I
A las siete sonó en tono bajo el teléfono de al lado de mi cama. Me di la vuelta y luego me desperté de pronto de uno de esos sueños intranquilos y poco profundos que experimenta uno cuando se ha acostado tarde sabiendo que tiene que levantarse temprano. Era el portero.
—Son las siete —dijo.
Respondí:
—Muy bien. Gracias. Ya estoy despierto.
Luego me levanté, luchando aún sin ganas contra una fatiga acorchada que seguía pidiendo más sueño y con una tensión de ansiedad que me roía y me exigía acción. Al mirar a la habitación, me aseguré. En el departamento del equipaje estaba mi viejo baúl, ya hecho y preparado. Ahora no quedaba mucho más que hacer, excepto afeitarme, vestirme e ir a la estación. El tren no salía hasta las ocho y media y no había que andar más que tres minutos para llegar a la estación. Metí los pies en las zapatillas, me acerqué a las ventanas, tiré del cordón y abrí las pesadas persianas.
Era una mañana gris. Allí abajo, excepto un taxi o un coche de vez en cuando, el zumbido silencioso de una bicicleta o alguien que iba andando rápidamente al trabajo, con el paso largo y cansado de primeras horas de la mañana, estaba desierta y silenciosa la Kurfürstendamm. En el centro de la calle, por encima de las vías del tranvía, ya habían perdido los árboles la frescura del verano —esa profunda intensidad del verde alemán que da a todo su follaje una especie de oscuridad boscosa, un sentido legendario de magia y de tiempo—. Tenían las hojas, ahora, polvorientas y descoloridas. Se veía, de vez en cuando, que ya empezaba a salirles el tono amarillento del otoño. Pasó un tranvía, color amarillo crema, inmaculado, brillante como un juguete perfecto, con una especie de ruido sibilante sobre los raíles y en los contactos del trole. Éste era el único ruido que hacía el tranvía. El tranvía era perfecto en sus funciones, como todo lo que hacían los alemanes. Incluso los adoquines que pavimentaban el espacio entre las vías estaban inmaculados, como si acabaran de pasar sobre cada uno unos zorros para el polvo, y las tiras de hierba a ambos lados eran tan verdes y tan aterciopeladas como el césped de Oxford.
A ambos lados de la calle estaban también desiertos y vacíos los grandes restaurantes, cafés y terrazas de la Kurfürstendamm. Las sillas estaban puestas encima de las mesas y todo era limpio y quieto. A tres manzanas de distancia, al principio de la calle, sonó siete veces el reloj de la Gedächtnis-Kirche. Podía verse la gran masa oscura de la iglesia. En los árboles cantaban unos cuantos pájaros.
Llamó alguien a la puerta. Me di la vuelta, crucé la habitación y la abrí. Tras ella estaba el camarero con la bandeja del desayuno. Era un chico de quince años, un niño rubio y solemne con la cara rosada y fresca. Llevaba una camisa con encajes y un uniforme de camarero que estaba inmaculado pero que, me parece, había sido arreglado, acortándolo un poco para pasar de su anterior propietario maduro a su propietario actual. Entró solemnemente, pronunciando estólidamente sus tres frases en inglés, que eran «Buenos días, señor», al abrirle la puerta; «Por favor, señor», al poner la bandeja en la mesa; y «Gracias, señor» al salir, dar media vuelta y cerrar la puerta tras de sí.
En seis semanas no había variado la fórmula en absoluto y ahora, al ver que se iba otra vez, experimenté una sensación de afecto y de pena. Le dije que esperase un momento, cogí los pantalones, saqué algo de dinero y se lo di. Se le puso roja de felicidad la cara sonrosada. Le estreché la mano y entonces dijo el muchacho:
—Gracias muchas, señor —y luego, con mucha calma y seriedad—: Gute Reise.[1]
Dio un taconazo y me hizo una inclinación protocolaria, cerrando después la puerta. Y allí me quedé yo durante un momento, con aquella sensación inefable de afecto y de pena, comprendiendo que nunca le volvería a ver.
