II
Había llegado la hora: a lo largo del andén de la estación había una sensación de excitación entre la muchedumbre, relampagueaba una luz, se movían los mozos por los andenes. Me di la vuelta y miré a la vía. El tren se acercaba a nosotros. Se aproximaba rápidamente, silbando junto a los jardines zoológicos, con la trompa enorme de la locomotora como una aparición, con los guardabarros adornados con toques de verde brillante. Pasó, caliente, a mi lado, la gran máquina de vapor, y se paró. La línea monótona de los coches se rompía vívidamente en el medio con el rojo brillante del coche restaurante de «Mitropa».
Nos pusimos en acción. Mi mozo, echando arriba mi pesada maleta de cuero, escaló rápidamente los escalones y me encontró un asiento. Había todo a mi alrededor una confusión de voces, todo un tumulto excitado de despedidas. Hartmann me dio la mano con fuerza, con la cara pequeña y amargada en una mueca, como si estuviera llorando, como lo estaba en realidad. Con un sobresalto repentino, de reconocimiento, me di cuenta de qué juntas estaban en él la risa y la pena. Oí su voz, curiosamente vibrante, profunda y trágica, que decía:
—Adiós, adiós, querido Paul, auf wiedersehen.
Luego subí al tren. El mozo cerró la puerta. Inmediatamente, mientras iba abriéndome camino por el estrecho pasillo hacia mi departamento, se puso en marcha el tren e inició el camino. Estas formas, estas caras y estas vidas, se quedaron atrás todas.
Hartmann siguió andando, despidiéndome con el sombrero, con la cara retorcida aún por aquella extraña mueca que era mitad de risa mitad de pena. Luego dio el tren la vuelta a la curva. Y se perdió.
Fuimos cogiendo velocidad. Pasaban a mi lado las calles y los edificios del oeste: aquellas calles sólidas y feas, aquellos edificios grandes, sólidos y feos del estilo victoriano alemán, que, sin embargo, con todo el verde agradable de los árboles, de los tiestos de las ventanas que brillaban con sus geranios rojos, el aire de orden, de sustancia y de comodidad, me habían resultado siempre tan familiares y tan agradables como las calles y las casas tranquilas de una ciudad pequeña. Ya pasábamos a toda velocidad por Charlottenburg. Pasamos por la estación sin pararnos y en el andén, con aquella sensación vieja y punzante de pérdida y de tristeza, vi a la gente que esperaba a los trenes de la Stadtbahn. Sobre sus vías elevadas corría el tren suavemente hacia el oeste, cogiendo impulso lentamente. Pasamos el Funkturm. Casi sin que me diera cuenta estábamos pasando ya por las afueras occidentales de la ciudad, hacia el campo abierto. Pasamos junto a un campo de aviación. Vi los hangares y un rebaño de aviones brillantes. Justo cuando miraba, salió un gran avión de cuerpo plateado, se puso a rodar y cogió velocidad, levantó la cola y, al desvanecernos nosotros en la distancia, se separó lentamente de la tierra.
Y ahora ya estaba detrás de nosotros la ciudad. Aquellas caras, formas y voces familiares de no hacía más que seis minutos estaban ya tan remotas de mí como los sueños, aprisionadas allí como en otro mundo, un mundo que era una colmena de cuatro millones de vidas, de esperanza, miedo y temor, de angustia y desesperación, de amor, crueldad y amistad que se llamaba Berlín.
Y ahora se alejaba a golpes la tierra, la tierra llana de Brandeburgo, la llanura solitaria del norte de la que siempre me habían dicho que era tan fea y que yo había encontrado tan extraña, tan incitante y tan bella. Ahora, alrededor de nosotros, estaba la oscura soledad del bosque, la soledad de los árboles kiefern, altos, esbeltos, gigantescos y erguidos como los mástiles de un barco de vela, cargados en las cimas con aquel verde eterno y lleno de agujas. Brillaban sus troncos desnudos con aquel encantador color de bronce dorado que es por sí mismo como la destilación material de una luz mágica. Y todo lo que había entre ellos era, también, mágico. La oscuridad del bosque era también de un marrón dorado con esta luz mágica, con la tierra estéril dorada y marrón, con los árboles solos y separados, un bosque de postes lleno de una luz misteriosa.
