X
Ya había terminado la alegre confusión, el tumulto embarullado de la gran fiesta. Se habían marchado todos los invitados, excepto Lily Mandell y Webber. Había recuperado el lugar su silencio acostumbrado y ahora se cerraba nuevamente sobre estas vidas la ciudad inacabable, saturando estas grandes paredes.
Se oyó fuera el ruido de un camión de incendios y el vibrar rápido de una campana. Dio la vuelta a la esquina para entrar en la Avenida de Madison y pasó, atronando la noche excitada, al lado del gran edificio. La señora de Jack fue a la ventana y miró afuera. Aparecieron entonces varios camiones de incendios más, hasta que llegaron a pasar cuatro o cinco.
—Me pregunto dónde podrá ser el fuego —observó ella poco después—. Y debe ser bastante grande para que hayan pasado seis camionetas. Debe ser en algún sitio de por aquí cerca.
Durante un momento quedaron las especulaciones del grupo absorbidas por los cálculos de dónde sería el fuego, pero en seguida empezaron a volverse a mirar al señor Hartwell. Casi había terminado sus tareas. Empezó a cerrar sus maletones y a abrochar las correas. En este momento volvió Lily Mandell la cabeza con aire de curiosidad despierta en dirección al vestíbulo, olfateó preocupadamente y dijo de repente:
—¿Oléis alguno a humo?
—¿Qué? —dijo la señora Jack con aire confuso. Y luego exclamó excitada—: ¡Claro que sí! Me parece que huele enormemente a humo. Me parece que más vale que salgamos de la casa hasta enterarnos qué pasa.
Ardía ahora de excitación la carita sonrosada de la señora de Jack.
—¿No os parece raro? —dijo volviéndose a todos— quiero decir que, pensar que iba a ser en este edificio… Digo que… —miró a su alrededor con aspecto indefenso—. Bueno, pues —dijo de manera indecisa—, supongo que será lo mejor hasta que nos enteremos de lo que pasa. ¡Ay, estas chicas! —exclamó de repente la señora de Jack y, quitándose el anillo del dedo, fue rápidamente hacia el comedor—. ¡Molly!… ¡Janie!… ¡Lily! ¡Chicas! Parece que hay un fuego en algún lado del edificio. Tendréis que salir hasta que nos enteremos qué pasa.
Se vio con claridad que esta noticia intranquilizaba a las chicas. Se miraron unas a otras con aire indefenso y luego empezaron a moverse en todas las direcciones, como si ya no supieran qué hacer.
—¿Tendremos tiempo de hacer las maletas, señora? —preguntó Molly mirándola con expresión estúpida—. Quiero decir —tragó saliva— ¿necesitaremos algo?
—Ay, Molly, no, por el amor del cielo —exclamó la señora de Jack—. Sólo los abrigos. ¡Dile a todas las chicas y a la cocinera que se pongan los abrigos!
—Sí, señora —dijo Molly sumisa, y en seguida desapareció por la puerta del comedor en dirección a la cocina.
Mientras tanto, el señor Jack había salido a la escalera y apretaba el botón del ascensor. Allí se le unieron los demás. Llamó persistentemente y en seguida se pudo oír la voz de Herbert que gritaba por el hueco:
—¡Ya va! ¡Ya va! ¡En seguida subo, señores, en cuanto baje esta carga!
Se podían oír por el hueco los ruidos de voces confusas, y poco después se marchó el ascensor para abajo.
Poco después pudieron volver a oír el ascensor que subía. Siguió subiendo y luego, repentinamente, se paró un piso o dos por debajo de ellos. Pudieron oír a Herbert que intentaba darle a la palanca y que, un momento después, les gritaba:
—Señor Jack: ¿Querrá usted usar la entrada de servicio? Se ha estropeado el ascensor no consigo que funcione.
En este momento se apagaron todas las luces. De repente se quedó el lugar en la oscuridad. Hubo un momento, breve y atemorizador, en el que las mujeres contuvieron el aliento con todas sus fuerzas. En la oscuridad, parecía que el olor del humo era más acre y más penetrante que en los momentos anteriores. Molly lloriqueó un poco y empezaron a agitarse las criadas como si fueran un ganado asustado. Pero se callaron cuando oyeron el tono tranquilizador y seguro de la voz calmada del señor Jack:
—Alice, tendremos que encender unas velas. ¿Me puedes decir dónde están?