Luego volví hacia la mesa, me serví una taza de chocolate espeso y caliente, abrí un panecillo reciente, puse encima mantequilla, le añadí mermelada de fresas y lo comí. La chocolatera estaba todavía medio llena y quedaban en la fuente varios trocitos de mantequilla cremosa. Había bastante mermelada, bollos recientes y «croissants» finos para media docena de desayunos, pero ya había comido todo lo que quería. Me lavé los dientes y me afeité, puse la brocha y el cepillo, todos los cacharros, en un estuche de cuero y metí éste en el viejo baúl. Luego me vestí. A las siete y media ya estaba dispuesto.
Entró Hartmann cuando estaba llamando al portero. Al verme empezó a reírse, cerrando los ojos, retorciendo las facciones y resoplando de risa a través de los labios fruncidos agriamente, como si acabara de comer un níspero a medio madurar. Luego me miró con ansiedad y preguntó:
—¿Entonces ya estás preparado? ¿Te vas?
—Sí —asentí—. Ya está todo listo. ¿Qué tal te sientes, Franz?
De repente se rió, se quitó las gafas y empezó a limpiarlas. Sin las gafas, adquiría su cara pequeña un aspecto cansado y desgastado y tenía los ojos inyectados en sangre y nublados de la noche anterior.
—¡Oh, Gott! —dijo con una especie de desesperación alegre—. ¡Me siento horriblemente mal! ¡Ni siquiera me he acostado! ¿Quieres que te diga una cosa? —dijo contemplándome con la seria intensidad con la que pronunciaba siempre estas palabras—. Me siento horroroso… de verdad.
Hablaba bien en inglés. Había vivido y trabajado un año o dos en Londres y desde entonces se habían convertido sus servicios por su conocimiento del idioma en algo extremadamente útil para la firma de exportación que le empleaba. Era raro que cometiese una equivocación importante de acento o de pronunciación, y sin embargo, inmediatamente se daba uno cuenta de que hablaba en una lengua extranjera a él. No es fácil de describir. Era, quizá más que ninguna otra cosa, una cierta entonación de la voz, de una voz que pronunciaba palabras familiares con el ritmo latente de otro lenguaje. Hablaba sin dificultad —ocasionalmente se veía una cierta torpeza en el uso de los tiempos, un ejercicio inseguro de los modismos, una transposición germánica de las palabras inglesas— pero siempre de una manera fluida y clara. Sin embargo, incluso cuando empleaba frases tan sencillas como: «¿Entonces ya estás preparado?», se daba uno cuenta de unas ciertas precauciones con la pronunciación, como las que toma alguien a quien se ha educado para que diga las palabras correctamente. Y, además, cuando empleaba frases tal como: «Te voy a decir una cosa» —expresión que empleaba habitualmente— se sentía una especie de extrañeza, no tanto por la forma de decir las palabras (las pronunciaba muy bien, con una cierta tendencia a cecear, casi como si dijera «coza») como por la forma tan curiosa que tenía de emplearlas. Así, cuando le hacía uno una pregunta trivial —dónde comprar una camisa, o dónde coger el autobús, o si había llamado alguien al teléfono— Hartmann se volvía con un aire de seriedad casi alarmada y decía:
—Te voy a decir una cosa: sí que ha llamado alguien, sí.
Ahora le miré un momento mientras volvía a ponerse las gafas.
—¿Entonces no has dormido nada? —dije.
—Ah, sí —dijo con voz cansada—. He dormido una hora. Fui a casa. Mi novia estaba dormida y no quería despertarla. Así que me eché en el diván. Ni siquiera me quité la ropa. Tenía miedo de que se me hiciera tarde para despedirte en la estación. Y eso —dijo contemplándome con absoluta seriedad— hubiera sido demasiado terrible.
—¿Por qué no vuelves a casa a dormir después de la estación? No creo que puedas trabajar mucho en la oficina tal como te sientes. ¿No sería mejor que te tomaras un día de descanso y recuperases el sueño?