Y luego se abrió la luz y desapareció el bosque. Y corríamos por la tierra llana y cultivada, laborada ahorrativamente hasta el mismo borde de las vías. Y pude ver los racimos de los edificios de las granjas, los tejados de tejas rojas, los cuadrados divididos de los establos y las casas. Luego volveríamos a encontrar la magia de los bosques.
Abrí la puerta de mi departamento, entré y cogí un asiento al lado de la puerta. Al otro lado, en un rincón junto a la ventana, estaba sentado un hombre joven que leía un libro. Era un joven elegante vestido a la última moda. Sus ropas tenían un aire de elegancia afectada que le hacía sentirse a uno seguro de que era un europeo continental, aunque no se supiera de qué parte del continente procedería.
Por lo tanto, lo que me asombró con un sentido de extrañeza fue el libro americano que estaba leyendo. Mientras me estaba preguntando a qué obedecería esta extraña combinación, se abrió la puerta y entraron una mujer y un hombre.
Eran alemanes. La mujer ya no era joven, pero era regordeta, cálida, de aspecto seductor, con el pelo tan rubio que tenía el color de la paja descolorida, y los ojos tan azules como zafiros. Habló rápidamente al hombre que la acompañaba, luego se volvió hacia mí y me preguntó si estaban libres los otros asientos. Repliqué que creía que sí y miré inquisitivamente al joven de la esquina. También él replicó, en alemán un poco torpe, que le parecía que sí. La mujer asintió con satisfacción, habló rápida y autoritariamente a su compañero que salió y volvió pronto con el equipaje: dos maletas que colocó en la red del equipaje encima de sus cabezas.
Era un alemán alto, de complexión fresca, rubio, que impartía de manera indefinible una impresión de inocencia confusa. La mujer, aunque muy atractiva, era claramente la mayor de los dos con mucho. Se veía con toda claridad que tenía treinta y tantos años, e incluso que podría tener ya cuarenta. Tenía señales de arrugas finas en las comisuras de los ojos, una especie de madurez física y de calidez que contenía la sabiduría de la experiencia, pero de la que ya había desaparecido algo de la frescura de la juventud.
Se veía claramente que el joven no tendría mucho más de veinte años. Le parecía a uno instantáneamente, sin saber por qué, que entre estos dos no había ninguna relación de familia; era completamente evidente que el joven no podía ser su hermano, pero también era evidente que no se trataba de marido y mujer. Volviendo a la mujer, con la calidez seductora de su aspecto tenía un atractivo físico casi desvergonzado, una especie de llamada desnuda como la que se ve a veces en la gente del teatro: en una corista o en la mujer que hace «strip-tease» en un espectáculo de «burlesque». Junto a su seguridad, su aire de pragmatismo y de autoridad, su estampa fuertemente vívida, el joven aparecía casi borrado. Y, ciertamente, parecía nervioso y poco acostumbrado al arte de viajar; me di cuenta de que mantenía casi todo el tiempo la cabeza baja y que no hablaba a no ser que le hablase ella primero. Y cuando lo hacía, él se ruborizaba hasta quedar escarlata de vergüenza, profundizándose en su cara fresca y rosada dos banderas cuneiformes de color hasta convertirse en un rojo de remolacha.
