JOHN EDGAR WIDEMAN
Papi Basura
No te aflijas
por lo que aún no ha acontecido…
Papi Basura era un perro. Lemuel Strayhorn, el del carro de los helados que siempre está a la vuelta de la esquina de Hamilton viniendo por Homewood Avenue, fue quien le puso ese nombre al perro y como fue él quien se lo puso, el perro pasó a ser suyo; y Papi Basura debía de estar de acuerdo porque se sentaba en la acera al lado de Lemuel Strayhorn o dormía a la sombra debajo de aquel carro de dos ruedas o cuando hacía demasiado frío para vender helados seguía a Strayhorn por los callejones en todos los encargos y chanchullos que el tipo llevaba a cabo en invierno, para poder tener comida en el fogón y humo en la chimenea de su pequeña cabaña situada detrás de Dumferline. Ahora aquel perro lleva mucho tiempo muerto, pero Lemuel Strayhorn sigue vendiendo por las calles sus vasos de papel llenos de hielo picado rociado de sirope y se ríe y dice:
—Claro que me acuerdo de aquel chucho chiflado. Pues claro. Hice bien en llamarlo Papi Basura, pero ya no me acuerdo de por qué. Pero tuvo que haber una razón. En su momento debió de haber una buena razón. Tú eres de los French, ¿verdad? Una de las chicas de John French. Se te ve más claro que el agua en la cara, chica. ¿Cuál de ellas eres? Déjame ver. Estaba Lizabeth, que era la mayor, luego Geraldine y otra más.
Ella contesta:
—Geraldine, señor Strayhorn.
—Claro que sí. Es verdad. Y has traído a todas estas criaturas preciosas a por unos helados.
—Usted sigue haciendo los mejores.
—Claro que sí. Llevo en esta esquina desde antes de que nacieras. Conocí a tu padre el día que llegó a Homewood.
—Éste es su nieto, el hijo mayor de Lizabeth, John. Y estos dos niños son sus hijos. Las niñas son de la hija de Lizabeth, Shirley.
—Tienes unos muchachos muy majos, y unas chicas muy guapas también. Todavía me acuerdo de cómo John French fanfarroneaba de sus hijos. Tendría que estar aquí hoy. ¿Todos queréis helados? ¿Grandes o pequeños?
—Pequeños para los niños, yo tomaré uno mediano, por favor, y uno grande para él, seguro.
—Vosotros, pequeños, venid aquí y decidme cuál queréis. Cereza, limón, uva, naranja y tutti-frutti. Los tengo todos.
—Te acuerdas del señor Strayhorn, ¿verdad, John?
—Ajá. Y creo que me acuerdo también de Papi Basura.
—A lo mejor viste un perro por aquí, hijo, pero no era Papi Basura. No, eres demasiado joven.
—El señor Strayhorn tenía a Papi Basura cuando yo era niña. Era un perro marrón, grande y larguirucho. Parecía un lobo. Te daba un susto de muerte si no sabías que era manso y nunca se metía con nadie.
—No se metía con nadie si no se metían con él. Pero cuando se arrancaba era un perro peleón. Los demás perros no se atrevían ni a ladrar cuando pasaba Papi Basura. En su día dio algunas buenas tundas, sí, señor.
—Ojalá se acordara de por qué le puso el nombre.
—A mí también me gustaría acordarme, pero ha pasado mucho tiempo. Hay cosas de las que me acuerdo como si fuera ayer, pero con otras es como si le preguntaras a una farola. Caramba, señorita French. Llevo sirviendo helados en esta esquina cuatrocientos años por lo menos.
—Está usted como siempre. Y apuesto a que todavía se acuerda de lo que se quiere acordar. Yo le veo buen aspecto, señor Strayhorn. Parece que va a seguir aquí otros cuatrocientos años.
—A lo mejor sí. Sí, señorita, tal vez. Vosotros, niños, comeos los helados ahora, no os manchéis esa ropa tan bonita y que Dios os bendiga a todos.
—Le volveré a preguntar por el nombre.
—Tal vez me acuerde la próxima vez. Pregúntame otra vez.
—Seguro.
Estuvo nevando toda la noche y por la mañana Homewood parecía más pequeño. La blancura suavizaba los bordes de las cosas y difuminaba las distancias. Los árboles se combaban, el suelo se elevaba un poco más de lo habitual, el resplandor de la nieve no permitía ver a lo lejos y obligaba a prestar atención a lo que uno tenía justo delante, lo que era familiar, ahora alterado y armonizado por el manto de blancura. El mundo parecía más pequeño hasta que uno salía a él y comprendía que el viento había congelado aquel resplandor que hacía que la nieve fuera tan lustrosa y que las ráfagas repentinas espolvorearan la cara con partículas heladas a la deriva a medida que uno avanzaba para estar más cerca del lugar al que quería ir, el mismo lugar que al escrutar el nuevo día y la nieve intacta desde la ventana parecía más cerca de lo habitual.