—Bueno, no sé —dijo Hartmann abruptamente pero con bastante indiferencia—. Te diré una cosa. No importa. De verdad que no importa. Ya tomaré algo, café o cualquier cosa —dijo encogiéndose de hombros—. No tiene importancia. ¡Pero, Gott! —dijo repitiendo aquella risa alegremente desesperada—. ¡Cómo voy a dormir esta noche! Después de esto, intentaré volver a conocer a mi novia.
—Espero que sí, Franz. Me temo que no te ha visto mucho en este último mes.
—Bueno, no sé —dijo Hartmann igual que antes—. Te diré una cosa: no importa. De verdad que no importa. Es una buena chica y comprende este tipo de cosas… ¿Te gusta, sí? ¿Te parece simpática?
—Sí, me parece muy simpática.
—Bueno, no sé —dijo Hartmann—. Mira lo que te digo: Es muy agradable. Nos llevamos muy bien. Espero que me dejen ellos seguir con ella —dijo en voz baja.
—¿Ellos? ¿A quién llamas «ellos», Franz?
—Oh —dijo con voz cansada— a esa gente… a esos estúpidos… ya sabes quiénes.
—¡Pero Dios mío, Franz! No es posible que hayan llegado a prohibir eso, ¿verdad? Pero hombre, si basta con salir a la Kurfürstendamm y puedes escoger a una docena de chicas en menos de cien metros.
—Oh —dijo Hartmann— te refieres a las putillas. Sí, todavía se puede ir de putillas. Eso está bien. Sabes, querido amigo —dijo Hartmann, empezando en aquel momento a fruncir la cara con un gesto de malicia pícara y comenzando a hablar con un tono de voz de refinamiento exagerado y finísimo, que era lo que caracterizaba algunas de sus frases más implacables—. Ahora te diré una cosa. Bajo el Dritte Reich[2] somos todos tan felices, es todo tan bueno y tan sano, que resulta terriblemente horroroso —dijo con una mueca—. Puedes ir de putillas en la Kurfürstendamm. Pero no puedes vivir con una chica. Si tienes una chica, debes casarte con ella y ¿quieres que te lo diga? —añadió con franqueza—. No puedo casarme. No gano bastante dinero. ¡Sería absolutamente imposible! —dijo determinadamente—. ¿Y quieres que te diga una cosa? —continuó paseándose nerviosamente de uno a otro lado de la habitación, dándole chupadas rápidas al cigarrillo—. Si vives con una chica, entonces tienes que tener dos habitaciones. ¡Y también eso es absolutamente imposible! No tengo dinero ni siquiera para poder tener dos habitaciones.
—¿Quieres decir que si vives con una chica, estás obligado por la ley a tener dos habitaciones?
—Sí, es la ley —dijo Hartmann asintiendo con la cabeza con ese aire de fatalidad con el que se refieren los alemanes a las costumbres establecidas—. Hay que tenerlas. Si vives con una chica, tienes que tener un cuarto para ella. Entonces puedes decir —continuó con seriedad— que no vivís juntos. A lo mejor os acostáis juntos todas las noches, pero entonces, comprendes, ya seréis buenos. No haréis ciertas cosas contra el Partido… ¡Gott! —gritó y, levantando la cara pícara, volvió a reírse.
—Es todo horroroso.
—Pero, Franz, ¿y si se enteran de que estás viviendo con ella en una sola habitación?
—Bueno, no sé —dijo en voz baja—. Te puedo decir que entonces tendrá que irse —y luego, cansadamente, con el tono de amarga indiferencia que se había hecho tan notable en él en menos de un año—. No importa. No me importa. No les presto atención a esos estúpidos. Tengo mi trabajo. Tengo a mi novia. Si me dejan que siga con los dos, no quiero nada más.
Pero ahora llegó el mozo que estaba ocupándose en poner las correas del baúl de cuero. Cerré la maleta con las cartas, los libros y los manuscritos que habían ido acumulándose y se la di al hombre. Sacó el equipaje a rastras hasta el pasillo y nos dijo que nos esperaría abajo.
Miré al reloj, vi que faltaban todavía tres cuartos de hora para la del tren y le pregunté a Hartmann si le parecía que fuésemos inmediatamente a la estación o que esperásemos en el hotel.