No era difícil caer en una parábola antigua: asumir que el muchacho era la oveja negra del pueblo que había caído en las redes de la sirena de la ciudad, que ella había conseguido de él que la llevase a París, que pronto estarían en un lugar el tonto y en otro su dinero. Y, sin embargo, no había ciertamente nada de repulsivo en la rubia. Decididamente, era una criatura muy atractiva y simpática. Parecía incluso que no se daba cuenta de aquella calidad asombrosa de magnetismo sexual que poseía sin duda alguna, y que se expresaba sensual y naturalmente, con el calor inocente de un niño.
Mientras me ocupaba en estas especulaciones se volvió a abrir la puerta del departamento y miró dentro un hombrecillo de aspecto meticuloso y nariz alargada, mirando con aire truculento y un poco de sospecha, que preguntó luego si estaban libres los restantes asientos del departamento. Le dijimos todos que creíamos que sí. Al recibir esta información, él también, sin una palabra más, desapareció por el pasillo, para reaparecer después con una gran maleta. Le ayudé a ponerla en el departamento de equipajes encima de su asiento; aunque no creo que hubiera podido hacerlo sin mi ayuda, aceptó mi servicio sin una palabra de agradecimiento, colgó el abrigo, se agitó, husmeó y se revolvió, sacó un periódico del bolsillo, se sentó y lo abrió, cerró la puerta del departamento con cierta violencia y, tras mirar agria y desconfiadamente al resto de los ocupantes, revolvió el periódico y empezó a leer.
Mientras leía el periódico, tuve ocasión de observar a este tipo de aspecto agrio de vez en cuando. Se podría decir de él, en la frase moderna, «que no era nada del otro mundo». No es que hubiera nada en él de aspecto siniestro, sino decididamente todo lo contrario. Era sencillamente que se trataba de un individuo fastidioso, vulgar, de aspecto irascible, del tipo que siempre teme uno que se va a encontrar en un viaje, pero que siempre espera fervientemente que no ocurra. Parecía el tipo de individuo que se pasa el tiempo bajando de golpe la ventana del departamento sin preguntarle a nadie qué le parece, que está siempre agitándose y quejándose, el tipo, en resumen, que está siempre intentando por medios malhumorados, irritados y extraños, de poner a sus compañeros de viaje tan incómodos como le sea posible.
Sí, definitivamente pertenecía a un tipo bien conocido, pero aparte de estos aspectos desagradables, era completamente vulgar. Fue sólo cuando se convirtió en un intruso en la intimidad de un viaje largo y empezó inmediatamente a quejarse y a agitarse como un mosquito molesto cuando se convirtió en algo digno de recordar. En este momento, en efecto, el joven caballero del rincón de la ventana casi se enfrentó con él. El muchacho sacó una pitillera de aspecto caro y, con una sonrisa amistosa, preguntó a la señora si la molestaba que fumase. Ella respondió inmediatamente, con gran amabilidad, que no la molestaba en absoluto. Yo mismo recibí esta agradable información con gran alivio, saqué una cajetilla de cigarrillos del bolsillo y estaba a punto de unirme a mi joven, y desconocido, compañero en el lujo del tabaco cuando, frente a mí, el viejo metomentodo agitó malhumorado su periódico, nos miró agriamente y luego, apuntando a un letrero en la pared del departamento, croó con aire cansado:
—Nicht Raucher[3].
Bien, esto lo sabíamos todos desde el principio, pero no nos habíamos imaginado que fuera a convertirlo el viejo metomentodo en un asunto de Estado. Nos miramos el otro joven y yo con una mirada ligeramente asombrada, sonreímos un poco, cambiamos una mirada con la señora, que sonreía también ante la comicidad de lo ocurrido, y estábamos a punto de guardar nuestros cigarrillos sin fumarlos cuando volvió a mirarnos el viejo metomentodo por segunda vez y luego dijo con voz lúgubre que, por lo que a él se refería, no le importaba. No había querido más que indicarnos que estábamos en un departamento de no fumadores. Se veía claramente que quería implicar que, a partir de este momento, nadie era responsable de lo que ocurriera más que nosotros, que había hecho todo lo que podía, como buen ciudadano, para advertirnos, pero que si continuábamos adelante con nuestra conspiración culpable contra las leyes del país, él no se sentía responsable. Más seguros ya, volvimos a sacar nuestros cigarrillos y los encendimos.
