III
Es asombroso qué poco tiempo cuesta el entablar amistad durante un viaje. Mientras nos abríamos paso por segunda vez por los pasillos del veloz tren, reflexioné que ya estábamos Stefanowski y yo tan acostumbrados el uno al otro como si hiciera años que fuéramos amigos. En cuanto a nuestros recientes amigos del departamento, estábamos encantados con todos ellos. De la forma más extraordinaria, y en el espacio de quince minutos, parecía que habíamos entrado en las vidas de todas estas personas y ellos en las nuestras. Ahora ya no sólo estábamos inmensamente interesados en la información que nos habían dado acerca de sí mismos, sino que estábamos preocupados tan cálida y anhelantemente con los problemas que tenían que resolver como si hubieran sido los nuestros.
A lo largo de una comida amplia y suntuosa, de una comida que empezó con coñac, continuó con una estupenda botella de «Bemkasteler» y se redondeó con café, más coñac y un buen puro, una comida en la cual estábamos ambos exuberantemente dispuestos a gastar lo que nos quedaba de dinero alemán, volvimos a hacer comentarios acerca de nuestros compañeros. La señora, estábamos de acuerdo, era encantadora; el joven, aunque tímido e inseguro de sí mismo, era muy simpático. Ahora podíamos incluso decir una palabra de elogio acerca del viejo metomentodo. Una vez que habíamos roto su caparazón retorcido, resultaba que no era malo el viejales. En realidad era bastante simpático, en el fondo.
—Así se ve —dijo Stefanowski en voz baja— lo buena que es la gente en realidad, lo fácil que es llevarse bien con los demás en este mundo, lo que le gustan unas gentes a otras… si no fuera…
—… Si no fuera… —dije yo asintiendo.
—Estos malditos políticos —dijo Stefanowski.
Por fin pedimos la cuenta y la pagamos. Stefanowski sacó todos sus marcos, los puso encima de la mesa y los contó.
—Tendrá usted que ayudarme —dijo—. ¿Cuánto tiene usted?
Saqué los míos. Teníamos lo bastante para pagar la cuenta y dar una propina al camarero. Y todavía nos sobraba para tomar un doble de coñac y fumar un buen puro.
Así que, sonrientes de satisfacción, a lo que se unió nuestro camarero cuando se enteró de nuestros propósitos, pagamos la cuenta, pedimos el coñac y los puros y, llenos de comida y de bebida y de la agradable sensación de haber hecho un buen trabajo, chupamos satisfechos nuestros puros.
Ahora corríamos a través de la gran región industrial del oeste de Alemania. Aquel bello paisaje estaba oscurecido por la carbonilla y el humo de enormes fábricas. Ahora estaba sucio con los esqueletos de enormes factorías de fundición y refinería, desfigurado por los grandes montones de escorias, por los basureros montañosos. Era una nueva parte de la tierra, una de las pocas que no había visto yo hasta ahora. Era brutal, humeante, estaba llena de la densidad de la vida, de los escoriales lúgubres de las ciudades industriales. Pero tenía la fascinación brutal de este tipo de lugares, el poder sobrecogedor de las obras enormes y crudas.
Me informó Stefanowski que ya casi estábamos en la frontera y que, dado que nuestro coche iba sin parar hasta París, ya no necesitaríamos más dinero para pagar a los mozos.
Esto nos hizo recordar las dificultades de nuestros compañeros de viaje, que eran alemanes. Estuvimos de acuerdo en decir que la ley en vigor que permitía a los ciudadanos indígenas sacar sólo diez marcos del país era, para la gente que estaba en las circunstancias profesionales de nuestra compañera rubia y el viejo metomentodo, una verdadera prueba.
En este momento tuvo Stefanowski una inspiración brillante, resultado de su propio impulso de generosidad:
—¿Pero por qué no podemos ayudarles nosotros? —dijo.
—¿Cómo? ¿De qué manera vamos a ayudarles?
—Hombre —dijo él—. Aquí tengo un permiso que me autoriza a sacar veintitrés marcos del país. Usted no tiene permiso, pero se le autoriza a todo el mundo a…
—Sacar diez marcos —dije yo asintiendo—. O sea que quiere usted decir —concluí— que, dado que ambos hemos gastado nuestro dinero alemán…
—Pero seguimos pudiendo sacar la suma legal del país… sí —dijo—. Así que podríamos sugerirles —continuó.
—Que nos den a guardar parte de sus marcos, ¿no?
