V
La señora de Jack, después de volver a arreglar un jarrón de rosas en una mesa del vestíbulo, fue rápidamente hacia su cuarto. Al pasar junto a la puerta del de su marido, salía éste. Era un hombre bien conservado, de cincuenta años o más. Pero, en comparación con la expresión de inocencia infantil de su esposa, sus modales resultaban curiosamente sofisticados.
Se inclinó suavemente sobre la pequeña figura de ella y la besó por compromiso en una mejilla sonrosada. Era un beso de embajador; sus modales y tono, la seguridad perfectamente suave de todo lo que hacía eran como los gestos de un diplomático viejo y experto.
Notó ella un momento de revulsión al mirarle, pero luego recordó qué perfecto marido había sido, qué amable, qué bueno y qué cariñoso. «Es una persona encantadora», pensaba ella mientras respondía con animación a su saludo:
—Ah, hola, encanto. Ya estás preparado, ¿verdad?… Oye —dijo hablando rápidamente—: ¿Querrás ir recibiendo a los que vayan llegando? El señor Hartwell se está cambiando de ropa en el cuarto de los invitados… ¿Querrás atenderle si necesita algo? —se quitó rápidamente el anillo de jade del dedo y se lo volvió a meter—. ¡Espero que salga todo bien! Espero… —volvió a hacer una pausa con una mirada de abstracción preocupada en los ojos.
—¿Qué esperas? —dijo él con una levísima sugestión de una sonrisa de ironía en las comisuras de la boca.
—Espero que él no… —empezó a decir en tono agitado, y siguió luego rápidamente—: Dijo algo de quitar… de quitar unas cosas del cuarto de estar para el espectáculo…
Luego, dándose cuenta de la leve sonrisa de él, rió brevemente y con ganas:
—No sé qué va a hacer. Pero ya sabes que quiere llevárselo todo el mundo… están todos encantados de poder verle… Bah, estoy segura de que saldrá todo bien. ¿No te parece? —le miró anhelante con un aspecto tan gracioso de curiosidad y pregunta que él rió abruptamente y se dio la vuelta, diciendo:
—Supongo que sí, Alice. Ya me encargaré yo.
La señora de Jack recorrió el pasillo y entró en su habitación, dejando la puerta ligeramente entreabierta tras de sí.
Se miró un momento en el espejo y su cara traicionó una vanidad infantil que hubiera resultado ridículamente cómica si la hubiera visto alguien. Primero se inclinó un poco y se miró con una inocencia infantil que era una de sus expresiones características cuando se enfrentaba con el mundo. Luego contempló la silueta de su figura, pequeña y encantadora, y se arregló, medio embarazosamente, los pliegues de su traje, espléndido y sencillo. Luego levantó el brazo y la mano, y dándose media vuelta, con la otra mano en la cadera, se contempló absurdamente en el espejo amigo.
Le sacudió los pies un temblor, débil y distante. Se paró, alarmada esperó, escuchó. Le apareció entre los ojos un ligero ceño y le agitó levemente el corazón una vieja sensación de intranquilidad. A veces le parecía percibir este temblor en las macizas paredes que la rodeaban. Una vez le había hecho unas preguntas el portero. El hombre le había dicho que el edificio estaba construido sobre dos túneles del ferrocarril que se cruzaban y que lo que oía la señora de Jack no era nada más que una débil vibración cuando pasaba el tren por debajo de ella. Le aseguró el hombre que no había el más mínimo peligro, pero seguía inquietándola esta noticia vagamente. Le hubiera gustado más que el edificio hubiera estado construido sobre rocas sólidas.