Ahora empezó a pasar el tiempo en silencio y, al poco rato, caí en una especie de amodorramiento del que me despertaba de vez en cuando para mirar a mi alrededor y luego volver a adormilarme. Una y otra vez me desperté y me encontré con la mirada del viejo metomentodo fija en mí, con tal aire de sospecha y tal acidez malhumorada que apenas le faltaba una pizca para llegar a la malevolencia. Además, estaba tan agitado y tan nervioso que le causaba a uno dificultades para dormir más de unos pocos minutos de cada vez. No hacía más que cruzar y descruzar las piernas, agitando siempre su periódico, meneando cada vez el picaporte de la puerta, medio abriéndola y luego cerrándola de golpe, como si tuviera miedo de que no quedara bien cerrada. No hacía más que levantarse y saltar al pasillo, donde se dedicaba a pasearse, mirando por las ventanillas al paisaje que se alejaba, paseando nervioso por el pasillo una y otra vez, con las manos a la espalda, torciendo los dedos nerviosamente al andar.
Mientras tanto, el tren avanzaba por el campo a una velocidad imponente. Los bosques y la tierra, los pueblos y las granjas, la tierra de labor y de pastos, pasaban a nuestro lado con el movimiento deliberado pero devorador de la gran velocidad. La disminuimos un momento al cruzar el Elba, pero no paramos. Dos horas después de haber salido de Berlín, corríamos bajo el enorme techo arqueado de la estación de Hannover. Aquí hicimos una parada de diez minutos o un cuarto de hora. Me había quedado medio adormilado, pero al disminuir la velocidad del tren y empezar a entrar en las afueras de la vieja ciudad, me desperté. Pero seguía estando dominado por el cansancio. No me levanté.
Los demás ocupantes del departamento —todos menos yo y el caballero elegante de la ventanilla— se levantaron y salieron al andén para aprovecharse de todo el aire libre y el ejercicio que pudieran obtener durante nuestra corta parada. Mientras tanto, mi compañero del rincón había bajado su libro y, tras mirar un momento por la ventanilla, se volvió hacia mí y me dijo en un inglés marcado por un ligero acento:
—¿Dónde estamos?
Le dije que estábamos en Hannover.
Dio un pequeño suspiro y dijo:
—Estoy cansado de viajar. Me alegraré de llegar a casa.
—¿Y dónde está su casa?
—En Nueva York —dijo, y al ver mi cara de sorpresa, añadió—: Claro que no soy americano de nacimiento, como puede usted ver. Pero soy americano nacionalizado y vivo en Nueva York.
Le dije que yo también vivía allí y me preguntó si había estado mucho tiempo en Alemania.
—No, últimamente no. Vine hace dos meses.
—Al principio, cuando entró usted esta mañana, creí que era usted alemán. Pero luego me di cuenta de que no podía ser alemán por su acento. Cuando vi que leía usted el París Herald decidí que era usted o inglés o americano.
—Soy americano, claro.
—Ya, ya me doy cuenta. Yo —dijo— soy polaco de nacimiento. Hace quince años que me fui a vivir a América, pero mi familia sigue viviendo en Polonia.
—¿Y, claro, ha ido usted a verles?
—Sí. Tengo dos hermanos que viven allí. Ahora vengo de allí —dijo. Se quedó callado un momento y luego dijo con cierto énfasis—: Pero no voy a volver. Pasará mucho tiempo antes de que les visite. Estoy harto de Europa —continuó—. Estoy harto de tantas estupideces, de esta política, este odio, estos ejércitos y todos estos comentarios sobre la guerra… de todo este maldito ambiente… Mire —gritó indignado y, metiéndose la manó en el bolsillo del pecho, sacó un papel—. ¿Quiere usted mirar esto?
