VIII

Ya había llegado el momento del señor Piggy Hartwell y su célebre circo de muñecos de alambre. El señor Piggy Hartwell llevaba un grueso jersey azul de cuello alto, un par de pantalones de lona viejos y un par de rodilleras gastadas de las que hace años estaban de moda entre los luchadores profesionales. Y así ataviado realizó ahora su aparición, tambaleándose bajo el peso de sus dos enormes maletas, que por fin dejó en el suelo con un golpe tremebundo.

Inmediatamente echó atrás el gran sofá y todos los demás muebles, quitó la alfombra y luego, implacablemente, empezó a quitar los libros de las estanterías y a tirarlos al suelo. Luego pegó en los espacios vacíos grandes carteles de circo, los cuales, además de la mezcla acostumbrada de leones, elefantes y payasos, tenían letreros descriptivos tales como: «7 y 8 de mayo: Bamum & Bailey», ó «31 de julio: Ringling Brothers».

Cuando terminó volvió hacia sus maletas y empezó a sacar de ellas una gran variedad de objetos: había pistas de circo en miniatura hechas con tiras redondas de hojalata. Había trapecios hechos de alambre. Y, además, había una gran variedad de figuras de alambre: payasos y trapecistas, acróbatas y saltimbanquis, amazonas y caballos de alambre. En realidad, había de todo lo que pudiera necesitar un circo.

Se arrodilló sobre sus rodilleras y durante un rato manifestó estar extremadamente atareado con su trabajo. Por fin hizo evidente que estaba dispuesto a empezar haciéndole una señal a la anfitriona. En el mismo momento sonó el timbre e hizo pasar Molly a una multitud de recién llegados que no habían sido invitados. En su mayor parte se trataba de gente joven que, evidentemente, pertenecía al «grupo social» del señor Piggy Hartwell. Las chicas tenían aquel aspecto inconfundible de haber ido a la escuela de señoritas de la señorita Spence y, por el mismo patrón, parecía que los muchachos habían ido a Harvard o a Yale y también parecían dar la seguridad de que por lo menos unos cuantos pertenecían al Racquet Club y, además, estaban relacionados con alguna firma de «agentes de inversiones» del centro de Nueva York. Toda esta gente entró ruidosamente, dirigidos por un caballero joven y elegante que se llamaba, aunque parezca extraño, Hen Walters[11] y que era el amigo del alma del señor Hartwell.

Pareció que la señora de Jack quedaba abrumada ante esta invasión, pero ya se había sobrepuesto y murmuraba saludos cuando se lanzaron los jóvenes recién llegados más allá de ella, sin hacerle caso en absoluto, y corrieron a la habitación gritando bromas vociferantes al señor Hartwell. No hicieron ni el más mínimo caso a los invitados de verdad excepto algunos que saludaron ocasionalmente a Amy Van Leer, a quien aparentemente consideraban como una más de ellos, aunque fuera un ángel caído.

Hen Walters la saludó con toda cordialidad, con todo el regocijo de su voz animada:

—¡Ah, hola, Amy! Hace siglos que no te veía. ¿Cómo es que has venido aquí? —con un tono que indicaba en cierto modo, con toda la arrogancia inconsciente de la gente de su estilo, que aquella gente estaba más allá de lo peor que se podía uno esperar.

El tono y la sugerencia la picaron profundamente. Por sí misma, hubiera recibido calumnias contra su nombre con perfecto buen humor. Pero una afrenta a alguien a quien quería era más de lo que podía soportar. Y a la señora de Jack la quería.

Casi antes de que pudiera darse cuenta de lo que estaba diciendo, repetía rápidamente:

—¡Cómo puedo yo estar aquí… vaya un sitio! Bueno, para empezar es un sitio estupendo en el que estar, el mejor que conozco… Y ¡quiero decir! ¡Ya sabes!… —dijo echando la cabeza atrás con furiosa impaciencia—. ¡Quiero decir! Después de todo, a mí me han invitado… que es más de lo que puedes decir tú… —inconscientemente, con un gesto de cálida protección, le pasó un brazo por el hombro a la señora de Jack.

—Alice, querida —dijo Amy—, éste es el señor Walters… con algunos amigos suyos… —pero se quedó mirando un momento a aquel racimo de jovencitas recién puestas de largo y a sus acompañantes y se dio la vuelta, sin hacer el más mínimo esfuerzo por bajar la intensidad de su voz y diciendo—: ¡Dios, qué horrorosos son!… ¡Quiero decir!… ¡Ya sabes!

Mientras tanto, Hen Walters hacía gorgoritos diciéndole a la señora de Jack:

—… Qué amable ha sido usted al dejarnos pasar… Nos dijo Piggy que no importaba… Espero que no la molesten…

—Pero claro que no, en absoluto —protestó ella con tono de sinceridad— … Los amigos del señor Hartwell… ¿Pero no quieren ustedes tomar una copa o algo de comer?

¡Cielos!, no —exclamó el señor Walters con un tono de alegría gorgoteante—. ¡Acabamos de venir de casa de Tony y estamos verdaderamente llenos hasta arriba!

—Bueno, si de verdad no quieren nada —empezó a decir ella.

—¡Pero claro! —exclamó el señor Walters encantado—. ¡No hemos dejado que empiece la función!

—¡Oh, Piggy! —gritó a su amigo que, sonriendo animado, se arrastraba por el suelo sobre sus rodilleras—. ¡Empieza! ¡Nos estamos todos muriendo por verlo!… Yo lo he visto una docena de veces y cada vez resulta más fascinante… ¡Así que, si ya estás preparado, empieza, por favor!

El señor Hartwell ya estaba preparado y empezó.