Locos de atar

NUESTRA táctica es muy sencilla: tenemos que estar más locos que la loca en sí. Tras una noche sorprendentemente tranquila, estoy en el aparcamiento en un edificio naranja y gris de un gigante inmobiliario. Es uno de esos edificios en los que a cada paso que das vas perdiendo la sensación de ser especial. Pese a los bienintencionados puntos de color y a los arbustos de rigor, este gueto de bienestar edificado en tan reducido espacio recuerda más bien a un patio de una cárcel que a una acogedora casa propia. Incluso temo que la amplitud de los panales individuales de viviendas ni siquiera sea suficiente para darle un mordisco en transversal a una barra de pan. Miro alrededor, nervioso, con mi mitad de jirafa de tela en la mano. Sperlingweg 14ª. No ha sido muy difícil encontrar la dirección de la loca, estaba en todas y cada una de sus 34 cartas de amor que Annrike van Seawood-Winter le ha enviado al pobre actor. Me vibra el móvil. Un mensaje de texto de una de las hermanas Ratiopharm: «Hola Simon. Esta mañana ya no había caca de dogo. ¿Te parecen bien 500 euros? Saludos, Svea.»

Me guardo el móvil, sonriente.

Yes!

Pero entonces la veo. Con la mirada inquieta, la pesadilla de nuestro cliente sale presurosa del bloque de apartamentos con un vestido de novia raído. ¡Al natural esa señora aún da más miedo! Probablemente para darme ánimos, respiro hondo y digo en voz alta:

—¡Allá vamos!

Sigo a la señora que camina rápido y rígida a una distancia de un microbús. Salimos del complejo de edificios y giramos por Aachener Strasse, una de las principales arterias de tráfico de la metrópolis provinciana de Renania. En la esquina la señora Seawood-Winter me ve por primera vez y me pregunta, con una voz aguda:

—Dígame, ¿me está siguiendo?

Prepárense para luchar.

—Cariño, ¿por qué dices eso? —‌le pregunto, sacudiendo la cabeza, y avanzo un paso hacia ella.

—¿Perdone?

—Cariño, sé razonable y deja que pasemos por esto juntos.

La loca se me queda mirando como si me faltara un tornillo. Y en realidad no estoy muy fino. Al contrario que ella, en mi caso solo es temporal y forma parte de un plan para conseguir 5.000 euros.

—¿Está usted majara? ¿A qué se refiere?

—Nuestra cita para divorciarnos. Vamos, Anni, no me parece justo que te hagas la tonta.

Se ve claramente que debajo del pelo color té verde, bien recogido, le hierve la sangre.

—¿Cómo sabe mi apodo? —‌me ruge.

—¡Porque estamos casados! Ahora ven conmigo, cariño. Tenemos que acabar con esto ahora.

Como en un duelo bizarro, estamos frente a frente, observándonos. Presento la mitad de la jirafa.

—También he estado pensando lo de la jirafita. La repartiremos mitad y mitad. Mira, lo tengo todo preparado.

—No conozco a ninguna jirafita. ¿Sabe qué? ¡Creo que está como una cabra!

La chalada se da la vuelta sacudiendo la cabeza y sigue caminando. La sigo a la misma distancia que antes. Pasamos por un centro de bronceado y una floristería antes de que se dé la vuelta de repente y se quede quieta, y yo, claro, la imito enseguida. Ahora suena ya un poco nerviosa.

—Dígame, ¿me va a estar siguiendo todo el tiempo con su animal de peluche muerto?

—No es un animal de peluche muerto. ¡Es una parte de nuestra jirafita! Ahora arreglemos lo del divorcio, ¡ya hemos discutido demasiado tiempo!

—Pero ¿qué divorcio?

—Vamos, Anni. La cita de las diez y media.

—¡Está usted mal de la cabeza, vaya si lo está!

—No digas eso, ¡no delante de la jirafita!

Nos quedamos callados de nuevo y noto un leve temblor en la comisura de los labios de Annrike. Mi ojo, en cambio, está tranquilo. ¡Por una vez que necesitaría que me temblara!

—Oiga, tengo que irme por un asunto privado. Y si me sigue con su media jirafa...

—¿Qué?

—¡Llamaré para pedir ayuda!

Levanto las cejas.

—¡Vamos, cariño! Para mí tampoco es fácil.

—¡Está usted loco!

Avanzo un paso hacia ella y hago un amago de abrazarla. Ella retrocede, asustada. Gracias a Dios.