—¿Qué es?
—Un papel, un permiso, que me permite sacar veintitrés marcos de Alemania. ¡Veintitrés marcos! —repitió con acento desdeñoso— como si quisiera yo su puñetero dinero.
—Ya lo sé. Tiene usted que sacar un papel cada vez que quiere respirar. ¡Mire! —exclamé yo, y metiendo la mano en el bolsillo del pecho, saqué una cantidad de papel que bastaría para encender una buena hoguera. A mí me han dado todo esto en nada más que dos meses.
Ya estaba roto el hielo. Sobre la base de este agravio común empezamos a sentir afecto el uno por el otro. Pronto se hizo evidente que mi nuevo amigo, con el fervor patriótico de su raza, era casi apasionadamente americano.
—Ah —dijo—, después de todo esto va uno a sentirse bien al volver allí, donde todo es paz… donde todo es amistad… donde todo es amor.
Por mi parte, yo experimentaba algunas reservas acerca de esto, pero no quise expresarlas. Su fervor era tan genuino y tan cálido que hubiera sido una descortesía intentar apagarlo. Y, además, también me sentía yo nostálgico y sus palabras, tan generosas y tan cordiales, me calentaban con su ardor agradable.
Pues yo, como él, estaba cansado y deprimido, agotado de estas presiones, exhausto de estas tensiones de los nervios y el espíritu, lleno de náuseas con el cáncer de estos odios incurables que no sólo habían envenenado las vidas de las naciones, sino que habían penetrado de una u otra manera en las vidas de todos mis amigos, de casi todos aquellos a los que había conocido allí. Y así, igual que mi recién conocido compatriota, percibía yo, bajo la intemperancia y la extravagancia de sus frases, una cierta justicia en la comparación. Y también sentía que sería estupendo estar otra vez en casa, lejos de las constricciones venenosas de esta atmósfera, donde, nos faltase lo que fuere, todavía teníamos aire que respirar, vientos con los que aclarar el aire.
Ahora me dijo mi nuevo amigo que era socio de una compañía de agentes de bolsa de Wall Street. Parecía que esto exigía una identificación similar por mi parte, así que le di la respuesta más verdadera que podía imaginar, consistente en comunicarle que yo trabajaba en una editorial. Entonces observó él que conocía a la familia de un editor de Nueva York. Y cuando le pregunté de quién se trataba, me respondió:
—La familia Edwards.
Yo dije:
—Conozco a los Edwards. Son amigos míos y el señor Edwards es mi editor. Y usted —añadí— se llama Johnnie, ¿no? Me he olvidado de su apellido, pero lo he oído…
Asintió rápidamente con una sonrisa:
—Sí, Johnnie Stefanowski —dijo—. ¿Y usted?… ¿Cómo se llama?
Se lo dije.
—Claro. Había oído hablar de usted —dijo él.
E inmediatamente nos dimos las manos, con esa especie de sorpresa asombrada pero exuberante que reduce a todo el mundo a la conclusión banal de que «después de todo, el mundo es un pañuelo».
Y ahora, verdaderamente, habíamos establecido contacto en mil puntos y averiguamos que teníamos docenas de amigos comunes. Hablamos de ellos entusiásticamente, casi alegremente. Para cuando volvieron los demás al departamento y se volvió el tren a poner en marcha, estábamos metidos en una conversación a fondo.
Nuestros tres compañeros pusieron expresiones asombradas al escuchar esta conversación tan rápida, esta prueba de amistad entre dos personas que, aparentemente, habían sido extrañas entre sí no hacía más que diez minutos. La rubita nos sonrió y se sentó; el joven hizo lo mismo. El viejo metomentodo, hecho ahora todo oídos, mirando nerviosamente del uno al otro, escuchó atentamente todo lo que decíamos.