La única forma de subir por el callejón de detrás de Dumferline era pisar con fuerza la nieve como si las suelas gastadas de los zapatos y las perneras de los pantalones embutidas dentro de los calcetines tuvieran la utilidad real de apartar la nieve. Strayhorn miró tras de sí hacia las pisadas que había dejado en la nieve. No parecía que hubiera hecho muchas eses. Parecía el rastro de alguien que ya se hubiera pimplado una jarra de Dago Red esta mañana. Las huellas del perro erraban todavía más que las suyas y formaban una serie de cruces nerviosos tributarios de su trayectoria original. Al perro no parecían importarle la nieve ni el frío, a veces incluso parecía lo bastante tonto como para que le gustaran; se revolcaba de lado, agitaba las patas o saltaba con todas sus energías, luego caía y aterrizaba sobre la panza, despatarrado en medio de una lluvia de partículas blancas. Aquel animal enorme seguía teniendo mucho de cachorro. Hay perros que nunca acaban de crecer. En cuanto a aquel campeón de las incursiones en los cubos de basura al que llamaba Papi Basura, Strayhorn sabía que no se estaba aferrando a sus modales de cachorro tanto como a la pura locura, una locura que ni la edad ni ninguna otra cosa iban a cambiar.
Strayhorn levantó el pie y se sacudió la nieve. Se sostuvo un segundo sobre un solo pie pero no se le ocurrió nada que hacer con su pie limpio, de forma que lo volvió a hundir en la nieve. Limpiarse los pies era una pérdida de tiempo. Iba a ser un día frío y cruel. Pronto los pies se le iban a congelar y ya no los iba a sentir. Se le iban a quedar insensibles hasta que pudiera calentarlos delante del fuego. Volvió a pisar la capa de hielo y el crujido de su pie rompió un silencio más viejo que la humanidad, que el callejón y que la ciudad asentada sobre las colinas escarpadas.
Alguien había colocado una tapa de madera descascarillada encima de un cubo de hojalata. Papi Basura estaba de pie sobre las patas traseras, empujando con las patas delanteras y el hocico la tapa cubierta de nieve. La simetría perfecta de la corona de nieve fue lo primero en desaparecer, hendida por el hocico largo y nervioso del perro. Después cayó el cubo. Luego el chucho escuálido se sentó encima del cubo metálico, montándose en él y saliendo despedido todo al mismo tiempo, de modo que parecía una foca torpe intentando mantener el equilibrio sobre una pelota. No era nada nuevo para Strayhorn. La nieve amortiguaba el estruendo infernal de costumbre, pero las uñas del perro arañaban con tanta fuerza como siempre los cubos de basura. La basura vertida tenía un aspecto colorido y brillante sobre la nieve y atrajo la atención de Strayhorn por un momento, pero una mirada fugaz era lo único que podía permitirse, porque sabía que la gente humilde que vivía en las barracas de detrás de Dumferline no tiraba nunca nada a menos que no sirviera más que para la basura. No había más que sobras roñosas y gruñó por encima del hombro para que el perro dejara de trastear y lo siguiera.
Cuando levantó la vista para contemplar de nuevo sus huellas solitarias, la nieve que el viento levantaba, la gruesa alfombra de nieve entre las casas adosadas, la blancura que tapaba las repisas de las ventanas, los umbrales y los trozos abigarrados de las cercas, el cubo volcado y la basura vertida sobre la nieve, vio que el perro no le había hecho caso sino que permanecía con las patas rígidas, gimiendo ante una caja que había caído del cubo.
Maldijo al perro y le silbó para que se apartara de las tonterías que lo estaban ocupando. «La basura de los negros no vale una mierda», murmuró Strayhorn, en parte dirigiéndose al perro, en parte hacia las casuchas miserables y lúgubres medio tapadas por la nieve de aquella mañana resplandeciente. «Por qué está gimoteando y por qué vuelvo atrás para verlo. La mitad de las cosas que hago son como preguntarle a un tonto por qué es tonto.»
Volver al callejón significaba volver a enfrentarse con el viento. Con el viento cortante que le azotaba directamente la cara y con las ráfagas cruzadas que soplaban con brusquedad entre las casas adosadas. Le iba a sacar los ojos a aquel chucho. Le iba a enseñar a venir cuando él lo llamaba por mucho que una rata muerta o un gato muerto metido en una caja le despertara las narices.