—Bueno, no sé —dijo—. Te diré que podemos quedarnos esperando aquí. Si esperas aquí media hora más, me imagino que todavía sobra tiempo. —Me ofreció un cigarrillo. Yo encendí la cerilla para ambos. Luego nos sentamos, yo a la mesa y Hartmann en el diván que había junto a la pared. Durante un momento estuvimos fumando en silencio.
—Bueno, no sé —dijo Hartmann—, pero esta vez es adiós de verdad… Esta vez te marchas de verdad —dijo contemplándome con aquella mirada suya, aguda, seria y anhelante.
—Sí, Franz. Esta vez tengo que irme. Ya he perdido dos barcos. No puedo perder éste.
Fumamos en silencio otro rato y luego, repentinamente, con la misma seriedad que antes, dijo:
—Entonces, ¿quieres que te diga una cosa? Lo siento.
—También yo, Franz.
—Te echaremos todos de menos terriblemente —dijo.
Volvimos a fumar en medio de un silencio turbado.
—Volverás, claro —dijo Hartmann por fin. Luego continuó con más énfasis—. Claro que tienes que volver. Aquí te queremos —y luego, con toda sencillez, en voz baja—: sabes, aquí te queremos muchísimo.
No dije nada, pero se me atragantó algo en la garganta. Y él, volviendo a contemplarme anhelante, continuó:
—¿Y a ti te gusta esto? ¿Te gustamos? ¡Sí! —gritó en respuesta a su propia pregunta—. ¡Claro que sí!
—Claro, Franz.
—Entonces debes volver —dijo en voz baja—. Sería horroroso que no lo hicieras.
No dije nada, pero volvía a notar, como tantas veces había notado anteriormente, la resonancia trágica y profunda de su voz baja, una voz matizada en cierto modo, para un americano, con profundidades insondables de vida, con una resignación que hacía mucho tiempo que había pasado más allá de la desesperación, una fortaleza que había pasado mucho más allá tanto del orgullo como de la esperanza. Me volvió a mirar inquisitivamente, pero seguí sin decir nada. Un momento después dijo Hartmann:
—Y yo… también espero que volvamos a vernos.
—Eso espero, Franz. Creo que, algún día, volveremos a vernos —luego, intentando destruir esta tristeza que había caído sobre nosotros, dije con fuerza—: ¡Claro que sí! Volveré y nos volveremos a sentar a charlar exactamente igual que ahora.
No me respondió, pero durante un instante se le retorció la cara con aquella mueca de humor amargo que le había visto tantas veces.
—Crees que sí —dijo con aquella sonrisa suya retorcida y amarga.
—¡Estoy seguro! —dije más positivamente que nunca—. Nos sentaremos a beber juntos, organizaremos fiestas, nos quedaremos levantados toda la noche y bailaremos alrededor de los árboles e iremos a Aenna Maentz a las tres de la mañana a tomar caldo de pollo. Será todo igual.
—Bueno, entonces —dijo en voz baja—, espero que tengas razón. No estoy muy seguro —dijo Hartmann—. A lo mejor ya no estoy yo aquí.
—¡Tú! —dije, riéndome en tono burlón—. Franz, sabes de sobra que seguirás estando aquí mientras esté Karl. No podríais pasaros el uno sin el otro. Siempre tenéis que estar juntos. Además, te necesita la compañía para los negocios con Inglaterra.
