III

La señora de Jack salió de su habitación poco después de las ocho y recorrió el amplio pasillo que atravesaba su piso a todo lo largo. Su fiesta empezaría a las ocho y media, pero su larga experiencia le decía que no estaría a plena marcha hasta después de las nueve. Sin embargo, sentía una tensión de excitación, no desagradable, aunque agudizada ahora por el tinte de una duda de aprensión: ¿Estaría todo dispuesto? ¿Se habría olvidado de algo? ¿Se habrían equivocado en algo las chicas? ¿Faltaría algo ahora?

Se hizo más profunda la línea arrugada entre sus ojos mientras pensaba en estas cosas y empezó, inconscientemente, a quitarse y ponerse el anillo de jade viejo con un movimiento rápido de su mano pequeña y fuerte. Era el gesto de una persona muy eficiente que ha llegado a alimentar una cierta desconfianza instintiva hacia la capacidad de otras personas peor dotadas que ella misma. Entendido así, era un gesto de impaciencia y de desdén, un desdén nacido no de la arrogancia ni de la falta de ningún tipo de cálida humanidad, sino propia de la persona que se siente inclinada a decir, con cierta brusquedad:

—¡Sí, sí, ya lo sé! ¿Puedo fiarme de que sepa usted hacer lo que hay que hacer?

En estos momentos había llegado a la entrada del cuarto de estar y estaba echando un rápido vistazo general, asegurándose de que estaba todo en su sitio exacto. El examen la dejó complacida. Su carita severa empezó a pasar por una sutil transformación: en realidad, se puede decir que empezó a iluminarse, que empezó a adoptar la mirada de satisfacción de un niño cuando mira un objeto que ama y que ha creado él y lo encuentra bien.

La gran habitación estaba preparada para la fiesta; estaba, de manera tranquila, de la forma en que siempre quería que estuviese, perfectamente ella misma. Era una habitación de proporciones tan nobles que apenas si podía escapar a una colosalidad majestuosa, y sin embargo tenía unos matices tan sutiles gracias a su impecable buen gusto que cualquier frialdad que pudiera haber tenido su grandiosidad esencial quedaba totalmente borrada. A un extraño le hubiera parecido la habitación no sólo hogareña en su sencillez y comodidad, sino, tras una inspección más detallada, un poco descuidada. La tapicería de algunas de las sillas y divanes estaba desgastada. En tres lados de la habitación había estanterías llenas de la compañía amistosa y un poco usada de los libros. La cálida luz de la habitación, la danza restallante de los leños de pino en la gran chimenea de mármol, todo proyectaba sus cálidas radiaciones hacia esos libros gastados. Y los buenos libros brillaban así como si estuviera escrito en su mismo resplandor el conocimiento de su buen uso y su comodidad.

En la gran habitación todo tenía el mismo aire de hogar y de uso. La mesa de patas curvadas con su agradable lámpara de pantalla tenía aspecto de estar esperando a que la usaran. Sobre la plancha cremosa de la repisa de mármol estaba extendida una tira verde, vieja y desteñida, de seda china. Y encima de ella había una figurita de jade verde, una de esas figuras encantadoras de apasionada gracia que hacen los chinos. En las paredes había unos cuantos dibujos y un retrato de ella misma con el joven encanto de sus veinte años que había hecho un pintor, ya muerto y famoso, hacía muchos años.

Y todos estos objetos de mil estilos diferentes estaban unidos en esta habitación, en su magia y su armonía, por las fuentes instintivas de la vida de la mujer. No tiene nada de extraño, por lo tanto, que la cara de flor de la señora de Jack adquiriese un brillo adicional de encanto al contemplar su bella habitación. Nada igual, como bien sabía ella, podía encontrarse en ninguna otra parte, porque «Aquí —pensaba ella—. Ah, aquí está y está vivo, como un trozo de mí misma. ¡Ay, Dios! Qué bonito es».

