XV
En este momento, la señora de Jack, con una bata verde de seda, acababa de ir a la ventana de su cuarto para respirar apreciativamente una buena cantidad del aire fresco de la noche. Le pareció muy bueno. Los últimos indicios molestos del humo habían sido purificados y alejados por el aliento fresco de abril. Y, a la luz blanca de la luna virginal, resplandecían las torres y los muros de Manhattan con una magia fría en columnas partidas de piedra y cristal. Sobre su espíritu tranquilo cayó la paz. Bañaron su alma la comodidad y la seguridad. Era todo tan sólido, tan espléndido, tan eterno y tan bueno.
Le sacudió los pies un temblor, débil y distante. Se detuvo alarmada, esperó, escuchó. ¿Es que iba nuevamente a sacudir la profunda perfección de su alma aquella antigua preocupación? ¿Qué rumor había oído esta noche?… ¿Temblores débiles, pequeños pero claros, y conversaciones acerca de los túneles que había abajo?… ¡Ah, allí estaba por segunda vez! ¿Qué sería?
¡OTRA VEZ TRENES!
… Pasaban, se desvanecían, temblaban delicadamente hasta alejarse en la seguridad de la piedra eterna y dejaban tras ellos la columna azul de la noche de abril en los vértices llameantes de aquella paz esculpida e inmortal.
Le volvió la sonrisa a los ojos. Se había levantado de su alma el ceño breve y turbador. Y su aspecto, cuando se dispuso a dormir, resultaba casi armonioso y angélico: el aspecto de una niña buena que ha terminado la gran aventura de un día más y que sabe que nuevamente han vuelto el sueño y la mañana.
«Largo, largo tiempo yacía en la noche —pensó— y pensaba en ti…».
Ah, el sueño.