—Ya sé que estoy loco, pero acepto que quieras separarte de mí por eso. No pasa nada, cariño, absolutamente nada. Entiendo que estés harta de mis chaladuras, la habitación de hierba con el dispensador de zanahorias y de que duerma de pie. No pasa nada, así que acabemos con el divorcio de una vez.

Pausa, miradas. Su cerebro está trabajando. Me quedo quieto, sin más, sonrío y le ofrezco la media jirafa. ¿A lo mejor ya tengo a Annrike en el bote? Aún no, ya que, en vez de continuar la discusión, se da la vuelta, pasa por mi lado enfadada y se dirige a la floristería.

—¡Cariño! ¿Adónde vas? —‌la llamo, y me esfuerzo porque suene lo más desesperado posible.

—¡A recoger una cosa!

Bingo, me ha contestado, ¡por primera vez!

—¡Voy contigo!

Los pasos de la señora Seawood-Winter se ralentizan. Tras un momento de reflexión, se da la vuelta y de nuevo nos quedamos quietos, callados.

—Le voy a decir una cosa: no me da miedo y a partir de ahora voy a hacer como si no existiera. ¡De hecho, hoy mismo me caso con un policía!

—Anni... ¡también puedes quedarte con el Fiat!

—Dígame, ¿ha estado husmeando en mi vida? ¿Cómo sabe que tengo un Fiat?

Estoy a punto de contestar cuando la loca sale corriendo completamente de improviso. Pierdo unos veinte metros de distancia de lo desconcertado que estoy. La jirafita y yo corremos tras ella, pero es más rápida y se sube a un Fiat panda amarillo antes de que pueda detenerla. Presa del pánico, marco el número de Shahin. Hemos quedado en que siempre estaría cerca en su Passat descapotable.

—Shahin, ¿dónde demonios te has metido? ¡La loca se ha subido a su coche!

—¡Al otro lado de la calle Aachener!

Después de tres carriles, dos vías de tranvía elevadas y tres carriles más veo a Shahin delante del escaparate de la tienda de móviles. ¡Genial! Mi socio está mirando móviles mientras los 5.000 euros se van a la mierda en un ataúd con ruedas italiano.

—¡Muy bien, Shahin! —‌le grito al móvil—, el siguiente punto para girar está a un kilómetro.

—¿Quién ha dicho nada de girar?

Me quedo boquiabierto cuando Shahin cruza a toda prisa todas las vías con su Passat poco antes de que llegue un tranvía y se planta a mi lado. Todos mis respetos, por una acción así seguro que en Irán te dan tres latigazos en el trasero. El Fiat de la loca se diluye en el tráfico y veo que lleva una cuerda con latas anudadas atada al coche. Con los neumáticos chirriando, el Passat de Shahin se planta a mi lado, me subo de un salto y me coloco.

—¡Vamos tras ella!

—Muy bien...

Shahin acelera al máximo y en un santiamén estamos casi detrás del latoso Fiat amarillo, que ahora cambia de carril, nervioso, como una avispa.

—¡Ten cuidado, Shahin, creo que va a girar!

—Ya lo veo.

También nosotros pasamos zumbando por delante de más de cincuenta cosas que no puedo ni distinguir en la calle lateral y nos acercamos al Fiat más de lo que esperábamos.

—¡Cuidado! —‌grito—. ¡Hay un atasco!

Shahin pisa a fondo esa chatarra, los frenos chirrían y el cinturón me aprieta tan fuerte que me quedo sin aire. No hemos chocado con la loca por un pelo. Mi compañero persa es el primero en resumir la situación.

—¡Casi!

Asiento.

—Sí.

—¿Y ahora?

—Como habíamos planeado, la ablandaremos. Simplemente nos quedaremos aquí.

La culebra de latas se mueve a paso de tortuga, nos colocamos detrás del Fiat amarillo con las latas dando golpes. Me parece que Shahin está un poco nervioso.

—Eso ya lo deja claro. No voy a destrozar mi coche por mil euros.

—¡No querrás discutir conmigo en serio ahora!

—No hay nada que discutir, dame más dinero. ¡El veinte por ciento no es justo!

—¡Shahin, que gira!

—Me da igual.

De un solo movimiento la loca se escabulle del atasco y pasa al carril contrario, donde ahora se acerca a un semáforo en verde, algo muy poco habitual en Colonia.

—¡Shahiiin, que se larga! —‌grito.

—Treinta por ciento y giro.

—¡De acuerdo!