Asintió él.
—Sí. Claro que no es mucho. Pero a lo mejor sirve de algo.
Dicho y hecho. Nos sentíamos alegres hasta casi el punto de la euforia ante esta oportunidad de hacer un pequeño favor a esta gente que nos había llegado a gustar tanto. En este momento, justo cuando estábamos ambos sonriendo en señal de confirmación, pasó por el coche un hombre de uniforme que se paró ante nuestra mesa —la única que quedaba todavía ocupada— y nos informó de manera pausada, pero autoritaria, que habían entrado en el tren los agentes de pasaportes y que debíamos volver inmediatamente a nuestro departamento en espera del examen. Nos levantamos, dándonos cuenta de que no teníamos tiempo que perder, volvimos corriendo por los vagones y les dijimos inmediatamente a nuestros compañeros que pronto comenzaría la inspección y que ya estaban en el tren los funcionarios.
Se produjo un barullo de confusión. Todo el mundo empezó a prepararse. La señora rubia sacó el monedero y el pasaporte y, con cara de preocupación, empezó a contar su dinero. Stefanowski la contempló en silencio un momento y luego, sacando su certificado oficial y enseñándoselo, observó que, oficialmente, estaba autorizado a poseer la suma de veintitrés marcos, que había poseído dicha suma, pero que ya la había gastado. Tomé esto como punto de entrada y observé que también yo había gastado los diez marcos que me permitía la ley.
Nuestra compañera rubita miró anhelante a ambos y vio que teníamos intenciones amistosas.
—¿Entonces quieren decir ustedes…? —dijo. Y luego, regocijada—: ¡Pero, claro, resultaría maravilloso si quisieran!
—¿Tiene usted tanto como veintitrés marcos? —dijo Stefanowski.
—Sí —asintió ella rápidamente, con aire preocupado—. Tengo más que eso. Pero si quisiera usted coger los veintitrés y guardármelos hasta que hayamos pasado la frontera…
Él alargó la mano.
—Démelos —dijo en tono tranquilo.
Se realizó la transferencia y se quedó con el dinero en el bolsillo en un abrir y cerrar de ojos.
Un momento después sacó el viejo metomentodo diez marcos del bolsillo y me los pasó sin decir una palabra. Me metí el dinero en el bolsillo y nos volvimos todos a repantigar en nuestros asientos, un poco colorados, excitados pero triunfantes, intentando adoptar un aire formal.
Pocos minutos después abrió la puerta del departamento un funcionario que saludó y nos pidió los pasaportes. Inspeccionó primero el de Stefanowski, lo encontró todo en orden, tomó su certificado, vio sus veintitrés marcos, estampilló el pasaporte y se lo devolvió.
Luego se volvió hacia mí. Le di mi pasaporte y los diferentes papeles que legalizaban el que poseyera moneda americana. Pasó las páginas del pasaporte, que ya estaban casi completamente llenas de sellos y anotaciones, y por fin, con una sonrisa llena de amabilidad, me devolvió el pasaporte. Luego inspeccionó los de la señora rubita, su compañero y el viejo metomentodo. Aparentemente, todo estaba en orden, excepto que la señora había confesado que llevaba más de veinte marcos y el funcionario, con aire de lamentarlo, la informó de que debía confiscar toda cantidad superior a diez. Se lo guardarían en la frontera y se lo devolverían, claro, cuando volviese. Sonrió ella de mala gana, se encogió de hombros y le dio doce marcos al hombre. Evidentemente, todo lo demás estaba bien, pues el hombre saludó y se retiró.
¡Así que ya había acabado! Suspiramos todos profundamente de alivio y le expresamos a nuestra encantadora amiga cómo lamentábamos sus pérdidas. Pero me parece que también estábamos todos eufóricos al darnos cuenta de que no había perdido más, de que habíamos podido, hasta cierto punto, disminuir la pérdida. Le pregunté al viejo metomentodo si quería que le devolviera el dinero ahora o más tarde. Me dijo que esperase hasta que hubiéramos cruzado la frontera de Bélgica. Al mismo tiempo, intentó darnos una explicación ligera, a la cual no prestamos atención de momento ninguno de nosotros, en el sentido de que no llevaba billete más que hasta la frontera y que usaría los quince minutos de espera en Aachen para comprar el billete para el resto del viaje hasta París.
