IX
Comenzó la actuación, como se debe hacer en todos los circos, con una gran procesión de los artistas y de los animales. El señor Hartwell la realizó cogiendo las figuras de alambre con las manos y haciéndolas pasear por la pista del circo. Le llevó algo de tiempo, pero cuando llegó al final, le saludó un aplauso vociferante. Luego, el señor Hartwell hizo galopar a sus caballos de alambre hasta entrar en la pista, dándoles vuelta tras vuelta con movimientos de sus manos. Luego puso a las amazonas encima de los caballitos de alambre y les volvió a hacer galopar. Después vino un desfile de elefantes de alambre, etc. Este número obtuvo aplausos especiales debido a lo inteligentemente que conseguía el señor Hartwell imitar el paso lento y balanceante de los elefantes.
No siempre podía la gente identificar cada uno de los números, pero cuando podían, aplaudían vigorosamente. Luego vino un número de trapecistas. Éste ocupó mucho tiempo, pues parecía que el señor Hartwell no podía conseguir que funcionara. Primero se colgaban y se balanceaban figuritas de alambre en los trapecios volantes. Luego intentó el señor Hartwell hacer que saltara por el aire una figurita y que se cogiera a la otra que tenía las manos extendidas hacia abajo. No salía bien. Una y otra vez se lanzaba la figurita por el aire, cogía las manos estiradas del otro muñeco… y fallaba ignominiosamente. Se convirtió en algo doloroso: la gente movía el cuello y adoptaba actitudes de apuro, todos menos el señor Hartwell, claro, que reía con voz chillona ante cada nuevo fracaso y volvía a intentarlo. Por fin se decidió a arreglar él mismo el problema cogiendo una de las figuritas y colgándola cuidadosamente de los brazos de la otra. Cuando terminó, levantó la vista hacia su público y rió nuevamente con un aspecto alegremente idiota. Y los invitados, tras una pausa breve y un tanto confusa, rompieron a aplaudir.
Ahora ya estaba el señor Hartwell dispuesto para lo que se podría llamar la piéce de résistance de toda su actuación. Ésta consistía en su célebre número del tragador de sables, que era del que más orgulloso se sentía. Cogió un muñequito de trapo y con la otra mano una horquilla larga y empezó a hacerla bajar por la garganta del muñeco.
Fue una exhibición horrible. El señor Hartwell seguía metiendo la horquilla hacia abajo con dedos exploradores y gruesos y, cuando se tropezaba con algún impedimento en los forros del muñeco, miraba hacia arriba y reía estúpidamente. Cuando estaba a mitad de camino tropezó con un obstáculo, pero persistió, persistió horriblemente. Siguió apretando con la horquilla mientras los concurrentes se miraban unos a otros con caras de apuro y, de repente, apareció en un costado del grueso muñeco un hueco y empezó a fluir por él, horrorosamente, parte del relleno. Ante esta manifestación, hubo un grupo de gente que decidió abandonar. Lily Mandell se llevó una mano al estómago con gesto de náusea, dijo: «Agh», y salió a toda prisa.
Sin embargo, los jóvenes de la «buena sociedad» aplaudieron todo entusiásticamente. Por ejemplo, cuando empezó a fluir el relleno del muñeco, una de las muchachas se volvió al joven que estaba de pie a su lado y dijo:
—Me parece terriblemente interesante la forma que tiene de hacer eso. ¿Y a ti?
A lo que respondió el muchacho brevemente: «Eh…» —expresión que hubiera podido indicar prácticamente cualquier cosa, pero que en este caso fue interpretada, obviamente, como asentimiento.
Ya había empezado la gente a salir a los pasillos y se podía oír a unos cuantos de los más cínicos que hablaban entre sí irónicamente y riéndose un poco. Incluso la señora de Jack, que se había sentado en el suelo con las piernas cruzadas, como un niño bien educado, justo enfrente del «maestro» y sus muñecos, se había levantado para salir al vestíbulo, donde ya estaban reunidos muchos de sus invitados. Allí encontró a Lily Mandell y, acercándose a ella con una sonrisita brillante y cariñosa, preguntó esperanzadamente:
—¿Lo estás pasando bien, Lily? Y tú, querido mío —dijo volviéndose afectuosamente a su joven amante—. ¿Te diviertes?
Respondió Lily Mandell con un tono de ronca protesta y de repugnancia:
—Cuando empezó a meter ese alfiler por el muñeco y empezaron a salírsele todas las tripas… ¡agh! —dijo llevándose una mano al estómago—: ¡De verdad te digo que ya no lo podía aguantar más!
Temblaron los hombros de la señora de Jack, se le enrojeció la cara y jadeó en un susurro histérico:
—¡Ya lo sé! ¿Verdad que era terrible?
Pero ahora ya se oía el sonido de voces en el cuarto de estar. Había terminado la representación y se oía el murmullo de un aplauso de trámite. Los jóvenes a la moda del grupo del señor Hartwell se apelotonaron en su derredor, repitiendo sus felicitaciones y luego, sin una palabra de cortesía a su anfitriona, se marcharon.