—Papi Basura, te voy a romper la cabeza. —Pero el perro era demasiado rápido y el manotazo de Strayhorn se perdió en el aire gélido donde un momento antes había estado el pescuezo del perro. Strayhorn intentó darle un puntapié a la caja. Si no hubiera estado intentando golpear al perro y la nieve no hubiera entorpecido sus movimientos, habría mandado la caja por los aires, pero su pie no hizo más que volcarla.
Al principio Strayhorn pensó que era una muñeca. Una muñeca de color marrón oscuro que había caído de la caja. Una muñeca vieja como las que encontraba a veces en la basura de la gente, demasiado rotas para seguir jugando con ellas. Una muñeca diminuta, ajada y con la piel oscura. Pero cuando miró de cerca, se apartó y se volvió a acercar, gimiendo, con las piernas rígidas como el perro, supo que era algo muerto.
—Oh, mierda. Oh, mierda, Papi Basura. —Al arrodillarse, oyó al perro jadeando a su espalda, vio el penacho de vapor caliente y rancio y olió su pellejo mojado. El cuerpo estaba tendido boca abajo en la nieve, sin que nada más que la cabeza y los hombros sobresalieran de los papeles de periódico de la caja. Algunos papeles habían volado y el viento los arrastraba por la corteza helada de la nieve.
La criatura estaba muerta y Strayhorn no podía tocarla ni tampoco dejarla donde estaba. Papi Basura se acercó con sigilo. Esta vez el golpe rápido y brutal le dio en pleno cráneo. El perro se apartó, levantando un montón de nieve con las patas, gruñendo y rechinando una sola vez los dientes antes de empezar a gimotear desde una distancia prudencial. Debajo del sobretodo del ejército, Strayhorn llevaba un chaleco de cazador de lana gris que John French le había dado después de ganar un montón de dinero y comprarse uno nuevo de cuero con broches metálicos. Strayhorn dejó el abrigo encima del cubo de basura que el perro no había volcado, se sacó aquel chaleco sin botones y lo extendió sobre la nieve. Ahora el frío le venía de dentro. Ya no le afectaba nada relacionado con el clima. Strayhorn caminó de rodillas hasta que su sombra se proyectó sobre la caja. Trataba de decirle a sus manos lo que tenían que hacer pero las manos se rebelaban. Maldijo sus guantes harapientos, en cuyo interior los dedos entumecidos se negaban a obedecer sus órdenes.
La caja era demasiado grande y tenía las esquinas demasiado cuadradas para envolverla en el chaleco de lana. Strayhorn no quiso tocar nada más que papeles de periódico al sacar el cuerpo congelado, de forma que cuando lo tuvo colocado en el centro del jersey y hubo envuelto sus bordes grisáceos, el paquete que había hecho contenía también medio periódico que crujió como hojas secas cuando lo cogió contra el pecho. Una vez que lo tuvo abrazado no pudo dejarlo, de forma que forcejeó con su abrigo como si solamente tuviera un brazo, tirando de él hasta que consiguió ponérselo. No ponérselo del todo pero sí llevarlo por encima, de forma que aleteaba como si tuviera vida propia con unos movimientos que excitaban a Papi Basura y le daban algo con que jugar mientras retozaba detrás de Strayhorn y Strayhorn deshacía sus pasos, abrazando a la criatura muerta contra el calor de su pecho, gimiendo y parpadeando y soltando lágrimas a medida que el viento le golpeaba la cara.
Una hora más tarde, Strayhorn estaba en Cassina Way llamando a gritos a John French. Lizabeth le chistó con toda la inflexibilidad de una niña a quien su madre había dicho: «Dile a ese idiota que se largue. Dile que tu padre se ha ido a trabajar». Cuando la niña volvió a entrar en casa y cerró la puerta a su espalda, Strayhorn se acordó de los pajarillos de madera que salen de los relojes, pían su mensaje y desaparecen. Sabía que no le caía bien a Freeda French. No era nada personal, tampoco nada que él o ella pudieran cambiar, solamente afectaba a la parte de él que formaba parte de lo que arrastraba a John French a la esquina con los demás hombres para charlar, jugar y beber vino. Entendía por qué ella nunca hacía otra cosa que saludarlo con la cabeza o decirle «Buenos días, señor Strayhorn» si él la obligaba a hacerlo llevándose la mano al sombrero u ocupando una parte tan grande de la acera cuando ella pasaba a su lado que ella no podía fingir que no lo veía. «Señor Strayhorn» era el nombre por el que lo había conocido aquella mujer, Freeda Hollinger, ya antes de ser Freeda French, desde el momento en que fue lo bastante mayor como para ir sola por las calles de Homewood. Pero él lo entendía y nunca le había preocupado hasta aquella mañana en que se vio de pie en medio de la nieve, hasta los tobillos, que se amontonaba frente a los tres escalones traseros de la casa de John French situada junto al solar de Cassina Way, hasta aquel momento en que por primera vez en su vida pensó que aquella mujer podía tener algo que darle, que decirle. Como ella era madre, sabría qué hacer con la criatura muerta. Él podría aliviarse de aquella carga y ella lo tocaría a él con una de sus manos finas de mujer blanca, y aunque lo siguiera llamando «Señor Strayhorn» no pasaría nada. Una mujercita como aquélla. Unas manitas como las suyas haciendo algo que las manos de él no podían hacer. Las manos duras y escarbadoras de él habían estado en todas partes y lo habían tocado todo. Deseaba que Freeda French hubiera salido a la puerta. Deseaba no estar ya de pie sin saber qué decir ni qué hacer, como un perro que levanta la pata trasera y tiñe de amarillo la nieve cuando pasa por debajo de la ventana de alguien.