Pero ahora, terminada la inspección de la gran habitación, se volvió rápidamente a inspeccionar otras cosas. El cuarto de estar daba al comedor por unas puertas de cristal, cerradas ahora y con las cortinas transparentemente cerradas ante ellas. Hacia ella se movió ahora la señora de Jack con sus pasitos rápidos y seguros y las abrió. Luego exhaló un involuntario «¡Oh!» de maravilla y delicia. ¡Era demasiado bello! ¡Era excesivamente bello! Pero, en realidad, tenía exactamente el aspecto que ella esperaba, aquel aspecto que hacía que sus fiestas fueran dignas de recuerdo. Sin embargo, cada vez que lo veía la llenaba con una maravilla de nueva alegría.

Ante ella brillaba impecablemente la gran plancha de la mesa del comedor, como una plancha única de luz de nogal. Las sillas italianas antiguas estaban apoyadas contra las paredes. Iban a tomar una cena fría, para que pudieran los invitados acercarse y servirse lo que quisieran y cuando quisieran y… bien, allí estaban los materiales del banquete. Aquella fuerte plancha de madera estaba sencillamente cargada de comida. En un trinchante de plata a un extremo estaba un enorme trozo de carne asada, bien dorada por todas partes. Al otro extremo, en otro trinchante estaba un jamón de Virginia entero, adornado de una sabrosa miríada de clavos. Y en medio, y a todo lo largo de aquel gran tablero, había una asombrosa variedad de manjares, casi cualquier cosa que pudiera tentar el paladar de una persona exquisita. Era como una gran visión de una fiesta que se ha hecho inmortal en las páginas de la historia. En estos tiempos modernos y desnudos, en los que hay, aunque sea extraño, una plaga de insuficiencias en las casas de los grandes, había aquí una abrumadora demasía de todo. Y, sin embargo, todo ello tenía, milagrosamente, el aspecto justamente adecuado.

Tras un largo momento de inspección, la señora de Jack cruzó la habitación rápidamente y pasó por la puerta batiente que la separaba de la cocina. Aquí, también, encontró una escena de preparativos y de orden atareado. Parecía que la gran cocina estuviera recién fregada y pulida hasta hacerla lucir como una joya. La gran mesa de cocina era tan brillantemente blanca que por un momento le daba a uno la impresión asombrada de que en realidad debería estar en la clínica de un cirujano. Incluso los estantes de la despensa, los cajones y las alacenas parecían estar recién fregados y por encima de las voces de las muchachas se elevaba el zumbido dinámico de la enorme nevera, que era también, en su esplendor de blancura, como otra joya perfecta.

«¡Ay, esto! —pensó la señora de Jack—. ¡Ay esto!». Y volvió a apretar la manita contra su pecho, abrillantándosele los ojos como si fueran estrellas. «¡Esto es verdaderamente lo más perfecto, lo más encantador de todo! ¡Si pudiera pintarlo! ¡Pero no! ¡Haría falta un Brueghel para pintar esto! Hoy en día no hay nadie que lo pudiera hacer en justicia».

Y luego, por fin, dijo estas palabras en voz alta:

—¡Qué pastel más precioso!

La cocinera levantó los ojos de la gran tarta helada a la que había estado añadiendo con gran atención la última capa y, durante un momento, le iluminó la severa cara germánica una sonrisa pasajera.

—¿Le gusta, sí? —dijo la cocinera—. ¿Le parece bonito?

—¡Oh, cocinera! —exclamó la señora de Jack—. Es lo más bonito… lo más maravilloso —se encogió de hombros como si le faltasen palabras y dijo humorísticamente—: Bueno, lo único que puedo decir es: ¿Hay quién gane a Gilbert y Sullivan?[9].

El significado literario de esta observación se perdió, probablemente para la cocinera y las sonrientes criadas, pero no podía nadie dejar de comprender la emoción que expresaba. La cocinera rió guturalmente de satisfacción y Molly, sonriente y con un acento irlandés tan espeso que se podía cortar con un cuchillo, dijo:

—No, señorita, tiene usted toda la razón.

La señora de Jack miró a su alrededor con aire de felicidad. Todo había resultado perfectamente; debería ser una fiesta gloriosa.