—No estoy muy seguro —dijo. Se quedó callado otro rato, chupando su cigarrillo y luego continuó, con tono titubeante—: Sabes, están esos idiotas… ¡Esos imbéciles! —apagó el cigarrillo brutalmente en el cenicero y, retorciendo la cara con la sonrisa amarga de un orgullo desafiante y lacerado, exclamó irritado—: Por mí no me importa. No me preocupo por mí mismo. ¡Yo ya tengo mi vida pequeñita! —exclamó Hartmann—. Mi pequeño empleo… mi muchachita… mi cuartito. Estos tíos… ¡esos idiotas! —exclamó—. No les hago caso. ¡Ni los veo! ¡No me molesta! —exclamó. Y verdaderamente, tenía la cara tan amargada como la de una máscara grotesca—. Siempre podré arreglármelas —dijo Hartmann—. Si me echan… bueno, puedo decirte que no me importa. ¡Hay otros sitios en el mundo! —gritó amargamente—. He vivido en Inglaterra y en Viena. Si me quitan mi empleo, mi chica —exclamó desdeñosamente, haciendo gestos impacientes con la mano—. ¿Quieres que te diga que no me importa? Y si esos idiotas —esos tíos estúpidos— si me quitan esta vidita mía, tampoco creo que sea tan terrible. ¿A ti te lo parece? ¿Sí?
—Sí, me lo parece, Franz. No me gustaría morir.
—Bueno, no sé —dijo Hartmann en voz baja—. Es distinto tratándose de ti. Tú eres americano. No puedes ser igual que nosotros. He visto a personas fusiladas en Munich, en Viena… y no me parece que sea demasiado malo —dijo dándose la vuelta y mirándome inquisitivamente de nuevo—; no, me parece que no es demasiado malo —dijo.
—¡Qué diablo, ahora eres tú el que está hablando como un idiota! No te va a fusilar nadie. Nadie te va a quitar el empleo ni la novia.
Durante un momento no dijo nada Hartmann. Por fin habló abruptamente:
—Ahora me parece que te puedo decir una cosa. Durante el año pasado esos idiotas —esos estúpidos— se han convertido en algo verdaderamente espantoso. Les han quitado sus empleos a todos los judíos y ahora no tienen nada que hacer. Llegan estos tíos a un sitio, estos estúpidos con sus uniformes —dijo despectivamente— y dicen que todo el mundo tiene que ser ario… lo dice esa persona maravillosa, de ojos azules, dos metros y medio de estatura que no ha tenido más que parientes arios en su familia desde 1820. Si por ahí detrás queda un pequeño judío, bueno, pues me imagino que es una verdadera pena —se burló Hartmann—. Ese hombre no puede ya trabajar… ya no tiene el espíritu germánico. A mí me parece todo una sarta de estupideces —dijo. Luego fumó en silencio unos minutos y continuó—: Durante este último año han estado acercándose a Karl y a mí estos imbéciles. Exigen que les diga quién soy, de dónde soy, si he nacido o no. Dicen que tengo que demostrarles que soy un hombre ario. Si no, no puedo seguir en mi empleo.
—¡Pero, Dios mío, Franz! —grité contemplándole estupefacto—. ¿No querrás decirme que…? ¡Pero, hombre, tú no eres judío! ¿Verdad?
—¡Oh, Dios, no! —exclamó Franz con un grito repentino de alegre desesperación—. Mi querido amigo, soy tan malditamente alemán que resulta terrible.
—Bueno, pues entonces —pregunté yo, confuso—. ¿Por qué van a molestarte? ¿Por qué les preocupa que seas ario o no, si eres alemán?
Se quedó Hartmann en silencio un momento antes de contestar y se hizo perceptiblemente más profundo el aire de humor herido en su cara antes de que volviera a hablar:
—Mi querido Paul —dijo—, ahora puedo decirte una cosa. Es verdad que soy completamente alemán. Sólo que mi pobre madre querida… claro que la quiero mucho… ¡pero Gott! —volvió a reírse con la boca cerrada, con una especie de diversión amargada en la cara, como si estuviera riendo con un níspero sin madurar en la boca—. ¡Gott! Es una idiota. La pobre señora —dijo con cierto desprecio— quería muchísimo a mi padre. Tanto, en realidad, que no se molestó en casarse con él. Así que viene esta gente y me hacen toda clase de preguntas y dicen: «¿Dónde está su padre?» y, claro, no puedo decírselo. Porque, por desgracia, mi querido amigo, resulta que soy un bastardo. ¡Gott! —volvió a exclamar al ver el aspecto de estupefacción de mi cara y riéndose por las comisuras de la boca, cerrando los ojos hasta convertirlos en grietas—. Resulta todo tan horroroso… tan estúpido… ¡Tan terriblemente divertido! —exclamó Hartmann.