—Se supone que el tipo tenía que venir a buscarme a primera hora de la mañana. Quiere que le empapele todo el piso de abajo. Siete u ocho habitaciones, además de cocina y baños. Una casa vieja y grande en Thomas Boulevard delante del parque. Así que he cogido mis cosas y he movido el culo con toda la nieve que hay esta mañana y os podéis creer que el blanco hijo de puta no se ha presentado. Strayhorn, esta mañana estoy de malas.
Strayhorn había encontrado a John French en el Bucket of Blood bebiendo un vaso de vino tinto. Ya eran las once y Strayhorn no había querido pasar tanto tiempo fuera. Dejar a la criatura sola en aquella cabaña suya que era como una cubitera era casi tan malo como tirarla a un cubo de basura. No importaba de quién fuera ni lo muerta que estuviera, era algo más que una cosa muerta ahora que la había encontrado, la había rescatado y la había dejado envuelta en el chaleco sobre la pila de colchones en la que dormía. Ahora la criatura dormía allí. Esperando a que alguien hiciera lo correcto. Se le debía algo y Strayhorn sabía que tenía que encargarse de ello y cuidarse de que la deuda se pagara. Pero no podía hacerlo solo. No podía volver con toda aquella nieve, abrir la puerta y hacer él solo lo que había que hacer.
—Pero voy a sacar una buena tajada en cuanto encuentre a ese blanco. Y me voy a gastar hoy una parte. No hay mejor día para gastarlo. Por mucho frío que haga ahí fuera, me parece que no me voy a alejar mucho de esta barra hasta la hora de dormir. McKinley, dale algo de beber a este como-se-llame. Y no empieces a mirarme así con esos ojos saltones. Ya te he dicho que voy a tener un trabajo que me va a dar mucha pasta en cuanto pille a ese blanco.
—Parece que buscas más que encuentras.
—Y tú parece que hablas más que sirves, negro. Trae para aquí esos ojos de sapo y llénanos los vasos.
—Te he estado buscando toda la mañana, colega.
—Pues me has encontrado. Pero no has encontrado dinero si es lo que buscas.
—No. No es eso, colega. Es otra cosa.
—¿Otra vez te persigue alguien? ¿Ya has estado haciendo el idiota con la mujer de otro? Si has estado robando otra vez u Oliver Edwards te vuelve a perseguir…
—No, no. No es nada de eso.
—Entonces tiene que ser el mismísimo Sabueso del Infierno el que te pisa los talones porque pareces la muerte en persona recalentada.
—French, esta mañana he encontrado a una criatura muerta.
—¿Qué dices?
—Shhh. No grites. Esto no le importa a McKinley ni a nadie. Escucha lo que te cuento y no armes jaleo. He encontrado a una criatura. Envuelta en periódicos y más tiesa que una tabla. Alguien la ha metido en una caja y ha tirado la caja en el callejón de las basuras de Dumferline.
—Nadie es capaz de hacer eso. Nadie sería capaz de hacer una cosa así.
—Es la puñetera verdad. Esta mañana he pasado por el callejón con Papi Basura. La ha encontrado el perro. Ha tumbado un cubo de basura y la caja ha caído fuera. He estado a punto de darle una patada, John French. Casi le doy una patada a la pobre criatura.
—¿Y ya estaba muerta cuando la has encontrado?
—Más muerta que este vaso.
—¿Y qué has hecho?
—No sabía qué hacer y me la he llevado a mi cabaña.
—Muerta y congelada.
—Tirada en la basura como si no fuera más que un trozo de carne.