Ahora, en efecto, ya nos estábamos acercando a Aachen. El tren iba perdiendo velocidad. Pasábamos por unos campos agradables, un paisaje sonriente de campos verdes y colinas suaves que era discreto, blando, en cierto modo inconfundiblemente europeo. Habíamos dejado atrás los distritos llenos de cicatrices y de explosiones de las minas y las fábricas. Estábamos entrando en las afueras de una bonita ciudad.
Era Aachen. Un momento después frenaba el tren para pararse del todo en la estación. Habíamos llegado a la frontera. Tendríamos que esperar quince minutos mientras cambiaban las máquinas. Salimos todos: el viejo metomentodo a comprar su billete, los demás a estirar las piernas y tomar un poco el aire.
Mi amigo polaco y yo salimos y nos dimos un paseo por el andén para inspeccionar la locomotora. Aquí suplantaría a la locomotora alemana, máquina magnífica, casi tan grande como la de las mayores locomotoras americanas, su sucesora belga. En la alemana se podía leer en cada una de sus líneas la evidencia de la alta velocidad. Lo más notable era el ténder, mecanismo maravilloso que parecía ser todo él un panal de tubos proyectados. Si se miraba por entre unas barras curvadas, se veía una exhibición como una fuente, compuesta por miles de diminutos chorros de agua hirviente. Era una máquina maravillosa que evidenciaba en cada una de sus líneas el tremendo talento de ingeniería que la había creado.
Apreciando lo vívidas, rápidas y fugitivas que son esas primeras impresiones punzantes que llegan en el momento en que se cambia de un país a otro, esperé con un interés casi febril a que se acercara la locomotora belga. Sabía de antemano que no sería igual de buena que la alemana, porque la inteligencia, la energía, la fuerza y la integridad que la habían producido eran inferiores, pero me sentía anhelantemente sensibilizado para observar el grado y la calidad exactas de estas diferencias entre la raza poderosa, sólida e indomable a la que estaba abandonando y el pueblecillo con el que me iba a encontrar ahora.
Poco después volvimos atrás por el andén, encontramos a nuestra señora rubita y, poniéndonos uno a cada lado de ella, empezamos a pasear arriba y abajo al lado del tren. Por fin, observando el reloj de la estación y viendo que ya había llegado el momento que correspondía a la partida, volvimos rápidamente hacia nuestro propio coche y nuestro propio departamento.
Al acercarnos vimos claramente que había ocurrido algo. No había signos de marcha. En el andén estaban juntos el interventor y el guarda de la estación. No daban ninguna señal de marcha. Y, además, se veía ahora evidentemente una especie de tensión contenida, un sentido de crisis que hizo que se me acelerara el pulso al acercarme.
A menudo he observado este fenómeno en la vida y sus manifestaciones en ciertas condiciones son casi siempre idénticas. Por ejemplo, ha saltado o se ha caído un hombre de un edificio alto a la acera de una calle ciudadana. O le han pegado un tiro, o una paliza, a alguien. Le ha atropellado un automóvil, o, quizás, está el hombre muriéndose poco a poco en la calle ante los ojos de sus semejantes. Pero siempre es exactamente la misma la manifestación de la multitud. Incluso antes de ver las caras de la gente, cuando se les ven las espaldas, la postura, la posición de la cabeza y los hombros, sabe uno lo que ha ocurrido.
No se sabe, claro, la circunstancia precisa, pero lo que se percibe inmediatamente es el estadio final de la tragedia. Se da uno cuenta de que alguien se acaba de morir o está muriéndose, y en la terrible elocuencia de las espaldas y los hombros, el silencio que se alimenta de los observadores, se percibe una tragedia que es aún más profunda. Es la tragedia de la crueldad del hombre y sus ansias de dolor, la debilidad trágica que le corrompe, a la que odia, pero de la que no se puede curar.
Y, siempre, la manifestación de esta tragedia es exactamente la misma. Incluso antes de llegar, se da uno cuenta, ante la elocuencia silenciosa de hombros, espaldas y cabezas, de que ha ocurrido algo terrible y siniestro. Conocía las señales demasiado bien. Y ahora, mientras corría a lo largo del tren y junto a él y veía a la gente reunida en el pasillo en la misma postura glotona, esperando, mirando, en aquel silencio mortalmente fascinado, me sentí seguro, una vez más en la vida, de que estaba a punto de ser testigo de una muerte.
