I

Visto por fuera, el edificio era… meramente un edificio. No era bello, pero le impresionaba a uno por su enorme masa. Era una forma imponente, de doce pisos de altura, con muros de piedra resistente, espaciado regularmente por mil ventanas y el enorme edificio ocupaba toda una manzana de la ciudad, con fachadas a dos calles. Era tan grandioso, tan enorme, tan sólido, que parecía que había sido tallado de la misma roca eterna, que había sido construido para la eternidad, para resistir allí mientras resistiera la roca misma.

Y, sin embargo, ésta no era la verdad en absoluto. Aquel potente edificio estaba, en realidad, lleno de tuberías y de huecos, como un panal gigantesco. Se sostenía sobre unos arcos curvados que se apoyaban abajo en un vacío enigmático, con los nervios, los huesos y los músculos que bajaban medida tras medida por entre la roca acanalada; bajo aquellos muros basálticos de roca perdurable había un submundo de pisos de sótanos. Debajo de todos éstos, allá lejos en medio de la roca torturada, estaba la profundidad del túnel.

Por lo tanto, a veces ocurría que los residentes de esta residencia imperial notaban un temblor a sus pies cuando pasaba bajo ellos algo débil y repentino y, quizá, recordaban a veces que había trenes allá, muy por debajo de ellos, en aquellas profundidades taladradas. Luego desaparecía todo en las distancias enigmáticas de la roca atormentada. El gran edificio volvía sólidamente a convertirse en piedra y la gente sonreía débilmente, dándose cuenta de que era perdurable e imperturbable, ahora y siempre, como siempre lo había sido.

Un poco antes de las siete, justo al lado del edificio, al ir a entrar a hacer su turno de noche, se le acercó al viejo John un hombre de aproximadamente treinta años en un estado de miseria no disimulada.

—Oiga, usted… —al oír las palabras familiares, el viejo intentó hacerse a un lado. Pero la criatura le agarró por la manga con unos dedos sucios—. Decía yo que a lo mejor podría usted darle a uno un…

—¡No! —exclamó airado el viejo—. ¡No le puedo dar nada! Tengo el doble de años que usted y siempre he tenido que trabajar para conseguir cualquier cosa. ¡Si valiera usted para algo, haría lo mismo!

—¡Ah, sí! —ironizó el otro con una mirada que de repente se había vuelto dura y antipática.

—¡Sí! —le contestó el viejo John en el mismo tono, y siguió adelante, pensando que quizá fuera inadecuado este tipo de respuesta irónica, pero sin poder hacer nada mejor por el momento.

Seguía hablando solo cuando llegó a la gran entrada arqueada del edificio y emprendió el camino de las columnatas que llevaban al ala sur.

—¿Qué pasa, abuelo? —le preguntó Ed el ascensorista de día—. ¿Quién le ha puesto de tan mal humor?

—¡Ah! —murmuró John, que seguía experimentando resentimiento—. ¡Son esos mendigos de tres al cuarto! ¡Un muchacho que no sería mayor que tú y me ha querido pedir una limosna!

—¿Sí? —dijo Ed con tono de ligero interés.

—Sí —dijo John—. Tendrían que mantener a esos tipos alejados de aquí. No tienen derecho a molestar a la clase de gente que tenemos aquí —se notó una especie de reblandecimiento en su voz cuando pronunció las palabras «a la clase de gente que tenemos aquí»; parecía que era aquí donde había que mostrarse reverente, que la clase de gente que tenemos aquí era, pese a todo, a quien había que proteger y preservar.

—Es la única razón por la que se quedan por aquí —dijo el viejo—. Saben que pueden sacarles algo a la clase de gente que tenemos aquí, que les pueden sacar una buena tajada. Si fuera yo el administrador, ya me cuidaría de impedirlo.

Y tras haber expresado sus opiniones, pasó John por la puerta de servicio del ala sur y, momentos después, estaba en su puesto, preparado para una noche de trabajo.