—Joder.
—Échame una mano, French.
—Joder. Joder, tío. Está claro que la has visto. Me lo creo. Se te ve en la cara. Dios bendiga a América. McKinley, tráenos una botella. Puedes quedarte mis herramientas, o sea que tráenos una botella y no digas ni una palabra.
Lizabeth está cantándole al muñeco de nieve que ha hecho en el solar que hay junto a su casa. No hay una gota de viento, los copos enormes caen verticalmente y ella interrumpe su canción para ponerse un poco de nieve en la lengua. Antes que ella han estado aquí otros niños que han estropeado la blancura perfecta del solar. Han dejado un montículo de nieve que ella había usado para empezar su muñeco. Tal vez ese montículo ya fuera antes un muñeco de nieve. Uno grande, más grande que ninguno que ella pueda hacer, porque se han oído gritos y chillidos desde primera hora de la mañana y eso quiere decir que ha habido un montón de niños en el solar y que probablemente han estado trabajando juntos para construir un muñeco de nieve gigante hasta que alguno de ellos se ha enfadado o ha tenido un impulso perverso y le ha dado un porrazo al muñeco y luego los demás se le han unido y ha empezado a volar nieve en todas direcciones y el muñeco se ha desplomado pisoteado por los niños que corrían y se tiraban bolas de nieve. Hasta que no ha quedado nada de él y los niños han seguido con su pelea. Lizabeth ve surcos en la nieve de donde los niños deben de haber sacado las bolas más grandes para la cabeza y el cuerpo del muñeco. Su madre le ha dicho: «Espera a que esos brutos se larguen. De todos modos solamente debe de haber niños». Así que se ha subido a la tabla, ha restregado el plato sucio de su padre y se ha sentado en su silla mullida pensando en la nieve limpia y perfecta que sabe que ya no podrá ver cuando la dejen salir; y ha soñado que su padre la paseaba en hombros hasta Bruston Hill y los llevaba a ella y al trineo hasta un sitio tranquilo y situado en una pendiente pero no en lo alto de todo y que ella esperaba a que él se pusiera al pie de la pendiente y diera unas palmadas y le gritara: «Vamos, pequeña».
—Si vas a la policía encontrarán alguna razón para meterte en la cárcel. El hospital no tiene sitio para los enfermos, ya no digamos para los muertos. El de la funeraria va a pedir dinero antes de tocar nada. Y la iglesia. La iglesia ya tiene sus propios problemas por los que llorar. Y van a hacer tantas preguntas como la policía. No se puede quedar aquí y tampoco lo podemos devolver.
—Todo eso ya lo sé, John French. Es lo que te he dicho.
Junto a ellos, la llama de la lámpara de queroseno tiembla como si el frío hubiera penetrado hasta el fondo de su corazón azul. La cabaña sin ventanas de Strayhorn siempre está a oscuras salvo por la luz que se cuela por las rendijas de los tablones, unas rendijas que ahora gimen o aprietan el viento hasta arrancarle silbidos estridentes. Los dos hombres están sentados en unos cajones de madera cuyas tablas han sido reforzadas colocándoles bloques de piedra debajo. Otro de los cajones, apoyado en el lado más estrecho, sirve de base para la lámpara de queroseno. John French mira por encima del hombro de Strayhorn hacia la esquina oscura donde éste tiene su lecho de colchones amontonados.
—Tenemos que enterrarlo, colega. Tenemos que salir con este frío de mierda y enterrarlo. Pero no en el patio de nadie. Tenemos que subir al cementerio donde llevan a los negros muertos. —Tan pronto como terminó de hablar, John French se dio cuenta de que no sabía si el cadáver era blanco o negro. Estando en Homewood y en la parte de detrás de Dumferline no podía ser otra cosa que una criatura negra, o al menos eso había dado por sentado. ¿Pero qué persona de Homewood podía haberlo tirado allí? Ni siquiera los negros rurales venidos del Sur que vivían en el callejón de Dumferline eran capaces de algo así. Nadie a quien él conociera. Salvo quizá los blancos racistas, que eran capaces de hacer cualquier cosa a un negro, ya fuera hombre, mujer o niño.