Siguió adelante el tableteo disparado de nuestra conversación, de una esquina del departamento a la otra. Yo mismo sentía una especie de apuro ante esta repentina intrusión de intimidad en una lengua extranjera entre compañeros de viaje con los que, hasta entonces, habíamos mantenido una formalidad controlada. Pero, evidentemente, a Johnnie Stefanowski no le molestaba esto en absoluto y sonreía de forma amistosa a nuestros compañeros, como si estuvieran tomando parte en nuestra conversación y pudieran comprender todas las cosas que decíamos.
Bajo esta influencia tan amistosa, todos empezaron visiblemente a deshelarse. La señora rubita empezó ahora a hablar de forma animada con su compañero. Poco después intervino también el viejo metomentodo. En muy pocos minutos zumbaba el departamento con este intercambio rápido de frases en inglés y alemán.
Entonces propuso Johnnie Stefanowski que buscáramos el Speisewagen[4] para tomar un refresco. Dijo con indiferencia:
—No tengo hambre. En Polonia me han dado demasiado de comer. Estoy harto de comer… ¿Pero querría usted algo de fruta polaca? —dijo indicando un paquete grande cubierto de papel que llevaba al lado—. Creo que me han preparado algo: frutas de los campos de mi hermano, pollos y unas perdices. Yo no tengo apetito, pero ¿querría usted comer algo?
Le dije que todavía no tenía hambre.
Entonces sugirió que tomáramos una copa:
—Todavía tengo estos marcos —dijo—, unos diecisiete o dieciocho. Ya no me hacen ninguna falta. Pero ahora que nos hemos conocido, me parece que estaría bien gastárnoslos, ¿vamos a ver qué encontramos?
Estuve de acuerdo con esto. Nos levantamos, pedimos permiso a nuestros compañeros y, cuando abandonó Stefanowski su asiento, el viejo metomentodo le preguntó si quería cambiar de sitio con él. El joven respondió con indiferencia:
—Sí, claro, coja usted mi asiento. A mí no me importa estar en un sitio u otro.
Salimos al estrecho pasillo y, pasando por varios coches del tren cabeceante, llegamos por fin al Speisewagen, contorneamos el aliento caliente de las cocinas y nos sentamos en uno de los asientos, bonitos, brillantes y limpios del servicio de Mitropa. Parecía que Stefanowski tenía la típica y amplia capacidad del polaco para la bebida. Se bebió el coñac de un trago, observando quejumbrosamente:
—Es muy poco. Pero es bueno y no hace daño. Tenemos que tomar más.
Calentándonos agradablemente con el coñac y charlando con la facilidad con que lo hace la gente que se ha conocido desde hace años, empezamos ahora a hacer comentarios sobre nuestros compañeros de departamento.
—La mujercita… está muy bien —dijo Stefanowski—. No creo que sea muy joven, pero, sin embargo, es encantadora, ¿verdad? Tiene mucha personalidad.
—¿Y el joven que va con ella? —inquirí yo—. ¿Cree usted que será su marido?
—No, claro que no —replicó mi compañero instantáneamente—. Es curiosísimo —continuó con acento de confusión—, es mucho más joven, evidentemente, y es distinto… es mucho más sencillo que la señora.
—Sí. Parece casi que fuera un muchacho del campo y que ella…
—Que ella fuera alguien del teatro —asintió Stefanowski—. Una actriz. O, a lo mejor, una bailarina de cabaret.
—¿Y el otro hombre? —dije yo—. El tipo tan nervioso que no hace más que mirarnos. ¿Quién es?
—Ah, ése —dijo mi amigo con tono de impaciencia—. No sé. No me importa. Es un hombrecillo engolado de esos que siempre se encuentra uno en los viajes… no me importa. ¿Por qué no volvemos ahora y hablamos con ellos? —dijo—. Después de esto no vamos a volverles a ver y sería interesante averiguar quiénes son.
