VII
—¡Quiero decir!… ¡Ya sabes!
Al oír estas palabras, anhelantes, rápidas, expresadas en un tono de voz más bien ronco, pero sin embargo extrañamente seductor, sonrió la señora de Jack dándose la vuelta y exclamando:
—¡Ésa es Amy!
Luego, al ver la cabeza angelical, con su increíble cantidad de rizos castaños, aquella cara encantadora que resultaba tan radiante con una calidad casi muchachil de anhelo, pensó: «¡Qué guapa es! ¡Y… y… tiene algo tan dulce, tan encantador… tan bueno!».
No sabía por qué era así. En realidad, desde cualquier punto de vista, mundano, hubiera sido difícil de probar. Si Amy Van Leer no era una mujer de «mala fama», la única razón consistía en que hacía años que había traspasado los límites más amplios de la mala fama. A los diecinueve años ya había estado casada, divorciada y tenía un hijo. E incluso en aquellos tiempos, su conducta había sido tan escandalosa que a su marido no le había costado ningún trabajo demostrar que no era adecuada para recibir la custodia de su hijo único. Desde aquel momento se había dado a la bebida, de la bebida había pasado a los amantes, de los amantes al opio, del opio a… cualquier cosa.
Hubo un momento en que decía la gente: «¿Qué diablo podrá hacer Amy ahora?». Y, verdaderamente, si sólo se puede expresar la vida en términos de velocidad y de sensaciones, parecía que ya no le quedaba mucho que hacer. Había estado en todas partes, lo «había visto todo», tal como podría uno ver las cosas por las ventanas de un tren expreso que viaja a ciento veinte kilómetros por hora. Ahora decía la gente: «¿Qué diablo le queda que hacer?». Nada. No le quedaba nada. Tras haberlo intentado todo en la vida, menos vivir, y tras haber perdido la forma de vivir, ya no le quedaba nada que hacer excepto morir.
Y, sin embargo, aquel pelo castaño, aquella cabeza angelical, la risa rápida y excitada, los tonos roncos y cantarines, la animación ansiosa como de un muchacho, todo ¡era tan bello y, en cierto modo, pensaba uno, tan bueno! «Con sólo…» pensaba la gente lamentándose, como pensaba ahora la señora de Jack: «Oh, sólo con que le hubieran salido las cosas un poco distintas», y luego volvía atrás desesperadamente para encontrar las razones de su desorden, diciendo: «Aquí… o aquí… aquí ocurrió, ya ves… ¡sólo con que…!». ¡Sí, sólo con que los hombres tuvieran tanto de arcilla como tienen de sangre, de hueso, de tuétano, de pasión, de sentimiento!
—¡Quiero decir!… ¡Ya sabéis! —y con estas palabras familiares se volvió Amy hacia sus acompañantes, como si verdaderamente estuviera ardiendo en deseos de comunicarles algo que la llenaba de un júbilo exuberante—. ¡Quiero decir! —exclamó—. ¡Cuando se lo compara con las cosas que hacen actualmente!… ¡Quiero decir! ¡Es que, sencillamente, no se puede comparar!
Durante el curso de este monólogo febril el grupo de gente joven, del que era centro Amy, se había ido trasladando hacia el retrato de la señora de Jack que estaba encima de la repisa y lo estaban mirando. El famoso retrato merecía todos los elogios entusiastas que volcaban ahora sobre él. Era uno de los mejores ejemplos de las primeras obras de Henry Mallows y, además, había sido creado con la pasión, la ternura, la sencillez, de un hombre enamorado.
—¡Quiero decir! —volvió a exclamar Amy jubilosa—. ¡Cuando piensa uno la cantidad de tiempo que hace!… ¡Y lo guapa que era entonces!… ¡Y lo guapa que es ahora! —gritó Amy regocijadamente, volviendo luego sus ojos verde-gris, tan encantadores y tan llenos de una tortura agonizante, en una mirada de exasperación casi febril—. ¡Quiero decir! —volvió a exclamar—. Resulta todo clarísimo —murmuró. Luego, volviéndose hacia Page con un movimiento impulsivo, preguntó—: ¿Cuánto tiempo hace, Steve? Hace veinte años, ¿no?
—Sí, por lo menos eso —respondió Page en tono frío y aburrido. Agitado y apurado le dio la espalda con un aire de indiferencia fatigada y dijo lentamente, volviéndose a la señora de Jack que se acercaba entonces al grupo—: Yo diría que fue hacia mil novecientos uno o dos… ¿No, Alice?
—¿Qué? —exclamó la señora de Jack, y luego continuó inmediatamente—: ¡Ah, el retrato! No, Steve… lo hizo en mil novecientos… —se controló con tanta rapidez que no notó nadie más que el mismo Page que no decía la verdad—: en mil novecientos cuatro.
Daba la casualidad de que él sabía la fecha exacta, que era octubre de 1902. Y reflexionando sobre los caprichos del sexo, pensó: «¡Por qué serán tan estúpidas! Debería darse cuenta de que para cualquiera que sepa lo más mínimo acerca de la vida de Mallows, esta fecha es tan familiar como la del día de la Independencia…».
—Claro —decía la señora de Jack rápidamente— que en aquella época no podía yo tener más de dieciocho años… si es que los tenía…
«Y así no tendrías ahora más que cuarenta y tres» —pensó Page cínicamente—. «Bueno, querida mía, tenías veinte años cuando te pintó… y hacía más de dos años que estabas casada y ya tenías un hijo. ¡Por qué lo harán! —pensó impaciente—. ¿Se creerá que soy tonto?».
Se volvió hacia ella casi con impaciencia y vio en su mirada una expresión alarmada, casi de súplica. La siguió y vio la mirada ardiente, las facciones ferozmente tensas del amante joven. Le vio de repente y pensó: «¡Ah! ¡Es este muchacho! Entonces le ha dicho que…» y de repente, absorbiendo la súplica alarmada de aquella mirada, tan llena de infantilidad, de locura incluso en su astucia, se sintió lleno de compasión.
«¡Dios mío, aquí está! —pensó—. Sigue teniendo las facciones de una niña, sigue siendo bella, sigue amando a alguien… ¡A otro muchacho!… Y sigue estando casi tan encantadora como cuando el propio Mallows era un muchacho».
¡Pobre niña! ¡Pobre niña! Page se volvió estiradamente a un lado para disimular la angustia desnuda de sus ojos. Se consumiría y moriría tan pronto, igual ella que el resto de nosotros. Estaba demasiado inclinada a morir con la muerte de un solo muerto, a amar con el amor de un único amor, a no quedarse con nada de nada, a no conservar un remanente prudencial para el día de la ruina, sino a gastarlo todo, a darlo todo, a consumirse, a quemarse como las polillas de la noche anterior sobre un haz de luz brillante.
Pobre niña.