Papi Basura estaba tumbado al lado de la chimenea apagada, roncando y tirándose pedos todo el tiempo. Detrás de él, en la oscuridad, estaba la criatura muerta. A John French se le ocurrió ir a echarle un vistazo. Se le ocurrió ponerse en pie, recorrer el suelo de tierra y abrir el chaleco en el que Strayhorn afirmaba haberla envuelto. Su chaleco. Su maldito chaleco de caza había acabado sirviendo para aquello. Se le ocurrió llevar la lámpara a la esquina oscura, deshacer el fardo de periódicos y colocar la luz sobre el cuerpo muerto. Pero ni siquiera más vino del que podía recordar y media botella de ginebra le habían preparado para aquello. ¿Qué importaba? Blanco o negro. Niño o niña. Un mestizo resultado de la incursión de algún negro en la cama de una blanca o de la visita de un blanco a una casa de negros. Todo el mundo sabía que ocurría cada noche. En Homewood vivía gente de todos los colores del arco iris y la gente continuaba hablando de blancos y de negros como si hubiera una pared de ladrillo entre unos y otros y nadie supiera cómo traspasarla.
—¿Lo has mirado, Strayhorn?
—Es una cosita minúscula. No hace falta mirarlo mucho para saber que está muerto.
—No entiendo cómo alguien ha podido hacerlo. Son tiempos difíciles y todo eso, pero ¿cómo puede alguien ser tan frío?
—Sí que son tiempos difíciles. Yo me paso el día ahí fuera peleándome y te aseguro que la cosa está muy mal.
—No me importa lo mal que esté. Hay cosas que la gente no tiene que hacer. Si ese perro tuyo va y se muere de pronto, seguro que encuentras una forma de enterrarlo.
—En eso tienes razón. Por muy tonto e ingrato que sea, no lo voy a tirar en la basura de nadie.
—Bueno, pues ya me entiendes. A la gente le está pasando algo. Quiero decir que la cosa también estaba mal en el Sur. No hacía tanto frío, pero los blancos te podían romper el cuello cuando les diera la gana. Me acuerdo de que mi padre vino a casa con medio cubo de tripas una Nochebuena después de haber trabajado todo el día matando cerdos para los blancos. Medio cubo de tripas es lo único que le dieron y eso que tenía que alimentar a seis negritos además de mi madre y mi abuela. Los blancos eran malos como el demonio pero no llevaban a la gente a hacer lo que hace en esta ciudad. En el Sur uno conocía a la gente. Y uno conocía a sus enemigos. Ahora parece que ya no puedes confiar en nadie a quien veas por la calle. Blancos, negros, no hay diferencia. Homewood está cambiando. La gente está cambiando.
—No tengo nada. No lo voy a tener nunca. Pero en verano vivo bien y en invierno siempre encuentro alguna manera de sobrevivir. Cuando quiero una mujer, la consigo.
—Tú estás loco, pero no de esa forma perversa en que la gente se está volviendo loca. Tienes tu carro y al perro y un sitio donde dormir. Y no vas a hacer daño a nadie para conseguir más. A eso me refiero. La gente hace cualquier cosa para conseguir más de lo que tiene.
—Los negros han estado peleándose y montando broncas desde que vinieron al mundo.
—Todo el mundo se pelea. Yo me he peleado con la mitad de los negros de Homewood. Pelearse es otra cosa. Cuando dos hombres se empiezan a dar de hostias no es asunto de nadie más. Pelearse no hace daño a nadie. Aunque de vez en cuando se muera algún negro.
—John French, estás diciendo tonterías.
—Si entiendo lo que hay de tonto en esas tonterías, ya no serán tonterías.
—Estás diciendo chifladuras. Es la ginebra la que está hablando.
—No es la ginebra. Soy yo el que habla y digo la verdad.
—¿Qué vamos a hacer?
—¿Tienes una pala?
—Tengo una con el mango roto.
—Pues cógela, vámonos y hagamos lo que tenemos que hacer.
—Todavía no ha oscurecido.
—Aquí dentro está oscuro como un pozo.
—Fuera no ha oscurecido. Tenemos que esperar.
John French cogió la botella que tenía junto a la pierna. Aquel pequeño movimiento bastó para avisarle de lo difícil que iba a ser levantarse del cajón. Dentro hacía casi tanto frío como fuera, los huesos se le congelaban y la rigidez en la espalda que ya le acompañaba siempre por culpa de doblarse y estirarse todo el tiempo para empapelar paredes se convirtió en una pelota dura que iba a tener que extender centímetro a centímetro con dolor cuando se pusiera de pie. Su puño se cerró en torno al cuello de la botella. Se la llevó a los labios, dio un trago largo y se la pasó a Strayhorn. La ginebra le quemó en la boca a John French. La retuvo ahí, entumeciéndole los labios y las encías, e inhaló los vapores. Por un momento le pareció que su cabeza era un globo y que alguien se lo estuviera llenando de gas y que de un momento a otro el globo iba a estallar o bien a despegarse de sus hombros y empezar a flotar.
—Te lo has acabado, negro. No has dejado ni un trago. —Strayhorn habló con la boca medio tapada por la manga del abrigo.