Se lo dijo. Él fue a la cocina y volvió a aparecer con una caja de velas de cera. Le dio una vela a cada uno y las encendió. Las mujeres levantaron sus velas y se miraron unas a otras con un aire de confusa interrogación. La señora de Jack se volvió inquisitivamente a su amante:
—¿No te parece raro? —susurró—. ¿No te parece rarísimo? Quiero decir la fiesta… toda esa gente… y ahora esto —y levantando la vela miró a su alrededor a aquella compañía fantasmal. Y de repente él se sintió lleno de amor hacia ella, porque sabía que la mujer, igual que él mismo, tenía en su corazón el misterio y la extrañeza de toda la vida, de todo el amor.
Los demás estaban ya reunidos en el descansillo del servicio, esperando mientras llamaba el señor Hartwell al ascensor del servicio. No recibió respuesta alguna a sus repetidos intentos y, al cabo de un rato, observó.
—Bueno, supongo que no podemos hacer otra cosa que bajar a pie.
Aparentemente, el señor Jack había llegado a la misma conclusión por su cuenta y había empezado a bajar los nueve pisos de escalones de cemento que llevaban al piso bajo y a la seguridad. Un momento después le siguieron los demás.
Todavía lucían débilmente las luces eléctricas de los descansillos del servicio. Pero ya estaba lleno el aire de un humo con filamentos flotantes y plumas vagabundas que convertían la respiración en algo acre e incómodo.
Y las escaleras del servicio, de arriba abajo, ofrecían un espectáculo asombroso. En estos momentos se abrían puertas en todos los pisos y salían por ellas los otros inquilinos del edificio, con sus criados y sus invitados, a aumentar la marea de refugiados que bajaban ahora continuamente por las escaleras. Era una congregación asombrosa. Había gente vestida espléndidamente de etiqueta y otra gente que llevaba pijamas, batas o cualquier atavío adecuado que hubieran podido coger por el camino. Había gente joven y había gente vieja. Había gente de todos los estilos, todas las clases y todas las edades y características físicas.
Y, además de esto, había una confusión babélica de lenguas extrañas, las jergas excitadas de una docena de razas. Había cocineras alemanas y doncellas francesas. Había chóferes ingleses y criadas irlandesas. Había suecos, italianos y noruegos. Había polacos, checos y austriacos, y negros; y todos éstos se mezclaban en una marea ruidosa que se unía a sus amos y señores, unidos ahora todos sus intereses en la búsqueda común de la seguridad.
Al irse acercando los refugiados al piso bajo, empezaron a subir las escaleras los bomberos, con sus cascos y sus abrigos. Tras ellos subieron unos cuantos policías y todos juntos intentaron, de diversas formas, aliviar el pánico que pudiera sentir cualquiera.
—¡No pasa nada, señores! ¡Todo va bien! —exclamó un policía alto, animadamente, mientras subía al lado de donde estaban los miembros del grupo de la señora de Jack—. Ya se ha terminado el fuego.
Estas palabras, pronunciadas en realidad a fin de acelerar el avance ordenado de los inquilinos del edificio, tuvieron el efecto opuesto al que quería producir el policía alto. Uno de los miembros masculinos del grupo de la señora de Jack, el joven que iba en la retaguardia de la procesión, hizo una pausa al oír las palabras de seguridad del policía y se dio la vuelta, a punto de volver a subir hasta el piso.
Al hacerlo vio que el efecto de esto en el policía había sido alarmante. El hombre estaba estacionado ahora medio tramo más arriba de él, en el descansillo, y estaba haciendo unos gestos frenéticos para convencerle de que saliera del edificio cuanto antes. Así advertido, el joven volvió a dar la vuelta y bajó las escaleras corriendo. Al hacerlo, pudo oír varios ruidos de golpes y martillazos en el hueco del ascensor de servicio. Se paró y se quedó escuchando un momento. Volvieron a empezar los golpes, luego se pararon… volvieron a empezar… y se volvieron a parar.