XII
Ahora empezó la policía a cargar sobre la multitud y a llevarles del patio a la calle, firme pero bienhumoradamente. La señora de Jack, sus criadas y sus invitados, entraron en una pequeña droguería cercana y se pusieron a parlotear animadamente con mucha gente conocida de ellos que llenaban ahora la droguería[12].
La conversación de estas personas era amistosa, despreocupada y agradable; algunos hasta se sentían alegres. Pero en su charla hubiera sido posible advertir una nota de perturbación, como si estuviera ocurriendo algo ahora que ya no pudieran ni controlar ni calcular razonablemente. Eran los amos y señores de la tierra, eran los que gozaban de la mayor autoridad y los acostumbrados a mandar. Y ahora se sentían curiosamente indefensos, incapacitados para mandar en nada, incapaces incluso de averiguar qué estaba pasando. Les parecía, en cierto modo, que estaban cogidos por una fuerza misteriosa e implacable, enredados en las ramificaciones de una tela de araña tremenda y que ya no podían hacer nada que no fuera dejarse llevar hacia adelante, tan inconscientes del poder que les dominaba como si fueran moscas ciegas atadas a las revoluciones de una rueda.
Y en esta sensación tenían razón.
Pues, de formas remotas y lejanas de las suposiciones ciegas y turbadas de este grupo indefenso, la telaraña gigante estaba ahora en pleno tejido poderoso; en las profundidades de la tierra excavada se estaban hilando los hilos.
En uno de los pasillos humeantes de aquella enorme colmena hablaban en voz baja dos hombres que llevaban cascos y botas:
—¿Lo has encontrado?
—Sí, jefe, está en el sótano. No tiene nada que ver con el tejado, lo que pasa es que lo saca la corriente por uno de los ventiladores… pero es aquí abajo —dijo apuntando con el pulgar a las profundidades bajo ellos.
—Bueno, pues ve a por ello; ya sabes lo que tienes que hacer.
—Parece malo, jefe. Va a ser difícil liquidarlo.
—¿Qué pasa?
—Si inundamos el sótano, tendremos que inundar también las vías. Ya sabe usted lo que significa eso.
Durante un momento se encontraron las miradas turbadas de los hombres y se mantuvieron unidas con firmeza. Luego, el mayor de los dos hombres habló brevemente y empezó a bajar las escaleras:
—Vamos —dijo—, vamos abajo.
Muy lejos de las suposiciones turbadas de aquella gente indefensa, en el fondo de la profundidad del túnel de tierra excavada había una habitación en la que brillaban las luces y en la que siempre era de noche.
Allí, entonces, sonó un teléfono y allí estaba un hombre sentado a una mesa, con una visera sobre los ojos, para contestar:
—¡No me digas!… ¿Dónde? ¡En el número treinta y dos!… ¡Que van a inundarlo!… ¡Demonios!
Muy lejos de las suposiciones de aquella gente indefensa, en el fondo de los paneles maravillosos de las rocas excavadas, empezaron a ocurrir cosas con la velocidad de la luz. A seis manzanas de distancia, justamente donde empieza la gran red de ese mundo maravilloso su enorme complejo de raíles, de luces que cambian, brillan y vuelven a cambiar inmortalmente, paró de repente el tren, pero con tanta suavidad que los pasajeros, que ya se estaban poniendo en pie para apearse, no pudieron darse cuenta de que hubiera ocurrido nada. Más adelante, sin embargo, en la cabina de la potente locomotora eléctrica, sacó el maquinista la cabeza y leyó las señales. Vio aquellos cuadros de luz dura contra la oscuridad y juró:
—… Bueno, qué coño pasa ahora —luego, dándose la vuelta, habló en voz baja a otro hombre en medio de la oscuridad—: Tenemos que ir por la veintiuna… Me gustaría saber qué coño ha pasado.
En el séptimo descansillo de las escaleras de servicio trabajaban implacablemente los bomberos con sus hachas. El lugar estaba lleno de un humo denso, los hombres sudorosos llevaban máscaras y la única luz que tenían para trabajar era la que les daban una linterna y una antorcha. Habían abierto a golpes la puerta del hueco del ascensor y uno de ellos se había bajado al techo del ascensor aprisionado, medio piso más abajo, y lo estaba golpeando con su hacha bien afilada.
—¿Está ya, Ed?