—Faltan dos o tres horas para que se haga oscuro. Te aseguro que no me voy a quedar todo ese rato aquí sentado. ¿No tienes madera para el fuego?
—La guardo.
—Entonces vámonos.
—Me tengo que quedar. Alguien tiene que estar aquí.
—Alguien tiene que beberse otra copa.
—Yo no vuelvo a irme.
—Pues quédate. Ya volveré. Joder. Fuiste tú el que lo encontró, ¿verdad?
Cuando John French consiguió abrir la puerta, la luz gris penetró como una mano que agarrara todo lo que había dentro de la cabaña, lo sacudiera y lo asfixiara antes de que la puerta se cerrara de golpe y cortara la mano gris por la muñeca.
Es la hora más calurosa de un día de julio. Papi Basura está enroscado debajo del carro de los helados, encogido y principesco en el único lugar a la sombra de toda la calle a la una de la tarde. De vez en cuando su cola correosa golpea el pavimento. Ya es viejo para la mayoría de sus juegos de cachorro pero cuando duerme sigue siendo un cachorro, piensa Strayhorn, y observa cómo la cola del animal se eleva y cae como siguiendo un pulso irregular pero persistente que discurriera bajo las calles de Homewood.
—Señor Strayhorn. —La joven que le habla tiene la cara larga y pálida de John French. Es grande y huesuda como él y tiene el mismo pelo liso y sano que tenía John French. Ella lo lleva largo hasta los hombros pero a él se le ha caído y solamente le queda una tira estrecha por encima de las orejas como si alguien hubiera bosquejado la trayectoria de una sierra.
—¿Ha visto a mi padre, señor Strayhorn?
—Pasó por aquí ayer, señorita French.
—¿Y hoy? ¿Lo ha visto hoy?
—Hum.
—Señor Strayhorn, mi padre tiene que ir a casa. Lo necesitamos en casa ahora mismo.
—Bueno… Déjame ver…
—¿Está jugando? ¿Están jugando allí arriba junto a las vías? Usted sabe si están allí.
—Creo que le he visto con algunos de los muchachos…
—Maldita sea, señor Strayhorn. Lizabeth va de parto. ¿Lo entiende? Ya es hora y lo necesitamos en casa.
—Tranquila, chica. Apuesto a que está allí. Vete a casa. Yo y Papi Basura vamos a buscarlo. Tú ve a casa.
—Negrita, negrita, papaíto está bien, negrita querida. —Lizabeth oye la canción cada vez más cerca. Sí, es él. ¿Quién otro iba a ser? Llora. De dolor y de felicidad. Le han traído a la criatura para que la vea. Una criatura preciosa de verdad. Ahora Lizabeth está sola de nuevo. Débil y llena de dolor. Tiene la impresión de estar en el sitio incorrecto. Estaba tan gorda y ahora apenas se encuentra a sí misma en la inmensidad blanca de la cama. Solamente el dolor le indica que no ha desaparecido por completo. Ese dolor blanco y perfecto.
Lizabeth está sudando y querría tener un peine aunque sabe que sería incapaz de sentarse y desenredarse el pelo. Su pelo largo y liso. Como el de su madre. Y el de su padre. Ese pelo enredado sobre la almohada junto a su cara. Está sudando y llorando y se han llevado a su criatura. Escucha pasos, ruidos procedentes de las demás camas de la sala. Tantas barrigas abultadas, tantas sábanas blancas y nombres que olvida todo el tiempo pero que no se atreve a preguntar otra vez porque es demasiado tímida. ¿Y adónde se han llevado a su hijo? ¿Por qué no hay nadie que le diga lo que necesita saber? Escucha el silencio y al final escucha a alguien cantar: «Negrita. Querida, querida negrita». La canción borracha de su padre flota cada vez más cerca y la voz de una enfermera dice «No», dice «No puede entrar ahí», pero su padre no desafina ni una sola nota y ella ve a la enfermera con su ropa perfectamente blanca y a su padre que ni siquiera la mira sino que se limita a dejar plantado ese uniforme y a pasearse ufano entre las camas, cada vez más cerca y cantando, cantando una canción de negros ignorantes que la avergüenza horrores y diciendo esa palabra sucia que le da ganas de esconderse debajo de las sábanas. Pero es él y va a ir con ella y va a alargar la mano sin dejar de cantar y le va a tocar la frente húmeda y su mano va a estar fría y ella va a oler el vino en su aliento y ella empieza a cantar en voz baja el nombre que él siempre ha tenido para ella y que siempre tendrá, «Papi John, Papi John», al compás de la canción de negros que él está cantando en voz bien alta para que lo oiga todo el mundo.
