VI

Pero ya estaban empezando a llegar los invitados. Sonaba persistentemente el zumbido eléctrico del timbre de la puerta en medio del silencio acostumbrado. En el vestíbulo se levantaba ahora el ruido confuso y creciente de más de una docena de voces: la risa continuada y las voces rápidas y excitadas de las mujeres junto a las sonoridades más profundas y más vibrantes de los hombres. Se podía percibir y sentir cómo iba cogiendo impulso la fiesta. Era como una mezcla, igual de suave que el aceite, que crecía y subía cada vez más con cada recién llegado.

La señora de Jack, con los ojos brillantes de la alegría que siempre le causaba dar una fiesta, recibir a gente, el flujo y el juego complicado de la vida, salió entonces de su habitación y se dirigió al vestíbulo, saludando a todo el mundo con una cara radiante y sonrosada.

Ya estaba la fiesta completamente lanzada. Por todas partes se veía a gente que hablaba, reía, se inclinaba a llenar sus vasos con bebidas abundantes y heladas, que se movían alrededor de las tentaciones cargadas en la mesa del comedor con ese aspecto titubeante de las personas a quienes les gustaría probarlo todo, pero saben que no pueden. Era una maravilla el deslizarse atrás y adelante en medio de todo un admirable diseño de blanco, negro y oro, de poder y riqueza, encanto, comida y bebida. Y por en medio de todo ello, como una flor extraña y encantadora, inclinándose y dando la bienvenida sobre su gracioso talle, se movía la cara iluminada y sonrosada, el corazón cálido y el espíritu sabio, sutil, infantil, mágico que era la señora de Jack.

Miró embelesada las habitaciones llenas. Era, como bien sabía ella, una reunión distinguida: una fracción notable de lo mejor, lo más alto y lo más elegante que ofrecía la ciudad. Y, sin embargo, seguía faltando alguien.

«Largo, largo tiempo yacía en la noche —pensó la señora de Jack— y pensando en ti todo el tiempo».

Pues todavía faltaba alguien y no hacía más que pensar en él… bueno, casi todo el tiempo. Por lo menos, así lo expresaría ella con ese arrobamiento que siente una mujer cuando piensa en su amante: «No hago más que pensar todo el tiempo en ti. Cuando me despierto por la mañana, lo primero que hago es pensar en ti. ¿Has intentado contar un cuento alguna vez? Una vez, cuando era pequeña, tuve la seguridad de que tenía que contar un cuento. Y, sin embargo, cada vez que lo empezaba no se me ocurría más que: “Largo, largo tiempo yacía en la noche pensando en cómo contar mi cuento”. Me parecía que era la forma más bonita y más perfecta de empezar un cuento… pero no podía seguir adelante. Y ahora ya sé el final: “Largo, largo tiempo yacía en la noche… pensando en ti. Pienso en ti todo el tiempo. Llenas mi vida, mi corazón, mi espíritu y mi ser”. Y ese es el cuento. Ay, amor mío, ese es el cuento».

Y así sentía realmente esta mujer encantadora… o creía que sentía. Verdaderamente, cuando pensaba en él no hacía más que pensar que «pensaba en él todo el tiempo». Y en esta velada tan populosa y tan brillante, no dejaba él de aparecer en sus pensamientos.

«Me pregunto dónde estará —pensó ella—. ¿Por qué no vendrá? Con tal de que no haya… —contempló rápidamente la brillante reunión con mirada intranquila y pensó impacientemente—: ¡Ojalá le gustasen más las fiestas! ¡Oh, bien! Es como es. No me gustaría que cambiase. ¡No hago más que pensar en él!».

Y entonces llegó y una inspección apresurada, pero aliviada, la confirmó en sus esperanzas de que él «estaba bien».

Webber había estado bebiendo nada más que un poco, tenía los ojos nada más que un poco rojos, hablaba y se movía de manera un poco más excitada que lo necesario, pero vio que «él estaba bien».

«Con tal que no le afectara de esta forma la gente —la gente que conozco yo— pensó ella». ¿Qué querrá? Es como un loco de dudas: odia a todos los que yo conozco, tiene todo tipo de fantasías demenciales e imposibles… es tan extraño, tan salvaje, tan loco… y tan joven. ¡Y es el mejor!, ¡el mejor! En el fondo es el más estupendo y el mejor. ¡Le quiero!

Al entrar Webber en la habitación llena de gente, Sidney Page, el novelista, que había estado apoyado en la repisa, hablando con una mujer atractiva, se volvió, le miró y luego, extendiendo de lado su mano suave y regordeta, dijo sencillamente:

—¿Tienes teléfono? El otro día intenté verte. ¿No puedes venir a comer conmigo algún día?