Esto fue lo primero que se me ocurrió —creo que lo primero que pensamos todos—: que había muerto alguien. Y lo que nos asombró, lo que nos hizo pararnos, atónitos, fue que la muerte hubiera ido a visitar nuestro departamento. Estaban bajadas las cortinillas, cerrada la puerta, todo el departamento sellado impenetrablemente. Habíamos empezado a caminar por el tren cuando estalló dentro de nosotros esta idea. Y ahora vimos al joven compañero de nuestra rubita que estaba de pie junto a la ventana del pasillo. Nos hizo un gesto rápido, un gesto de advertencia para que nos quedáramos donde estábamos. Y, al hacer él esto, cayó sobre nosotros como un relámpago la idea de que el sujeto de esta visita trágica era el hombrecillo nervioso que había sido nuestro compañero de viaje desde aquella mañana.
La quietud de la escena, el vacío encerrado de aquel departamento sellado, era horrible. Mientras mirábamos, atónitos y horrorizados, a aquel cubículo encortinado y fatal, que hacía tan poco tiempo que había sido el alojamiento de las vidas de todos nosotros, y que ahora se había convertido en la residencia de la muerte, se abrió la puerta encortinada del departamento, se cerró rápidamente y salió un hombre.
Era un funcionario, un individuo de aspecto macizo con gorra de visera y una guerrera color verde oliva. Era un hombre de cuarenta y cinco años o más, un tipo germánico de pómulos altos y salientes, cara rubicunda y bigote rubio peinado hacia arriba, al estilo del emperador Guillermo. Llevaba la cabeza afeitada y se le veían unas arrugas gruesas en la base del cráneo y por todo el cuello carnoso. Salió, bajó torpemente al andén, hizo unas señas excitadas a otro agente y volvió a subir al tren.
Era un tipo familiar, un tipo que yo había visto y me había hecho sonreír a menudo, pero que se convertía ahora, ante estas circunstancias ominosas, en algo siniestramente desagradable. Incluso la torpeza y el peso físico del hombre, la manera pesada en que bajaba del tren, la gordura de su cintura, la anchura fea y la gordura de sus torpes nalgas, la forma en que parecía que vibraban de pasión y autoridad sus floridos bigotes, el sonido de su voz gutural, levantada groseramente, de manera algo flemática, al gritar a su colega, el otro oficial, la sensación de que estaba hinchado con una autoridad inflamada, todos estos síntomas se habían convertido ahora, ante la presencia ominosa del momento, en algo odioso, siniestro, repelente.
De repente, sin saber por qué, me encontré temblando, lleno de una ira asesina e incomprensible. Deseaba aplastar aquel cuello con sus arrugas. Quería golpear aquella cara inflamada y rojiza hasta convertirla en gelatina. Quería darle patadas fuertes y precisas, enterrar mis pies directamente en la carnosidad obscena de aquellas nalgas desgarbadas. Y sabía que era impotente, que lo éramos todos nosotros. Al igual que todos los americanos, nunca me había gustado la Policía ni el tipo de autoridad personal que santifica ésta. Pero esta sensación, esta intensidad, con su impotente rabia asesina, era diferente. Me sentía impotente, atado, incapaz de agitarme contra las murallas de una autoridad obscena pero indestructible.
El funcionario del bigote florido, acompañado ahora por sus colegas, volvió a abrir las puertas encortinadas del departamento y entonces vi que no estaban ellos solos. En el departamento había otros dos funcionarios y allí, encogido, estaba sentado nuestro compañero nervioso. —¡No, no estaba muerto!—, haciéndoles frente. Estaba sentado mirándoles mientras ellos se inclinaban sobre él. Tenía la cara blanca y pastosa. Parecía que estaba grasienta, como si estuviera cubierta de una capa de sudor frío y grasiento. Bajo su larga nariz, le temblaba la boca con un horroroso esfuerzo por sonreír. En la misma postura de los hombres, mientras se inclinaban sobre él, había algo repugnante y sucio.
Pero ahora ya había el funcionario del cuello gordo y arrugado llenado la puerta con su cuerpo, tapando la imagen. Entró, seguido de un colega más pequeño, y se volvió a cerrar la puerta tras él, y nuevamente volvió a descender sobre nosotros aquella sensación perversa y ominosa de secreto.
Todo esto había ocurrido en un momento, mientras mirábamos con una especie de sorpresa estupefacta. Entonces empezó la gente a reunirse en el pasillo y a susurrar entre sí. Un momento después, nuestra señora rubita pasó al otro lado, habló en susurros al joven junto a la ventana, volvió luego, nos cogió del brazo a Stefanowski y a mí y nos alejó de allí para que no pudieran oírnos.