—Tienes que decir algo. Tú eres el que mejor habla. Se te dan bien las palabras. —John French y Lemuel Strayhorn llevan horas trabajando. Detrás y debajo de ellos, las calles de Homewood están desiertas, vacías y quietas como si la gente negra del Sur no hubiera oído hablar de los molinos, las minas y la libertad, como si no hubieran oído los rumores y los bulos, no hubieran empaquetado sus cosas y llenado sus maletas de cartón con todo lo que podían llevar consigo y se hubieran metido en los trenes rumbo al Norte. Vacías y quietas como si todos los seres humanos hubieran huido de la tormenta de nieve, de aquella nevada que nunca va a detenerse y que va a sepultar Dumferline, Tioga, Hamilton, Kelley, Casssina, Allequippa, todas las calles de Homewood van a desaparecer en silencio, tan deprisa como las pisadas de los hombres que ahora suben por Bruston Hill. John French va primero, apoyándose en la pala partida como si fuera un bastón, clavando la hoja metálica en la nieve de forma que repiquetea en el pavimento como un tambor marcando el ritmo de su avance. Strayhorn va detrás, tambaleándose porque lleva el fardo de trapos y papeles aferrado con ambas manos contra el regazo, pensando, cuando el viento le da bastante paz, en lo que va a decir si alguien le detiene y le pregunta qué lleva. Y por último el perro, Papi Basura, trotando en una trayectoria más recta de lo habitual, una trayectoria de la que no se desvía ni siquiera cuando un gato, invisible, deja escapar un bufido mientras la sigue ascendiendo con rumbo al cementerio.
A pesar del viento, la nieve y el frío cortante, los hombres están ruborizados y acalorados dentro de sus ropas. Si uno estuviera a más de un par de metros de ellos no vería que están cavando. Vuela demasiada nieve por el aire y la noche es demasiado oscura. Pero a una manzana de distancia uno los oiría forcejear con la tierra helada, maldecir, resoplar y gruñir a medida que se turnan con la pala de mango partido. Han decidido antes de empezar que el agujero tiene que ser hondo, de un metro ochenta de profundidad por lo menos. Si uno estuviera lo bastante cerca y los viera todo el tiempo, vería que finalmente el agujero se hace lo bastante hondo para que uno de los hombres desaparezca en él con la pala mientras el otro se sienta exhausto al borde del hoyo esperando su turno. Vería cómo la botella de color verde oscuro es vaciada y clavada por el cuello en la nieve como una lápida en miniatura. Vería cómo uno de ellos hiende el suelo duro como una piedra mientras el otro da vueltas al montículo creciente de nieve y tierra, echándose el aliento en los dedos y golpeando el suelo con los pies, dejando huellas erráticas como las de Papi Basura en la nieve intacta del cementerio.
—No tengo lápida para marcar este sitio. Y no conozco tu nombre, criatura. No sé quién te trajo a este mundo. Pero ahora nada de eso importa. Ahora estás sola. En este mismo lugar enterré a mis gemelas. En este lugar de lágrimas. No se me ocurre nada que decir salvo que también nacieron y murieron muy deprisa. Pero las quisimos. No hubo tiempo ni de ponerle nombre a una de ellas antes de que muriera. A la otra la llamamos Margaret, por su tía, mi hermana pequeña, que también murió muy joven. Como dicen los predicadores, que tu alma encuentre reposo. Descansa en paz, criatura.
Strayhorn permanece mudo con el fardo en brazos. John French parpadea para sacudirse la nieve de las pestañas. Oye a Strayhorn gruñir «Amén» y luego Strayhorn oscila como una figura vista debajo del agua. Su perfil se mueve, se disuelve, las líneas de su contorno se hinchan y se dividen.
—¿Cómo vamos a meterlo ahí? No podemos tirarlo sin más a ese suelo congelado.
John French se saca del bolsillo del abrigo el trapo rojo a cuadros que usa para sonarse. Lo había olvidado todo este tiempo. Se seca los ojos y se suena la nariz. Mira al cielo. Los copos de nieve parecen caer todos en trayectoria oblicua desde un mismo punto en las alturas. Si pudiera colocar el pulgar en ese punto o meter el pañuelo, podría parar la nevada. El cielo se aclararía y podrían ver las estrellas.
Se arrodilla al borde del agujero y empuja un poco de nieve limpia hacia la negrura del fondo. Sigue empujando hasta que el fondo del hoyo está recubierto de un manto suave y brillante.
—Es lo mejor que podemos hacer. Déjala con cuidado. Échate hacia delante todo lo que puedas y déjala con cuidado.
Traducción de Javier Calvo