En realidad, no se le había ocurrido hasta este momento. Y Webber sabía que lo había pensado para ayudarle a sentirse en su ambiente, para que no se sintiera tan desesperadamente naufragado en estas islas centelleantes y sofisticadas. Se asió a ello desesperadamente, con una sensación de gratitud y afecto abrumadores. Desde el primer momento en que vio a Page había comprendido qué clase de hombre era y había percibido la timidez desesperada, el terror desnudo que había en sus ojos. No le había engañado ni un momento el aire del hombre de estar de vuelta de todo, su manera de hablar elaboradamente precisa. Tras todos los disimulos de su complicado disfraz había notado la calidad de generosidad y de nobleza en el espíritu atormentado de aquel hombre. Y ahora, como un nadador confuso en las mareas fuertes, alargó la mano y se asió a ello con un alivio enorme, pues era lo único que había ante él, en las corrientes turbadoras e inconmensurables de estas vidas brillantes, que podía comprender; y entonces se quedó allí agarrado como si lo estuviera a una roca en medio de la inundación. Tartamudeó su aceptación apresurada y Page, rápida y despreocupadamente, terminó con todos los motivos de embarazo:

—¡Estupendo! Entonces, si te parece bien, podemos reunirnos a comer el martes, a la una, en el «Meadowbrook». ¿Sabes dónde es? —le dio la dirección y se puso inmediatamente a hablar de otras cosas, presentando al joven y a la mujer. Hablaron de cosas variadas mientras miraba el joven a su alrededor como si estuviera buscando a alguien y, para dar una impresión sencilla que no sentía en realidad, exclamaba:

—¿Habéis… habéis visto a Alice por alguna parte? —dándose cuenta mientras lo decía de lo tiesas y torpes que resultaban las palabras, y cuán absurdas también, pues como podía ver cualquiera, la señora de Jack estaba en el centro de la habitación, rodeada de invitados charlatanes.

Casi antes de que le hubieran salido las palabras de la boca, le «había cazado» la mujer de aspecto sofisticado:

—¿Por alguna parte? —dijo ella—. Sí, creo que la encontrará usted por ahí… por ahí, poco más o menos —dijo, señalando con su sonrisa fría y brillante en dirección a la señora de Jack, que no estaba ni a tres metros de ellos.

Se dio cuenta de que la ironía que pudiera contener la frase no era sino un aspecto de la manera de hablar a la moda, de la disposición de sacrificar los buenos modales a la exhibición del ingenio propio, por leve que fuera el intento. Puesto que lo comprendía así, puesto que lo juzgaba con tanta precisión, ¿por qué se encendió de ira entonces la cara del joven? Era absurdo sentirla y, sin embargo, como suele ocurrir a los jóvenes, no podía bastarle con darse cuenta de ello para detener la oleada impulsiva de este sentimiento. Durante un momento intentó encontrar una réplica mordaz y expresiva, pero no estaba muy capacitado para resolver este tipo de problemas y se limitó a quedarse allí, con el aspecto de un paleto confuso y sintiéndose diez veces más paleto de lo que parecía. Y luego, totalmente derrotado, se dio la vuelta y se separó de ella.

Un minuto después, aquella sensación de inferioridad con la que había entrado en la habitación era diez veces mayor y ahora no sólo quería que se la quitase alguien, sino que verdaderamente esperaba que lo hiciesen. ¿Por qué?

Bien, así son los jóvenes. Y él era joven.

En este momento le vio la señora de Jack y se acercó a él.

—Ah, hola, guapo —dijo ella cogiéndole una mano y levantando los ojos hacia él con una mirada tierna y seria—. ¿Qué tal estás? ¿Estás bien?

Incluso una pregunta tan sencilla bastaba para golpearle en un lugar delicado de su sensibilidad lacerada.

—¿Por qué no iba a estar bien? ¿Quién ha dicho que no estaba bien? —preguntó rudamente y luego, viendo la cara de ella, tan tierna, se llenó de una sensación tristísima de que había vuelto a fracasar.

—Bueno, bueno —dijo ella para aplacarle—. No quería más que saber si… si te estabas divirtiendo —dijo ella ansiosamente, sonriendo—. ¿No te parece que es una fiesta muy simpática? ¿Quieres que te presente a alguien? —dijo antes de que tuviera él oportunidad de responder—. Tienes que conocer a algunos de los que están aquí.

Entonces se deslizó, a través de la habitación llena de gente, hacia la señora de Jack Lily Mandell, cuyo tipo sensacional y cuya cara ardientemente eslava habían estado llamando la atención desde el principio de la velada.

—Oh, Alice, querida —dijo con un tono soñoliento que incluía también una calidad de arrogancia disimulada—. Me estaba preguntando si te habrías enterado… —al ver al joven se detuvo y le saludó—: Ah, hola… No sabía que estabas aquí.

Se dieron las manos.

La cara de la señora de Jack brillaba ahora con una alegría embelesada y tranquila. Apretó con sus manos las de la mujer y el hombre y susurró:

—Mis dos… Dos de las personas a quienes más quiero en el mundo. Y tenéis que conoceros y quereros como yo os quiero y conozco —dijo, nublándosele de repente los ojos de lágrimas, apretando más con una mano las manos unidas de los otros dos, pero llevándose la otra rápidamente al pecho. Se volvió hacia Lily y susurró roncamente—: Si pudiera nada más que decirte… —meneó la cabeza y susurró—: Los más grandes… los mejores… —sin decir qué eran los más grandes y los mejores.