Luego, cuando susurrábamos los dos:
—¿Qué pasa?
Volvió ella a mirar alrededor con precauciones y dijo en voz baja:
—Aquel hombre, el de nuestro departamento, intentaba salir del país y le han cogido.
—¿Pero, por qué? ¿Para qué? ¿Qué ha hecho? —preguntamos confusos.
Volvió ella a mirar hacia atrás con precauciones y luego, atrayéndonos hacia ella hasta que casi se tocaron nuestras tres cabezas, dijo con un tono preocupado y casi asustado:
—Dicen que es judío. Han registrado su equipaje… llevaba dinero en él.
—Pero, cómo… —empecé—. Creí que ya habíamos acabado con todo. Creí que ya habían terminado con todos nosotros cuando pasaron por el tren.
—Sí —dijo ella—, pero no se olvide usted que había dicho algo de que no tenía billete para terminar el viaje. Salió del tren a comprarlo. Y creo que ha sido entonces cuando lo han cogido —susurró—. Creo que le estaban vigilando. Por eso no le interrogaron cuando entraron en el tren —y, verdaderamente, entonces recordé yo que «ellos» no le habían preguntado nada—. Y le han cogido aquí —continuó ella—. Le preguntaron que a dónde iba y él dijo que a París. Le preguntaron cuánto dinero sacaba y dijo que diez marcos. Entonces le preguntaron cuánto tiempo iba a pasar en París y con qué motivo y él dijo que iba a pasar una semana allí y que iba a acudir a ese congreso de abogados de que nos había hablado. Entonces le preguntaron que cómo se proponía quedarse una semana en París y acudir a ese congreso si no tenía más que diez marcos. Y me parece —susurró— que entonces se asustó. Empezó a perder la cabeza. Dijo que se había olvidado, que tenía veinte marcos más, que los había puesto en otro bolsillo. Y entonces, como es lógico, le agarraron. Le registraron. Registraron su equipaje y encontraron más —siguió susurrando con tono atemorizado—. Mucho más, muchísimo.
Durante un momento nos quedamos mirándonos todos, demasiado atónitos para decir ni una palabra. Luego rió la mujer de una manera casi asustada, en voz baja, una especie de «A-ja-ja-ja-ja» que terminó con una nota de incredulidad.
—Ese hombre —volvió a susurrar— ese judío…
—No sabía que era judío —dije yo—. No me lo parecía.
—Pues lo es —susurró ella, y volvió a mirar alrededor furtivamente, como si la estuviera oyendo alguien—. Y quería hacer lo que han hecho tantos otros: intentaba largarse con su dinero —y volvió a reírse con aquella pequeña carcajada insegura que subía hasta alcanzar una nota de asombro e incredulidad. Y, sin embargo, pude ver que también tenía los ojos preocupados.
De repente me sentí mal, vacío, lleno de náuseas. Aquel dinero, aquellos malditos diez marcos que tenía en el bolsillo, estaban empezando a quemarme en el bolsillo. Metí la mano en el bolsillo del chaleco y me pareció que estaban grasientas las monedas, como si estuvieran cubiertas de sudor. Las saqué en el puño cerrado y empecé a cruzar el andén hacia el tren.
La mujer me cogió por un brazo.
—¿Dónde va usted? —exclamó—. ¿Qué va usted a hacer?
—Voy a darle su dinero a ese hombre. Ya no puedo seguir guardándolo.
Se le puso blanca la cara y susurró:
—¿Está usted loco? ¿No sabe que no serviría de nada? Lo único que conseguirá es que le arresten a usted y, en cuanto a él, ya tiene demasiados jaleos. Lo único que conseguiría es ponerle en peor situación. Y, además —tartamudeó, al irse dando cuenta de todas las consecuencias posibles—, sabe Dios lo que habrá hecho, lo que les habrá dicho ya. Si les ha dicho que hemos arreglado lo del dinero… ¡A lo mejor estamos complicados todos!
No habíamos pensado en esto. Pero ahora sí lo hacíamos. Y cuando vimos las posibles consecuencias de nuestro acto, nos limitamos a quedarnos paradas allí, mirándonos el uno al otro impotentemente. No hicimos más que quedarnos allí, los tres de frente, sintiéndonos mareados, débiles y vacíos. No hicimos más que quedarnos allí y rezar.