—¡Pero, Franz! Seguro que sabes quién es tu padre, debes saber cómo se llama.
—¡Gott mío, sí! —exclamó, volviéndose a reír con los labios cerrados—. Eso es lo que más divertido resulta.
—¿Entonces le conoces? ¿Está vivo?
—¡Pues claro! —dijo Hartmann—. Vive en Berlín.
—¿Pero le ves alguna vez?
—¡Pues claro! —volvió a decir—. Le veo todas las semanas. Somos muy buenos amigos.
—Pero… entonces no veo dónde están las dificultades… a no ser que te puedan quitar el empleo por ser bastardo. Claro que es embarazoso, ¿pero no se lo puedes explicar a ellos? ¿No querría ayudarte tu padre?
—Estoy seguro de que sí —dijo Hartmann— si es que le dijera lo que pasaba. Pero es que no puedo decírselo. Lo que pasa —continuó en voz baja tras callar durante un momento— es que mi padre y yo somos muy buenos amigos. Nunca hablamos de esto cuando estamos juntos… de todo este asunto de cómo conoció a mi madre. Y ahora no querría pedirle que me ayudara… porque a lo mejor parecería que me estaba aprovechando. Lo estropearía todo.
—Pero tu padre… ¿Es una persona conocida? ¿Sabría esta gente de quién se trataba?
—¡Oh, Gott, sí! —exclamó Hartmann sonriente—. Es lo que hace que resulte todo tan horrible… y tan terriblemente divertido. Sabrían de quién se trataba al momento… a lo mejor dirían que yo era un maldito judío y me echarían porque no soy un hombre ario, mientras que mi padre —dijo Hartmann atragantándose y doblándose de risa amarga— mi padre es un nazi de los gordos… ¡Una persona importantísima en el Partido!
Le miré durante un momento, sin poder hablar. Mientras se quedaba allí sentado, sonriendo con su sonrisa amargada y desdeñosa, iba quedando en claro toda la leyenda de su vida. Había sido el hijo más tierno de la vida, tan sensible, tan afectuoso, tan extrañamente inteligente. Se trataba con él del corderito recién nacido a quien se arrojaba fuera, en medio del frío, a soportar los golpes y a soportar la dura lucha de la necesidad y la soledad. Había sido herido cruelmente. Le habían retorcido y golpeado y, sin embargo, había mantenido una especie de integridad amarga y dura.
—¡Lo siento muchísimo, Franz! No sabía nada de esto.
—Bueno, no sé —dijo Hartmann con indiferencia—. Puedo decirte que no importa. De verdad que no importa —dijo resoplando un poco entre dientes, sacudiendo la ceniza del cigarrillo y cambiando de postura—. Tengo que hacer algo a propósito de todo esto… Ya he contratado a uno de esos hombrecillos… ¿Cómo los llamáis?… abogados… ¡Oh, Gott! Son terribles —gritó Hartmann con animación— para que me invente unas cuantas mentiras. El hombrecillo con sus papeles se dedicará a buscar hasta que me descubra padres, madres, hermanas, hermanos, todo lo que necesito. Si no puede encontrarlos, si no se lo creen… bueno, pues entonces —dijo Hartmann— tendré que perder mi empleo. No importa.