—¡A todo gas, Shahin!

Al final Shahin también encuentra un hueco en sentido contrario y lo intenta todo para volver a arrimarse al Fiat. Al final solo hay una camioneta familiar surcoreana con una pegatina de «bebé a bordo» entre nosotros y nuestro objetivo.

—¡Pero adelántales! —‌le ordeno a Shahin a grito pelado.

—¿Estás ciego? ¡Voy en dirección contraria!

—¡Pero no por el medio!

—Lalala... —‌canta Shahin, y sonríe. ¡Será listo, el muy cerdo!

—Muy bien, ¡cuarenta por ciento!

Tras una leve señal con la cabeza a modo de aprobación del acuerdo, Shahin pasa volando, pese a ir en contra dirección y finalmente se coloca justo detrás de la loca en Aachener Strasse. Durante los minutos siguientes estamos tan cerca del Fiat del sonajero de latas que no se puede meter ningún coche en medio. Entonces empieza un juego surrealista: si nuestra acosadora de actores avanza despacio, nosotros también. Si acelera y da bandazos, nosotros aceleramos y damos bandazos. Todo lo que hace el Fiat delante de nosotros, lo hacemos nosotros, incluidas varias vueltas a una rotonda y aparcar en marcha atrás en una zona industrial.

—¿Y de verdad tengo que aparcar también, Simon?

—Sí, hay que ser consecuentes. ¡Da gracias a tu cuarenta por ciento!

Aparcamos y nos quedamos diez minutos justo detrás del Fiat de la señora Seawood. A nuestra izquierda sigue tronando el tráfico de hora punta por el adoquinado, a la derecha un muro de piedra a la altura de una persona rodea una fábrica, y delante la loca del ramo de novia está sentada en su cacharro italiano y no tiene ni la más remota idea de qué hacer. Nosotros tampoco, por cierto.

—¿Y ahora, Simon?

—Nada, a esperar.

No soy muy buen psicólogo, pero he visto más de cien capítulos de la serie Frasier, así que creo que la persecución al actor solo terminará cuando logremos sembrar una gran confusión en su cerebro atormentado.

—¡Seguro que la pobre está totalmente hecha polvo! —‌suspira Shahin—. No sé si estamos haciendo lo correcto. Es... como ir a la caza de alguien, en cierto modo.

Le están dando casi la mitad de un encargo brutal y ante el primer problemilla ya tira la toalla.

—La pobre. ¡La pobre! —‌me enervo—. ¡La pobre lleva un mes plantándose todos los días en la puerta de nuestro cliente diciendo que es el día de su boda! La pobre lanza un ramo de novia todos los días y ya ha herido a dos niños, a uno incluso en el ojo. ¡La pobre está de la olla, a ver si lo entiendes!

—¿Compra un ramo de novia todos los días?

—Eso cree ella, pero en realidad siempre coge el mismo. Me lo ha contado Herbst.

—¿Herbst?

—Así se llama el actor. ¿Te acuerdas de la serie...? ¿Qué miras?

—Tenemos a la policía detrás de nosotros.

Miro por el retrovisor y es cierto: a una velocidad de parque infantil, un coche patrulla de color plateado y verde se coloca detrás. El miedo se refleja en los ojos de Shahin.

—No habrá... ¿llamado a la policía, no?

—Tú tranquilo, Shahin, no te van a expulsar.

—Soy alemán, imbécil.

—¡Ante todo eres el Adair de los caguetas!

—¡Y tú el Adair de las gilipolleces!

El coche de policía se para detrás de nosotros. Pongo a salvo mi media jirafa debajo del asiento del copiloto. Sin embargo, al principio los agentes no dan muestras de salir del coche patrulla. Nos quedamos un minuto así, en fila, muy juntos y en silencio entre el coche de policía y el Fiat de la chalada. Un minuto en el que el miedo me cala en los huesos y por primera vez me pregunto what the fuck estamos haciendo allí. Antes de encontrar una respuesta se abren las puertas del coche patrulla y aparecen dos agentes sin gorra: uno bajito, que, debido a su escasa estatura y a la calvicie parece un Don Limpio enfadado, y uno más grande, muy moreno, que parece un cantante de tercera salido de la montaña.

—¡Que vienen, Simon!

Mientras el tiarrón se acerca a nuestra ventanilla, su colega con alopecia se dirige a paso ligero al Fiat, que sigue bien aparcado. El policía le indica a Shahin con un gesto indiferente que abra la ventanilla. Sin embargo, Shahin se siente abrumado por aquel gesto y me mira con expresión confusa.