Manifesté mi aprobación. Entonces llamó mi amigo polaco al camarero, pidió la cuenta y la pagó, sobrándole todavía diez o doce marcos de los veintitrés. Luego nos levantamos y volvimos por el tren lanzado hacia nuestro departamento.
La señora nos sonrió al entrar nosotros. Y nuestros tres compañeros de viaje nos miraron con una especie de curiosidad aguzada. Era evidente que, durante nuestra ausencia, habíamos sido el tema de sus especulaciones. Stefanowski sonrió y empezó inmediatamente a hablar con ellos. Hablaba un alemán algo torpe, pero coherente, y era un hombre de tal calidez natural y tal seguridad social, que no le importaban en absoluto sus deficiencias. Nuestros compañeros contestaron rápidamente, incluso ansiosamente, a nuestro saludo, e inmediatamente expresaron con sinceridad su curiosidad, las especulaciones que habían realizado respecto a nuestro encuentro y la manera en que, aparentemente, nos habíamos reconocido.
La señora preguntó a Stefanowski de dónde era «Was sind sie für ein Landsmann?» —y él le replicó que era americano.
—Ach so?[5] —dijo, con una expresión momentánea de sorpresa, añadiendo luego rápidamente—: ¿Pero no de nacimiento?
—No —dijo Stefanowski—, de nacimiento soy polaco. Pero ahora vivo en Nueva York. Y aquí mi amigo —dijo indicándome, y todos se volvieron a contemplarme con curiosidad— es americano de nacimiento.
Asintieron con satisfacción y, sonriendo con curiosidad anhelante, la señora dijo:
—Y aquí su amigo es artista, ¿verdad?
Stefanowski dijo que sí.
—¿Pintor? —continuó la señora casi regocijadamente, intentando confirmar sus predicciones.
—No es pintor. Es escritor —pero mi amigo polaco empleó la palabra «Dichter», que significa poeta, lo que enmendé yo rápidamente diciendo:
—Ein Schriftsteller[6].
Entonces se miraron los tres entre sí con gestos de satisfacción, como diciendo: «Ah, ya les parecía; era evidente, etcétera».
Incluso intervino el viejo metomentodo con una observación de sabiduría, expresando que se podía ver «por la cabeza». Aprobaron los otros y la señora, volviéndose entonces a Stefanowski, dijo:
—Pero usted… usted no es artista… ¿Hace usted otra cosa?
Replicó él que era un hombre de negocios —un «Geschäftsmann»— que realizaba sus negocios en Wall Street, nombre que pareció tener un significado imponente para ellos, pues asintieron todos de modo impresionado y volvieron a decir:
—Ah.
Seguimos hablando y les dijimos que no nos habíamos visto nunca hasta esta mañana, pero que nos conocíamos el uno al otro a través de muchos amigos mutuos a los que habíamos conocido desde hacía años. A todos les encantaron estas noticias. Nuestra rubita hizo gestos de triunfo y estalló en una conversación excitada con su compañero y con el viejo metomentodo, en el sentido de:
—¿Qué decía yo? Es lo que yo decía, ¿no? Después de todo, el mundo es un pañuelo, ¿no?, etc.
Ahora ya estábamos todos maravillosamente a gusto unos con otros, hablando todos ansiosa y naturalmente, como si hiciera años que nos conocíamos. La señora empezó a contarnos todo lo que a ella se refería. Ella y su marido eran, dijo, los propietarios de un negocio cerca de la Alexanderplatz. No —sonriendo—, el joven no era su marido. Era un joven artista empleado suyo. ¿En qué tipo de actividad? Se rió y dijo que no nos lo podíamos imaginar. Ella y su marido fabricaban maniquíes para las exhibiciones de los escaparates. Su negocio, dejó entender, empleaba a más de cincuenta obreros y, de vez en cuando, había llegado a tener más de cien. Por esta razón tenía que ir a París una vez o dos al año. Pues, siguió explicándonos, París sentaba la moda en las figuras, igual que en la ropa.