—Pero esos idiotas —volvió a decir con expresión de repugnancia— ¡esos malditos imbéciles! Algún día, mi querido Paul, debes escribir un libro amargo. Debes decir a toda esa gente lo terribles que son. Yo… yo soy un hombrecillo. No tengo talento. No soy más que un empleaducho. No puedo escribir un libro. No puedo hacer nada más que admirar lo que hacen los otros y darme cuenta de si es bueno. Pero tienes que decirle a esta gente horrorosa lo que son. Tengo una pequeña fantasía —continuó con expresión de alegría pícara— cuando me siento mal y es que veo a toda esta gente horrorosa sentada en mesas, metiéndose comida en la boca, paseando por la Kurfürstendamm, arriba y abajo, y luego me imagino que tengo una pequeña ametralladora. Así que cojo mi pequeña ametralladora y me paseo arriba y abajo y cuando veo a una de estas personas horrorosas cojo la pequeña ametralladora, voy y: ¡pa-pa-pa-pa-pa-pa-pa-pa-pa-pa! —mientras decía estas palabras apuntó y dobló el dedo rápidamente, diciendo «pa-pa-pa-pa-pa-» con tono rápido e infantil—. ¡Oh, Gott! —exclamó extasiado—. Me gustaría tanto poder ir por ahí con esta pequeña ametralladora y usarla contra todos estos idiotas estúpidos. Pero no puedo. Mi ametralladora no existe más que en mi imaginación. Tú eres distinto. Tú tienes una ametralladora que puedes usar de verdad. Y debes usarla —dijo con tono de seriedad—. Algún día tienes que escribir ese libro amargo en el que les digas a estos idiotas todas las verdades. Sólo que —dijo volviéndose anhelante hacia mí— todavía no debes hacerlo. O, si lo haces, no debes decir algunas cosas en tu próximo libro que hagan que se enfaden contigo estas gentes de aquí.
—¿A qué cosas te refieres, Franz?
—A esas cosas acerca de… —dijo bajando la voz y mirando rápidamente hacia la puerta— … acerca de la política… acerca del Partido. Cosas que harían que te atacasen. Sería verdaderamente horrible que lo hicieran.
—¿Por qué?
—Porque —dijo él— aquí tienes un nombre. No me refiero a que lo tengas entre esos idiotas, sino entre la gente que todavía sigue leyendo libros. Si lo estropearas ahora —si escribieras cosas que no les gustaran—, la Reichsschriftenkammer prohibiría tus libros. Y sería una lástima. Te queremos tanto aquí… me refiero a la gente que comprende las cosas. No pueden creer que están leyendo una traducción. Dicen que les debe sonar como si estuviera escrito en alemán en el original y ¡ah, Gott! —gritó volviendo a adoptar el tono risueño— dicen que eres un grandísimo escritor.
—Me tratan mucho mejor que en mi tierra, Franz.
—Ya lo sé. Pero es que me he dado cuenta de que en América quieren a quien sea durante un año… y luego se dedican a escupirle. Aquí, con mucha gente, debes conservarlo… tu nombre —dijo con tono preocupado—. Y sería horrible que lo estropearas ahora. ¿No lo harás? —dijo, volviéndome a mirar ansiosamente.
Me mantuve sin contestar un momento y luego dije:
—Uno tiene que escribir lo que debe de escribir. Uno tiene que hacer lo que tiene que hacer.
—¿Entonces, quieres decir que si te pareciera que tenías que decir ciertas cosas… sobre política… sobre estos estúpidos idiotas… sobre…?
—¿Y de la vida? —dije yo—. ¿Y de la gente?
—¿Las dirías?
—Sí.
—¿Aunque te perjudicara? ¿Aunque te fastidiara aquí? —dijo y, contemplándome ansiosamente, esperó a que le contestara.
—Sí, Franz, aunque ocurriera eso.
Se quedó en silencio un momento más y luego, con apariencia titubeante, dijo:
—¿Aunque si escribieras algo… si te dijeran que no puedes volver?
Ahora yo también me quedé en silencio. Había que pensar en muchas cosas. Pero por fin dije:
—Sí, aunque me dijeran eso.
De pronto se puso erguido, con un golpe repentino de ira e impaciencia.
—Entonces te puedo decir una cosa —dijo con tono duro—: Eres un gran idiota —se levantó, tiró el cigarrillo y empezó a pasearse nerviosamente por la habitación—. ¿Por qué vas a estropearte? —gritó—. Aquí estás en tu casa. Te comprende todo el mundo. Y por un poco de política —dijo con amargura— porque haya estos estúpidos imbéciles, vas a ir y estropearlo todo.