—¿Qué quiere, un bolígrafo?

—¡Tienes que abrir la ventanilla!

—Vale, la ventanilla, claro.

Shahin aprieta un botón, pero, desgraciadamente, se abre la ventanilla de mi lado. ¿Es que no tiene pasaporte alemán? Intento mantener la calma.

—La ventana de tu lado, Shahin.

—Por supuesto.

Shahin aprieta el botón correcto y el tiarrón se inclina hacia nosotros.

—Buenos días, el permiso de conducir y los papeles del coche, por favor. Y si puede salir del coche, por favor, no estamos en una carretera en Florida.

Shahin saca tembloroso los papeles y el parasol de la guantera y los entrega junto con su carné de identidad. Salimos del coche en silencio y nos colocamos junto al Passat. El policía-cantante se da la vuelta con el permiso de conducir abierto hacia Shahin.

—¿Shahin Kaambiz Shiidvash Müller?

—Sí, exacto —‌contesta Shahin, nervioso, y fuerza una sonrisa.

—¿Significa algo el nombre? —‌pregunta el cantante de moda, que parece muy amable—. He leído que estos nombres a menudo significan algo.

Shahin, histérico, me mira en busca de ayuda, pero al final se decide a contestar.

—Bueno... no estoy seguro, pero creo que es el nombre de una antigua profesión para las personas que hacen harina a partir de cereales. Para elaborar pan, ¿sabe?

Absolutamente abochornado, miro hacia los adoquines. Muy bien, se acabó. Gracias, Adair de los tontos. Podríamos habernos sentado directamente en la parte trasera del coche patrulla y llamar a un abogado. Sin embargo, en vez de llevarnos al coche a empujones, el agente-cantante asiente, simpático, y nos devuelve la documentación.

—Cereales. Interesante. Es por pura curiosidad, siempre me parecen muy interesantes estas cosas. Los papeles están en regla. Gracias y que tengan un buen día.

—¡Igualmente! —‌decimos Shahin y yo al unísono, aliviados. Entonces, al cantante de moda parece que se le ocurre algo.

—Por cierto, una cosa...

—¿Sí? —‌decimos, de nuevo al unísono.

—La mujer de delante, la del Fiat, dice que la están persiguiendo con media jirafa. ¿Verdad que no tiene ningún sentido?

Miro a Shahin, y él a mí. ¡Qué astuto, el tipo! Al principio se hace el paleto de montaña cortito y en el último segundo se saca de la manga el truco de detective Colombo.

—No conocemos de nada a la mujer del Fiat —‌balbuceo.

El guardián del orden se queda un momento pensativo y luego asiente.

—De acuerdo, solo es que acabamos de recibir una llamada de emergencia un tanto peculiar.

Entretanto vuelve de su interrogatorio también Don Limpio, visiblemente confuso. Parece hecho un lío y se toca el pelo con la mano.

—¿Todo bien, Dietmar? —‌pregunta el tiarrón a su colega, obviamente magullado.

—Vámonos de aquí enseguida, Manfred, esa no está bien de la cabeza.

—¿Por qué, qué ha pasado?

—Afirma en serio que le he hecho una propuesta. De matrimonio. Y luego me ha dicho que tenemos que estar en el registro civil en media hora. Y que este joven era su ex marido que por fin ha accedido al divorcio.

El agente Don Limpio, pálido, me señala, su colega bronceado no para de mirar incrédulo al Fiat y a él.

—Va, para, Dietmar.

—¡Como te lo cuento! Y que si no la creemos, que busquemos media jirafa en el coche de estos señores.

Nuestro policía macizo no puede reprimir una carcajada.

—¿Qué? ¿Tenemos que buscar media jirafa? Tienes que explicármelo mejor.

—En el coche, Dietmar. Sé bueno y vámonos de este manicomio. Si hasta quería besarme. Nunca me había pasado algo así.

El comisario Dietmar nos sonríe de nuevo, luego los dos guardianes de la ley vuelven al coche. Oigo otra carcajada, luego suenan las puertas y el coche patrulla se va.

—Tío, tío, tío... —‌gime Shahin—. ¿Y qué hacemos ahora?

—Por lo visto nada. ¡Misión cumplida!

Señalo hacia delante. Observamos boquiabiertos cómo el Fiat amarillo de la novia arrastrando ruido de latas sale del aparcamiento y se pega al coche patrulla.