempo y la pista era rápida. Aquella noche no pude pegar ojo.
Lo que pasaba era que estos dos caballos son de los que me provocan ese nudo en la garganta. Middlestride es largo y parece desgarbado y es un castrado. Pertenece a Joe Thompson, un pequeño propietario de Beckersville que sólo tiene media docena de caballos. El hándicap de Mullford tiene un recorrido de una milla y Middlestride no arranca rápido. Siempre sale un poco lento y se queda como por la mitad; entonces empieza a acelerar, y si la carrera fuese de una milla y cuarto los pasaría a todos y llegaría primero.
Sunstreak ya es otra cosa. Es un semental inquieto y pertenece al rancho más grande de cuantos hay en nuestra región, el Van Riddle, cuyo dueño es el señor Van Riddle de Nueva York. Sunstreak es como una chica en la que piensas a veces pero no ves nunca. Es un caballo fuerte y a la vez encantador. Le miras la cabeza y te dan ganas de besarle. Lo prepara Jeny Tillford, que me conoce y ha sido amable conmigo en muchas ocasiones, como cuando me deja entrar en la casilla de uno de sus caballos para verlo de cerca. No hay nada tan bonito como Sunstreak. En el poste de salida permanece reposado y sin soltar prenda, pero por dentro está a punto de reventar. Y luego, cuando se alza la barrera, sale disparado como su nombre, Sunstreak.[3] Hasta duele mirarlo; hace daño de verdad. Sunstreak agacha el cuerpo y corre como un perro de muestra. No creo que haya otro que corra como él, salvo Middlestride cuando por fin arranca y consigue desperezarse.
Yo me moría de ganas por verlos competir en la carrera: pero también lo temía. No quería ver derrotado a ninguno de los dos. Nunca habíamos visto una pareja de caballos como ésos. Lo decían los viejos de Beckersville y lo decían los negros. Era un hecho.
Bajé hasta los paddocks antes de la carrera. Eché un último vistazo a Middlestride, que no parece gran cosa cuando está en el paddock, y luego fui en busca de Sunstreak.
Era su día. Lo supe en cuanto le vi. Me olvidé por completo de que alguien podía percatarse de mi presencia y me acerqué. Todos los hombres de Beckersville estaban allí y nadie me vio excepto Jerry Tillford. Jerry me vio y entonces pasó algo. Os lo voy a contar.
Yo estaba allí de pie contemplando aquel precioso caballo. En cierta manera, aunque no sé explicarlo, supe cómo se sentía Sunstreak por dentro. Estaba sereno y dejaba que los negros le frotaran las patas y que el propio señor Van Riddle lo ensillara, pero por dentro era un torrente incontenible. Era como el río allá en Niágara, justo antes de precipitarse al abismo. Aquel caballo no estaba pensando en correr. No necesita pensar en eso. Sólo estaba pensando en contenerse hasta el momento de iniciar la carrera. Yo lo sabía. Fue como si pudiera ver en su interior. Sunstreak iba a hacer una carrera espléndida y yo lo sabía. No fanfarroneaba ni soltaba prenda ni gambeteaba ni armaba alboroto; estaba a la espera. Igual que lo sabía yo, lo sabía Jerry Tillford, su preparador. Levanté la vista, y ese hombre y yo nos miramos a los ojos. Entonces ocurrió algo. Supongo que me gustó tanto como me gustaba el caballo porque él sabía lo que yo sabía. Me pareció que no existía en el mundo nada más que ese hombre, el caballo y yo mismo. Lloré. Jerry Tillford tenía un brillo en los ojos. Luego fui hacia la cerca para esperar el inicio de la carrera. Sunstreak era mejor que yo, más firme, y también, ahora lo sé, mejor que Jerry. Era el más tranquilo de todos, y quien tenía que correr era él.
Sunstreak llegó en cabeza, cómo no, y batió el récord mundial de la milla. Lo vi con mis propios ojos. Todo sucedió tal como yo esperaba. Middlestride se demoró en la salida y se quedó rezagado y entró el segundo, como sabía que iba a pasar. Algún día también batirá el récord del mundo. En materia de caballos, no hay quien gane a la región de Beckersville.
Vi la carrera muy tranquilo porque sabía cómo iba a terminar. Estaba seguro. Hanley Turner, Henry Rieback y Tom Tumberton estaban mucho más nerviosos que yo.
Me había ocurrido una cosa curiosa. Estaba pensando en Jerry Tillford, el preparador, y en lo feliz que se le veía durante toda la carrera. Aquella tarde me cayó tan bien que me gustó incluso más que mi padre. Pensando en eso casi me olvidé de los caballos. Era a causa de lo que había visto en su mirada estando allí en el paddock al lado de Sunstreak, antes de que empezara la carrera. Yo sabía que había trabajado con Sunstreak desde que éste era un potrillo, que le había enseñado a correr y a tener paciencia y a saber cuándo tenía que soltarse y a no cejar nunca. Sabía que para él era como una madre que ve hacer algo maravilloso a su hijo. Era la primera vez que sentía algo parecido por un hombre.