Ahora ya salían del departamento. Primero salió el individuo del bigote florido, con la maleta del hombrecillo en la mano. Miró alrededor. A mí me pareció que nos miraba con rabia. Nosotros seguimos allí y rezamos. Ahora esperábamos ver cómo salía todo nuestro equipaje. Creímos que estábamos complicados.
Pero un momento después salieron del departamento los tres funcionarios con el hombrecillo entre ellos. Le hicieron marchar recto por el andén, blanco como una sábana, con aspecto grasiento, protestando volublemente con una voz que tenía una especie de acento angustiado. Pasó justo a nuestro lado. Hice un movimiento con los brazos. El dinero me hacía sudar las manos y no sabía qué hacer. Empecé a decirle algo. Y, al mismo tiempo, estaba rezando por que no dijera él nada. Intenté mirar a otro lado, pero no podía hacerlo. Vino hacia nosotros, protestando todavía volublemente que podía explicarse todo, que no era todo más que un error absurdo. Y durante un solo momento, al pasar a nuestro lado, dejó de hablar, nos miró con la cara blanca, con una sonrisa lamentable, dejando que descansaran en nosotros sus ojos durante un momento y luego, sin una sola señal de habernos reconocido, siguió hacia adelante.
Oí que a mi lado suspiraba débilmente la rubita y noté cómo se apretaba su cuerpo contra mí. Nos sentíamos todos muy débiles y vacíos. Un momento después cruzamos el andén y subimos al tren. Se había roto aquella tensión malvada. Ahora hablaba la gente febrilmente, todavía en voz baja, pero con una evidente liberación de la excitación. Nuestra compañera rubita se inclinó por fuera de la ventana del pasillo y habló al tipo del bigote florido, que seguía todavía allí:
—¿Van… van ustedes a quedarse aquí? —preguntó en voz baja—. ¿No van ustedes a dejarle marchar?
Él la miró estólidamente un momento. Luego rompió sus facciones brutales, deliberadamente, una sonrisa intolerable. Asintió con la cabeza, con una determinación de satisfacción glotona y dijo:
—Nein —y sacudiendo la cabeza ligerísimamente continuó—: Er bleibt. Get nicht!
Le habían cogido. A lo lejos, en el andén, oímos repentinamente el pitido agudo del silbato de la locomotora. Gritó el mozo, a todo lo largo del andén se fueron cerrando las puertas. Lentamente se fue alejando el tren de la estación. Pasamos a su lado, muy lentamente. Le tenían cogido. Le rodeaban. Se erguía en medio de ellos, protestando con fluidez, hablando ahora con las manos, insistiendo en que todo tenía una explicación. Y ellos no decían nada. Le tenían cogido. No hacían más que quedarse mirándole, cada uno de ellos con la suave sugerencia de aquella lenta sonrisa intolerable en la cara. Levantaron los ojos sin decir una palabra, nos miraron al pasar a su lado, con la comunicación obscena de su mirada y de su sonrisa.
Y él… también él hizo una pausa en su discurso fluido y febril cuando pasamos a su lado. Levantó los ojos hacia nosotros, con su cara pastosa, y se quedó silencioso un momento. Y le miramos por última vez y él a nosotros, esta vez de manera más directa y más constante. Y en aquella mirada estaba todo el silencio de la angustia mortal del hombre. Y todos nos sentimos en cierto modo desnudos y avergonzados, y en cierto modo culpables. Todos sentíamos que estábamos despidiéndonos no de un hombre, sino de la humanidad, no de una cifra pequeña y sin nombre que formaba parte de la vida, sino de la imagen borrosa de la cara de un hermano. Entonces le perdimos. Aceleró el tren que iba cogiendo velocidad… y ésta fue la despedida.
Me volví a mirar a Stefanowski. También él se mantuvo en silencio un momento. Luego habló:
—Bien —dijo—. Creo que es un triste final a nuestro viaje.
¿Y nosotros? Volvimos a entrar y ocupamos nuestros asientos de antes en el departamento. Pero ahora parecía extraño y vacío. Estaba sentado en él, terriblemente, el fantasma de la ausencia. Se había dejado allí el abrigo y el sombrero; en su angustia, los había olvidado. Se levantó Stefanowski y los cogió, e iba a dárselos al revisor. Pero le dijo la mujer:
—Mejor será que mire primero en los bolsillos. A lo mejor hay algo dentro. Quizá —añadió rápida y anhelantemente, al darse cuenta de la idea— quizás ha dejado dinero en ellos.
