Capitán gomina

RESTAURANTE Fonda, Lindenstrasse, 13.07. En la escala de pringue mi vecino de enfrente alcanza fácilmente valores altísimos. Solo la risa de aceite de colza y las botas de piel de cocodrilo de chulazo son suficientes para agarrar a ese jovenzuelo del pelo extraengominado, sacarlo a la calle y empujarlo delante del Smart más cercano. Seguro que sería una muerte horrible para él, ya que además ha dejado las relucientes llaves de su BMW con tanto decoro junto a su móvil de Prada.

—Es un coche fantástico, hace una semana que lo tengo —‌me cuenta, sin que yo se lo pregunte.

—Ah.

—¿Y usted qué conduce, señor Adair?

—Un Lexus. Bueno, los fines de semana. Si no, un Porsche Cayenne.

—¡Me gusta usted!

«Pues usted a mí no», pienso. La vida es más fácil si te gustan las personas equivocadas que si no te gusta nadie. Al fin y al cabo no brindaría por la amistad con un español que, después de tres botellas de vino tinto, de pronto elogiara a Hitler.

Por supuesto, también podría golpear enseguida al muchacho con el enorme cenicero de cristal, pero entonces le quedaría una cicatriz en la frente, y si se quedara totalmente tonto nunca sabría qué quería de mí.

—No quiero andarme con muchos rodeos, señor Adair.

—Yo tampoco.

—Dom Real State es una de las sociedades inmobiliarias más grandes de Alemania. Ahora mismo nos ocupamos de un patrimonio inmobiliario por valor de veintiún mil cuatrocientos millones de euros, solo en Colonia y alrededores tenemos once grandes proyectos en marcha a la vez.

No tengo que esforzarme mucho por mostrarme impresionado. Lo estoy.

—Se lo diré con toda sinceridad, señor Adair: aunque un cliente nos compre una mansión de tres millones, tres edificios y cien áticos, sigue siendo un cliente relativamente pequeño. DRE solo piensa en unidades de mil.

Trago saliva como un colegial que acaba de enterarse que Alemania estuvo dividida alguna vez. Nervioso, muevo el vaso de agua mineral en los labios.

—¿Y... cuál es su problema?

En vez de responder, empuja hacia mí una carpeta blanca.

—Tiene que limpiar un terreno. Si pasa a la página tres...

Abro la carpeta y llego al reluciente proyecto de una urbanización gigantesca, formada por lo menos por diez bloques de apartamentos con sabe Dios cuántas unidades. Junto a una fotografía de una familia sonriente dice: «¡Los jardines de Caroline, la felicidad en la vida se puede planificar!»

—¿Tengo que limpiar un terreno? —‌pregunto, al principio desconcertado.

—Sí. El terreno, excepto una pequeña unidad, la utilizaba hasta ahora principalmente el gobierno para transporte de mercancías. En cuanto se supo que ese departamento también se trasladaba a Berlín, pudimos empezar a demoler.

—¿Y qué hay que limpiar ahora?

—Esta manchita de aquí. Una casa que no podemos demoler. Una casa en la que sigue viviendo alguien que sigue negándose con rotundidad a vender.

—¿Y dónde está exactamente la casa?

—Lamentablemente, bastante en el medio.

—¿Y aún vive alguien?

—Un tal señor Karl.

Tengo un mal presentimiento.

—Un tal señor Karl. ¿Supongo que ya lo han probado todo, no?

—Correcto. Ya hace tres años que dura esto. El hombre no quiere vender, desde hace un tiempo además nos insulta.

—¿Y qué se supone que...?

—Digámoslo así: en cuatro semanas empezamos a construir. Muchos de nuestros clientes ya han reservado o comprado. Cada día de retraso de un proyecto tan grande nos cuesta casi un millón de euros. La casa del medio tiene que desaparecer, no importa cómo.

Del miedo, me deslizo unos centímetros por debajo de la mesa. Esto ya no tiene nada que ver con hacer llamadas de reclamación o contraatacar con un aspirador de hojas. Y justo por eso hay tanta pasta de por medio. Shahin tenía razón: podríamos habernos llamado la primera mafia on line de Alemania.

—¿Cuántas viviendas dice que deben construirse?

—Poco menos de mil. Con un precio de compra medio de quinientos noventa mil euros. En total son casi doscientos millones de euros.

Me resbalo un poco más en la silla.

—¡Eso es muchísimo dinero!

—Exacto. Para DRE es de lo más molesto. Incluso he hablado con mi superior. Está dispuesto a subir a quinientos mil euros si soluciona el problema. —‌Vuelvo a colocarme con cuidado a la altura de los ojos de mi interlocutor.

¡Quinientos mil! Bebo un sorbo de agua.

Para semejante cantidad las expresiones habituales de sorpresa como «oh» y «ah» no son aplicables. Esa cantidad justifica una expresión espontánea y a voz en grito como: «¡Tío, bésame el culo!»

Con ese pago enseguida conseguiría el crédito.

La compra del edificio estaría hecha.

Expulsaría a la pija horrorosa.

Invitaría a los amigos.

Pediría filetes.

Descorcharía un Moët.

Pero ¿a qué precio?

Intento recuperarme parcialmente.

—¿Sabe que tendría que pagarme por adelantado el diez por ciento? Quiero decir... no me conoce.

El otro esboza una sonrisa aceitosa.

—No le conozco, pero un buen amigo mío le conoce y le describe como... cómo lo diría... extremadamente ingenioso.

—Deje que lo adivine: ¿del Deutsche Bank?

—No, de la iglesia católica. Un tal señor Westhoff.

—¡Oh!

—Llévese la carpeta, señor Peters. El adelanto está en un sobre en la página sesenta, entre la fotografía del anciano sonriente y los niños que juegan.

—Muy gracioso.

—La vida es dura. ¿Qué dice?

—¿Cómo? ¿Que qué digo?

—¿Lo hará?

—¿Qué cree que voy a hacer?

—Creo que lo va a hacer.

Meto la carpeta en la bolsa y agarro mi aspirador de hojas. Luego me levanto y le estrecho la mano al representante de DRE.

—Tiene razón.