No le contesté. Un momento después, paseándose todavía por la habitación, dijo:
—¿Por qué vas a hacerlo? Tú no eres político. No eres uno de los de la propaganda del Partido. No eres uno de esos malditos Salon-Kommunisten de Nueva York —dijo pronunciando la palabra con rabia, medio cerrando los ojos hasta dejarlos convertidos en unas grietas—. ¿Quieres que te diga algo? —dijo haciendo una pausa abrupta y mirándome—: Odio a toda esa gentecilla maldita… Son los mismos en todas partes. Los encuentras en todas partes: en Londres, París y Viena. ¡Ya son lo bastante malos en Europa, pero en América! —gritó Hartmann, iluminándosele la cara con regocijo picaresco—. ¡Oh, Gott! Si puedo decirlo, ¡son sencillamente terribles! ¿De dónde los sacáis? Hasta el esteta europeo dice: «¡Dios mío! Esos tipos, esa gente terrible, esos malditos estetas de los USA son horribles».
—¿Estás hablando de los comunistas?
—Bueno, mira, te puedo decir una cosa —dijo orgullosa y fríamente, con una especie de desdén arrogante, actitud que se estaba haciendo cada vez más característica de él—. No importa lo que digan ellos que son. Son todos lo mismo. Son esta gentecilla del expressionismus, surrealismus, kommunismus… en realidad, son todos lo mismo. Estoy ya cansado de toda esta gentecilla retrasada —dijo, dándose la vuelta con una expresión de fatiga y de repugnancia—. Sencillamente no importa lo que dicen. Porque no saben nada.
—¿Entonces te parece, Franz, que todo el comunismo no es más que eso… que todos los comunistas no son más que una partida de farsantes de salón?
—Oh, die Kommunisten —dijo Hartmann con voz de cansancio—. No, no creo que sean todos farsantes. ¡Y el Kommunismus! —dijo mirándome y encogiéndose de hombros con aire de asentimiento y protesta—. Bueno, entonces pienso que es otra cosa. Creo que algún día es posible que se implante. Sólo que no pienso que vivamos tú y yo para verlo. Es un sueño demasiado inhumano. Es más de lo que se puede esperar. Y estas cosas no son para ti. Tú no eres uno de esos hombrecillos de la propaganda del Partido. Tú eres un escritor. Es tu deber mirar a tu alrededor y escribir acerca del mundo y de la gente tal como los ves. No es tu deber escribir discursos de propaganda y decir que son libros. No podrías hacerlo. Es imposible del todo.
—Pero, si al escribir acerca del mundo y de la gente tal como los ves te metes en un conflicto con esta gente de la propaganda del Partido ¿entonces, qué?
—Entonces —dijo con aspereza— eres un gran idiota. Puedes escribir acerca del mundo y de la gente sin enfrentarte con esta gente del Partido. No necesitas mencionarles. Y si lo haces, y no dices cosas agradables, entonces no puedes volver. ¿Y por qué? Si fueras algún personajillo de la propaganda en Nueva York podrías decir esas cosas y entonces no importaría. Porque ellos pueden decir lo que quieran… pero no saben nada de nosotros y no les cuesta nada. Tú tienes mucho que perder. Tienes un nombre. ¡La gente de aquí te admira! —ansiosa, severa e inquisitivamente, volvió a mirarme y dijo—. ¿Y tú? ¿También a ti te gusta la gente?
—Enormemente.
—Claro, tenía que gustarte —replicó con calma y, con suavidad, añadió—: En realidad son buena gente. Son unos grandes idiotas, claro, pero no son malos.
Se quedó en silencio un momento, aplastó el cigarrillo en el cenicero y dijo, con voz un poco triste:
—Bueno, entonces tienes que hacer lo que tienes que hacer. Pero eres un gran idiota. Vamos, muchacho —dijo. Miró al reloj y me puso una mano en el brazo—. Ya es hora de marcharnos.
Nos quedamos parados un momento, mirándonos. Luego nos dimos las manos.
—Adiós, Franz —dije.
—Adiós, querido Paul —dijo Hartmann en voz baja—. Te echaremos mucho de menos.
—Y yo a vosotros —contesté.
Luego salimos.