Stefanowski registró los bolsillos. No había nada en ellos. Meneó la cabeza. La mujer empezó a registrar los cojines de los asientos, metiendo las manos por los lados.
—Ya saben ustedes, es fácil que haya escondido dinero por aquí —dijo. Rió excitada y regocijadamente—. A lo mejor salimos todos ricos.
El joven polaco negó con la cabeza y dijo:
—Creo que lo hubieran encontrado si hubiera… —y entonces hizo una pausa repentina, miró por la ventana y se metió la mano en el bolsillo—. Supongo que ya estamos en Bélgica. Tenga su dinero —y le devolvió el dinero que le había dado.
Lo cogió ella y lo metió en el monedero. Yo tenía todavía los diez marcos en la mano y los estaba mirando. La mujer levantó la mirada, me vio la cara y dijo rápida y cariñosamente:
—¡Pero está usted disgustado por esto! Tiene usted cara de disgusto.
Volví a meter el dinero en el bolsillo y un momento después dije:
—Ich fühle gerade als ob ich Blutgeld in meiner Tasche hätte.
Se inclinó ella sonriendo y me puso la mano en el brazo para darme seguridad:
—Nein. Nicht Blutgeld, Jutgeld! —susurró—. No se preocupe por eso. ¡Tenía mucho más!
Se encontró mi mirada con la de Stefanowski durante un momento y también era de gravedad la suya. Volvió a decir:
—Es un final triste de nuestro viaje.
Y ella, nuestra compañera rubita, intentó reír y bromear, pero tenía también una inquietud en la mirada. Intentó quitarnos la nuestra con su conversación, intentó hablar para olvidarse de lo ocurrido.
—¡Esos judíos! —exclamó—. ¡No pasarían estas cosas si no fuera por ellos. Son los que lo organizan todo! Alemania ha tenido que protegerse. Los judíos se estaban llevando todo el dinero del país: se escapaban miles de ellos que se llevaban millones de marcos. ¡Y ahora, cuando ya es demasiado tarde, es cuando nos damos cuenta! Es una pena que tengan que ver estas cosas los extranjeros, que tengan que pasar por estas experiencias tan penosas… les deja una mala impresión. No comprenden las razones que hay. ¡Pero son los judíos! —murmuró.
No dijimos nada y la mujer siguió hablando excitada, anhelante, severa, persuasivamente, pero en realidad como si estuviera intentando convencerse, como si estuviera utilizando ahora todos sus instintos de raza y de lealtad en un intento de justificar algo que la había llenado de un sentimiento de vergüenza y de pena. Pero incluso mientras hablaba, tenía los ojos azul claro llenos de insatisfacción. Por fin se paró. Durante un momento reinó el silencio. Luego, grave y tranquilamente, dijo la mujer:
—Debía querer escaparse con toda su alma.
Entonces recordamos todo lo que había dicho y hecho durante todo el viaje. Y ahora quedaban llenos de una significación nueva y terrible cada uno de sus actos, de sus gestos, cada una de sus palabras. Recordamos lo nervioso que había estado, cómo no hacía más que abrir y cerrar la puerta, que levantarse para recorrer el pasillo a grandes pasos. Recordamos cómo no hacía más que mirarnos suspicazmente, la ansiedad con que había preguntado a Stefanowski si quería cambiar de sitio con él cuando se levantó el polaco para ir al coche restaurante conmigo. Recordamos sus explicaciones acerca de que tenía que comprar el billete desde la frontera hasta París, las explicaciones que le había dado al revisor. Y todas estas cosas, que en su momento nos habían parecido simplemente fruto de un mal humor irascible o explicaciones triviales, quedaban ahora reveladas en una secuencia de terrible significado.
—¡Pero los diez marcos! —exclamó la mujer al cabo de un rato—. En nombre de Dios, puesto que tenía todo ese dinero ¿por qué le dio a usted diez marcos? ¡Es una estupidez!
Y no pudimos encontrar la razón, excepto que lo hubiera hecho porque pensaba que aliviaría las sospechas que pudiéramos tener de él acerca de sus intenciones reales; o, lo que parecía más probable, pensé yo, que estaba en tal estado de frenesí nervioso interior que había actuado ciegamente, impulsivamente, dominado por el empuje del momento.