—… Ya va… Sí… Casi he terminado… Ya está.
Pasó el hacha al otro lado, se oyó un choque de astillas y luego:
—… Bien… Esperar un minuto… Pásame la linterna, Tom…
—¿Ves algo?
Y un momento después, en voz baja:
—Ya… Voy a entrar… Jim, mejor será que bajes tú también; voy a necesitarte.
Siguió un momento de silencio y luego se volvió a oír la voz baja del hombre:
—Bueno… Ya lo tengo… Oye, Jim, baja los brazos y cógelo por debajo de los sobacos…
De esta manera lo sacaron de la caja aprisionada, lo miraron un momento y lo dejaron en el suelo, no sin cuidado: algo viejo y muerto y que daba pena.
En este momento fue la señora de Jack a la ventana de la droguería y miró al gran edificio al otro lado de la calle.
—Me pregunto si estará pasando algo ahí —dijo—. ¿Creéis que habrá terminado ya? ¿Lo habrán apagado ya?
La fría inmensidad de aquellas enormes paredes no decía nada. Pero había otras señales de que ya estaba apagado. Las líneas de manguera que habían llenado la calle como una espesa red eran ahora considerablemente más escasas y de vez en cuando se oía el rugido atronador de un gran motor cuando se ponía en marcha uno de los camiones de bomberos. Éstos iban saliendo del edificio, poniendo sus aparatos otra vez en los camiones y, aunque todavía no permitía la policía a los inquilinos que volvieran a sus pisos, todos los indicios apuntaban ahora en el sentido de que ya estaba apagado el fuego.
Mientras tanto, empezaban a entrar los periodistas en la droguería para telefonear sus relatos a los periódicos. Uno de ellos, un caballero de aspecto bastante sufrido con una nariz roja y bulbosa, había conseguido ya hablar con la sección de sucesos y estaba ahora dedicado exclusivamente a darle sus noticias al hombre que se encontraba al otro lado:
—… Claro, es lo que te estoy diciendo… La policía ha puesto un cordón alrededor del edificio…
Siguió una pausa de un momento, tras el cual gruñó irritado el hombre de la nariz roja:
—¡No! ¡No! ¡No!… ¡No es un escuadrón! ¡Es un cordón!… C-o-r-d-ó-n, cordón… ¡Ay, qué leche! Si es que no has oído nunca hablar de acordonar… Bueno, fíjate. Escucha —dijo, echando una mirada a un trozo de papel que llevaba en la mano—: …Entre los residentes se encuentran muchos nombres de personas de la alta sociedad y otras personas destacadas en… ¿Qué?… ¿Cómo? —dijo abruptamente y con tono de asombro—. ¡Ah! —y miró en torno suyo brevemente para ver si le podía oír alguien; luego bajó la voz y volvió a hablar—: ¡Sí, claro!… Dos… Sí, los dos eran ascensoristas… —luego, volviendo a mirar las notas que tenía en el papel sucio, dijo, leyendo cuidadosamente en voz baja—: John Enborg… edad, 64… casado… tres hijos… vive en la calle de Jamaica de Queens… y Herbert Anderson… edad, 28, soltero, vive con su madre en Southern Boulevard, 841, en el Bronx… ¿Lo has cogido?… ¡Claro! ¡Claro! —más calmado, tras un momento de pausa, siguió hablando—: … No, no los podían sacar… Estaban en los ascensores, en marcha hacia arriba para sacar a los inquilinos cuando se cortó la luz… Exacto, así es… Se quedaron cogidos entre dos pisos… Acaban de sacar a Enborg —dijo bajando la voz todavía más—, han tenido que usar las hachas para partir el techo… Claro… claro —dijo asintiendo silenciosamente ante el micrófono—, eso es: el humo. No, sólo esos dos… no, los administradores quieren que no se arme mucho jaleo… No, no lo sabe ninguno de los inquilinos… Sí, casi se ha acabado ya… Sí, sí, empezó en el sótano, pero luego subió por un hueco hasta el tejado… Ya, ya lo sé —asintió—. Las vías pasan justo por debajo… Les daba miedo inundar el sótano, porque al hacerlo inundaban cuatro grupos de vías. Claro, ya está bajando, pero ha sido de aúpa… Vale, Mac… ¿Me quedo por aquí? Vale —dijo por fin y colgó.