Aquella noche, después de la carrera, me separé de Tom y Hanley y Henry. Quería estar a solas, y quería estar cerca de Jerry Tillford si es que podía lograrlo. Esto es lo que pasó.
El hipódromo de Saratoga está cerca de las afueras. Es una pista muy cuidada y rodeada de árboles de hoja perenne, con mucha hierba y todo bien pintado y bonito. Si dejas atrás la pista llegas a una carretera de asfalto para automóviles, y siguiendo un buen trecho la carretera hay un desvío que lleva a una pequeña casa hacienda de extraño aspecto situada en mitad de un patio.
Aquella noche seguí la carretera porque había visto a Jerry y a varios hombres yendo en aquella dirección en un automóvil. No esperaba encontrarlo. Caminé un rato y luego me senté a pensar junto a un vallado. Quería estar muy cerca de Jerry. Al poco rato enfilé el desvío —no sé por qué razón— y llegué a aquella extraña casa. Me sentía solo y quería ver a Jerry, como cuando eres un crío y quieres tener a tu padre al lado por la noche. En ese momento apareció un automóvil. En él iban Jerry, el padre de Henry Rieback, Arthur Bedford, Dave Williams y otros dos hombres que yo no conocía. Se apearon del coche y entraron en la casa, todos salvo el padre de Henry Rieback, que discutió con ellos y dijo que no pensaba entrar. Serían sólo las nueve, pero estaban todos borrachos y la casa extraña era un lugar de mujeres de mala vida. Eso es lo que era. Me acerqué siguiendo una cerca, atisbé por una ventana y miré.
Fue eso lo que me revolvió las tripas. No lo comprendo. Las mujeres que había dentro eran todas feas y malas, indignas de ser miradas o de estar en su compañía. También eran ordinarias, salvo una que era alta y se parecía un poco a Middlestride, pero no limpia como éste sino con una boca horrenda. Era pelirroja. Lo vi todo con claridad. Me encaramé a un rosal viejo y observé. Las mujeres llevaban vestidos diáfanos y estaban sentadas en butacas. Los hombres entraron y algunos se sentaron en el regazo de las mujeres. Olía a podrido, y podrido era también lo que se hablaba allí, la clase de conversación que un chaval oye en las caballerizas de una ciudad como Beckersville en invierno pero que no espera oír donde hay señoras presentes. Era asqueroso. Un negro no entraría en un lugar así.
Miré a Jerry Tillford. Ya he dicho lo que sentía hacia él por su manera de saber lo que Sunstreak estaba pensando momentos antes de ir al poste de salida y ganar la carrera batiendo el récord mundial.
Jerry fanfarroneó en aquella casa de mujeres malas como sé que Sunstreak no habría fanfarroneado nunca. Dijo que él había hecho a ese caballo, que era él quien había ganado la carrera y batido el récord. Jerry mintió como un tonto. Yo jamás había oído tantas tonterías.
Y entonces, ¡a que no saben qué hizo! Miró a la mujer que estaba allí, la que era flaca y mal hablada y se parecía un poco a Middlestride pero no era limpia como él, y sus ojos empezaron a brillar como cuando nos había mirado a mí y a Sunstreak en los paddocks aquella tarde. Me quedé frente a la ventana —¡santo cielo!— pero deseé haberme marchado de Saratoga, haberme quedado con los chicos y los negros y los caballos. La mujer alta estaba entre él y yo, igual que Sunstreak había estado en los paddocks por la tarde.
Y de pronto, empecé a odiar a aquel hombre. Quise gritar y precipitarme en la habitación y matar a Jerry Tillford. Nunca había sentido una cosa igual. Estaba tan rabioso que me eché a llorar y cerré los puños con tal fuerza que me hice sangre en las manos.
Y los ojos de Jerry seguían brillando, y luego fue y besó a la mujer y yo me alejé de allí y volví a las pistas y me acosté y apenas pegué ojo, y al día siguiente fui a buscar a los otros para volver a casa y no les dije nada de lo que había visto.
Desde entonces no paro de pensar en ello. No lo comprendo. Es primavera otra vez y casi tengo dieciséis años y voy a las pistas cada mañana como he hecho siempre, y veo a Sunstreak y a Middlestride y a un potro nuevo que se llama Strident que con el tiempo los ganará a todos, aunque nadie opina como yo salvo dos o tres negros.
Pero las cosas han cambiado. En las pistas el aire no sabe ni huele tan bien como antes. Y es porque un hombre como Jerry Tillford, que sabe lo que se hace, podía ver a un caballo como Sunstreak y besar a una mujer como aquélla el mismo día. No lo comprendo. Maldito sea, ¿para qué quiso hacer una cosa así? Le doy vueltas al asunto y eso me impide mirar a los caballos y oler las cosas y oír cómo ríen los negros y todo eso. A veces me enojo tanto que quiero pegarme con alguien. Me revuelve las tripas. ¿Por qué hizo eso? Quiero saber por qué.
Traducción de Luis Murillo Fort