No lo sabíamos. Ahora ya no podríamos nunca saber la respuesta. Hablamos del dinero que me había dado. Observó el joven polaco que yo le había dado al hombre mi nombre y dirección y que, si más adelante se le permitía continuar su viaje, podía escribirme. Pero todos sabíamos que no volveríamos a tener noticias de él.
Era ya media tarde. Se había cerrado el campo y corría el tren por medio de un paisaje agradable y romántico de colinas y bosques. Había una sensación de crepúsculo en el bosque, de aguas frescas y oscuras, de la caída de la tarde y el desvanecimiento de la luz. Nos dábamos cuenta, en cierto sentido, de que habíamos entrado en otra tierra. Nuestra compañera rubita miraba ansiosamente por la ventana y luego nos preguntó si era verdad que ya estábamos en Bélgica. Nos aseguró el revisor que sí. Le dimos a éste el sombrero y el abrigo de nuestro ex compañero y le explicamos por qué lo hacíamos. Asintió con la cabeza, los cogió y se marchó.
La mujer se había llevado la mano al pecho y ahora, cuando se marchó el hombre, oí que suspiraba de alivio con lentitud.
Un momento después dijo en voz baja y sencillamente:
—No me interpreten mal. Soy alemana y amo a mi país. Pero… me siento como si me hubieran quitado un peso de aquí —y volvió a llevarse la mano al pecho—. Quizá no puedan ustedes comprender lo que significa para nosotros, pero… —y se quedó silenciosa un momento, como si estuviera meditando dolorosamente lo que quería decir. Luego añadió en voz baja y rápida—: ¡Nos sentimos tan felices de estar… fuera!
¿Fuera? También yo estaba «fuera». Y de repente me di cuenta de lo que debía experimentar ella. También yo estaba «fuera», yo que era un extraño en su tierra, mientras que ella nunca había sido todavía extraña a ella. También yo estaba «fuera» de aquella gran tierra cuya imagen me había sido grabada en el espíritu durante la infancia y la juventud, antes de haberla visto jamás. También yo estaba «fuera» de aquella tierra que había sido para mí mucho más que una tierra, que había sido para mí tantísimo más que un lugar. Era una geografía de los deseos del corazón. Era la maravilla oscura del alma, la belleza fantasmal de la tierra mágica. Había estado ardiendo allí desde la eternidad, como la oscura Helena que ardía en la sangre del hombre. Y ahora, como la morena Helena, estaba perdida para mí. Había hablado el idioma de su espíritu antes de llegar jamás a ella. Había hablado con los acentos de su lengua de la manera más torpe cuando entré en ella por primera vez y, sin embargo, jamás me había sentido un extraño allí. Había sentido que era mi hogar y yo el suyo. Había parecido que había nacido en ella y ella en mí. En ella había conocido la maravilla, en ella la verdad y la magia; la pena; la soledad y el dolor en ella. Había conocido el amor en ella y, por primera vez en mi vida, había saboreado en ella los sacramentos brillantes y fugitivos de la fama.
Por lo tanto, no era tierra extranjera para mí. Era la otra mitad del hogar de mi corazón. Era la Helena morena y perdida que había encontrado. Era la Helena morena y encontrada que había perdido —y ahora me daba cuenta, como jamás me la había dado antes, de la medida inconmensurable de mi pérdida— el camino que desde ahora quedaría eternamente cerrado para mí —el camino del exilio sin retorno— y otro camino que había encontrado. Pues sabía que estaba «fuera». Y que ahora había encontrado mi camino.
A aquel viejo maestro, ahora, al brujo Fausto, anciano padre del cerebro antiguo y perseguido por la prolificidad del hombre, a aquella vieja tierra alemana, con todas las medidas de su verdad, su gloria, belleza, magia y ruina —a aquella tierra oscura, a aquella tierra vieja y antigua que había amado durante tanto tiempo— le dije adiós.
Tengo que deciros una cosa:
Me fue dicho algo en la noche, quemando los cirios del año que se desvanecía; en la noche ha hablado algo y me ha dicho que moriré, no sé dónde. Al perder la tierra que conocemos por un conocimiento mayor, al perder la vida que tenemos por una vida mayor y al dejar a los amigos a los que queremos por un amor mayor, los hombres encontramos una tierra más amable que nuestros hogares, más amplia que la tierra.
En donde están enterrados los pilares de esta tierra, hacia los cuales tienden los espíritus de las naciones, hacia los cuales se estira la conciencia del mundo, hacia allí se levanta un viento y fluyen los ríos.