Claro que no compraban los modelos de París —Mein Gott![7]—, era imposible tal como estaba la situación para sacar dinero. Sin embargo, pese a lo difícil que resultaba, tenía que ir a París como fuese, una vez o dos al año, aunque sólo fuera para mantenerse «al tanto». En estos viajes llevaba con ella al joven. Él era diseñador, dibujaba los modelos de los últimos escaparates de París y, a la vuelta, hacía réplicas de ellos.
Entonces observó Stefanowski que no podía comprender cómo resultaba incluso posible, en las circunstancias actuales, para un ciudadano alemán, viajar a ninguna parte. Ya era lo bastante difícil para un extranjero el entrar y salir de Alemania. Las dificultades económicas le confundían y le cansaban a uno. A esto añadí yo un breve relato de mis propias experiencia durante los breves viajes que había realizado en el verano, de las dificultades que me había causado incluso un corto desplazamiento al Tirol austríaco. Exhibí con tristeza los papeles que me llenaban el bolsillo referentes a permisos, visados y sellos oficiales y que había ido acumulando durante dos meses. Sobre este tema común volvimos a estar vociferantemente de acuerdo. La señora afirmó que era estúpido y agotador y que, para un alemán que tenía negocios fuera de su propio país, resultaba casi imposible. Añadió rápida y lealmente que, desde luego, también era necesario, pero luego empezó a relatarnos sus propias dificultades, llegando rápidamente a meternos en una telaraña de cheques y balances, y terminando, por fin, con un encantador gesto de la mano y diciendo:
—Ach Gott![8], es demasiado complicado, demasiado confuso, para poder explicarlo.
Entonces intervino el viejo metomentodo para confirmarlo por su cuenta. Era, dijo, abogado en Berlín —un «Rechtsanwalt»— y anteriormente había tenido un gran número de relaciones profesionales con Francia y con otras partes del Continente. También había visitado América, añadió. En efecto, la última vez que había estado allí había sido en 1930 cuando había acudido a un congreso internacional de abogados celebrado en Nueva York. Incluso hablaba un poco de inglés, que desveló ahora en beneficio nuestro, y ahora iba, según nos dijo, a otro congreso internacional de abogados que iba a iniciarse en París el día siguiente o el otro y que duraría una semana. Pero a un alemán le resultaba difícil realizar un viaje, aunque fuera de tan corta duración. Y en cuanto a sus antiguas actividades profesionales en otros países, ahora eran, por desgracia, imposibles.
Me preguntó si estaban traducidos y a la venta alguno de mis libros en Alemania y yo le dije que sí. Todos se manifestaron afectuosamente, interesados, deseosos de saber los títulos y cómo me llamaba yo. Para complacerles, les escribí los títulos alemanes de mis libros, el nombre del editor alemán y el mío. La señora metió el papel en el bolsillo y anunció entusiásticamente que compraría los libros cuando volviera a Alemania. Y metomentodo, después de leer el papel cuidadosamente, lo guardó en la cartera, observando que también él compraría los libros cuando volviese.
Entonces cogió Stefanowski su enorme paquete, lo abrió y exigió que lo compartiéramos todos con él. Había unas peras y unos melocotones espléndidos, un pollo gordo asado, unos pichones rellenos y varios otros manjares exquisitos. Protestaron nuestros compañeros que no podían privarle de su comida, pero insistió el joven con gran calor y vigor, lo que era evidentemente parte de su naturaleza afectuosa, en que él y yo íbamos a comer en el coche restaurante, de todas formas, y que si no se comían ellos el contenido del paquete se iba a pudrir todo. En vista de esto, todos se sirvieron fruta, de la que dijeron que era deliciosa, y la señora prometió que más tarde investigaría las cualidades del pollo. En vista de esta seguridad, con saludos amistosos para todos, nos marchamos por segunda vez mi amigo polaco y yo.